32

Lenov estaba en la enfermería de la Hoshikaze, tumbado boca abajo, sin otro acompañamiento que media docena de camas vacías. Tenía un pequeño televisor ante su barbilla. Contemplaba un concurso, grabado años atrás, en el que las víctimas, disfrazadas de elefantes, tenían que atravesar una especie de arenas movedizas. De vez en cuando salían unas chicas vestidas con muchas plumas. No logró enterarse de qué función cumplían en la marcha del programa.

– ¿Cómo te encuentras hoy? -oyó a Susana tras él. Alzó la vista; le alegraba tener compañía.

– Bastante bien, con ganas de levantarme. Esta postura no es demasiado cómoda.

– Es una desventaja de la gravedad. Me temo que vas a tener que reunir algo de paciencia. -Ya lo sé.

– ¿Sabes lo del padre Álvaro?

– Sí, Shikibu me lo contó. Es terrible, ¿qué explicación puede tener un acto así por parte de alguien como Álvaro?

– No lo sé. La realidad resulta demasiado dura para algunos…

Lenov miró desalentado la pantallita. Un individuo vestido de arlequín remaba en barca en una gigantesca cisterna de WC, diciendo algo sobre gérmenes.

– Aún no te he dado las gracias por lo que hiciste por mí -dijo volviéndose hacia ella.

– También lo hice por Semi -replicó Susana rápidamente.

Demasiado rápidamente, parecía una respuesta preparada. La etóloga acercó una silla y se sentó.

Lenov pensó qué clase de experiencia habría vivido en Júpiter. Apenas habló de ella, pero debió de ser muy perturbadora.

– Claro -dijo al fin-. Gracias por la parte que me toca. -¿Cómo van los injertos?

– Bien… creo. Fernández dice que tardarán una semana en afianzarse -contestó él torciendo el gesto.

Podía imaginar heridas más dignas para exhibir. Habían tenido que reemplazarle dos grandes discos de piel congelada en el nalgatorio, allí donde había permanecido en contacto con el helado suelo.

– Quería darte las gracias por las muestras biológicas. -¿Qué muestras biológicas? -La hierba que trajiste en los zapatos… -¡Oh! ¿Te ha sido útil? -Lenov apagó la pantalla. -Mucho. Tenemos reunión dentro de una hora y después transmitiremos la información a Marte. Pero antes quería contrastar contigo lo que voy a decirles. Creo que es justo, eres parte del equipo, y el hecho de que estés hospitalizado no…

– Gracias. -Lenov nunca hubiera imaginado que a ella pudiera interesarle su criterio-. ¿Tienes idea de qué eran esas cosas?

Ella permaneció un rato pensando, como escogiendo las palabras.

– ¿Sabes lo que es un agnato?

– No.

– Un pez sin mandíbulas de la Era Primaria. Período Ordovícico. Habitaron los mares de la Tierra hace quinientos millones de años.

– Ah…

– Esas criaturas eran una versión gigantesca de los agnatos -dijo Susana-. Obtuve muestras de su ADN mientras me transportaban. Existe una relación directa de esas criaturas con los vertebrados de la Tierra. Están mucho más cerca de nosotros que las criaturas que hallamos en el cometa.

– ¿Has dicho el… Ordovícico?

Lenov no era un hombre culto, y aquella situación le superaba ampliamente.

– En esa época, toda la vida se concentraba en el mar -le explicó Susana-. En tierra seca, no había ni un miserable Herbajo.

»Era un misterio sin resolver. Los vertebrados aparecieron hace unos quinientos millones de años. Súbitamente. Nunca encontramos los eslabones que los unían con el resto del árbol filogenético. La rama de los vertebrados se corta hacia el Ordovícico. Antes de los agnatos, no existe nada más parecido a nosotros que un erizo de mar…

El ruso tenía el aspecto del que ha tragado un bocado que no puede deglutir.

– No entiendo nada. Lo siento, yo…

– Quería preguntarte algo.

– Dime.

– ¿Crees que esas cosas que encontramos ahí abajo eran inteligentes?

Lenov meditó antes de responder.

– No lo creo.

– No lo crees, ¿por qué?

– Es difícil de precisar. Me ayudaron, sí, pero luego nos dejaron a Semi y a mi abandonados en ese lugar. No podían saber que ibais a ser tan locos como para intentar rescatarnos, y sin embargo ellos se contentaron con dejarnos varados. No me pareció una actitud muy inteligente. Habríamos muerto en pocas horas, y ellos se olvidaron de nosotros. Es únicamente una sensación, claro, me pareció que actuaban por instinto. Sin embargo, construyeron cosas como esas islas flotantes, por lo que deberían ser inteligentes… ¿Crees que la inteligencia se puede perder?

Susana meditó.

– En un medio como ese, quizá sí. La inteligencia es una respuesta a los desafíos del medio. Esa isla flotante… podría ser otro tipo de máquina biológica. Quizá se reproducen y se mantienen sin ayuda alguna.

– Sí, es posible. En cualquier caso, inteligentes o no, es indudable que no sienten el más mínimo interés por nosotros. No han respondido a nuestros intentos de comunicación.

Susana suspiró. Subió los pies al asiento y se rodeó las piernas con los brazos.

– Sí lo han hecho -dijo.

– ¿Qué?

– Se comunicaron conmigo. Creo. Mientras pilotaba el Cousteau.

– ¿Estás segura?

– Eso es lo malo, que no puedo estarlo… fue una experiencia extraña, creo que ellos me hablaron, gracias a mis sentidos de delfín, de alguna forma que no puedo recordar…

Lenov la miró interesado.

– ¿Hablaron contigo?

– Es difícil de explicar… Eran como imágenes, sensaciones…

– ¿Telepatía?

– No, no lo creo. Más bien un mensaje codificado en una multitud de canales. Como un poema en el que la temperatura, y el olor del ambiente, definieran algunas estrofas… No sé si me entiendes.

– La verdad es que no. Suena muy extraño.

– Me hago cargo.

– ¿Recuerdas algo en concreto?

– Vi como los… Primigenios ocupaban la nube de Oort en los tiempos en que el Sistema Solar aún estaba en proceso de formación.

– ¿Primigenios?

– Los he llamado así. Son una forma de vida casi incomprensible para nosotros… -Susana cerró los ojos, y se esforzó en recordar-. Habitantes del frío y la oscuridad… Quizá nacieron en algún gran cuerpo cometario. Aquellas primeras criaturas evolucionaron, y con el tiempo desarrollaron la inteligencia.

»Los Primigenios viven dondequiera que hayan cuerpos formados por hielo. Sus vidas son muy, muy largas y su metabolismo muy lento.

»Una de estas criaturas, o una familia de ellas, emigró al Sistema Solar exterior, crearon anillos de hielo en torno a los cuatro gigantes gaseosos, una reproducción exacta de su hábitat natural.

Observó a Lenov. El hombre absorbía sus palabras hasta la última sílaba.

– Esta criatura -continuó ella-, podemos llamarle Taawatu, tal y como quería Markus, se dedicó a experimentar. Gracias a su capacidad para alterar a voluntad su propio genoma, logró adaptarse a vivir en los planetas interiores…

»Taawatu había descubierto que la vida progresaba con rapidez en los mundos cálidos y con agua. Era natural, ya que disponían de energía solar en abundancia. Con ello, y con su increíble plasticidad adaptativa, no habría límite a sus posibilidades. En un plazo de pocos millones de años, se transformó en las criaturas que poblaron la antigua Tierra, Venus y Marte.

»Aquello preocupó a los otros Primigenios. Tienes que comprender que son seres de reacciones muy lentas, cuya vida se cifraba en millones de años, casi inmortales. A sus ojos, era una plaga. Una infección. Un cultivo microbiano que podía escapar a todo control.

»Taawatu se había transfigurado en millones de criaturas que se reproducían aprisa, muy aprisa, e iban llenando los mundos cercanos al Sol, extendiéndose incontrolables. Temieron que la fecunda vida de los planetas cálidos sería una amenaza futura para ellos.

»Y decidieron erradicar la plaga. La Tierra, Marte y Venus fueron… higienizados.


Lenov sentía una extraña sensación de irrealidad. No podía imaginarse un lugar más inadecuado para una revelación como aquella.

– Lo que cuentas exige una noche de tormenta y una buena chimenea encendida -dijo. Pero Susana no tenía cara de apreciar la ironía-. Continúa, por favor.

Taawatu sobrevivió muy debilitado al castigo. Pasó revista a sus fuerzas. Venus estaba por completo arruinado. Marte, además, había perdido gran parte de su atmósfera. Pero la Tierra… era un caso especial. Los Primigenios no lograron esterilizarla por completo; sobrevivieron bacterias y otros organismos procariontes, que, abandonados por sí solos, evolucionaron en eucariontes… ¿me sigues?

– Con dificultad, pero creo que sí.

– Cuando Taawatu decidió actuar de nuevo, ya había otro ciclo de vida actuando, en los mares. Y Taawatu realizó su jugada maestra: fue a la Tierra y se fraccionó. Se dividió en miles de subindividuos… -¿Los agnatos?

– Sí, de esta forma se instaló en la Tierra. Los subindividuos formaron un nuevo grupo de organismos: los vertebrados. Se transformó en un millón de formas diferentes, que se ajustaron a los nichos ecológicos de la Tierra.

»Yo ya había llegado a esta conclusión, creo que el padre Álvaro también lo había comprendido. Markus pensaba que la Humanidad fue creada por Taawatu… estaba equivocado, la realidad es más asombrosa aún: Nosotros somos Taawatu. -Dices que tú ya lo sabías.

– Había estado atando cabos, y la última transmisión de Markus me dio la clave. De repente lo compredí todo, pero me faltaban pruebas. No esperaba obtenerlas de una forma tan extraordinaria.

– Pero ¿para qué…? ¿Por qué hicieron algo así? Se dividieron, se convirtieron en todos los animales de la Tierra…

– Sólo los vertebrados. Un refugio. Un asilo. O un camuflaje, si lo prefieres. Taawatu esperaba ocultarse, hasta alcanzar un número suficiente de individuos y ser poderoso de nuevo. ¡Y entonces sería su momento! Había dejado en Marte armas y tecnología, suficientes para continuar su guerra cuando las condiciones fueran favorables.

«Mientras tanto, en la Tierra, sus entidades se reprodujeron y se extendieron por los mares. Evolucionaron en otras formas. Pasaron a vivir a la tierra seca.

»Pero, en algún momento, algo se perdió. -¿Qué se perdió? Susana se encogió de hombros.

– No puedo imaginarlo. Quizá Taawatu formaba una única mente colmena, quizá los subindividuos perdieron el contacto unos con otros. No lo sé; el caso es que Taawatu se fragmentó mentalmente. Perdió la conciencia de ser Taawatu. Olvidó su objetivo, y la vida evolucionó libremente en la Tierra hasta llegar al Hombre. El más estúpido de los descendientes de Taawatu.

«Ciegamente, nos aventuramos al espacio. Y allí estuvo nuestro error. Nuestro inconsciente error.

»En el pasado, los Primigenios habían contemplado cómo los insectos y los peces subían a tierra, cómo ésta se cubría de toscas plantas sin hojas, cómo los continentes se rasgaban y se abrían los océanos, cómo los parpadeos del Sol cubrían de hielo las superficies planetarias, cómo los peces convertían sus aletas en patas, sus escamas en plumas y pelo.

»Seres sin mente, nada que mereciera el interés de los Primigenios… Hasta que nosotros llamamos su atención.

– Provocando un nuevo y terrible ataque -completó Lenov.

– Ahí abajo habitan criaturas que son tal y como fue el Taawatu original. Han permanecido ahí silenciosos durante millones de años, ocultos en las nubes de Júpiter…

«Esperando nuestra llegada… esperando para reunirse con nosotros, para fundirse, para volver a ser la enorme criatura que una vez fue…

»Creo que eso es lo que intentaron hacer conmigo, pero fracasaron.

«Nosotros no recordamos ser Taawatu.

»La enorme criatura está amnésica y a merced de sus enemigos…


2038 d.C.


Mientras despachaba con su secretario, Enrique Kramer recibió la noticia de que se había detectado una docena de naves gigantescas, en órbita en torno a la Tierra. Si se estaba preparando una nueva irrupción, aquello representaría el principio del fin.

Unas horas después recibió la confortadora noticia de que eran marcianas. Bien, es posible que lo fueran, pero no estaba de más ser prudentes.

Cuando un pequeño transbordador se desprendió de una de las naves y penetró en la atmósfera, Kramer ordenó que se preparan las Fuerzas de Defensa.


La Tierra giraba perezosa bajo Santiago Casanova.

Realmente era terrible. Incluso desde la órbita se podía apreciar la magnitud del desastre. La Tierra era ahora un planeta diferente al que había conocido en su juventud.

En su lado oscuro apenas brillaban unas pocas y débiles lucecitas. En su lado luminoso, la zonas terrestres tenían un color amarillento enfermizo. La desertización se había apoderado del noventa por ciento del planeta.

Tras dar dos o tres vueltas al globo, entraron en la atmósfera. Una voz ladró por radio, indicándoles que se dirigieran a Europa Septentrional, hacia Lublin, sin desviarse en lo más mínimo, amenazando con derribarles si lo hacían. Como comité de recepción de la Madre Tierra a sus erráticos hijos, no estaba mal.

Siguiendo instrucciones de la torre, tomaron tierra en la ruinosa pista principal del astropuerto.

El aparato rebotó y vibró antes de detenerse. El piloto profirió un chaparrón de palabras en su idioma; Casanova reconoció obutsu (inmundicia), gaichú (insecto maligno) y sai-chijin (estúpido en grado superlativo), obviamente dirigido al controlador de vuelo.

En japonés no existen las palabrotas, pero el piloto parecía dispuesto a remediar esta carencia.

Por el asfalto, agrietado y hundido en parte, surgían manojos de hierba formando intrincados dibujos. Sería ridículo, consideró Casanova secándose el sudor, que tras recorrer tan largo camino fuéramos a rompernos las narices en este lugar.

Cuando el piloto calculó que el escudo ablativo se había enfriado lo suficiente, abrió la portezuela y Casanova respiró el aire libre de la Tierra.

El comité de recepción le estaba aguardando.


En un amplio semicírculo en torno al transbordador se habían ido situando varios carros blindados, piezas de artillería de campaña, camiones, transportes oruga; por todas partes habían hombres camuflados, parapetados o simplemente tendidos en el suelo. Sus no muy lucidas ropas eran tan diversas que, más que uniformados, estaban multiformados. Sus armas comprendían ametralladoras, subfusiles, fusiles de asalto, morteros, rifles con teleobjetivo, bazokas, lanzagranadas, pistolas, revólveres, escopetas… Sus razas eran tan dispares como su armamento y sus ropas; había caucasianos, asiáticos y árabes.

Un tanque cercano apuntaba justo al estómago de Casanova. Levantó las manos y dijo la frase de rigor:

– Llevadme ante vuestro jefe.

No le hicieron mucho caso. Dos tipos de aspecto hirsuto se acercaron y dijeron: levantad las manos, sin fijarse en que, tanto Casanova como el piloto, ya las tenían levantadas, y: bajad de la nave.

Ambos descendieron con dignidad por la escalerilla, sin bajar las manos. Fueron cacheados de pies a cabeza. Acto seguido, un vapuleado camión militar escoltado por jeeps, les condujo hasta Varsovia. En la caja les ¿escoltaban? varios soldados con el armamento listo, aunque aquellos tipos se apartaban de los dos hombres como si éstos fuesen a explotar, o a salirles tentáculos en cualquier momento.

– ¿Podemos bajar los brazos? -preguntó Casanova.

– No -dijo un árabe de mirada recelosa, con un rifle automático entre los brazos.

– Tenga cuidado, que las carga el diablo. -Casanova señaló al arma.

El tipo aferró su fusil, como si un sargento de Belcebú se hubiese presentado a revisar el cargador.

Llegaron a su destino, tras recorrer kilómetros de carretera vapuleada. Casanova advirtió que, en varios lugares, habían brigadas de trabajo parcheándola con asfalto traído a brazo. Por fin, una ciudad apareció a lo lejos.

La Varsovia que recordaba había desaparecido por completo, dejando únicamente unos campos de cascotes. Sólo los nazis fueron destructores más concienzudos que los Primigenios.

En su lugar, se había construido una ciudad de casas prefabricadas, nueva pero nada atractiva. Se trataban de módulos de forma más o menos prismática, que encajaban uno sobre otro como un juego de construcción. Todos iguales; pudieron ver ropas colgadas en los balconcitos, y gente asomada para ver pasar el convoy.

– No parece un paraíso -comentó el piloto-, pero al menos ha quedado atrás lo peor del infierno.

– Lo que ha caído aquí es el fuego del infierno, sí.

– En mi país, conocimos ese infierno por primera vez. En 1945.

– Ya.

No llegaron a entrar en la ciudad; se desviaron, tomando una senda apenas asfaltada que les llevó hasta unas instalaciones que tenían todo el aspecto de un cuartel militar.

Casanova y el piloto fueron entregados a un grupo de soldados que esperaban junto a las puertas de entrada. Los dos grupos hablaron entre ellos en una jerigonza mezcla de ruso, árabe y japonés, mientras conducían a los dos hombres hasta uno de los barracones. Una vez allí, se olvidaron de ambos durante un par de horas. Al parecer no tenían muy claro qué hacer con ellos.


Pasado este tiempo, un hombre con las insignias de coronel, entró en el barracón acompañado de dos guardias. Se dirigió a los recién llegados en ruso:

– Soy el coronel Antón Petrovich Andreiev. ¿Necesitan alguna cosa?

Casanova suspiró.

– Varias cosas, coronel. Primero, algo de comer, si no le importa.

– Les traerán comida. ¿Qué más?

– Segundo, hablar con quien esté al mando de esta fuerza.

– Estamos aguardando instrucciones. Esperen aquí.

Y esperaron.

La espera duró la mitad del día. Les trajeron pan, agua, un par de platos de lentejas guisadas con carne, y unas manzanas arrugadas. Casanova se preguntó si los musulmanes de aquella fuerza comerían lo mismo; la carne parecía de cerdo.

Por fin, vieron llegar un gran cóptero con las insignias blancas y amarillas del Vaticano pintadas en sus flancos.

Se acercó un hombre, vestido con pantalones grises y camisa de manga corta, rodeado por un pequeño séquito. El coronel se cuadró.

– Su Santidad Alejandro IX -dijo como presentación.

El Papa sonrió.

– Bienvenido a la Tierra, Jaime. Coronel, puede suspender la vigilancia sobre estos hombres -dijo Enrique Kramer.


Una vez a solas, Kramer simplemente dijo:

– Así que… habéis vuelto. Al fin.

Casanova asintió.

– La verdad es que la bienvenida no ha sido demasiado cálida.

– ¿Qué esperabas? Recientemente hemos tenido algunos problemas con Monstruos llegados del Espacio Exterior. Nos hemos vuelto muy cuidadosos con lo alienígeno. Pensé que lo sabíais.

– Algo he oído.

– Ésa es la frase más modesta que te he oído decir en mi vida.

Kramer guió a Casanova al interior del enorme cóptero. Descubrió con sorpresa que la bodega de carga del aparato había sido transformada en una oficina.

Kramer cerró la puerta tras él y se sentó a su mesa. Aquel lugar parecía una cancillería, atiborrada con terminales, impresoras, fax, teléfonos, fotocopiadoras, equipos de imagen virtual…

– Estás en mi puesto móvil de mando -explicó Kramer-. Mi oficina ambulante. En los tiempos que corren, hay mucho que organizar y poco tiempo.

Al menos una docena de teléfonos tenían luces encendidas.

– ¿Puedo preguntar cómo…? -dijo Casanova.

– ¿He llegado aquí? Bueno, era uno de los pocos cardenales que quedaron tras el Exterminio… no había muchos donde elegir.

– Comprendo.

– No, no comprendes -dijo Kramer-. No hubo una elección por otros cardenales. Me eligió un consejo ecuménico de obispos.

– Eso no es lo establecido por la tradición eclesiástica.

Kramer se encogió de hombros.

– Para empezar, no quedaban cardenales ni para llenar un taxi. Así que les dije: no podemos decidir el futuro de la Iglesia. Debemos recurrir a una base más amplia. Tan pronto como logramos restablecer las comunicaciones, reunimos a todos los obispos que pudimos, y les dijimos que los sucesores de los apóstoles eran ellos y que la decisión era suya.

– Y decidieron elegirte a ti -dijo Casanova-; quiero decir, a Su…

– Oh, está bien, dejemos el protocolo de lado -sonrió-. Me pone nervioso que se dirijan a mí en tercera persona. Siempre pienso que hablan de otro.

– De acuerdo.

– Y… vamos al asunto. ¿Dónde habéis estado escondidos estos últimos años? -preguntó Kramer. La pregunta estaba hecha en forma juguetona, pero Casanova percibió el acero bajo la seda.

– Hemos tenido mucho trabajo transformando a Marte en una colonia viable.

– Y ahora os habéis acordado de nosotros. ¿Te imaginas lo que fue mi situación aquí? Me enviaste para ayudar a los terrestres, y luego nos olvidasteis. Hubo momentos en que los terrestres odiaban todo lo relacionado con Marte. Incluso temí por mi vida.

– Veo que supiste guardarla muy bien.

– ¡No gracias a vuestra ayuda! -restalló Kramer.

– Han sido tiempos difíciles para todos, Santidad. Al principio calculamos que las colonias marcianas tendrían potencial suficiente para salvarse, y salvar la Tierra. Nos equivocamos. A pesar de todo lo que íbamos encontrando en las pirámides de Elysium, lo pasamos realmente mal. Dependíamos de la Tierra en demasiadas cosas, más de las que admitimos en un principio. Nos replegamos y luchamos por nosotros mismos. Pensamos que si Marte no sobrevivía, difícilmente lo haría la Tierra.

– Y ahora habéis regresado, con más naves, y más tecnología marciana. Bien, Dios sabe que la necesitamos.

– Con naves como ésas -Casanova señaló con el pulgar el cielo-; son enormes, en su interior hay hábitats acondicionados para recibir a miles de personas.

Kramer se inclinó sobre la mesa. -¿Y armamento? Necesitaremos todos los robots de combate que podáis proporcionarnos. Hemos rechazado el ataque, y esos demonios no nos olvidarán.

– Entiendo. Pero ahora sabemos que luchar por este planeta resultará inútil…

Y, ante su cara de perplejidad, Casanova, empezó a contarle toda la historia.


Kramer la escuchó en silencio, con los ojos semicerrados y la frente apoyada en su mano derecha. Su rostro no reflejaba ninguna emoción.

Casanova se preguntó hasta qué punto comprendía lo que le estaba diciendo, y hasta qué punto lo creía.

Todos nosotros somos Taawatu -resumió-. Tú, yo, el más miserable de los ratones. Todos los vertebrados hemos evolucionado a partir de esta criatura, y estamos en guerra con los Primigenios… la civilización de la nube de Oort. Una guerra que empezó hace más de quinientos millones de años. Y, por fin, tras millones de años de aislamiento, en Júpiter, hemos restablecido el contacto con una parte de Taawatu.

Había anochecido, y Kramer encendió la luz del escritorio.

– Es una historia inconcebible -suspiró.

– Lo sé. Pero los acontecimientos que hemos sufrido no dejan lugar a dudas. Los Primigenios no dejarán nada al azar. No pararán hasta haber exterminado todo rastro de vida en los planetas interiores.

– Pero nosotros no recordamos ser… ¿cómo has dicho?, Taawatu.

– Sólo recuerdos nebulosos. La mente es como un gran holograma. Si rompemos el negativo de un holograma en pedacitos, cada trozo seguirá conteniendo toda la información. Pero mucho menos detallada. Esos recuerdos vagos han dado origen a todas las religiones.

– Tal y como Markus sospechaba.

– Sí. La guerra entre el Bien y el Mal, entre las Fuerzas de la Luz, y los Señores de la Oscuridad.

Kramer se removió incómodo en su silla.

– Me estoy imaginando cómo quedaría eso hecho público.

Casanova le miró con sorpresa.

– Eso no tiene demasiada importancia, ¿no crees?

– Oh, la tiene; no lo dudes, la tiene. -Kramer sonrió con tristeza-. El Exterminio ha avivado el fervor religioso en todo el planeta. El Fin del Mundo ha llegado, y los supervivientes se preguntan qué sucederá a continuación.

Empezó a contar con los dedos.

– En este campo, la Iglesia es desafiada por grupos y sectas que surgen por doquier entre las cenizas de la destrucción. Como los Antimaterialistas, que sostienen que la materia es una ilusión y la antimateria la verdadera realidad.

»O la Iglesia del Agujero Negro Auténtica, que sostiene que Dios está encerrado en un agujero negro… Tengo entendido que reconocen como santo a Stephen Hawking. Un punto de vista rebatido por la Iglesia del Agujero Negro Reformada, que sostiene que el universo es un agujero negro y Dios es el universo, lo que les hace propicios a ser acusados de panteísmo.

»¿Me he olvidado de alguna? Oh, sí, la Iglesia de los Días de la Antimateria, una de las muchas que afirman que la Tormenta de Positrones no es ni más ni menos que el Juicio Final.

»No menos hostiles son los Neognósticos, que afirman que la materia es vil, y la antimateria posibilita la purificación del Cosmos caído por una creación defectuosa… y, bueno, la lista se haría interminable.

»Como ves, interpretaciones esotéricas sobre lo que está pasando no nos faltan. Y ahora tú llegas con una más. Bien, ¿por qué no?

– Enrique, lo que te he dicho es la verdad.

Kramer agitó una mano como si quisiera espantar las imágenes que se formaban en su mente.

– ¿La verdad? ¿Qué es la Verdad? Es una historia fascinante, desde luego, pero en estos momentos tengo otras prioridades, debemos ocuparnos de la reconstrucción de este planeta. Si esos Primigenios nos odian tanto como dices, imagino que no tardaremos en tener noticias suyas.

– ¿Estoy en lo cierto, Jaime? ¿Seguiremos contando con vuestra ayuda?

– Sería inútil.

– ¿Qué quieres decir? -La mirada de Kramer no era en absoluto amistosa.

– Es imposible defender un planeta como la Tierra -explicó Casanova-. Es una trampa ciega para la vida y la inteligencia. En la nube de Oort, los Primigenios se extienden sobre un billón de mundos del tamaño de una montaña. En los planetas nos hacinamos como microbios en el fondo de un tubo de ensayo. Y es muy fácil destruir ese tubo.

– ¿Qué podemos hacer, entonces? -preguntó el religioso con voz sombría.

– Emigrar.

– ¿Puedes ser más concreto?

Casanova tomó aire y se dispuso a explicar el plan que habían elaborado en Marte.

– No podemos hacer nada, porque un planeta es muy vulnerable. A partir de ahora, la humanidad está a merced de los Primigenios. Saben que estamos aquí y pueden atacarnos de nuevo. Quizá no inmediatamente, pero lo harán.

»En cambio, una humanidad dispersa en el cinturón de asteroides, por ejemplo, es un blanco más difícil -hizo una pausa-. Incluso, en el futuro, podemos pensar en devolverles el golpe.


Kramer se levantó y observó por la portilla. El crepúsculo había caído, y a lo lejos brillaban las débiles luces de la nueva Varsovia.

Aspiró el viento de la noche.

– Es una propuesta muy fuerte -dijo Kramer-. ¿Crees en todo eso?

– Firmemente. Por eso he viajado a la Tierra en persona. Necesitaremos tu colaboración. No será una tarea fácil.

– ¿Me estás diciendo -dijo sonriendo sardónicamente- que la humanidad debería emprender un largo éxodo por el desierto interplanetario a la espera de alcanzar una hipotética tierra prometida?

– Lo único cierto -dijo Casanova- es que los Primigenios no descansarán hasta haber exterminado a Taawatu.

– ¿Qué sentido tendría la vida lejos de la Tierra? Estamos unidos a este planeta, él forma parte de nuestra misma esencia como seres humanos.

– Si queremos sobrevivir, tendremos que adaptarnos a la nueva realidad.

– ¿Sobrevivir como qué? Si tenemos que transformarnos en algo diferente, perder nuestra Tierra, y nuestra humanidad… Quizá no valga la pena el esfuerzo.

Kramer seguía junto a la portilla, mirando las lejanas luces.

– Te envidio, Jaime -siguió diciendo-, eres un hombre de fe. Yo, en cambio, ya me ves, soy un hombre de poder. Soy el pastor de todas estas ovejas -abrió los brazos como si quisiera cobijar bajo ellos al mundo entero-, y ni siquiera sé que es lo que creo. Y lo que acabas de contarme, no me ha aclarado cabalmente las ideas…

– Es la verdad. Está… siempre ha estado en el fondo de nuestras mentes.

– Es otra religión, te guste o no -dijo Kramer con tozudez-. Has venido a mí como el Enviado de los Dioses, y pretendes que te entregue a mi rebaño.

Kramer le hizo una señal; Casanova se acercó a la ventana.

– Contempla ahí afuera. No hace mucho era un mundo yermo. ¿Puedes imaginar lo que he combatido, día a día, para levantarlo?

»Y esto lo hemos hecho en sólo unos pocos años. Muy pocos. Parece imposible, pero esos hombres de ahí tienen fe. Fe en mí.

»Ya no hay guerras entre nosotros. Todos los pueblos de la Tierra trabajan unidos con la única idea de la reconstrucción en sus mentes… Todo esto, en unos pocos años. Dame armas y tiempo, y arrojaré a esos demonios al Averno helado al que pertenecen.

Descorazonado, Casanova bajó los brazos. Había esperado algo así.

– Si fracasas, toda esa gente morirá… -Le miró directamente a los ojos-. Morirán porque confiaban en ti, Enrique.

El Papa echó su cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.

– Mira a tu alrededor, Jaime. Han surgido miles de sectas, entre los escombros de este planeta devastado. Todas afirmando ser portadoras de la verdad, todas intentando atraer a la gente a su ideal de Universo. Sal y dile a la humanidad que hay un largo camino allá fuera. Veremos a cuántos logras convencer… -Le lanzó una larga mirada desafiante-. Si fracasas, no habrá más culpable que tú.


2045 d.C.


Susana desplegó con avidez sus nuevos sentidos.

La nave, de la que ahora formaba parte íntima, caía mansamente hacia Neptuno. El último gran planeta del Sistema Solar, quizá la llave para desentrañar los oscuros detalles de la guerra entre los Primigenios y Taawatu.

Entre los Primigenios y nosotros, pensó.

Efectuó una ligera corrección en su trayectoria de acercamiento, con la misma facilidad con que un delfín daría un ágil coletazo. La nave formaba parte de ella, sus sentidos eran los suyos, sus motores de fusión eran poderosas aletas con las que podía nadar en el vacío con la misma perfección que un delfín atravesando las aguas.

Su viejo sueño se había cumplido al fin.

Mientras se acercaba, sus sentidos realizaron interforometrías, espectrometrías y radiometrías infrarrojas, calculando el balance energético del gigantesco mundo azul verdoso.

Era un planeta prometedor. Con un diámetro ligeramente menor que el de Urano, era, sin embargo, mucho más denso; lo que indicaba una mayor cantidad de materiales pesados. Si Taawatu se había instalado allí en primer lugar, habría dispuesto de los materiales necesarios para empezar a proyectar su rebelión.

Sí, tal vez había empezado todo en aquel lugar.

Se dirigió hacia los sutiles anillos del planeta, preparándose para lanzar las sondas.

La misteriosa Mancha Azul ya era claramente visible.

La Mancha empleaba unas 18 horas en dar la vuelta a Neptuno, extendiéndose ente los 30 grados de latitud Sur, y los 35 grados de longitud. Era un diez por ciento más oscura que su entorno. Los científicos pensaban que podría tratarse de un gran huracán, similar a la Mancha Roja de Júpiter. Pero semejante turbulencia atmosférica no podía ser atribuida a la débil radiación del lejano Sol, sino a alguna extraordinaria fuente de calor interna. ¿Artificial quizá?

En cualquier caso, allí había algo que merecía investigarse.

La enorme nave, que Susana había bautizado como Nadadora, estaba diseñada para ser pilotada por un único y solitario ser humano: ella. Pero, a pesar del gigantesco y estéril vacío que le rodeaba, por primera vez en su vida, no se sentía sola. Sus amigos: Lenov, Yuriko, Shikibu y los demás, esperaban en Marte. Trabajaban en un gran proyecto: salvar a la población de la Tierra de un futuro ataque de los Primigenios.

La humanidad (o, al menos, una parte de ella) se instalaría en el cinturón de asteroides; en pequeñas comunidades, muy separadas entre sí, donde evolucionarían adaptándose a su nuevo entorno, haciéndose prácticamente inmunes a los ataques de los Primigenios. Los delfines también sobrevivirían como mensajeros, viajando continuamente entre aquellos diminutos mundos.

Pero esto era sólo el principio.

Ahora sabían que todas las formas de vida superior en la Tierra poseían algo de Taawatu; eran como pedacitos de un gigantesco mosaico que, algún día, se reconstruiría por completo. Ni el más pequeño pez, anfibio, o reptil podía despreciarse; quizá sus genes contendrían una información valiosísima para la supervivencia. Todo el enorme campo morfogenético que era la Tierra debía preservarse para el futuro.

Una vez más, en el legado de las pirámides de Marte se halló la solución: algún día construirían una gigantesca Esfera Dyson para albergar todo el inmenso cuerpo de Taawatu.

El poderoso campo magnético de Neptuno la sacudió como una turbia marejada, y volvió a concentrar toda su atención en el planeta.


2050 d.C.


Ona atravesó la cámara con un fluido movimiento, deslizándose por el interior de la nave ingrávida con la gracia inconsciente de un habitante de los mares. Sandra la contempló entre admirada y orgullosa: su hija-hermana clónica, Ona, era una fiel copia de sí misma cuando tenía once años. Pero ella jamás había tenido semejante gracia en sus movimientos.

Las sutiles alteraciones promovidas por la genetécnica la había transformado en una criatura del espacio, mucho más de lo que la propia Sandra llegaría a ser nunca. Pero el camino continuaba. Como artistas, los genetecs de Marte jamás estaban satisfechos.

Sandra se preguntó a qué se parecería la humanidad del futuro. Cuando el medio cambia, los cambios en el ser vivo son siempre bien recibidos, pensó. Ona y otros como ella serían la Nueva Humanidad, los moradores del eterno mar del espacio.

Ona se detuvo a su lado (¿cómo lo hacía? Sandra no había visto que se asiera a nada). Acarició con ternura los cortos cabellos castaños de su hija-hermana. Era su propia imagen, hermanas gemelas con veinte años de diferencia. A aquella edad, recordaba Sandra, todo era nuevo, y Ona vibraba de excitación. Dijo con voz aguda:

– ¿Has visto ahí fuera, Sandra? Hay hogares esperándonos.

Ambas se acercaron a las portillas. Sandra contempló el asteroide carbonoso cubierto por una frondosa pelusa verde-plata.

Árboles de muchos kilómetros de altura rodeaban al minúsculo mundo, tendiéndose en el vacío como un bosque de hadas. Otro regalo de los extintos marcianos. La base biológica imprescindible para proyectar la construcción de una Esfera Dyson.

– Los baobabs lo han invadido -murmuró Sandra con una risa ahogada.

– ¿Cómo dices? -preguntó Ona.

– Recordaba un libro que leí a tu edad: El Principito.

– No lo conozco. ¿De quién es?

– De Antoine de Saint-Exupéry. Un preespacial. Un aviador terrestre.

– ¿Un aviador?

– Un hombre que pilotaba aviones. Ya sabes, aparatos para volar.

¿Aviones? ¿Un hombre que volaba? -Ona hizo un gesto de horror-. ¿En un planeta?

– Sí, aviones -explicó Sandra-. Aparatos con alas que aprovechaban el flujo de aire producido por un motor de hélice. El efecto Bernouilli…

– Ahh. Eso. Ya recuerdo. -Se estremeció-. Volar sobre el suelo expuesto a caerse. ¡Por Taawatu, debía ser muy valiente!

– Los aviadores lo eran entonces. Hoy en día es más seguro, creo. Muchos terrestres viajan por aire.

– ¡Los ajolotes están locos!

Ajolote, pensó Sandra con una sonrisa. Una palabra tex-mex. Así es como la gente del espacio había empezado a llamar a los terrestres que se negaban a abandonar la Tierra. Un ajolote era una especie de salamandra mejicana incapaz de adquirir pulmones. El ajolote permanecía toda su vida respirando por branquias, era un embrión que nunca se desarrollaría.

– Saint-Exupéry fue un pionero -le explicó Sandra a su hija-hermana-. Si viviera hoy, sería piloto espacial.

– Debió ser un personaje fascinador. ¿Qué decía en el libro sobre los, cómo se llaman, babosabs?

– «Baobabs». -Sandra frunció el ceño, recordando-. Decía: «Eran las semillas de baobabs. El suelo del planeta estaba infestado. Y si un baobab no se arranca a tiempo, ya no es posible desembarazarse de él. Lo perfora con sus raíces…» Había un dibujo del autor, un asteroide rodeado por las raíces de tres gruesos árboles, creciendo en tres direcciones distintas.

Observó de nuevo por la portilla. Allí se habían convertido en realidad las fantasías del piloto escritor.

O casi. Los árboles reales eran muy delgados en relación a su longitud; Saint-Exupéry había dibujado gruesos troncos, totalmente inútiles en la casi nula gravedad. ¿O había sido un efecto estético deliberado?

A fin de cuentas, no debía ser tan ignorante; aunque en su época aún no habían llegado a la Luna, sabían lo bastante sobre los asteroides.

En la Tierra, los verdaderos árboles asteroidales se habrían derrumbado como un manojo de espaguetis cocidos, aparte de que la savia no hubiera podido llegar al ápice. Allí crecían tan libres de peso como algas. Desde lejos, el asteroide semejaba una patata de la que brotasen tallos.

Las grandes hojas, del tamaño de una antena de radar, atrapaban eficientemente la débil luz solar, y producían enormes cúpulas esféricas repletas de aire, calor y luz. Sus nuevos hogares.

– Tengo que llamar ese libro del banco -decía Ona manipulando su microordenador-. ¿Antoine de Saint qué?


Las seis familias de colonos se reunieron en la cavidad central de la nave. Era la guardería, la sala de reuniones, y también la protección contra las tormentas solares: una gran cámara esférica de veinte metros de diámetro. Junto a la pared estaban los arneses de los que colgaban los más pequeños. Los niños mayores y los adolescentes se ocupaban de cuidarlos, mientras las familias se reunían en consejo.

Rodrigo y Khira, aún vestidos con las pesadas armaduras de vacío, ocupaban el centro de la esfera de cuerpos. Parecían dos obesos caballeros medievales rodeados de ninfas y faunos; los demás asistentes estaban desnudos, excepto Cleo, que llevaba un complicado vestido de seda iridiscente. Sandra la miró con disgusto. No podía soportar sus excentricidades y su aire de importancia; habían tenido sus roces y ahora procuraba evitarla todo lo posible. Cosa nada fácil en el espacio cerrado de la comunidad.

– Los hábitats se encuentran en perfecto estado -decía Khira, alegre-. Hemos entrado en una de las esferas. Media atmósfera de presión y veintisiete centígrados de temperatura, según los instrumentos. Atmósfera respirable.

– ¿Y la habéis respirado? -preguntó Cyon.

– ¡Por supuesto! -Rodrigo se hizo el ofendido-. Nuestras narices corroboraron las lecturas. Amigos, ¡ya tenemos alojamientos!

Sus compañeros vitorearon. Tod rodeó a Sandra con su brazo y la atrajo hacia sí. Por un momento recordó a Lucas y Karl, que habían elegido quedarse en la Tierra, un planeta en el que no habían nacido, y luchar por ella. Aquel recuerdo la emocionó más de lo que jamás hubiera imaginado.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Tod mirándola a los ojos.

Ella le besó y colocó su mano sobre el abultado vientre del hombre. En el peritoneo artificialmente modificado seguía creciendo el hijo de ambos. Pronto sería trasplantado por medios quirúrgicos al útero de Sandra, donde transcurrirían los últimos tres meses de desarrollo.

Sandra se sintió radiante de alegría. Ona había sido únicamente suya, pero el niño era de ambos.

¡Y nacería en su nuevo hogar!

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