20

El franciscano rezaba en silencio. Unos minutos antes, el encefalograma de Benazir había quedado reducido a una uniforme línea horizontal. Habían abandonado su cuerpo en la enfermería. A nadie le gustó la idea de dejarlo a merced de los monstruos, pero no tenían otra opción. Ahora debían pensar sólo por su propia supervivencia, ya no era posible hacer nada por Benazir.

Lenov no dijo nada.

El sargento Walter Fernández paseó una sombría mirada sobre el grupo de supervivientes: Joseph Michaelson, Kiyoko Fujisama, Edward Johnston, George Martínez, la sargento Ono Katsui, Iván Lenov, y el padre Álvaro. Flotaban en el cubo de la cubierta. Johnston y Martínez vigilaban la cerrada escotilla del hangar.

– Necesitamos actuar rápido. Por el momento, la bodega está segura. No se han oído más de esas explosiones, tal vez los bichos hayan desistido… los del hangar también parecen haber perdido interés en nosotros.

»El puente está seguro. La cubierta está segura. El teniente y su grupo están escondidos; de momento, están a salvo…

– ¿Y Susana? -añadió Ono. -¿Qué?

– ¿Quién la ha visto por última vez?

Lenov levantó la mano. Había permanecido en silencio, sin que ninguna emoción cruzase su rostro. Ahora era como si hubiese vuelto súbitamente a la realidad.

– La última vez que Benazir y… -Su voz se ahogaba-. La última vez que la vimos, se dirigía hacia el tanque de los delfines.

Fernández sacudió la cabeza, sombrío.

– Las cosas entraron en el hangar desde abajo. Deben haber llegado al…

– ¡Tenemos que rescatarla! -gritó el ruso.

Fernández suspiró.

– Me temo que no podemos. Antes hemos de recuperar el hangar y establecer contacto con el puente. En cualquier momento, esas cosas pueden… ya me entendéis. El teniente dice, acaba de hablar conmigo, que ésa es la tarea prioritaria, incluso por encima de rescatarlo a él. Y el comandante Okedo está conforme.

– Y una mierda. Perdón -rectificó, viendo ruborizarse a Fernández-; en el tanque está uno de los pilotos de esta nave. Los verdaderos pilotos.

No era momento de ser diplomático. Vio que Fernández parpadeaba.

– Ya está bien de luchar a la defensiva -exclamó Lenov-. Hay que contraatacar, ¡ahora!

– Pero el teniente…

– El teniente no está aquí. No puede juzgar la situación con la misma exactitud que nosotros. Usted está al mando.

– ¿Seguro? Yo diría que usted.

– No importa. Ahora tenemos un momento de calma para pensar… y vamos a machacarles. Tengo un plan. Su mente estaba clara como el cristal.

O tal vez los efectos de la droga que le habían administrado eran más fuertes de lo que pensaba.


El teniente tenía su pistola en el regazo. El gatillo no tenía guarda, pues era un arma pensada para manejarse con los guantes del traje de vacío. Para evitar accidentes, tenía un segundo gatillo, una palanquita que se apretaba con el pulgar. El arma únicamente se disparaba si el tirador oprimía ambos a la vez. Sus dedos recorrían la superficie; el metal, cálido en su mano, parecía el cuerpo de una mascota.

Su contacto era lo único que le impedía volverse loco de ansiedad.

– Las criaturas siguen volando de un lado a otro -susurró Liz Thorn, con voz tensa.

– Bien -murmuró él. No se le ocurría nada más.

– No parecen seguir ningún plan. Simplemente exploran y exploran…

– Estupendo.

Cada vez estaba más convencido de su falta de inteligencia, o al menos de las lagunas de la misma. Lo cual era un respiro momentáneo. La búsqueda por el método de fuerza bruta, como sabe cualquiera que conozca informática, es más lenta, pero tarde o temprano da resultado.

Acarició su arma como si fuera el gatito con el que jugaba de niño…


– Sargento, por favor, quiero un arma.

– Ni hablar, Vania.

– Pero… Pero…

– No, Vania, lo siento, no eres la persona adecuada. Eres demasiado pasional. Ya sé que quieres vengar a Benazir. Pero nada de lo que hagas puede devolverle la vida. Y lo último que quiero a mis espaldas es un civil nervioso con el gatillo fácil.

Lenov suspiró. Pero Fernández tenía razón. Su experiencia embarcado le había enseñado una regla: haz bien tu trabajo, deja que los demás hagan el suyo… y que quienes están al mando se calienten la cabeza. No obstante, insistió.

– Déjame al menos una pistola, como último recurso.

El sargento pensó.

– Bueno. Pero sólo como último recurso, recuerda.

– Lo recordaré.

– Si hay uno de nosotros a tu lado, que sea él quien dispare.

– Bien.

– Toma mi revólver, Vania -dijo Michaelson. Se quitó el cinturón con la pistolera y lo envió flotando, tras empujarlo con el dedo.

– Gracias, Joe. -Lenov sopesó, si puede decirse así, aquel pistolón. Una verdadera pieza de artillería de bolsillo.

– Sujétate antes de disparar, si estás en caída libre.

Lenov notó unas ranuras a ambos lados de la boca del cañón.

– ¿Esto no es para evitar el retroceso?

– Es lo que dice la publicidad.

– Oh.

Lenov se ciñó el cinturón. En la luz roja que inundaba el cubo, los guardias, armados hasta los dientes, con sus negros uniformes, cascos y chalecos antibalas, parecían un grupo de demonios paracaidistas. Todos contenían su excitación a duras penas. Lenov empezaba a entenderles; la adrenalina puede ser una droga.

La sargento Ono Katsui parecía ansiosa de combatir; aquella muchacha era una guerrera de la cabeza a los pies. Sus ojos no se apartaban de la esfera de su reloj.

Apareció la cifra luminosa que esperaba.

– ¡Atentos!


Aquello se convirtió en un juego macabro.

El monstruo disparaba; Susana tomaba aire y se aferraba a la aleta de Semi; se sumergían; el proyectil estallaba; subían a respirar; la criatura volaba a lo largo del eje, tratando de localizarlos en la superficie giratoria, mientras ellas se recuperaban… hasta que el monstruo se detenía sobre sus cabezas y volvían a empezar. Susana tenía las costillas doloridas y el bazo le taladraba el costado. Incluso Semi daba muestras de fatiga.

No podrían mantener ese ritmo. Susana solamente confiaba en ganar tiempo. En que al monstruo se le acabaran las balas, o lo que fuese.

Entonces oyó algo. Habían pasado varios meses desde la última vez, pero ahora fue una sorpresa. No hubo aviso previo, como las veces anteriores.

Era la alarma de aceleración.

Bajo el espejo de fusión, el deuterio era comprimido y expandido hasta sobrecalentarlo, por un campo magnético oscilante de un millón de gauss. Mientras, lásers de rayos gamma de frecuencias exactamente calculadas hacían saltar a los protones y neutrones a estados de alta energía… hasta que los núcleos reaccionaban, chocando con microscópica furia y fusionándose en helio, entregando un uno por ciento de su masa en forma de radiaciones.

La Hoshikaze empezó a acelerar cada vez con mayor rapidez. Un décimo de g… un quinto de g… un cuarto… medio…


Era como presenciar una erupción volcánica desde el interior del cono.

Durante los períodos de cambio de aceleración, el tanque de los delfines era un revoltijo parecido a un mar tempestuoso, hasta que se detenía la rotación del agua, se calmaba el oleaje y se restablecía el equilibrio. En ningún momento se permitió a los delfines su presencia durante el proceso, y muchísimo menos a los humanos.

¡Y ahora, Susana y Semi estaban dentro!

La superficie del agua, que formaba una pulsera cilindrica a la altura del ecuador del tanque, empezaba a desplazarse hacia popa. Normalmente, el aire acabaría formando un casquete en el polo de proa.

Pero ahora se combinaban rotación y aceleración lineal. Oyó un fuerte chirrido rítmico: era como el del tambor de una sobrecargada lavadora gigante.

El polo de proa quedó ocupado por una colosal lenteja de aire. Humana y delfín resbalaban hacia el fondo de la superficie cóncava y giratoria del agua, como el personaje de Egdar Alian Poe tragado por el maelstrom, o una mosca arrastrada por el agua de un fregadero. Enormes olas recorrían el gran cuenco de agua. El agua rebasó la plataforma anular, arrancándola y rompiéndola en mil fragmentos…

Y el monstruo caía hacia ellas.

Las criaturas que avanzaban a palmos sobre el casco de la Hoshikaze se vieron arrastradas como hormigas en un huracán. Algunas dejaron miembros y trozos de sus cuerpos al chocar con los salientes. Cayeron en el chorro, que las redujo a un ardiente plasma.

El cometa Arat fue alcanzado por la llama, que hizo el efecto de un soplete sobre un helado de crema.

Con todos sus misterios sin resolver y todas sus amenazas, el Arat se vaporizó en segundos hasta el núcleo. Mientras la Hoshikaze se alejaba de él, el cometa estalló silenciosamente en mil fragmentos, réplica helada del Krakatoa.


Los astrónomos de Marte lo presenciaron cincuenta y siete minutos más tarde. La noche marciana se vio adornada con aquel espectáculo de pirotecnia celeste.


Lenov volvió a sentir de nuevo la cubierta bajo sus pies. Pronto hubo un sonido inesperado, como si alguien dejase caer sacos de cebollas desde lo alto; se estrellaban con un crujido húmedo, tan repugnante como satisfactorio.

Fernández pulsó un botón y la escotilla, ahora sobre sus cabezas, se deslizó a un lado. Martínez y Michaelson se arrodillaron, con un rifle en posición horizontal, apoyado sobre sus hombros por los extremos. Ono subió a este improvisado escalón, saltó hacia arriba y atravesó limpiamente la escotilla, lanzando un fuerte grito. Al instante se oyó una ráfaga.

– ¡Arriba, muchachos!

Ed Johnston hizo lo mismo; luego Kiyoko; Fernández; Lenov; entonces fue el turno del sacerdote. Martínez y Michaelson le ayudaron, levantando con fuerza el rifle, haciéndole atravesar la escotilla como un proyectil.

Lenov se hallaba en el fondo del hangar, ahora convertido en un enorme pozo vertical. El padre Álvaro aterrizó junto a él.

Los muchachos le habían lanzado con quizás excesivo entusiasmo, pues con medio, estuvo a punto de saltar sobre las cabezas de sus compañeros, que formaban un círculo en torno a la escotilla mientras disparaban, con rifles automáticos y subfusiles.

El estruendo del fuego automático era ensordecedor. En los breves momentos de silencio, zumbaba el rifle láser manejado por Joe Michaelson.

Todo era muy confuso para Lenov.

Por todas partes yacían monstruos lindamente aplastados, sorprendidos por la aceleración. Otros habían tenido suerte, o bien no cayeron desde muy alto. Pero la gravedad era un importante handicap para ellos, como ya habían contado, y había que contar el factor sorpresa. Si alguno llegó a disparar aquellos endiablados misiles, no llegaron a su blanco.

Localizó el esqueleto donde lo habían dejado la última vez y lo señaló a Ono. Ella hizo gesto de adelante y echaron a correr hacia el aparato, seguidos de Martínez. Los pesados fardos con armas que llevaban a la espalda les daban un peso bastante aceptable. Ono y George disparaban mientras corrían.

Subieron al aparato a toda prisa. Descargaron los fardos. Ono y George se apostaron rodilla en tierra. Lenov se agachó tras el tablero de mando. Tenía la pistola en la mano, pero no disparó. No había ningún monstruo vivo cerca.

Rápidorápidorápido, comandante, corte la aceleración…

La alarma volvió a sonar. Sus otros compañeros, Ed, Joe,. Kiyoko y Fernández (Lenov los contó: estaban todos) regresaron a la escotilla y se colaron dentro. Cesó el distante bramido del reactor; Lenov se sintió como en un ascensor que bajaba demasiado rápido. La luz verde de cero-g se encendió en el tablero. Accionó un interruptor.

El cacharro despegó bajo su no muy experta mano. La acción había durado menos de treinta segundos.


Joe Michaelson se quitó de la espalda el pesado generador del rifle láser.

– Sigo creyendo que debería haberme quedado, sargento. Con este chisme, hubiera limpiado el camino al tanque en un minuto.

– Seguro, hijito; y al minuto siguiente te hubiera caído encima el Séptimo de Monstruería. Ya oíste al comandante: nada de riesgos. Hemos cumplido nuestro cupo de acciones heroicas. Ahora hay que guardar la casa.


El esqueleto se dirigió hacia la crujía. Para Lenov, no era distinto a volar por un túnel horizontal; no tenía problemas para orientarse en la ingravidez. La única molestia era que no había parabrisas. El vehículo estaba pensado para el vacío.

Sólo algunos monstruos aparecían a la vista. Dispararon aquellos misiles y Lenov sintió retorcerse su estómago, pero la distancia era grande, y los proyectiles quedaron sin combustible a mitad de camino. Eran eficientes tan sólo a corta distancia y en caída libre… Ono y George, a ambos flancos, disparaban calmosamente sobre todo monstruo que veían.

– Bandidos a las diez -murmuró Lenov.


Susana había estado a punto de ser alcanzada por un embrollo de hierros y cables retorcidos, que se hundían en el tanque con un largo chapoteo. Fuertes chispazos saltaron hacia proa.

El tanque había quedado a oscuras. Unas débiles luces rojas de emergencia brillaban en el fondo, creando fantasmagóricos reflejos.

Partes de la plataforma, revueltas entre las olas, seguían cayendo con lentitud. Susana trataba de mantenerse a flote; sus piernas tocaban de vez en cuando objetos que se retorcían bajo el agua. Quizá cables que seguían desenrollándose. A cada momento esperaba que sus pies fueran atrapados por garras alienígenas, había visto caer al monstruo y no se hacía ilusiones. No esperaba que la caída hubiera acabado con él, ni que se hubiese ahogado. Sin duda, no necesitaba respirar. Debía estar allí, en la oscuridad, agazapado, esperando la oportunidad para saltar sobre ella. Y Susana era una presa fácil. Apenas veía nada, rodeada por sombras amenazadoras.

El esqueleto se aproximó a la cabina del montacargas. Un monstruo flotaba inerte en sus proximidades. Cuando el teniente salió de las sombras pistola en mano, supo quién lo había liquidado. Le hizo un efecto raro ver al teniente caminando por la pared.

Las tres mujeres, Liz, Shikibu y Jenny, subieron al esqueleto y luego lo hizo el teniente. Shikibu, en cuyo rostro se leía la tensión y el cansancio, relevó a Lenov.

Libre de cuidados mientras el esqueleto zumbaba hacia el puente, Lenov buscó un blanco. Pero no había ninguno cerca. Llegaron al puente con su revólver todavía virgen.


Allí descargaron la artillería, y los rostros de Okedo, Kenji y Yuriko se iluminaron.

– Nos alegra mucho verles, teniente.

– Gracias. ¿No tendrán un poco de té, comandante?

Se sentía agotado. De haber gravedad, las piernas no le hubieran sostenido.

– ¿Prefiere algo más fuerte?

– Estaba a punto de proponerlo. ¿Cómo está la situación?

– Hemos visto refugiarse a sus nombres. Ninguna nueva baja. En lo que se refiere a los monstruos…

– No queda ni una docena, y todos agazapados -exclamó Shikibu, alegremente.

El teniente apuró la copa de sake de un trago.

– De todos modos, aún seguimos siendo pocos.

– Vamos, teniente -dijo Shikibu-, ahora salimos y nos los cargamos a todos.

– No tan deprisa, jovencita -la paró Shimizu-. No voy a lanzarme a la carga como un loco, ya hemos perdido a muchos.

Ono asintió.

– La primera regla militar es conoce a tu enemigo. No sabemos cuántos quedan en la nave, ni dónde están.

– Unos cien como mínimo -dijo Kenji. Todos le miraron.

– ¿Cómo lo sabes?

– Ese es el número aproximado de los que acaban de entrar.

Todos se arracimaron en torno al monitor. En efecto, una horda de monstruos surgía del conducto al tanque.

– Ahora sabemos dónde están los de la bodega -exclamó Ono, furiosa-. Han desistido y siguen llegando.

– Estamos como al principio -resopló Shikibu.

– No -le contradijo Yuriko-. Ahora estamos preparados para resistir.

– También ellos, a lo que parece.

Las criaturas estaban agazapadas en el fondo del hangar, perfectamente inmóviles, como estatuas de algún olvidado culto demoníaco.

– Pero ¿qué esperan? -preguntó Shikibu.

– Que nos aburramos e intentemos algo desesperado -sugirió Kenji.

Lenov, hasta entonces silencioso, intervino:

– Y puede que haya llegado el momento.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Okedo.

– Creo que ha llegado el momento de poner en marcha mi plan. El pasadizo de los delfines -dijo el ruso-. Podríamos llegar por él hasta el tanque; Susana aún está allí, si vive. Y podríamos freídos por detrás. Unas granadas de mano bien colocadas…

– Hmm -murmuró el teniente-. ¿Qué opinas, Ono?

La sargento, experta en táctica, meditó un momento.

– Considero probable que no queden más en la bodega. El hecho de que suban y se mantengan en el fondo, sugiere que no quieren ser sorprendidos por otra aceleración. En otras palabras, no hay muchos más y optan por la táctica de la dilación.

– Eso es como piensas tú, no ellos -dijo Shimizu-. Pero es probable.

– Y, mientras tanto -dijo Lenov-, no sabemos nada de Susana ni del otro delfín piloto. Mirad, no he subido hasta aquí por darme un paseo en esqueleto. No tengo preparación militar como la vuestra. Lo he hecho porque soy el único que puede llegar hasta el tanque.

El comandante, meditando, se volvió hacia el teniente.

– Shimizu, usted decide.

– Estupendo, los cogeremos entre dos fuegos.

– Yo iré con él -dijo Martínez.

– Muy bien, George. -El teniente le tendió un subfusil al ruso-. ¿Sabes manejar esto?

Lenov lo examinó: un liviano y veloz Heckler-Koch, con culata rígida de plástico, casi un rifle en miniatura. Aquel sí era un buen «último recurso».

– Aprendo muy de prisa -respondió Lenov sujetándolo con fuerza.

– Vamos. Mientras, nosotros les daremos a esos bichos algo en qué pensar.

Introdujo un cargador en su rifle.


Los dos hombres subieron hasta la cabina del delfín. Tik-Tik estaba muy nervioso. Le habían dicho que permaneciera en silencio y había obedecido. Pero no entendía qué estaba pasando.

Lenov acarició su lomo gris. Martínez abrió la trampilla que comunicaba la cabina de pilotaje con el tanque de agua y miró hacia dentro.

– Está muy oscuro -dijo.

– No le demos más vueltas al asunto -apremió Lenov.

Encendió una linterna y se introdujo el primero por el pasadizo. Era un largo y oscuro túnel, pues a los delfines no les importaba la ausencia de luz. Una especie de funicular en forma de barca transportaba al delfín; ambos lo ignoraron. Irían más rápidos flotando.

Se propulsaron en las tinieblas, precedidos por dos brillantes conos de luz.


El oleaje se iba calmando, pero aquello no ayudó a tranquilizar a Susana. El tanque estaba lleno de sonidos ominosos.

– ¡Semi! -gritó.

Había nadado poco a poco, sin dejar de mirar en todas las direcciones, hasta los restos de la plataforma. Éstos se hundían en el tanque por un extremo, mientras que el otro seguía enganchado cerca de la compuerta de entrada. La compuerta ya no existía, volada por aquel monstruo, y la única luz provenía de los fluorescentes del corredor.

De repente recordó algo: ¡la katana de Lenov!

Seguía allí, colgada junto a la puerta; milagrosamente, nada de lo que había pasado la había derribado de su sitio.

Pensó en cómo llegar hasta ella, y empezó a trepar por entre los hierros retorcidos. Apenas hubo avanzado un par de metros, cuando el monstruo surgió del agua a sus espaldas.


Martínez y Lenov se detuvieron al final del conducto.

El ruso conectó la compuerta estanca, que se cerró con un chasquido. Le dolía la espalda. Habían avanzado incómodamente doblados, impulsándose con la mano libre y las piernas.

– ¿El agua puede estropear esto? -preguntó Lenov señalando su arma.

– Por favor. -Martínez parecía ofendido-. Tecnología alemana. Soportan el vacío.

– Muy bien. Ponte esto.

Sacó de su chaqueta un par de máscaras de buceo. Martínez silbó admirado.

– ¡Vaya, eres previsor! -Se la puso.

– Sí. Las tenía en mi camarote y las cogí.

– Por casualidad, ¿tienes también botellas de aire?

– Naturalmente, en el tanque.

– Bueno, no se puede tener todo.

Lenov hizo girar otro conmutador y el pequeño cilindro empezó a llenarse de agua.

– Esto no va a ser tan fácil -dijo-; está pensado para delfines, y ellos pueden aguantar diez veces más tiempo la respiración que nosotros. ¿Qué tal te desenvuelves en el agua?

– Yo he nacido en Marte. Ese tanque es la mayor cantidad de agua salada junta que he visto nunca.

– Fantástico -dijo el ruso-, nos vamos a divertir.

El agua les llegaba ya a la barbilla.

– Toma aire y no te separes de mí.

Los dos hombres dieron una última bocanada y se sumergieron. Lenov accionó un nuevo interruptor. Se abrió la segunda compuerta. El ruso y el marciano cruzaron por ella.

Nadaron desesperadamente. Se encontraban en el espacio libre entre dos enormes esferas concéntricas; la más pequeña era la pared exterior del tanque. Giraba con la majestuosidad de un planeta. El agua entre las dos esferas era acelerada por el rozamiento, formando un gradiente de velocidad, a partir del punto de entrada.

La corriente los arrastró.

Martínez se sintió a punto de ceder al pánico y la claustrofobia. Estaba atrapado entre dos paredes de metal que parecían querer cerrarse para aplastarlo. Sus pulmones estallaban… trató de resistir, un hombre puede mantenerse vivo más tiempo de el que se cree… aunque sus pulmones estén clamando por aire, aún tiene reservas de oxígeno en los músculos… aguantar… Pero no era fácil… no controlaba sus movimientos, arrastrado por una corriente de agua hacia no sabía dónde… la ropa y el peso de su arma le entorpecían… aguantar… suerte que estaban en caída libre, o se hubiera ido al fondo con toda la chatarra… un poco más… la máscara, mal sujeta, se inundaba lentamente…


Susana aulló de dolor. Las garras de la criatura se habían clavado en uno de sus tobillos y la arrastraban hacia las negras aguas. Se abrazó con fuerza a un tubo metálico, que empezó a doblarse bajo el peso de los dos. El monstruo le clavó con malevolencia otra de sus garritas en su pierna, rasgando la piel y la grasa subcutánea con facilidad.

El rostro alienígena se aproximó al suyo. Susana vio claramente aquellos malignos ojillos de araña observándola, aquellas extrañas cosas retorcerse tras ellos, en el interior del cráneo. No emitía ningún sonido.

La barra de metal cedió al fin, y la humana y el alienígena cayeron juntos al agua. La criatura no aflojó su presa ni un milímetro. Susana notaba sus piernas adormecidas.

Aún tenía la barra en la mano. No era la katana, pero era mejor que nada. Con ella golpeó aquel rostro de pesadilla con todas sus fuerzas, una y otra vez. La cabeza del alienígena se hundió un poco bajo la fuerza de sus golpes, sin mostrar dolor alguno. El miembro que surgía de su tórax se desdobló y se acercó a su rostro.

Susana vio el órgano que tenía en el extremo, por el que habían surgido los pequeños misiles. Era como una gran boca perfectamente circular, y rodeada por un anillo de dientes tan pequeños y afilados como agujas. Aquella boca se acercó a su rostro y Susana volvió a gritar.

Cerró los ojos, deseando que su muerte fuese rápida. Pero el alienígena se detuvo en su movimiento. Pareció tener un acceso de tos, y su tórax se combó con un espasmo hacia fuera. El brazo central se replegó rápidamente. Susana sintió cómo las garritas liberaban sus piernas, y el alienígena se elevó en el aire, empujado por una fuerza titánica.

Semi había surgido tras la criatura y la había empalado limpiamente con su poderoso hocico, perforando la espalda de aquel monstruo. Con un rápido movimiento de su cabeza, el delfín arrojó al monstruo hacia atrás. Luego sacudió la cabeza contra el agua, limpiándose.

Profundo asco -silbó.

– Semi. -Susana tosió dos veces.

Me enredé contra la plataforma -dijo Semi-. Siento tardar mucho. La vez anterior, no logré acertarle de lleno. ¿Estás noherida?

Susana palpó las piernas con una mano.

– No parece grave -silbó, abrazándose al delfín con todas sus fuerzas.


La corriente los había arrastrado en la dirección correcta. Cuando Martínez estaba a punto de desfallecer, sintió la mano de Lenov agarrándolo por el brazo y arrastrándolo hacia arriba. Martínez tiró de una anilla cerca del cuello de su traje, y con un siseo, la pechera empezó a hincharse de gas.

Lenov ya había hinchado la suya. Un hurra para quien inventó aquel utilísimo uniforme. Con un chapoteo, ambos sacaron la cabeza del agua y pudieron respirar al fin. Martínez tosió varias veces.

El interior del tanque estaba casi a oscuras, y la plataforma se había derrumbado.

– ¿Qué ha pasado aquí? -preguntó Martínez elevando su arma por encima del agua.

Lenov vio a Susana encaramarse por los restos de la plataforma. Agitó su mano.

– ¡Susana!

Nadaron hacia ella. Semi nadó alegremente en círculos alrededor de los dos hombres. Al llegar Susana, descendió de la rampa y se abrazó llorando a ellos. Martínez le echó un vistazo a su pierna. Se había vendado con un jirón de su camisa; no parecía grave.

– Nos atacó un ser horrible. Un alienígena…

– Sí, ya los hemos visto. -Lenov miro a un lado y a otro-. Y a sus hermanitos. ¿Sigue por ahí?

– Semi acabó con él. Me salvó.

– Muy bien, Semi.

La hembra delfín silbó con orgullo.

– Vaya un revoltijo -exclamó Lenov-. Me hubiera gustado tener el equipo de buceo a mano, pero con este lío, Semi tendrá que ayudarme a volver al pasadizo. Por favor, Susana, traduce.

– ¿Volver?

– Al otro lado del agua hemos dejado granadas de mano, municiones, un rifle láser y otras cosillas. Ño íbamos a nadar con ellas, ¿verdad?


En la escotilla del puente, Shimizu y Ono apuntaban cuidadosamente y luego disparaban contra los alienígenas de abajo. Éstos no hacían el menor gesto para ocultarse. Una vez más, al teniente lo desconcertó la extraña mezcla de estupidez e inteligencia. Ni siquiera aprovechaban la ingravidez para subir al puente. Era difícil ver si hacían blanco. Los alienígenas muertos no caían.

De repente oyeron un disparo a sus espaldas.

– ¡Teniente! -gritó Yuriko.

Nadie tuvo tiempo de reaccionar cuando el alienígena apareció en el puente.

Cierto, Liz Thorn disparó contra el monstruo, alcanzándolo de lleno y haciéndolo saltar contra el mamparo… Pero el alienígena ya había lanzado un proyectil que aceleró desde la boca de aquel extraño miembro, hacia ella…

El comandante Okedo se interpuso.

El diminuto misil chocó contra su pecho, estalló, abrió un cráter sanguinolento en su espalda.

– ¡Jefe! -gimió Yuriko. Un segundo monstruo apareció en la puerta. Liz disparó antes, partiéndolo en dos de una ráfaga.

Se acercó al quicio con precaución. En el corredor sonó otra ráfaga.

– ¿Teniente? -preguntó Liz, por precaución.

– Sí, voy a entrar. He disparado contra uno de esos monstruos… ¿Qué ha pasado?

– El comandante… -Liz no supo qué más decir. Ono se reunió con ellos.

– ¡Entraron por la cámara de descompresión de proa! ¡No debieron caer cuando aceleramos! ¡Qué necios hemos sido!

– ¿Hay más? -gritó el teniente.

– Creo que no, pero…

– ¡Registremos la proa!

Los guardias salieron del puente. Yuriko tenía los ojos llorosos.

– Él lo quiso así -sollozó.

Kenji le puso el brazo sobre los hombros.


Cuando Lenov y Martínez, cargados con su armamento, llegaron al hangar, se encontraron con un extraño espectáculo: los monstruos se estaban disolviendo. Quedaban inmóviles, sus órganos internos, cubiertos de feas manchas marrones, cesaban en su hormigueante movimiento y, poco a poco, sus patas se desprendían entre gotas flotantes de un repugnante líquido opalino…

Susana, que les acompañaba (por nada del mundo se iba a quedar sola en el tanque), soltó una risita histérica. Fue la única que tuvo humor para hacerlo. Lenov estaba demasiado deprimido para vengarse.

En el puente, Shimizu sintió un escalofrío casi supersticioso. La muerte de Okedo parecía la ofrenda que una divinidad implacable exigía a cambio de la de los monstruos.

Martínez, cargado con una docena de granadas y el rifle láser, se sentía bastante ridículo.

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