19

Susana no podía conciliar el sueño. Después de los últimos acontecimientos, se sentía vivir en un anticlímax.

Casi todos dormían; en el puente habría alguien de guardia, y en la bodega trabajaban un grupo de militares.

El tanque de los delfines tenía las luces apagadas; únicamente lo alumbraba una fila de focos bajo el agua, proyectando siniestros reflejos contra las paredes.

Sentada a solas junto al agua, con una manta sobre los hombros, intentaba quitarse el frío que la calaba hasta los huesos, un frío que sólo existía en su cerebro. Tomó un par de pildoras, esperando que eso despejara su mente de una vez, que ahuyentara la neblina que parecía haberse condensado frente a sus ojos.

Semi nadó hacia ella en silencio. El delfín hembra presentía su estado de ánimo, e intentaba consolarla. Susana acarició su lomo tibio, distraídamente, con el dorso de su mano.

Algo llamó la atención de sus hiperactivos sentidos. Un reflejo. Se puso en pie, y se acercó a un objeto que colgaba junto a la puerta. Era un sable japonés, una katana. Debía de pertenecer a Lenov; Susana había oído que el ruso practicaba las artes marciales en su tiempo libre, y que era bastante bueno.

Recorrió con el dedo el calado decorativo de la guarda; la desenvainó.

Imitaba escrupulosamente la artesanía de los antiguos forjadores. Quitó dos pasadores y sacó la empuñadura, la guarda, y la pieza protectora de la base de la hoja. Levantó la guarda y la miró al trasluz. Uno de los agujeros permitía extraer el cuchillito que iba fijo a la vaina. Los otros representaban el Sol, la Luna creciente, la Osa Mayor…

Y un cometa de ondulante cola.

Todos los pueblos de la Tierra habían considerado a los cometas como mensajeros de la catástrofes. Y aquel había anunciado el peor desastre que se abatiera jamás sobre la Humanidad.

Pero ¿qué era con exactitud aquella bola de hielo?

La niebla empezaba a despejar. Sus sentidos eran ahora casi tan perfectos como los de un delfín, y su mente trabajaba casi tan rápido como el cuerpo de un delfín bajo las olas. Las ideas eran pececitos que intentaban huir de ella. Pero era rápida, muy rápida…


El mundo que surgió del frío, pensó. Uno más entre la miríada de cuerpos que forman la Nube de Oort. Allí habían estado desde la formación de nuestro sistema planetario, reliquias de la nebulosa solar primitiva, verdaderos micromundos fósiles.

A temperaturas de unos pocos grados Kelvin, habían retenido pacientemente los elementos componentes de la nebulosa. Hielo de agua, de metano, de amoníaco, ácido cianhídrico; silicatos de aluminio, hierro, magnesio, calcio, sodio, potasio…


A pesar de la tenue luz, Susana leyó el nombre de Lenov en caracteres kanji grabados en la hoja. Volvió a montar el sable, con cuidado de no tocar el filo con los dedos.


Allí hubiera seguido, de no ser por algo, o alguien, que disminuyó su velocidad lo suficiente como para que el lejano sol lo estrechara con sus manos gravitatorias. Cayó durante un millón de años, en una órbita elíptica.


Envainó el arma.


Recuerda las palabras de Markus… Una guerra entre los Señores de las Tinieblas, habitantes de la Nube de Oort, y los Señores de la Luz. La raza humana fue engendrada en el trascurso de esa guerra… ¿Solamente fantasías?

Imaginemos por un momento que todo esto es real, la pregunta sigue siendo: ¿por qué? ¿Por qué nos odian de esa forma?


Como una planta que germinara en el hielo, una forma empezó a dibujarse en la superficie del cometa. Emergía con lentitud, como si la empujaran desde abajo.

Su exoesqueleto era traslúcido, con un brillo ceroso. Un manojo de órganos sensitivos se amontonaba en el centro de su cráneo bulboso y asimétrico, al extremo de un tórax tubular. Tenía patas articuladas y dos gruesos sacos a ambos lados de su abdomen, rematado en un gran par de cercos en forma de horquilla.

A su alrededor, en un radio de cientos de metros, emergía una multitud de criaturas semejantes.


– ¿Qué haces? -preguntó Lenov impaciente.

– No… bueno, no quiero que nos sorprendan.

Benazir peleaba con el cierre de la puerta corredera. Era demasiado débil y carecía de llave. La mujer intentaba improvisar un cerrojo con ayuda de un alambre.

– Los muchachos no van a entrar. Además, ya saben que estamos aquí, así que…

Eso era cierto. Harris y Kiyoko los habían visto pasar hacia el camarote, y sus risitas de complicidad no dejaban lugar a dudas.

– Nada más llegar, Susana sorprendió a Shikibu y Kenji -dijo la mujer.

Lenov soltó una risita.

– No me digas.

– Es una joven muy patosa, ¿verdad?

– Es lo que mi amigo García llamaba un cardo borriquero. Aunque me da pena, parece una persona muy solitaria.

– Sin embargo… ¡Uf! no puedo.

Lenov se incorporó, desnudo, y se acercó a la puerta.

– A ver, déjame.

– Ha llegado el macho -dijo Benazir con sarcasmo.

– Perdona, pero…

– Bueno, bueno. Inténtalo tú.

Lenov tomó el extremo del alambre y lo dobló sin dificultad entre los dos pomos. Las dos hojas de la puerta corredera quedaron trabadas entre sí.

– Ya está.

– Pasas mucho tiempo con esa chica -dijo Benazir apretándose insinuante contra el cuerpo del ruso.

Lenov suspiró. Su corazón latía con furia y un par de gatos se peleaban en su estómago. Si no lograba tranquilizarse, aquello iba a ser un desastre.

– Sólo asuntos profesionales, palabra de honor. -Alzó la mano en un informal juramento-. La mayor parte del tiempo está nadando con Semi y Tik-Tik.

Benazir se quitó el mono de faena y lo dejó caer. Se volvió hacia Lenov. Éste la atrajo hacia sí, con un lánguido movimiento. Ella se detuvo cerca de él, apoyando sus manos en los pectorales del hombre.

Admiró durante un instante el cuerpo de Lenov. Parecía un fuerte y nudoso roble; y era joven. Joven y tenso… Sintió la excitación ascender por su vientre. Lenov besó el esbelto cuello de la mujer.


Las criaturas estaban dobladas sobre sí mismas, en una posición que en un animal terrestre se definiría como fetal. Lentamente empezaron a desplegar sus cuerpos; la costra de nieve adherida se desprendía de sus flancos. Muy despacio se irguieron, estirando sus miembros y haciendo funcionar sus articulaciones al unísono, como obedeciendo a una misma señal.

Por primera vez en su breve vida, sus ojos captaron la luz y transmitieron la información a sus pequeños cerebros. Aquellos diminutos órganos no contenían mucha información, y ésta se resumía en una breve lista de prioridades. Como un único ser, las criaturas orientaron sus racimos de ojos hacia la gran nave que llenaba el cielo del cometa.

De toda la parte accesible de la nave, la bodega era el lugar menos visitado, después de la cabina de los delfines. Allí se almacenaba todo el material de disponibilidad inmediata, lo que era preferible a hacer viajes y más viajes a los contenedores del hangar.

La larga cámara cilindrica estaba dividida en secciones por mamparos transversales, que se convertían en pisos cuando la nave aceleraba. No estaba sometida a rotación y en ella reinaba la ingravidez. La teoría era que manipular cargas sería más fácil sin peso.

El genio que pensó esto, reflexionó ácidamente la sargento Ono Katsui, no tuvo en cuenta a los bípedos cuya musculatura estaba adaptada a un planeta de alta gravedad. En la ingravidez no se necesitaba tanta fuerza, cierto, pero sí una cantidad de operaciones increíblemente complicada.

Se ata al bulto que pretendes mover un sinfín de polipastos, cuerdas y tornos de mano; si lograbas no hacerte un lío, entonces te apoyabas y tirabas hasta que lo hacías moverse… y entonces habías de frenarlo para impedir que atravesase la pared opuesta. Una gran caja de varios cientos de kilos podía ser peligrosa por su inercia, aun moviéndose lentamente.

Luego venía la parte realmente difícil. Había que repetir toda la operación para trasladar el bulto a lo largo de la bodega, cosa nada fácil, ya que los mamparos que la dividían en secciones estaban comunicados por escotillas circulares que nunca eran lo bastante anchas. Y, para acabarlo de arreglar, había que evitar que el maldito bulto se desviase y chocase contra los otros, embalados e instalados contra la pared curvada.

– Atención a ese que viene -anunció Ono a su equipo.

Se desarrollaba un espectáculo poco habitual: un gran cajón cuadrado se acercaba flotando hacia la escotilla. Y sobre él, George Martínez montado a caballo, atado por la cintura y con una gran pértiga entre las manos. Jerry Williams no pudo contener la risa.

– Pareces un caballero andante lanza en ristre.

– O un balsero llevando una almadía -añadió Diana Sanders.

– Y con cinturón de seguridad -dijo la cabo Oji Toragawa.

– Dejaos de guasas -dijo Ono-. Ojo ahí…

El cajón se acercaba peligrosamente a la pared. George lo advirtió y, cuando estuvo a poca distancia, empujó firmemente con la pértiga, corrigiendo la trayectoria de su montura.

Desgraciadamente, el cajón empezó a girar sobre su eje.

Ed Johnston y Shimada Osato, firmemente asentados a ambos lados de la escotilla, emplearon sus pértigas para enderezar la trayectoria y suprimir el giro.

– Cuidado con la cabeza, George -avisó Diana cuando el estrafalario jinete atravesaba la escotilla. Martínez agachó el susodicho apéndice.

– Y aún nos queda el faenón de bajarla hasta la cubierta -dijo la cabo Oji Toragawa.

– ¿Quedan muchas cajas? -preguntó Williams.

– No, tan sólo seis.

– Mierda.

– Eh, sargento, ¿nos tomamos un descanso? -dijo Johnston. Ono dudó.

– Bueno; sólo quince minutos. El teniente quiere todo esto en cubierta antes de las ocho.


Los extraños cuerpos de las criaturas se flexionaron hasta que sus cabezas quedaron entre la horquilla que remataba el abdomen. Sus músculos y tendones, fuertes como el acero, empezaron a acumular tensión. En un momento dado, ésta se liberó de golpe. Como muñecos de resorte, saltaron a la vez y despegaron de la blanca superficie de la que habían nacido, cruzando el vacío que separaba al cometa de la Hoshikaze.

Las criaturas se liberaron de sus apéndices en forma de horquilla, junto con sus largos filamentos musculares; habían cumplido su misión y ya eran innecesarios, su energía invertida en el salto.

Las criaturas se dirigían lentamente hacia la nave, con ocasionales correcciones de rumbo, gracias a las bolsas de gas que abultaban sus cuerpos.

Susana decidió nadar un poco, estaba segura de que eso la ayudaría a despejar su mente. Desde lo alto de la pasarela, se lanzó ejecutando el salto del ángel. Recta como una flecha, caía lentamente, muy lentamente, como en un sueño, por efecto de la escasa pseudogravedad.

Su cuerpo atravesó la superficie del agua, que se alzó en un lento chapoteo.

Ninguna piscina de la Tierra podía compararse con el tanque de los delfines. La gran esfera tenía ahora un cilindro de aire a lo largo de su eje, por efecto de la rotación. Susana no lo había visto nunca así, ya que durante el viaje estuvo siempre bajo aceleración, y el espacio de aire era un casquete en la parte superior. El espectáculo la fascinaba. Además, la rotación creaba una pseudogravedad muy inferior a la de la Tierra, cosa que antes, bajo aceleración, no sucedía.

Nadó hacia Semi con lentas brazadas de espalda. Los tubos de luz, agrupados en un extremo del eje, la bañaban con una cálida luz blanca.

Flotando de espaldas, Susana admiró la superficie de agua que se curvaba sobre su cabeza, abrazando aquel cilindro de aire, mantenida en su lugar por la fuerza centrífuga. Le hacía sentirse tan segura como en el útero materno. Las olas la recorrían con una elegante lentitud.

Se preguntó si Lenov habría llevado allí a Benazir en alguna ocasión; era un lugar perfecto. Cómodo, a resguardo de visitantes inoportunos, se podía tomar un tonificante baño antes de y después de (y durante, por qué no).

Toda la nave sabía de la relación entre Lenov y Benazir; y ella se repetía una y otra vez que aquello no era asunto suyo, que no le importaba en absoluto. Pero no era cierto.

Intentó imaginar cómo sería el contacto íntimo con otro cuerpo humano… piel, pelos, saliva… Un trozo de cálida carne abriéndose paso hacia su interior…

Sus pezones se endurecieron, no por el frío del agua.

A veces le gustaba pensar en esas cosas; otras se avergonzaba de ellas.

En cualquier caso, se dijo, pensar nunca es malo.

La sonriente cabeza de Semi apareció en el cilindro de aire.

Saludó a Susana elevándose sobre el agua, nadando hacia atrás con alegría.

Susana dejó pasar el suave lomo gris junto a ella, apenas rozándola, y se sujetó con ambas manos a la aleta dorsal del cetáceo. Comprendiendo rápidamente de qué iba el juego, el inteligente animal aceleró, remolcando a la etóloga tras él.

El agua fría refrescó su rostro y su mente.


Las criaturas habían recorrido la mayor parte de aquel salto de kilómetros. Muchas no lo lograron: agotaron sus bolsas de gas sin poder corregir lo suficiente su trayectoria, de modo que iniciarían una vasta órbita en torno al Sol.

Pero muchas otras lo consiguieron. Tan pronto como se acercaban a la rugosa superficie del casco, se aferraban a ella con una especie de almohadilla adherente situada en la base de su abdomen.

La nube de criaturas empezó a reunirse en pequeños grupos, como moléculas de agua condensándose en niebla, que a su vez se reunían en otros mayores. Comenzaron a recorrer la vasta superficie como orugas geómetras, fijándose alternativamente con la almohadilla del abdomen y las patas anteriores.


El padre Álvaro despertó empapado de sudor, con las suaves ropas de su litera completamente revueltas. Su corazón palpitaba desbocado como si quisiera abandonar su pecho.

De nuevo aquella pesadilla…

Vagaba por el desierto de sal, tambaleante como un resucitado, bajo un implacable sol que lo enturbiaba todo. Estaba enfermo de radiación, y no podía contener su vientre. Mientras caminaba, defecaba inmundicias sanguinolentas que resbalaban por las perneras de sus pantalones de franciscano, y se amontonaban en sus pies.

Unas débiles vocecillas infantiles le hicieron volverse. Pero no vio a nadie. Las vocecillas seguían llamándole: hermano, hermano… Necesitaban su ayuda, pero ¿dónde estaban? Llevaba horas buscándolos.

Se acuclilló, las voces parecían provenir del suelo, junto a sus pies…

Observó las heces, algo se movía en ellas. Acercó aún más su rostro. De cerca no parecían excrementos, en absoluto. No, era sangre, y algo más… una envoltura traslúcida. Reprimiendo su repugnancia apartó aquella membrana con dos dedos… En su interior, un feto de unos dos meses se retorcía como un gusano agonizante… Sin embargo, su rostro estaba perfectamente formado, y el franciscano reconoció sus propios rasgos en él. El rostro le miró y dijo: hermano, ayúdame…

El padre Álvaro sacudió la cabeza intentando alejar aquel horror de su mente. Se lavó la cara en el pequeño lavabo de su camarote. Observó su rostro empapado en el espejo, y éste le devolvió la mirada como la criatura de su sueño.

– Sólo somos podredumbre… -musitó-, podredumbre.

Grupos de criaturas vagaban al azar sobre la superficie de la nave, en busca de alguna abertura. Algunas se perdieron en el espejo del reactor de fusión, pero desde allí era prácticamente imposible entrar. Otras vagaron incesantemente en torno al ecuador, sin darse cuenta de que caminaban en círculos.

Finalmente, algunas encontraron un punto. Era una abertura sellada por una especie de diafragma musculoso, que servía para lo que podría llamarse excreción: expulsar sustancias de desecho.

Respondiendo a su programación genética, el grupo se dispersó en busca de otros, dejando a su paso un imperceptible rastro químico sobre el casco de la Hoshikaze.


Tik-Tik se aburría en la cabina de pilotaje; aquel entorno no cambiante no ofrecía muchos estímulos a su cerebro mamífero. La Adiestradora no estaba con él, y su único lazo con los humanos era la Máquina-Que-Piensa. Era una comunicación imperfecta y tosca, y generalmente era para recibir órdenes o informar.

Lenov, el otro humano con el que se comunicaba, era casi igual de ineficiente, pero el delfín sentía un profundo afecto por el ruso y no hacía falta mucho más. Susana era distinta. Era el único respirador de aire que podía comprenderles. A veces casi parecía un nadador.

El lazo con el mundo exterior era la Nave. Su conexión neural le proporcionaba una inigualable visión del cosmos, algo que jamás había sentido en el océano. El pequeño mundo de hielo próximo a ellos había sufrido cambios fascinantes cuando se había fragmentado, y visitar su interior había sido una gran aventura, que no se cansaría de contar a Semi una y otra vez.


Las criaturas se infiltraron en la nave. Aquella parte, que comprendía los tanques de combustible y el reactor de fusión, únicamente accesible para los especialistas como Kenji. No hallaron ningún obstáculo en su avance, aunque algunas se extraviaron en el laberinto de tanques y tubos.


El fin llegó primero para la cabo Oji Toragawa.

Estaba tratando de localizar un determinado cajón que contenía, según la lista, productos de limpieza. La bodega era un lugar oscuro y silencioso, y los tubos de luz apenas disipaban las sombras del recinto, lleno de estanterías atiborradas, puntos de anclaje, bidones, tanques, cajas y más cajas.

Estaba pensando en que no sería demasiado consumo una docena más de tubos fluorescentes, cuando los vio.

Al principio, la escena era tan extraña que no pudo aceptar lo que veía. Quedó unos instantes paralizada de estupor.

Parecían un montón de bolsas de plástico transparente, que de pronto hubiesen empezado a andar solas. Luego pensó que aquellas cosas traslúcidas eran…


El grito retumbó en la bodega, reverberando en las paredes. -¿Qué ha sido eso?-exclamó Diana. -No sé…

Se oyó una sorda explosión.

– ¡Ha sido Oji! -Jerry Williams reconocía su voz.

– ¡Rápido, ha debido pasarle algo!

Los seis se precipitaron alarmados hacia el fondo de la bodega. Ono maldijo aquella distancia. Recorrer una sección, atravesar la escotilla, recorrer la siguiente, escotilla, la siguiente sección, escotilla, sección.

Fueron las criaturas quienes les encontraron primero.

Ed Johnston recordó un termitero destripado. Las cosas eran traslúcidas, con forma de salchicha, con patas que se retorcían. Había docenas de ellas. El cuerpo de Oji flotaba entre sus horribles cuerpos, girando lentamente como un ahorcado colgando de la cuerda. La envolvía un halo de gotas rojizas. Sus brazos y piernas se doblaban de tal forma que supo que estaba muerta.

Hubo una docena de siseos y unos objetos cruzaron el aire. Sonó una pequeña explosión, y el cuerpo de Shimada Osato fue repentinamente empujado hacia atrás, mientras gritaba:

– ¡Me han alcanzado! Es algo… -Se convulsionó y quedó inerte, rodando por efecto de su inercia.

– ¡Shimada!

Ed Johnston se precipitó hacia ella. Tenía un feo boquete en el pecho. Hubo otro coro de siseos.

– ¡Nos disparan! -gritó Jerry Williams.

– ¡Corred, salgamos de aquí! -aulló la sargento Ono Katsui.

– Pero Shimada…

– ¡No hay nada que hacer por ella!

Los cinco se impulsaron hacia la salida. Diana notó un fuerte golpe en su espalda. No es nada, debo salir, a la cubierta, allí… se impulsó con los brazos, en la forma en que normalmente se hacía en la ingravidez. Un extraño cansancio la acometía… ¡maldición, cómo le dolía la espalda!., de prisa, empujar, lanzarse… se golpeó la cabeza y dio varias vueltas, aturdida… Jerry giraba ante ella, con un agujero en el abdomen, sangrando y gritando… debía… fue lo último que pensó en su vida.

Las criaturas habían encontrado el camino por un ingenioso procedimiento. Cada vez que divisaban una bifurcación, tomaban uno de los corredores. Si hallaban un callejón sin salida, retrocedían hasta la bifurcación anterior y escogían la otra rama, a menos que ya hubiese sido visitada. Si se agotaban las ramas de una bifurcación, retrocedían a la anterior.

Un experto en informática lo hubiera reconocido. Era un perfecto ejemplo de exploración en profundidad de un árbol, un método muy usado en programas de inteligencia artificial.


Susana escuchó un ruido extraño… parecían voces y… ¿disparos?

– ¿Qué pasa? -silbó el delfín hembra. Parecía mortalmente asustada y Susana no tenía ni idea de cómo tranquilizarla. En realidad no sabía cómo tranquilizarse ella misma.

Ascendió hacia la escotilla de entrada, en el eje de rotación del tanque. Se asomó.

Ante sus horrorizados ojos, apareció la criatura más espantosa que jamás podría haber imaginado. Parecía un extraño crustáceo-gusano albino, como un morador de las profundidades abisales.

En un destello, recordó el lóbrego agujero del cometa y comprendió de dónde había salido. Cerró la escotilla, la bloqueó, y bajó a todo correr. La baja pseudogravedad tiró de ella lentamente. Tras ella sonó una explosión que lastimó sus oídos.

Su reacción fue instintiva: llegó al borde de la pasarela y saltó al agua. Se sumergió con un gran chapoteo. Cuando emergió, vio que el ser había descendido desde la escotilla reventada hacia la plataforma anular.

Avanzaba con lentitud, arrastrándose con dos pares de ridiculas patitas situadas en la parte inferior de su cuerpo. Parecía tener dificultades para moverse, quizás estaba herido.

El engendro trepó por la pasarela, hacia el eje de rotación del tanque… comprendió que no soportaba bien la gravedad, se movía con más vivacidad conforme se acercaba al centro de la pasarela.

Con horror, Susana vio cómo la criatura se erguía en el centro mismo, y apuntaba hacia ella el extraño brazo que colgaba de su pecho. Nadó frenéticamente hacia el otro extremo del tanque; sabía que no lograría llegar. La criatura disparó.

El teniente recibió la llamada de Joe Michaelson en el hangar, a través de su intercom portátil.

– ¿Qué ocurre, Joe?

– No lo sé, mi teniente; se han oído explosiones en la bodega. El sargento Fernández ha ido con Mike, a ver qué pasa.

– Voy para allá. Llama al puente e informa al comandante.


Okedo frunció el ceño.

– Manténganse en línea, Michaelson, e informe cuando sepa algo concreto.

Sintió una vaga desazón. Para un astronauta, como para un marino, su nave es más que su propia piel; de su integridad depende su supervivencia.

A ello había de unirse la inquietud que sentía hacia una nave que no podía controlar directamente. Ahora sus temores habían cobrado fuerza.

Yuriko y Kenji lo miraban, y leyó en ellos su misma inquietud.

– ¿Dónde está Shikibu? -Trató de mantener un aire de frialdad y autodominio. No podía consentir que sus subordinados le vieran vacilar.

– En el hangar con el teniente, inspeccionando las fijaciones de…

– Bien. Dejemos que permanezca con él. Si ha ocurrido un accidente en la bodega, la carga es de su competencia.

Se preguntó qué otra orden podía dar.

– ¿Qué te pasa ahora? -preguntó Benazir. -Ssshh… -Lenov puso una mano suavemente sobre sus labios-. ¿No oyes?

Benazir se incorporó y escuchó en la penumbra. El cuerpo de Lenov yacía junto a ella. Sus ojos brillaban como dos pequeñas esferas de cristal. Lenov encendió las luces y se dirigió hacia el interfono.

Pulsó varias veces el interruptor del aparato, sin obtener respuesta.

Oyó un distante ¡blam!

– Vania, ¿qué ha sido eso?

El ruso agitó la cabeza desconcertado.

– Parece una explosión…

Benazir se acercó a la puerta plegable, y pegó su oído contra ella.

– Se oyen voces -dijo.

Benazir intentó abrir la puerta. Pero ésta permaneció firmemente cerrada por el improvisado cerrojo de Lenov.

– Mierda -musitó la mujer mientras intentaba desenredar el alambre.


En la ingravidez no se puede correr; en este caso es mejor volar impulsándose en las paredes. Pero esto no era posible en el inmenso espacio vacío del hangar, so pena de quedar flotando desmañadamente.

Shimizu caminaba a grandes zancadas sobre sandalias adherentes, con Liz Thorn, Jenny Brown y Ozu Shikibu pisándole los talones. Mientras corría, trataba de comunicarse con Michaelson.

¡Mi teniente -dijo la voz de éste-, la nave está siendo invadida!

– ¿Cómo? Explícate mejor.

Son… -lo interrumpió la voz jadeante del sargento Fernández-. Teniente, la bodega está infestada de… bichos, no sé cómo decirlo… cuentan con un arma de… nos disparan, han matado a cuatro de los nuestros…

Shimizu sintió la sangre helarse en sus venas.

He bloqueado la escotilla a la bodega -explicó Fernández, un poco más calmado-.Johnston, Martínez y Katsui están a salvo. Los otros…

– ¡Háganse fuertes en la cubierta y resistan, ahora vamos! Puso la mano en la culata de su pistola. Era la única arma de que disponían los cuatro.


El padre Álvaro había abandonado su camarote, caminaba pegado a la pared del corredor, incapaz de decidir qué camino tomar. Había escuchado las explosiones, y había visto desfilar a aquellas criaturas semejantes a demonios frente a la puerta de su camarote.

Había despertado de una pesadilla horrible, sólo para verse metido en otra aún peor. Sabía que de ésta no podía escapar.


En el cubo de la cubierta, los guardias improvisaron una barricada ante la escotilla de la bodega, amontonando las cajas que habían estado transportando. Martínez, en cuyo rostro se notaba una mortal palidez, preguntó:

– ¿Resistirá?

Una explosión la hizo vibrar.

– Claro que sí, muchacho -trató de calmarlo el sargento-. ¿Y esas armas?

– Ahora las suben.


Okedo apenas podía creer lo que estaba oyendo.

– ¿Alienígenas invadiendo la nave?

Miró en torno suyo. Los instrumentos resplandecían con luces rojas, amarillas, verdes, blancas, azules. Todo parecía tan normal…

– Eso dicen.

Yuriko exclamó:

– ¡Mirad! -señalaba un monitor.

La pantalla mostraba una panorámica del hangar. A través de la escotilla que comunicaba con el tanque, emergía una pálida horda de horrores. Las criaturas se elevaron y volaron en el inmenso espacio…

El teniente trató de detenerse, luchando con la inercia de su cuerpo. Las cosas agusanadas se movían con una soltura increíble, como si dispusieran de sus propios métodos de impulsión.

– ¡Sargento -voceó Shimizu por el intercom-, no podemos llegar hasta ustedes, iremos al puente!

La sirena de alarma retumbó en el hangar.


Las criaturas, algunas con sus bolsas de gas casi intactas, flotaban tratando de orientarse. Algunas de ellas divisaron a los pequeños mamíferos que corrían por la pared cilindrica y enfilaron hacia ellos. Otras descubrieron la escotilla axial.


Los ojos de Lenov se dilataron por el terror. Aquello había sonado como una ráfaga de metralleta. Y era en la cubierta…

– ¡Benazir, apártate de la puerta! -gritó, mientras saltaba hacia ella.

La mujer, se volvió hacia él, aún forcejeando con el alambre.

– ¿Qué…?

La puerta estalló en astillas que, junto con el cuerpo de Benazir, saltaron hacia dentro del camarote.

Lenov, alcanzado por la onda expansiva, fue lanzado contra la pared. Se levantó aturdido. Estaba cubierto de diminutos restos de la puerta… y de manchas rojo oscuro. Con horror comprendió que era la sangre de Benazir.

El cuerpo de la mujer yacía hecho un ovillo.

– No, no. -Lenov sintió cómo su corazón se detenía-. Jesús, no, por favor, no.

Se acercó a la mujer y empezó a darle la vuelta. Algo había aparecido en el quicio destrozado.


El franciscano apretó su voluminoso cuerpo contra el mamparo, como si intentara fundirse con él.

Ahora la explosión había sonado cerca, muy cerca. Quizás al doblar el corredor. Allí estaba el camarote que ocupaba Benazir, creyó recordar. Y había escuchado el grito de un hombre que reconoció como a Lenov. Sintió deseos de correr en su ayuda, ¿pero qué podía hacer él, desarmado como iba? Quizá, quizá, podría intentar comunicarse con aquellos seres de pesadilla. Si eran inteligentes podría hacerse entender…

Unos pasos sonaron cada vez más cerca. Corrían exactamente en su dirección. Pronto estarían sobre él, y no había tiempo, no tenía tiempo de prepararse para…

Sintió una mano apoyándose en su pecho.

– ¡Padre Álvaro!

Abrió los ojos, y reconoció a Martínez y a Kiyoko Fujisama.

– Amigos míos-musitó sin poder contener su alegría.

– Rápido -dijo Martínez-. Venga con nosotros.


Shikibu gritó al teniente:

– ¡Por la crujía!

– ¿Qué?

– ¡Por la jaula del montacargas! -La joven habló entre sus dientes castañeteantes, señalándola-. Quizá no nos vean…

– ¡Buena idea!

Los barrotes de la jaula eran lo bastante amplios como para que sus cuerpos pudieran entrar en ella. Los cuatro se introdujeron… justo a tiempo. Un proyectil silbaba en el aire y se estrelló contra la estructura, estallando.

Se precipitaron hacia proa, impulsándose en los barrotes. Shikibu, astronauta veterana, marchaba en cabeza. Shimizu no se lo iba a reprochar. Volvió la cabeza, para comprobar que Liz y Jenny lo seguían.


Susana podría haber muerto en aquel mismo instante. El monstruo les había lanzado una especie de diminuto misil que culebreó en el aire, variando su trayectoria, dirigiéndose finalmente en línea recta hacia ella. Susana fue incapaz de reaccionar.

Pero Semi la empujó, apartándola de la trayectoria. El diminuto misil giró casi en ángulo recto, evitando el choque contra la superficie del agua, y enfiló hacia ellas.

¡Toma aire! -gritó Semi, y casi al instante se sumergió.

Susana aspiró profundamente, giró sobre su cintura y elevó las piernas, sumergiéndose.

Una sorda explosión sonó tras ella, sacudiendo su cuerpo como un pelele. Susana giró sobre sí misma, empujada por la onda, envuelta por un torbellino de burbujas que resbalaban por su cuerpo, cosquilleándola como hormigas frenéticas, su cabeza parecía haber estallado a la vez que el misil. Tragó una bocanada de agua que la hizo toser. El aire había escapado de sus pulmones, necesitaba tomar aliento, ya no sabía dónde estaba arriba y abajo. Nadó desesperadamente hacia la parte más luminosa del tanque.


La criatura medía dos metros. Su cuerpo era traslúcido, de un repugnante color amarillento ceroso. En él, Lenov vio palpitar un confuso manojo de órganos internos. La cabeza era una excrecencia informe surgiendo de un gordo gusano. No tenía boca, pero en el interior de aquel cráneo semitransparente algo se retorcía frenético. Un puñado de malévolos ojos rosados ocupaban su centro y se clavaban en él. Se erguía sobre un par de raquíticas patas. Un segundo par mayor se extendía un poco más arriba.

Un quinto miembro multiarticulado surgía de su tórax. Acababa en un cono truncado abierto por la parte más ancha, la que apuntaba hacia Lenov. En su interior se movían pequeños cilindros ahusados de color rojizo, como si tuvieran vida propia, y comprendió que aquello era un arma.

El arma que aquella cosa había disparado contra Benazir…

La ira le nubló la vista y la mente. Apretando los dientes se dispuso a saltar hacia aquel endriago, a atacarlo con sus manos desnudas.

La criatura extendió su miembro central.


Para Shimizu y las tres mujeres, el universo se redujo a impulsarse con las piernas, agarrarse al travesano más próximo, impulsarse de nuevo…

La carrera hacia proa se estaba convirtiendo en un infierno.

Los proyectiles de los monstruos se estrellaban una y otra vez contra los barrotes de la jaula del montacargas; su sistema de guía, al parecer, podía ser engañado por aquellos pequeños obstáculos. Pero cada vez caían más cerca.


De no tener experiencia en el mando, Okedo se hubiera retorcido las manos con ansiedad. Su nave (en aquel momento, no podía olvidar el posesivo), su nave, estaba invadida por criaturas de pesadilla.

Y no podía hacer nada. El hangar hormigueaba de aquellas cosas, habría entre cuarenta y cincuenta. Aparentemente, vagaban perdidas, desorientadas. Pero algunas habían localizado al teniente y sus hombres, que se apresuraban hacia proa, en una carrera mortal.

– Las criaturas no están coordinadas -murmuró-. Si fuese así…

– ¿Perdón, mi comandante?

– Nada, Kenji. ¿Nos contestan desde la cubierta?

– No, mi comandante.

Por el momento, estaban seguros en el puente, ninguna de aquellas cosas había encontrado el camino. Pero no se hacía ilusiones. Yuriko revisaba nerviosamente un revólver: la única arma de que disponían.

Desde lo alto de la nave, Okedo contempló impotente el hangar y se preguntó si, al mirar a los humanos, los dioses se sentirían como él.


Antes de que Lenov pudiera hacer algo, la cabeza de la criatura quedó separada de su cuerpo.

Aturdido, la vio caer. No había sangre, únicamente aquellas criaturas semejantes a gusanos que había visto retorcerse en el interior, quedaron liberadas y se agitaron como peces fuera del agua, hasta detenerse.

Martínez y Kiyoko Fujisama aparecieron tras el cadáver de la criatura. Kiyoko llevaba una recortada de feo aspecto y Martínez blandía la katana que había decapitado al monstruo.

– ¿Hay más de esas cosas? -preguntó Kiyoko. Martínez envainó el sable y descolgó de su hombro un subfusil.

– No lo sé, pero vigila. Lenov, ¿estás bien? No podía disparar en un espacio tan pequeño…

Los ojos del ruso estaban cubiertos de lágrimas. Apretaba el inmóvil cuerpo de la astrónoma.

– Esa cosa disparó sobre Benazir -balbuceó-. Está malherida.

El padre Álvaro apareció tras Martínez, y corrió junto a Benazir y Lenov. Tomó la mano de la mujer entre las suyas.

Kiyoko se acercó y le pasó al sacerdote una cápsula tranquilizante para que se la inyectara a Benazir. El franciscano así lo hizo, y luego, con una sábana envolvió el cuerpo de la astrónoma; la oyó gemir y repetir muy débilmente unas palabras en árabe. El padre Álvaro no tenía en ese momento posibilidad de comprobar la gravedad de sus heridas.

– Tenemos que llevarla a la enfermería -apremió el sacerdote, volviéndose brevemente hacia los dos guardias.

– Sí -dijo Martínez-. El sargento está allí.

– Lenov -gritó preocupado Kiyoko-, reacciona. Necesitamos tu ayuda.

El ruso se volvió hacia ella, como si despertara de una pesadilla.

– Sí-musitó casi inaudiblemente-, vamos.

Levantaron el cuerpo de Benazir. Kiyoko y Martínez miraban a un lado y a otro trazando amplias curvas con sus armas. Se dirigieron hacia la enfermería.

– ¿Y Susana? -preguntó Martínez, sin dejar de vigilar-. ¿Has visto a Susana?

– No -musitó Lenov-, no. Benazir y yo estábamos… qué es lo que…

– La nave está llena de bichos -dijo Martínez, sin dejar de vigilar-. Están en la bodega, pero no pueden pasar. Mataron a cuatro o cinco, no lo sé.

Su voz era inexpresiva, más allá del dolor.

– Algunos entraron desde el hangar, y mataron a Harris y Masuto antes de que pudiéramos hacer nada. Pero nos los hemos cargado a todos. Éste que os atacó debía ser el último… Creo.

Lenov se iba sintiendo más sereno, quizá por efecto del sedante. En dos ocasiones tuvieron que saltar sobre los cuerpos de aquellas abominables criaturas.

Llegaron a la enfermería y Lenov colocó a Benazir en una camilla. Apartó con cuidado los cabellos, pegados por la sangre que manaba abundante de varios cortes en su cráneo.

Benazir abrió los ojos y dijo con voz débil:

– Yo tenía razón… tenía razón… Pero no he tenido suerte. No veré cómo acaba todo…

Con desesperación, Lenov alzó la vista hacia Fernández, que consultaba la pantalla del autodoc. Enfrentó la mirada de Lenov e hizo un gesto negativo. Las heridas eran demasiado graves.


Los pulmones de Susana estaban a punto de estallar cuando emergió. No podía oír nada, aparte del doloroso zumbido que le taladraba el cráneo. Se tocó los oídos y descubrió sangre en sus dedos. Giró en el agua buscando a Semi, sin verla. Se preguntó si la explosión la habría lastimado más que a ella.

Alzó la vista. El monstruo seguía en el centro de la pasarela y le apuntaba. Desesperadamente nadó hacia atrás. El extraño miembro de la criatura la seguía lentamente, sin perder su blanco.

Entonces vio a Semi.

Como un misil lanzado por un submarino, el delfín despegó del agua desde el extremo diametralmente opuesto del tanque, con toda la fuerza de su aleta caudal, volando limpiamente en una trayectoria ligeramente curva.

Era el salto más impresionante que Susana había visto realizar jamás a un delfín, ayudado por la débil pseudogravedad. Con admiración, Susana se dio cuenta de que Semi, al saltar, había tenido en cuenta la aceleración de Coriolis, que había curvado su trayectoria. ¡Toda una hazaña de física intuitiva!

Como un lento proyectil, chocó en el centro de la pasarela con el monstruo, que salió despedido por la fuerza del impacto.

Susana, jadeando, sintió renacer sus esperanzas. Semi siguió su trayectoria de regreso al agua.

Pero fue una esperanza fugaz. El monstruo giraba enloquecido… y poco a poco, recobró el control. Flotando en el eje del tanque, la apuntó de nuevo.

Semi se precipitaba hacia Susana como una flecha.


La cabeza de Shimizu chocó con los pies de Shikibu. Alzó la vista.

Un gran muro cuadrado se interponía ante ellos. Tardó unos segundos en reconocerlo. Era el piso del montacargas. Su camino estaba bloqueado… ¡No! ¡Shikibu estaba abriendo una especie de trampilla en el suelo! La joven se escurrió por ella.

Shimizu la siguió. Se hallaron en la fea y funcional cabina. Shikibu, frenética, empezaba a manipular otra trampilla en el techo. Pero se negaba a abrirse. Jadeando, el teniente miró a todos lados, esperando el definitivo proyectil, ahora, inmóviles…

Pero no llegaba.

– ¡Espera! -gritó el teniente.

– ¿Qu-qué?

– ¡No sigas adelante! No nos disparan.

La joven, aturdida, lo miró como si estuviera loco. Pero era cierto. Liz y Jenny también parecían desconcertadas.

Los cuatro escucharon en silencio. Nada. Ni un disparo.

– No son muy inteligentes -dijo Shimizu-. Si lo fueran, nos habrían atacado en grupo, pero no están coordinados. Ahora no nos ven, y no saben qué hacer.

Las palabras del teniente, dichas en voz baja, obraron como un bálsamo. Shimizu se acercó a la pared de la cabina. Las planchas no ajustaban bien y miró por una ranura.

Las cosas flotaban alrededor, pero ya no disparaban. Shimizu comprendió el porqué de su agilidad: volaban impulsadas por una especie de bolsas de gas que tenían a ambos lados de la espalda.

– Pero… Pero… -balbuceó Liz Thorn-. No pueden ser tan tontos.

– No tontos. Limitados -dijo Shimizu-. ¿No os dais cuenta? Son como… misiles rastreadores. No nos ven, luego no existimos para ellos.

– Eso quiere decir que… que… ¿estamos seguros? -dijo Liz Thorn.

– Mientras no nos movamos de aquí -dijo el teniente con firmeza. La principal virtud de un oficial es parecer muy seguro de lo que hace. Si además de parecerlo, lo está, es un buen oficial.

Y si tiene razón, no digamos…

Shikibu cerró la trampilla del piso. Cuatro personas agotadas, sucias de la grasa de las guías, se relajaban en la oscuridad, mientras las monstruosidades patrullaban fuera.

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