Las superballenas aparecieron ante los oídos de Susana antes que ante sus ojos. Primero sintió la caricia de un eco-sonar, unas pulsaciones rítmicas. Luego una especie de jadeos silbantes, mezclados con los chasquidos, luego unos murmullos de baja frecuencia, como un hombre hablando en sueños.
El Cousteau estaba siendo arrastrado por una fuerte corriente, entre una zona y un cinturón. Aquellos seres aparecieron como una esfera de puntos, allá adelante, sobre las abullonadas nubes pardas. Poco a poco, el Cousteau se fue acercando. Las superballenas se limitaron a abrir su formación para dejarle sitio. No hicieron el menor gesto por acercarse. Susana trató de comunicarse, emitiendo varias llamadas que conocía.
Ahora, volvía a ser aquella chiquilla de doce años, escuchando las canciones de las yubartas, con los ojos cerrados. Pero los ruidos de Júpiter eran absolutamente distintos, y estaban creciendo brutalmente en intensidad… Intentó taparse los oídos, pero esto no era posible. Los estaba sintiendo a través de los sentidos del Cousteau, y no había forma de desconectarlos.
Aquellas gigantescas criaturas se abalanzaban sobre ella, como antes hicieron con Lenov. Y vociferaban inarmónicos retumbos que enturbiaban aún más su mente. Agobiada, sacudió la cabeza de un lado a otro. ¿Intentaban volverla loca? Aquellos sonidos penetrantes desgarraban sus oídos y su alma… Quería aislarse, evadirse de ellos, pero cada vez se introducían más, traspasando, rasgando, despedazando sus capas de conciencia, una tras otra…
Hasta que, repentinamente, cesó.
Y el horripilante estrépito se transformó en ritmo.
… el tiempo se a-r-r-a-s-t-r-a-b-a…
… una sensación de frescura, como cuando uno se sumerge en una piscina…
… la luz se volvió azulada. Las nubes habían adquirido un color más rico, más acentuado…
…un tentáculo culebreó hacia mí, fundiéndose goloso con mi mente…
me hundía en un pasadizo azul, recorriéndolo con rapidez…
Era como en ese viejo arte, el videoclip. Alguien bombeaba un centelleo de imágenes en mi mente. Me maravillé de que no me estallara la cabeza.
El Universo se desplegó ante mis ojos.
Grandes nebulosas oscuras se retorcían, gigantescas superamebas entrelanzándose en una danza macabra. Las ondas de materia interestelar las hacían comprimirse, con ocasionales destellos de supernovas, que enriquecían el medio interestelar con elementos pesados. Algunas nubes adquirían una forma casi esférica, contrayéndose lentamente y girando. Poco a poco, la rotación les daba forma de disco, condensándose, hasta que el núcleo central resplandecía. Estaba presenciando el nacimiento de los sistemas solares. Aquellos debían ser los primeros momentos de la Galaxia, porque apenas había más que hidrógeno y helio…
Los colapsos gravitatorios de las nebulosas dejaban tras de sí una miríada de cuerpecillos helados. Los cometas, formando tenues halos en torno a los soles, que aun no tenían planetas. Pero algunos cometas ya estaban ocupados.
Contemplé uno de ellos. Las formas vivientes que hormigueaban sobre su superficie eran tan extrañas como las figuras de un caleidoscopio.
Había grandes octaedros escamosos, con ocho grandes brazos rematados en fuertes garras, recubiertos de pequeños tentáculos traslúcidos. Otras veces adoptaban una simetría cúbica o tetraédrica, como si la Naturaleza no pudiese escapar de la esclavitud del cuatro. En ocasiones, la forma era de una gran esfera recubierta de losetas, con más de un centenar de largos brazos que se ramificaban una y otra vez. Incluso pude ver una especie de balón de fútbol recubierto de hexágonos y pentágonos, una alucinación de Buckminster Fuller.
¿Por qué no? La múltiple simetría era adecuada para un ser que vive en el vacío. Todas las direcciones son equivalentes.
Las cosas bullían en el hielo del cometa; y mi punto de vista saltaba de una a otra, como si lo contemplara todo a través de sus ojos. Vi una especie de elipsoide alargada, con una banda espiral de dientes de sierra recorriéndolo de un extremo a otro. A juzgar por sus movimientos de rotación, era una especie de cavador del hielo. Otro era una grotesca cosa con un caparazón en forma de paraguas. Debajo de él surgían gruesos apéndices flexibles, como pseudópodos o como pies de bivalvo, que palpaban y rascaban. Al parecer, todas esas formas dependían de la fuente de materias primas que era el hielo.
Comprendí que lo que veía no era en tiempo real. Las estrellas se movían lentamente en el cielo, las pocas nebulosas restantes cambiaban de forma como las nubes de la Tierra. Sin duda, el metabolismo de aquellas cosas era muy lento; la sangre circulaba por sus venas tan despacio como el hielo de un glaciar. Vi cómo algunas de aquellas criaturas «nadaban» en el hielo cometario. A su velocidad subjetiva, era un líquido y lo atravesaban como torpedos, moviéndose unos pocos metros por año. Periódicamente, las cosas emprendían viajes. Vi varias reunidas en una especie de colonia, como una carabela portuguesa, en el centro de una gran membrana plateada que debía medir un par de miles de kilómetros. Sentí un escalofrío al pensar en miles y miles de aquellas criaturas, extendiéndose de un cometa a otro, de una estrella a otra, a través de la Galaxia…
No vi nada que pudiera identificarse como tecnología. Las criaturas parecían adaptar sus cuerpos para cumplir mil funciones. Algunos de aquellos seres actuaban como ordenadores, otros como paneles solares de cientos de kilómetros de diámetro, otros transformaban sus cuerpos en motores de fusión, semejantes a las naves marcianas.
Estaba de pie sobre un cometa, contemplando el carrusel de estrellas sobre mi cabeza, fijándome en una más brillante. Era admirar un volcán birviente. Sentía algo indefinible: la excitación de estar rompiendo un tabú. Intriga, miedo, también fascinación.
Los «planetas de fuego» estaban prohibidos. Ésta era casi la única regla de aquella extraña comunidad. Y yo/la criatura cuya mente ocupaba ahora/estaba a punto de quebrarla.
Comencé a caer hacia el Sol. Caía y caía, como Alicia en el mundo del espejo; debía permanecer quieta para ir velozmente a otro lugar. A medida que el Sol me calentaba, me sentía rebullir, presa de una fiebre que me empujaba a salir del torpor helado. Recordé los hirvientes planetas que sólo había visto fugazmente y supe que serían míos.
Finalmente llegué a los grandes planetas gaseosos, estrellas fallidas; y desmenucé los cometas con los que había caído desde Oort, para procurarme un habitat donde pudiera cambiar, adaptarme a los pequeños mundos flamígeros que giraban abrazados al Sol.
Ya no conservaba conciencia del yo. Era una colmena, una colonia de coral, un conglomerado de uno en muchos.
Yo/nosotros flotaba/ábamos enorme sobre los tres mundos, derramando gérmenes y esporas, que cayeron y germinaron y rebulleron en el fango primigenio. Me extendí como una mancha de aceite sobre ellos.
Disfruté de la gloria del calor, del vértigo de las generaciones sucediéndose como las mareas…
Brevemente.
Cuando la paciencia de los dioses quedó colmada, su castigo fue fulminante. Aterrada/os hasta la médula, contemplé/amos cómo tres mundos eran alcanzados por una espada de fuego. Los cielos, la tierra y el fuego se mezclaron, los océanos hirvieron y el aire ardió y sobre los mundos se derramó una ardiente esterilidad.
Sobre mis planetas, la Creación había terminado en llamas, humo y silencio…
Pero no me/nos rendí/imos. No podía/íamos permitirme/nos pensar en la derrota. Había demasiado en juego; la pérdida completa del genoma, el exterminio… No, no debía/íamos pensar en eso.
Elaboré/amos un plan. Este era de una escala tal, que superaba los límites de la imaginación humana. Un plan que había necesitado eones para cumplirse, pero yo/nosotros estaba/abamos acostumbrada/s a pensar en esos términos. Volví mi/nuestra atención hacia la Tierra. Ahora era un mundo tenebroso, con el cielo veteado por enormes tormentas reticuladas por los rayos, y de las que caían cataratas de agua.
Gradualmente, el cielo aclaró, y la resplandeciente luz lo invadió todo. Plantas grotescas, deformes, elevaban sus hojas al sol, y entre sus enmarañadas ramas y troncos bullían formas escamosas, húmedas, estúpidas, crueles…
Los monstruos cambiaban de forma, como arcilla en las manos de un escultor. Se irguieron sobre patas como torres, bramando su desafío, abriéndose paso entre la maraña de ramas y enredaderas. Las bestias peleaban y yo/nosotros también, pues ahora soy/somos como ellas, todo escamas, mandíbulas, dientes, cuernos, espinas, placas. Poco a poco, como en una sinfonía inaudible e inacabable que hacía danzar a todos los seres, los monstruos cambiaron, perdieron los rasgos bestiales, convirtiéndose en Pájaro, Perro, Buey, Lobo, Ciervo, Mono, Hombre.
Los hombres crearon herramientas, edificios, barcos, leyes, imperios; fueron campesinos, magos, poetas, esclavos, adivinos, pastores, astrólogos…
Aumentaron en gran número, y con su peso abrumaban al planeta…
Y su magia atrajo nuevamente la ira de los dioses de más allá del cielo, indignados con su Enemigo, a medida que sus hijos aprendían a controlar su mundo…
¿Eres tú?
Susana jadeó. Luchó con todas sus fuerzas por recuperar el control, por regresar a su mundo.
Mientras el Cousteau derivaba entre las nubes de Júpiter, su único tripulante había caído en una especie de duermevela, ese instante indefinido entre el sueño y la vigilia, en el que aún se posee cierta capacidad de juicio racional. Su cabeza parecía palpitar mansamente; unas suaves manos le estaban dando un masaje a sus pensamientos.
¿Eres tú?
– ¿Qué…? ¿yo…?
La alucinación desapareció como una película bruscamente cortada. El contacto se retiró, como el tentáculo de un caracol al tocar algo desagradable. Al hacerlo, dejó tras de sí un espeso sentimiento de decepción, como el rastro plateado de una babosa.
Esa inmensa decepción se apoderó del pecho de Susana, oprimiéndoselo como una gigantesca mano. Sintió deseos de llorar, y se preguntó si aquello podía ser efecto de la sobredosis de meta-éxtasis. Estaba segura de que no.
Miró a su alrededor.
Abajo se deslizaba la envoltura de nubes, de un color que oscilaba del amarillo claro a tonos más saturados, dorados, anaranjados y azafrán, formando un trenzado dibujo.
Y aquellas criaturas voladoras estaban bajo el Cousteau; lo estaban elevando, empujándolo hacia el transparente aire de las alturas.
A pesar de que su mente aún zumbaba, Susana logró reunir la suficiente frialdad para utilizar una diminuta paleta, rascar el lomo del monstruo y obtener una muestra de tejido.
De todas las cosas que Lenov había imaginado, nada le había sorprendido tanto como la realidad.
Estaba posado en un claro de una selva increíble. La abundante vegetación que le rodeaba era engañosa; la temperatura era casi siberiana. Era evidente que aquellas no eran plantas normales.
Los árboles eran de troncos achaparrados, gruesos y cortos, una adaptación a la gravedad, sin duda. Sus copas se elevaban hacia un cielo totalmente fuera de lugar. Las feroces tormentas, los relámpagos y los truenos, omnipresentes en el ámbito joviano, se habían esfumado al atravesar el campo de fuerza. Las centellas seguían fulgurando en el cielo, cubierto de titánicas nubes; ningún sonido les llegaba.
Las hojas de los árboles eran de un pardo verdoso. Se preguntó si sería clorofila; en todo caso, poseía algún pigmento pardo, como las algas de gran profundidad. Quizá fuese una exigencia de la fotosíntesis. Tan lejos del Sol, deberían aprovechar muy bien sus rayos.
Otras plantas parecían trepadoras. Se aferraban a los árboles como serpientes, y supuso que era una solución a la falta de luz. Pero con aquella gravedad, ser una planta trepadora no debía ser una respuesta evolutiva muy práctica.
Se preguntó si las flores serían polinizadas por los insectos o por el viento. No advirtió criaturas voladoras de ninguna clase, pero eso no quería decir nada. Quizá los insectos polinizadores no volaban; la gravedad…
Tampoco habían herbívoros, o al menos, ninguno de tamaño visible. Lo cierto era que no tenía ni idea de lo que podía ser aquel sitio. Un tiburón podría sentirse desconcertado por un acuario.
Pensar en acuarios le produjo un ligero repeluzno. Sus amos pueden decorarlos con conchas, figuras de galeones hundidos, o buzos… Apartó aquel pensamiento. Siguió observando atentamente la selva, como un naturalista. No tenía nada mejor que hacer.
– Cousteau a Piccard. -Era la voz de Susana-. Cousteau a Piccard. Por favor, Lenov, contesta.
– Aquí Piccard. Te oigo, Susana… ¿Cómo es posible…?
– Luego. Lenov, estoy rodeada por esos zepelines vivientes. No parece que hagan ningún gesto hostil.
– Tampoco a mí me atacaron.
– Me empujan, creo que en tu dirección. Sí, te tengo localizado.
– ¿Estáis cerca?
– Creo que sí. En cualquier momento podré verte. O ver el… sitio en que estás. No hay duda, me están guiando hacia ti, el camino que llevamos coincide.
El Cousteau atravesó el campo de fuerza y empezó a dar bandazos. La diferencia de presión entre un lado y otro del campo debía de ser monstruosa, pero Susana logró recuperar el control del dirigible sin demasiada dificultad.
– La atmósfera tiene un alto contenido en oxígeno -dijo Susana, en beneficio de la Hoshikaze-. Aún no he localizado visualmente a Lenov; el radiofaro me indica que está justo… ¡Ahí está, ya lo veo!
El Piccard tenía una estampa deplorable visto desde fuera, faltaba la mitad del casco, y los restos descansaban ladeados, enredados en una maraña de vegetación verde oscuro. Todo lo que le rodeaba era tan extraño que Susana decidió ignorarlo de momento.
Concentró su atención en el pecio, ¿cómo iba a sacarlos de ahí?
– Lo siento, Lenov no puedo posarme. -Ya. Está bien, saldré fuera.
En un campo de gravedad doble de la Tierra, cada movimiento es una tortura. Lenov había logrado salir del tanque de agua y arrastrase fuera del Piccard. Alzó con cuidado la cabeza hacia el dirigible que flotaba sobre ellos. Sintió una oleada de afecto hacia aquel artilugio. Era su única forma de salir de allí.
Flotaba a cincuenta metros sobre su cabeza, estaba muy cerca y también muy lejos. Susana había hecho descender un cable rematado por un gancho.
No estaba al alcance.
Lenov estiró el brazo hacia él, y desistió agotado.
– No puedo… es imposible -gimió.
– Vamos, Vania -apremió Susana-, no te rindas ahora.
– No me rindo, maldita sea… este traje está empapado, es demasiado pesado en esta gravedad, y el frío lo ha vuelto rígido como una tabla. No puedo moverme con una tonelada de hielo sobre mis hombros.
– Pero…
– Voy a quitármelo…
– ¡No!
– Hay oxígeno, aunque la temperatura es baja; podré soportarla durante…
– Puede haber algún gas letal, en pequeñas cantidades que el cromatógrafo no ha detectado, puedes contaminarte con microorganismos desconocidos…
– Puede, puede… ¿Y tú me hablas de precaución? Sólo hay una forma de averiguarlo.
Lenov levantó la visera de su máscara, y respiró el aire helado. Olía muy extraño, una mezcla de creosota y estiércol. Y a algo más. Lenov había respirado multitud de veces la mezcla de oxígeno y helio, y tenía un sabor especial; los sonidos también se transmitían de un modo característico, todo sonaba más agudo, un poco más estridente. El ambiente era muy frío. Veinte grados bajo cero. Se le iban a congelar las… No tenía tiempo para gozar del panorama. Debía esforzarse en sobrevivir. Rápidamente se despojó del mono de lona, con excepción de las botas.
– ¡Mierda, qué frío!
Debajo llevaba el traje de goma, le protegía algo del frío, pero no lo suficiente. Notó cómo el calor de su cuerpo escapaba con presteza, absorbido por el frío ambiente. No tenía mucho tiempo.
Se acercó a los restos del Piccard y liberó los cierres que sellaban la portezuela de acceso del delfín. El cetáceo le miró desde su extraña postura. Colgaba de lado, aún sujeto por los arneses. Todo lo rápido que pudo, Lenov aflojó las cinchas y el delfín quedó libre. No pudo evitar que cayera desde medio metro de altura, produciendo un ruido desproporcionado que asustó al ruso.
– ¿Estás bien? -preguntó. Su propia voz sonó a sus oídos como la del pato Donald. Sin el ordenador, no podía contestarle. Se limitó a mirarle con tranquilidad.
Lenov se frotó el cuerpo con las manos. Tiritaba sin poder controlarse. Empezaba a notarse entumecido. El traje de goma también se estaba convirtiendo en una rígida armadura de hielo. Agarró al delfín por el arnés y tiró de él con fuerza. No se movió ni un milímetro. Volvió a intentarlo. Era un hombre corpulento, pero aquello era demasiado. ¿Cuánto pesaría el delfín en aquella gravedad?
Se dejó caer de rodillas; en realidad, apenas podía levantar sus propios miembros. Era como si cargase a otro sobre sus espaldas. El frío y la gravedad empezaban a apoderarse de sus músculos, sentía un extraño sopor. Pensó en salir de allí, en resguardarse en el cálido interior del Cousteau. Los ojos se le cerraban.
Se puso en pie, obligándose a despejarse. No iba a abandonar al delfín. Salió fuera. Sobre la maraña de vegetación, el Cousteau flotaba sobre su cabeza., rodeado por la incongruente luz de Júpiter. Lenov tomó su casco y habló por la radio. -Susana, dame cable.
El gancho empezó a descender hasta colocarse a su alcance. Lenov lo tomó y lo arrastró hasta el interior de la cabina del delfín. En la otra mano llevaba el casco. Se lo acercó al rostro y preguntó:
– ¿Qué tal te encuentras, Semi? -Tengo frío, Vania.
– Yo también, yo también. Pero vamos a salir pronto de aquí.
Lenov sujetó el gancho al arnés y comprobó tirando que la sujeción era sólida.
– Muy bien, Susana, muy lentamente, empieza a recoger cable. ¡Más despacio, joder!
El primer tirón había sido muy brusco. Luego el cabo empezó a recogerse más suavemente. Lenov también empezó a tirar, para controlar el peso del delfín.
Cuando salieron al exterior, Lenov apenas podía respirar. El aire frío parecía quemar sus pulmones, le dolían las costillas por el esfuerzo, y tenía un sabor metálico en la boca. Estaba muy mareado, y durante un instante pensó que se iba a desmayar. Se aferró al arnés de Semi para no caer. -Vania… Vania…
La vocecilla de Susana le llegaba débil desde el casco; fue suficiente para hacerlo responder.
– Susana… -jadeó-, puedes subirnos. -¿Te encuentras mal? Tu voz suena… 1-He estado en mejor forma…
– ¡VANIA! ¡VANIA, POR FAVOR, RESPONDE! -vociferó alguien.
– ¿Eh? -Lenov sacudió la cabeza. Estaba tumbado boca arriba, sobre el musgo helado. Su espalda era un bloque de hielo. El delfín estaba sobre él, colgando como de una cucaña; el pobre se agitaba inútilmente en su arnés. -¿Qué pasa?
– VANIA, HAS PERDIDO EL CONOCIMIENTO. -La voz de Susana le llegaba estruendosa desde arriba. La etóloga había conectado los altavoces exteriores.
Lenov no quería oír, sólo deseaba descansar un poco, descansar…
– DEBES LEVANTARTE… PONERTE EN PIE -aullaban los altavoces, que añadieron casi sollozando-: ¡NO PUEDO SALIR A AYUDARTE!
A Lenov todo aquello le parecía una pesadilla. Con un esfuerzo sobrehumano logró incorporarse y se abrazó al delfín.
– Susa-sa-na, súbe-be-benos. -Los dientes le castañeaban sin que pudiera controlarlos. Le contestó otro aullido.
– NO, CAERÍAS ANTES DE RECORRER UN METRO. DEBES ATARTE.
– ¿Q-qué…?
– DEBES ATARTE. ¿ME OYES? -bramaba Susana.
– Me est-t-tás destrozando los tímp-p-panos, claro que t-te oigo.
Un nuevo rugido cayó sobre él.
– ÁTATE AL ARNÉS DE SEMI.
Torpemente, Lenov obedeció. Usando las cinchas de su traje se agarró al cuerpo del delfín.
– List-t-to -dijo.
– ¿ESTÁS BIEN SUJETO?
– Por lo que más quier-ra-ras, Su-u-sana, me est-t-toy ult-t-tracongelando. Sáca-a-nos de aquí.
Con un tirón brusco, el cable empezó a elevarlos. Lenov vio como el panorama empezaba a voltear locamente. Cerró los ojos con energía, y al abrirlos estaba en el interior del Cousteau. La portezuela de carga se cerró. Lenov se soltó y acomodó al delfín lo mejor que pudo. Aquello iba a ser difícil para él, tendría que soportar la aceleración del despegue sin un lecho conveniente.
Lenov indicó a Susana que estaban listos, y empezaron los zarándeos.
Uno muy fuerte, cuando el aparato atravesó la burbuja de fuerza.
Después, una violenta aceleración y una sensación de caída. Se ha desprendido del globo, adivinó el ruso.
El aparato se estremeció como si lo hubieran dejado caer desde gran altura, y Lenov sintió que la vibración del motor sacudía hasta el tuétano de sus huesos. Apenas podía respirar, su hígado presionando contra su diafragma… La aceleración duró algo más de cinco minutos, y repentinamente, antes de perder de nuevo el conocimiento, sintió que estaban en ingravidez.