30

– ¿Shikibu, no puedes darme la más mínima idea de lo que está sucediendo ahí abajo?

– Lo siento, Yuriko. Hemos perdido todo contacto con el Piccard.

Las pantallas estaban en blanco; la radio solamente emitía un débil crepitar, como si en algún lado se estuviera friendo tocino. Durante una hora la Hoshikaze intentó desesperadamente comunicar con el Piccard, sin ningún fruto.

Susana había regresado al puente tan pronto como se produjo el desastre del Piccard. Su rostro era tan inexpresivo como el de una figura de cera, y sus ojos permanecían clavados en la pantalla en blanco.

– ¿Crees que ha encontrado lo que vinimos a buscar? -preguntó Kenji.

– ¿Esas ballenas? -musitó con un hilo de voz.

– Podría ser -dijo Yuriko-. A menos que se haya vuelto loco y tenga alucinaciones…

– ¿Vania?

– No, claro. Siempre me ha parecido un hombre muy… de mente muy tranquila. Pero…

Se detuvo. Al parecer estaba pensando lo mismo que todos; si el Piccard había tenido una pérdida de aire… la hipoxia solía provocar alucinaciones de ese tipo.

– Debemos enviar el otro dirigible.

– Eso no es posible, Susana. Lo sabes perfectamente.

– Si lo que ha visto Lenov es real -dijo ella con terca seguridad-, debemos ponernos en contacto con él, con todos los medios a nuestro alcance. Yo lo pilotaré.

Los astronautas le dirigieron miradas perplejas.

– ¿Has pensado en lo que dices? -preguntó Kenji-. Los dirigibles exigen delfines, y necesitamos a Tik-Tik a bordo.

– Pilotaré sola.

– No estás en tus cabales -dijo Shikibu.

Susana apenas movía un músculo mientras hablaba, plantada en el centro del puente de la Hoshikaze.

– Esos robots que desarrollaron en Marte son manejados por humanos.

– Cierto -admitió Yuriko-, pero se mueven en un espacio bidimensional, como los seres humanos. Las naves espaciales, o los dirigibles, lo hacen por uno tridimensional. Un humano no podría procesar toda la información que le proporcionan los sensores de las naves.

– Yo sí. -La voz de Susana era tranquila-. He estado preparándome durante toda mi vida. He aprendido a pensar, a sentir, a moverme como un delfín. Puedo manejar el Cousteau tan bien como Semi o Tik-Tik.

– Lo prohibo -dijo Yuriko, inconmovible.


Susana exhaló el aliento. Sabía que podía hacerlo, y sabía que iba a bajar. En cualquier caso, estaba dispuesta a dar su vida por salvar la de Lenov; y esto sí que era nuevo para ella.

Buceó en su mente buscando las razones.

Por una parte, estaba Semi; no podía dejar abandonado a un delfín sin intentar, al menos, rescatarlo; él haría lo mismo por ella. Por otra, lo que Lenov había descrito en los últimos instantes de su transmisión, podría ser la respuesta que habían ido a buscar; y muchos compañeros habían muerto por obtenerla. Y por otra, bueno, quizá su alma no era tan estéril a la empatia por otro ser humano como ella había supuesto.

Pero había otra más, ¿verdad? Una razón por la que estaba dispuesta a arriesgar su vida por aquel humano en particular; una razón a la que era incapaz de ponerle nombre, y de la que su mente huía apenas la rozaba, incapaz de aceptarla.

Siempre había estado sola, y sabía que siempre iba a estarlo, pero los sueños…

Por otro lado, Susana, que se sentía más segura cuando no dependía de nadie, no acababa de entender la posición de la comandante que, como todo oficial novato, estaba atormentada por las responsabilidades del mando.

Yuriko comprendía que valía la pena intentarlo, que había mucho en juego, y que la seguridad de todos ellos carecía de importancia. Pero era incapaz de tomar una determinación.

Al final, Yuriko hizo lo que cualquiera haría en su lugar: consultó con la superioridad. Todo dependía de los biotécnicos de Marte.


La respuesta de Casanova llegó con sorprendente rapidez, dado el retraso electromagnético. Según él, algunos expertos en redes neurales aseguraban entender el funcionamiento de aquellas naves tecno-orgánicas… a grandes rasgos. La opinión mayoritaria fue una reacia aceptación del plan de Susana. Pero era únicamente una opinión; como siempre, la decisión final dependía de la comandante. La patata caliente volvía a estar en su regazo.

Yuriko se encerró en su camarote a meditar. Sabía que, al final del viaje, habría un comité de investigación. Se habían perdido vidas, y ella había ascendido en circunstancias poco regulares. La investigación era preceptiva en casos como el presente. Y no deseaba agravar las cosas abandonando a Lenov, ni agravarlas arriesgando las vidas a su custodia.

Contempló el altar de sus antepasados, y deseó que pudieran darle una respuesta. Pero ninguno de ellos mandó nunca un barco. Su decisión final fue dar luz verde.

Susana respiró hondo mientras Walter Fernández se afanaba con las conexiones neurológicas.

Con una máscara respiratoria en el rostro, flotaba desnuda boca abajo, los ojos cerrados, sus tubos de aire en nariz y boca, sujeta por fibras tensoras que se hundían hondamente en su carne y se adherían a sus huesos. Estaba en el interior del tanque destinado para un delfín, en el corazón del Cousteau.

Múltiples fibrillas grises flotaban como un manojo de algas. Fernández las recogió formando un ramillete. Tenían un poco agradable aspecto de tentáculos de anémona. Sus extremos remataban en unos ensanchamientos, ligeramente adherentes.

Palpó la cabeza de la etóloga, buscando los puntos donde previamente le había afeitado el cabello, y fue pegando las fibras, una por una.

– Bueno, Susana -dijo Fernández al cabo de un rato-, llegó el momento de la verdad.

El Cousteau era un dirigible gemelo al Piccard. Naves como aquellas habían sido probadas con éxito, una y otra vez, en recintos especialmente diseñados en Marte. Siempre por delfines. El sargento abandonó el estrecho habitáculo y cerró todas las compuertas tras él. Susana se encontró envuelta por la más absoluta oscuridad.


Por segunda vez, la Hoshikaze comenzaba la caída hacia Júpiter. La cerrazón color crema se aproximaba de nuevo. Yuriko dijo:

– Seiscientos kilómetros, Susana. Vamos a soltarte como a Vania. A los trescientos.

Bien, Yuriko. -La voz de la etóloga era apacible y relajada.

– Quinientos kilómetros, comandante -anunció Shikibu, con voz tensa y exacta. Se sentaba muy derecha, con el firme propósito de poner todos sus sentidos en lo que estaba haciendo.

El enorme volumen de la Hoshikaze empezó a ser sacudido por las turbulencias atmosféricas.

– Trescientos kilómetros -dijo Yuriko-. Prepárate, Susana.


En la oscuridad, envuelta en agua como un feto en el claustro materno, Susana aguardó la sacudida. La explosión del desacoplamiento apenas fue audible, dentro de su cobertura líquida.

Como si hubiese caído en plancha desde un trampolín, sintió una formidable sacudida que cesó inmediatamente. El Cousteau caía hacia Júpiter como una piedra, al igual que lo había hecho su gemela.

– La entrada ha sido perfecta -informó Susana.

¿Todo bien, Susana?

– El escudo resiste -respondió ella-. Su parte interna aún está templada.

Magnífico. Estás repitiendo el plan de vuelo del Piccard. Atención, ahí fue cuando abrió el paracaídas.

– Allá vamos. -Susana apretó una palanca, y el Cousteau se estrelló contra el muro de aire supersónico.


El padre Álvaro se introdujo en la cámara axial, cerrando y asegurando las compuertas de acceso tras él.

– «Vive Dios, que me rehusa justicia -recitó casi para sí-, y el Omnipotente que me ha colmado de amargura…»

Se detuvo, intentando calmar su corazón. Sus latidos eran coces en su pecho. ¿Tenía miedo por lo que iba a hacer? Demasiados condicionantes le gritaban, le suplicaban, que se detuviera. A su alrededor, los trajes espaciales vacíos, colgando de sus perchas, le miraban con mudo reproche. Álvaro cogió una de las pequeñas unidades impulsoras suspendidas junto a los trajes, y pasó las cinchas en torno a su cintura y hombros. La unidad quedó firmemente sujeta a su espalda.

Empezó a abrir la escotilla que daba acceso al hangar. Un cartel sobre ella le advertía:

ATENCIÓN, ¡NO ENTRE EN EL HANGAR SIN TRAJE DE VACÍO!

La escotilla se abrió suavemente y el franciscano se impulsó, flotando a través del orificio.

Estaba en el fondo del hangar, rodeado por luces giratorias naranja, que lanzaban rítmicos destellos contra las paredes cilindricas. Miró hacia arriba. Era impresionante, un pozo (o un túnel, ahora que estaba en ingravidez) de cien metros de longitud por veinte de diámetro. De sus paredes colgaban las navecillas auxiliares, como insectos pegados en el interior de una botella.

– «¡Que en el día del infortunio -gritó- es preservado el malvado y es sustraído en el día de la ira! ¿Quién le echa en cara su conducta? ¿Quién le da su merecido por sus obras?»

Su voz resonó por todo el hangar, creando una confusión de ecos en tonos metálicos.

– «Y cuando es llevado al cementerio -siguió recitando-, vela sobre su túmulo; dulces le son los terrones del torrente, y todo el mundo marcha tras él, yendo delante gente sin número.»

»¿A qué pues me dais tan vanos consuelos, si de vuestras respuestas no queda más que falacia?»

Falacia… qué fácil le resultaba pensar en esos términos ahora, y que difícil le había sido hacerlo unos meses antes.

Se había embarcado en aquella misión impulsado por las opiniones del padre Markus. Estas habían sido casi una ofensa para él; Markus había renegado completamente de Dios, es decir, había encontrado un dios nuevo, un dios que había engendrado no sólo al Hombre, sino a varias civilizaciones anteriores a éste. Un dios de crueldad y venganza, completamente ajeno al alma humana. Álvaro no podía admitir un Universo sin sentido, sin dirección. No podía volver a mirar por el telescopio y pensar que todos aquellos astros le devolvían una mirada de indiferencia, quizá de desinteresada crueldad, que aquellos caminos de luz que tantas veces había recorrido con placer infinito, eran realmente senderos de estiércol.

Dios había sido para él el Gran Arquitecto que había creado la maravillosa obra de arte y precisión matemática que era el Universo. ¿No era éste un reflejo de las corrientes y flujos presentes en la mente de Dios? Él soñaba con transponer su imperfección como humano, y llegar a rozar esa maravillosa presencia cósmica…

Pero ¿y si todo era mentira?

El Universo no tendría sentido, la vida no significaría nada. Susana lo había dicho, el Universo es inconmensurablemente grande comparado con la minúscula partícula que era el Hombre, ¿por qué algo tan grande tenía que tener sentido para satisfacer a algo tan pequeño? Y si ese minúsculo ser considerara que no vale la pena vivir en un Universo así, ¿qué le importaría realmente a ese silencio cósmico…?

Susana era una científica, necesitaba pruebas y más pruebas, antes de admitir la más mínima parcela de realidad. Pero Markus y él no lo eran. Confiaban únicamente en sus mentes para llegar a comprender el mundo.

Y la mente del padre Álvaro ya no dudaba…


Estamos ganando altura, Vania -anunció Semi.

– ¿Estás seguro?

Nos empujan hacia arriba.

Sí, no había duda, ascendían. El Piccard crujía como si fuera a ser aplastado como un huevo en cualquier momento. Al principio, pensó que era lo que pretendían los monstruos. Pero no, les estaban llevando con delicadeza hacia capas más altas. Aquello abría una posibilidad, tan débil y remota que pensar en ella era una locura. Pero un humano jamás acepta su propia destrucción. Al ascender recobrarían el contacto con la Hoshikaze.

Eso ya era algo.

Ahora que las veía de cerca, se daba cuenta de que no eran exactamente ballenas. La reconstrucción de Susana no incluía aquellas enormes placas de su piel, ni aquellos orificios a ambos lados de la cabeza, que latían abriéndose y cerrándose. Ni tampoco aquella boca circular, sin rastro de dientes o barbas. Ni aquellas filas de pequeñas aletas triangulares que recorrían sus lomos. Decididamente, no eran ballenas.


– ¿Qué demonios hace ahí ese hombre? -exclamó Shikibu.

– ¿Qué? -Yuriko se volvió hacia ella, desviando su atención del Cousteau.

– El padre Álvaro está en el fondo del hangar, solo.

Shikibu pasó la imagen al monitor de Yuriko. La cámara estaba en una de las paredes del hangar, a la espalda del franciscano. Era un gran angular, y las líneas estaban muy deformadas en torno al religioso, que permanecía parado, flotando, aparentemente sin saber qué hacer.

– Conecta los altavoces -dijo Yuriko.

Álvaro, ¿qué se supone que está haciendo? -La voz de Yuriko, resonando a su espalda, lo hizo volverse.

Sintiéndose como un niño pillado con la mano en la caja de galletas, se enfrentó a la lente que le observaba desde la pared.

– Yuriko… espero que el descenso de Susana continúe sin problemas. ¿No debería usted dedicarle toda su atención a ella?

No está permitido permanecer en el hangar sin traje espacial. Por favor, salga de ahí.

Álvaro sonrió, sacudiendo la cabeza.

– Ha asumido usted muy rápidamente su papel de comandante. En realidad eso nos resulta fácil a los humanos, ¿verdad? Somos pequeños gusanos desnudos, nos avergonzaríamos de nosotros mismos, si no fuera por los disfraces que vamos colocando sobre nuestros hombros…

¿Qué dice? Abandone ese lugar, inmediatamente.


Yuriko tapó con la mano su micrófono, y se volvió hacia el teniente Shimizu.

– Creo que se ha vuelto loco… ¿puedes sacarlo de ahí? -Por supuesto, Yuriko. Entretenlo mientras llego.


La escotilla de acceso al hangar, situada en la parte alta de la crujía, se abrió. El padre Álvaro vio como el japonés negro salía de ella y, prescindiendo del ascensor, empezaba a descender a grandes saltos.

– Últimamente he tenido sueños terribles. Pesadillas que se iban volviendo más nítidas conforme mis dudas iban en aumento… ¡Quédese donde está, teniente, no dé un paso más!

Shimizu se detuvo y giró la cabeza hacia el sacerdote, colgando de la escalerilla con los brazos extendidos.

– No se preocupe por mí, padre -dijo, y siguió descendiendo a gran velocidad en la ingravidez.

– Usted no lo entiende, teniente -gritó Álvaro-, sin Dios, toda la podredumbre que llena mi interior, no tardará en aflorar a la superficie. Me transformaré en aquello que más odio…


Álvaro conectó su unidad impulsora, y salió disparado hacia la boca del túnel. Allí brillaba la tenue luminiscencia del extraño campo de fuerzas marciano.

– ¡No! -gritó Shimizu. Sujetándose con una mano, estiró cuanto pudo sus miembros e intentó atrapar al sacerdote cuando pasó frente a él. Demasiado lejos. Shimizu consideró la posibilidad de saltar sobre Álvaro para desviarlo; pero tampoco llevaba traje espacial, y la trayectoria e intenciones del religioso estaban muy claras…

Álvaro contempló con tranquilidad cómo el campo, dotado de una turbia luminosidad azulina, se abalanzaba hacia él. Abrió sus brazos en cruz e inspiró profundamente, llenando sus pulmones con una postrera bocanada de aire.

Luego atravesó el campo, zambulléndose limpiamente en la nada.


Cielo de un azul profundamente amargo con sabores y olores extraños diferentes a los del mar deslizándose pegajoso a sus flancos/las marejadas burbujeando hacen derivar imperceptiblemente al Cousteau.

– Aquí Cousteau… -informó Susana mientras luchaba por ordenar su mente-. Paracaídas desprendido… Globo hinchado… Estoy flotando a… ciento quince kilómetros.

En lo alto cuelgan finas guedejas blancas suaves como pelo de armiño/vendavales salados hendidos por tibios destellos azulencos chirriantes/

– Acabo de conectar el radiofaro; si Lenov está en algún lugar de este hemisferio, no tardaremos en localizarlo. -Si sigue vivo, fue lo que pensó.

Abajo se desenrolla el tapete de nubes de colores oscilando del blanquecino amarillento a tonos más fuertes ámbar anaranjados y azafrán en un intrincado revoltijo/flujos de aire como torrentes y ríos atmosféricos con sensaciones extáticas sobre la piel…

Susana se preguntó cómo su cerebro no había estallado. El metaéxtasis corría abundante por sus venas, había ingerido una dosis triple antes de introducirse en el Cousteau, y su sistema nervioso estaba hiperacelerado. Pero aun así, el ametrallado de información colmaba su cerebro y sus percepciones, hasta el umbral del sufrimiento. Se sentía como en una alucinación. O como la primera vez que probó a zambullirse en el espacio virtual.

Trató de hallar orden en aquel laberinto de imágenes/olores/sonidos/colores/flujos. Aunque las sensaciones le llegaban filtradas por el cerebro tecno-orgánico de la Cousteau, el impacto sensorial era desconcertante.

Aquello era tocar un piano diseñado para un pulpo.

Según habían asegurado los biotécnicos, los controles neurales marcianos facilitaban mucho las cosas. Pero aquellos estaban ajustados para el cerebro de un delfín.

Susana luchó por comprender aquel extraño mundo que se extendía bajo y sobre ella, por ordenar los mensajes que bombardeaban su dolorido cerebro.

Los compositores de música no hacen sonar más de tres notas a la vez; el oído humano no puede discriminar más que ésas. Ahora, Susana se sentía como si pudiera seguir una conversación entre dos personas, en una habitación llena de gente hablando…

Las corrientes atmosféricas eran un complejo diseño de muaré. Podía seguir individualmente cada remolino, cada aflujo de aire, cada racha. Podía concentrarse en el detalle, como una rutina fluyendo balsámicamente en un intrincado azul programa de ordenador. El detalle la conducía hacia estratos de una densidad cada vez mayor, solidificándose en torno como miel helada…

Rió como una chiquilla. Por primera vez en su vida se sentía realmente como un delfín. En una fantástica combinación de habilidades innatas y adquiridas, Susana empezó a volar/nadar en la inquieta atmósfera de Júpiter.


– Cousteau, ¿estás bien? -preguntó Shikibu por la radio-• Informa, Susana.

– Estoy bien. Estoy muy, muy bien.

¿Seguro? Nunca te había visto tan eufórica.

– Sí, puedes estar tranquila. ¿Puedes darme el informe atmosférico?

Claro. Tienes delante tres o cuatro huracanes; son pequeños, de apenas cien kilómetros de radio. -Con un ojo en la pantalla, describió las posiciones.

– Creo que percibo uno de ellos. No, espera, son dos. Puedo evitarlos. Hay una corriente en chorro que serpentea entre ellos.

¿Estás segura? Los instrumentos no pueden indicarlo.

– Confía en mí.


Había vivido una experiencia similar durante unas vacaciones, años atrás en la Tierra… Estaba remontando un río en canoa. Como muchos antes que ella, le había parecido que la navegación fluvial sería más sencilla que la marítima. Ja.

Al poco tiempo, se sentía como un campeón de los cien metros lisos que tratase de recorrer un estrecho corredor atestado de gente.

La corriente era muy fuerte, demasiado para navegar a remo por el centro. Y en las márgenes se formaban remolinos, de los que sería muy difícil salir si la engullían. Debía estar muy alerta para advertirlos. Pero también debía aprovecharlos para que la empujasen río arriba, acercándose cautelosamente a ellos sin dejarse atrapar, rozando los bordes. Y, al mismo tiempo, cuidando de no encallar en un banco de arena o un tocón sumergido… Qué lejos estaba, en aquellos días, de suponer que repetiría la misma maniobra, en el mayor planeta del Sistema Solar.»

Poco a poco, su confusión fue organizándose.


La asombrosa formación empezó a crecer ante los ojos de Lenov. Las superballenas le empujaban directamente hacia ella.

Era un gran conjunto de esferas traslúcidas flotando sobre las nubes de Júpiter, unidas unas con otras por largos estolones, un fantasmagórico racimo de uvas resplandecientes. La noche había caído; el brillante resplandor de Ganímedes y Europa rivalizaba con el de aquel estrafalario objeto. Lenov se dio cuenta de que la agrupación era una fractal tetraédrica: de cada esfera salían tres ramas, rematadas a su vez por esferas de las que salían nuevos vastagos. Le recordaba una colonia de coral luminiscente, o una explosión congelada de fuegos artificiales.

¿Cómo se sostenía en el aire? O bien flotaba, o… aquellas superballenas habían dominado la antigravedad. Las esferas eran grandes, quizá de varios kilómetros de lado.

Conforme se acercaban, distinguió más detalles. Eran figuras menores y enigmáticas, de propósito ignorado: una especie de copas o parábolas transparentes, que se contraían y oscilaban como impulsadas por un invisible oleaje; varillas articuladas y bifurcadas; globos erizados de pequeños tentáculos; bloques romboidales de láminas superpuestas, como radiadores o condensadores de placas orgánicos… Lenov contemplaba todo esto como un niño en un almacén de juguetes.

Se acercaron a una de las burbujas; a través del muro resplandeciente, Lenov pudo atisbar algo de su contenido: plantas. Cada esfera era un invernadero, ocupado con lo que parecía una pequeña floresta. Bueno, ¿por qué no? Si aquellas criaturas respiraban oxígeno, necesitaban renovarlo.

Se preguntó cómo podrían entrar en aquellos glóbulos; no parecían haber escotillas ni cámaras de descompresión. La cuestión fue resuelta sin problemas por la ballena que les guiaba.

Simplemente pasó a través. El Piccard atravesó la pared impalpable y se halló flotando en aire.

Lenov soltó el aliento que había retenido. Le recordó el campo de fuerzas que mantenía bajo presión el hangar de la Hoshikaze. Sin duda se trataba del mismo artilugio.

– Semi -dijo al delfín-. Mucho ojo con el hidrógeno de las celdillas, o volamos en pedacitos.

El dirigible aterrizó suavemente sobre una gruesa alfombra de césped de un verde pardusco, rodeada de gigantescas cosas parecidas a árboles surrealistas.

Загрузка...