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Vista desde el aire, la isla parecía un puzzle a medio armar. Su costa era muy recortada, con entrantes y salientes. Recios acantilados se erguían, desafiando las olas; al socaire del viento y el mar, se extendían incitadoras playas de blanca arena. En el centro, se alzaba una escarpada montaña con un gran edificio en su cumbre.

Con ironía, Lucas le preguntó a Susana:

– ¿Te has fijado en la costa? El trazado es una fractal. Y la montaña está en el punto exacto para tener una buena vista desde el hotel… ¿Qué opinas de tanta artificiosidad? -Sí.

– Perdona, ¿cómo has dicho?

– Hace años vivía en una isla como esa, y…

Lucas esperó durante un largo rato a que Susana completara la frase; luego se encogió de hombros, al parecer la chica no tenía ganas de hablar.

Toda su atención parecía estar concentrada en la isla.

Efectivamente, era artificial. El sistema había sido desarrollado por los constructores japoneses: primero se levantaba una complicada estructura de alambre, sobre la que se depositaba por electrólisis el carbonato de calcio contenido en el agua del mar, hasta formar un verdadero arrecife artificial. Se entregaban con puertos, bahías, escolleras, rompeolas; incluso alcantarillado y emisarios submarinos. El Lloyd's de Londres cubría los seguros en caso de destrucción por las tormentas o huracanes.

Ahora, aquella isla, se había convertido en la sede local del Proyecto Arca. Reunía varias condiciones favorables; aparte de las viviendas e instalaciones prácticamente intactas, contaba con un pequeño reactor nuclear de fusión, todavía operativo.


En la aproximación final, Susana pudo distinguir más detalles: barracones prefabricados, sólidos y funcionales. Gente entrando y saliendo de los edificios. Y grandes tanques de hidrógeno y oxígeno, electrolizados del agua del mar gracias al reactor: combustible de cohete para naves espaciales.

Era fácil percibir que toda aquella gente no era de la Tierra, se movían con dificultad ante el tercio de peso extra. Marcianos, llegados a millares después del desastre, bajo la bandera del llamado Proyecto Arca, se habían hecho con el total control de la situación. La maltrecha población de la Tierra se hallaba demasiado aturdida para preguntarse por los verdaderos móviles de los colonos, y por qué estaban tan preocupados por salvar a los delfines.

La Tierra había sido atacada por no-se-sabe-quién; pero las colonias de Marte no resultaron afectadas por lo que cayó sobre la Tierra. Y cuando no parecía haber ninguna esperanza, aparecieron ellos, como ángeles salvadores llegados desde Marte.

Ángeles salvadores de personas… y delfines.

En su estrecho tanque, Buceador en la Pleamar se estaba poniendo nervioso. Susana, imaginando la sensación de claustrofobia que el delfín estaba sufriendo, silbó una frase para tranquilizarlo; pobrecillo, sólo iba a cambiar de celda.

Descendieron del aparato, y Susana vigiló que el delfín fuera manejado con cuidado.

Los responsables del Proyecto Arca habían construido lo que llamaban con sorna establos: habían cerrado varias caletas con redes antisubmarinas de acero, y allí instalaban a los delfines. No le agradaba la idea de encerrarlos como a bestias, pero comprendía que, hasta que no acabaran de comprender la situación, no era posible hacer otra cosa.

De alguna forma, ella también se sentía enjaulada.

Al principio le había parecido una gran idea eso de salvar a los delfines, pero con el tiempo se preocupó más y más. Le intrigaba para qué querían llevar a aquellas criaturas fuera de la Tierra, el único mundo del Sistema Solar con agua líquida.

Decidió que había llegado el momento de poner las cosas en su sitio.


– Te acompañaré, Susana -dijo Lucas, empujando dos bicicletas.

La isla carecía de medios de transporte terrestre, excepto algunas furgonetas de reparto y varios carritos de golf.

Susana y Lucas pedalearon por un camino de tierra batida, dirigiéndose al extremo más alejado de la isla, donde una nave espacial sobresalía sobre las copas de los árboles. Y, como siempre, Susana sentía una indefinible sensación de rareza.

Se detuvieron al borde del minúsculo astropuerto. Unas bajas casamatas protegidas con sacos terreros albergaban a los técnicos de lanzamiento; algo más alejado, un gran edificio (al principio un club de golf) servía para fines administrativos.

Dejaron las bicicletas y entraron en el vestíbulo. Lucas guió a Susana hasta una de las oficinas de la planta baja, cuya puerta abrió tras golpear levemente con los nudillos.


El hombrecillo, perdido en sus aparatosas vestiduras cardenalicias, levantó la vista de su terminal de ordenador, y arqueó un poco las cejas al ver a Susana. Se volvió hacia ella, lentamente, sonriéndole con amabilidad desde detrás de un atestado escritorio. Corto pelo canoso, peinado hacia atrás, lentes bifocales que albergaban unos ojos grises.

– Puedes retirarte, Lucas -dijo con una voz que era casi un susurro.

Esperó a que saliera y ofreció asiento a Susana.

– Estoy a cargo de la sección local del Proyecto Arca. Soy el cardenal Enrique Kramer de la Iglesia de Marte. Espero que esto no le haga despertar ideas preconcebidas, Susana.

Dijo esto con una sonrisa, como si fuera una broma repetida muchas veces. ¿De qué le sonaba ese nombre? Algo que había leído sobre… De pronto recordó.

Enrique Kramer, vaya Hombrecito. Heinrich Kramer y Jakob Sprenger, los dominicos del siglo XV autores del Malleus Maleficarum. El libro de cabecera de los cazadores de brujas. Seguro que hacen muchos chistes a sus espaldas.

Respiró con fuerza mientras intentaba relajarse. Aquel individuo de aspecto amigable no parecía un inquisidor, sino más bien un atribulado burócrata.

– ¿El gobierno de Marte ha colocado a un cardenal al frente de esta misión? -preguntó la chica.

Kramer sacudió la cabeza, aún no se había acostumbrado al título. Éste le había sido conferido poco antes de partir hacia la Tierra.

– ¿Le sorprende?

Susana se encogió de hombros de forma bastante poco cortés.

– Usted… es más joven de lo que creía. Ha sido una gran suerte para nosotros encontrarla. He leído todos sus libros sobre delfines.

– ¿Es una mentira piadosa?

El cardenal se limitó a sonreír.

– A medias. Los más técnicos se me escapan por completo. Los otros, los de divulgación, sí los conozco. Son más accesibles para nosotros, pobres profanos…

Ella se encogió nuevamente de hombros.

– Los escribió un programa procesador de estilo. Un negro electrónico, por así decir.

– ¿Siempre es tan franca?

– Siempre que puedo.

– Estupendo, yo también voy a ser franco con usted. La hice venir porque…

– Usted no me ha hecho venir. Llevo tres semanas trabajando para ustedes, y durante todo ese tiempo nadie se ha tomado la molestia de explicarme de qué iba todo esto. He intentado, inútilmente, una y otra vez, hablar con el tipo que estuviera al mando; hasta hoy, que he decidido no dar un paso más hasta aclarar cual es mi situación aquí.

– En ese caso su decisión ha sido providencial, porque yo también deseaba verla…

Enrique Kramer parecía fascinado por aquella mujer que se sentaba al borde de la silla, como si temiese quemarse las posaderas. Con sus deshilachados pantalones de lona, deteriorados por el agua salada, y la arrugada sahariana adornada con pins en forma de ballenas, delfines o tortugas marinas… era fácil olvidar que era una etóloga, una renombrada especialista en conducta animal, que había sido la primera en comunicarse con una especie no humana: los delfines.

Los exploradores del Proyecto la habían encontrado en un atolón, a unos cientos de kilómetros de allí. Su embarcación había naufragado durante la Tormenta de Positrones, pero había sobrevivido sin problemas: recolectaba cocos, cogía moluscos y cangrejos, pescaba con lanza… Como los polinesios, estaba acostumbrada a pasar más tiempo en el agua que en tierra.

Además, los delfines la ayudaban. Al pensar en ello, Kramer, que tenía su vena poética, no podía evitar un escalofrío; era una especie de Diana cazadora del océano. Y ella le devolvía la mirada con unos ojos que parecían hechos de dura obsidiana.

– Debe perdonarme -añadió Kramer-, pero mi trabajo me ha obligado a retrasar este encuentro. Tiene razón, debería de haber hablado con usted hace mucho.

Susana hizo un gesto con la mano cuyo significado quedó bien claro para el religioso: a ella no le interesaban nada sus excusas.

– ¿Para qué quieren a los delfines? -preguntó la etóloga.

– Queremos ayudarlos -dijo rápidamente Kramer-. Intentamos salvar cuantos sea posible. Seguro que Lucas ya se lo habrá explicado. Muy pronto todos los mares de la Tierra serán inhabitables…

Se levantó, pero ella permaneció sentada.

– Creo que ustedes me ocultan muchas cosas. ¿Han montado toda esta operación sólo para rescatar unos cientos de mamíferos marinos? ¿Puro altruismo? ¡No me haga reír!

Kramer recordó lo que se decía sobre el difícil carácter de aquella mujer.

– Los estamos salvando de una muerte segura.

– Salvarlos, ¿para qué? ¿Qué futuro les aguarda?

– Los necesitamos. No se trata de altruismo, los necesitamos.

– ¿Para qué?

El hombre hizo una pausa, meditando.

– Por favor, venga conmigo.

El cardenal la guió hasta un carrito de golf, aparcado al exterior. El carrito zumbó a lo largo del camino, llevando a Susana y a Kramer en dirección a la nave espacial.

Era la primera vez que Susana veía de cerca una de aquellas naves. Una lanzadera, enteramente similar a las muchas otras que despegaban y aterrizaban cada pocos días, llevándose delfines fuera del planeta.

– Lamento no haberle mostrado esto antes, doctora Sánchez -dijo el religioso, utilizando por primera vez su título-; pero la necesitábamos aquí abajo, para cap… rescatar a los delfines. Ahora requieren su presencia allá arriba.

Susana se sorprendió.

– ¿Quiere decir en Marte?

– Sí. Nuestra misión es muy amplia, muy compleja; usted es un elemento de gran importancia. Fue una suerte encontrarla. Usted descifró el lenguaje de los delfines y…

– Eso es una estupidez -dijo ella-. Sólo fui la última en una larga cadena de investigadores que me precedieron. Mi aportación fue mínima, comparada con los trabajos de Diana Reiss, de Kenneth Norris, o John Lilly.

– Es usted muy modesta.

– Es la verdad.

– Bien, en ese caso, ¿qué me diría de entrar en un campo en el que muy poca gente ha trabajado antes que usted?

– ¿Delfines?

– No.

– Entonces no me interesa.

– Usted ha hablado en sus libros de lo complicado que resulta interpretar el lenguaje de los delfines. Y sin embargo, ellos son prácticamente nuestros primos hermanos, respiran nuestro mismo aire y comparten nuestro mundo. ¿Qué me diría si le propusiera interpretar el lenguaje de una criatura con la que no tenemos absolutamente ningún punto en común?

A pesar suyo, Susana se sintió interesada.

Llegaron al pie de la lanzadera. Estaba preparada para el despegue, y la torre de lanzamiento ya la había colocado en posición.

– ¿Nota algo raro en ella? -preguntó el cardenal. Susana frunció el ceño.

Era el clásico vehículo espacial reutilizable: un fuselaje aerodinámico de cuerpo sustentador, con unas cortas y gruesas alas en delta y un timón. Despegaba en posición vertical, con un tanque cilindrico adosado a la panza, y aterrizaba en vuelo planeado.

Nada de especial; Susana conocía muchas variantes de este diseño básico.

Quizá fuese el material que la revestía, de un color rojizo con brillo casi metálico, como esmaltado; quizá fueran las curiosas portillas circulares de la proa. El caso era que no se parecía a ningún modelo que hubiese visto, en la holovisión o en alguna revista.

– ¿Quién las fabrica?

– Es una pregunta sencilla -meditó Kramer-, pero un tanto difícil de responder. Suba conmigo, por favor.

Kramer hizo un gesto de todo está bien a un técnico que se acercaba, y subieron a la torre de erección. Un montacargas les llevó hacia arriba. Kramer lo detuvo a mitad de altura.

– Examine el fuselaje de cerca.

Extrañada, Susana se acercó a la nave espacial. No veía nada especialmente raro; sólo la curva superficie del fuselaje, revestida de losetas refractarias en forma de rombo.

Notando la mirada del religioso en su nuca, Susana rozó una loseta con el dedo. Le llamó la atención lo firmemente adheridas que estaban al casco, como si formaran parte de él. Pero esto no era posible; debían reemplazar las que se perdían en cada reentrada.

Mirándolas con atención, observó que las losetas se superponían. Esto despertó en ella una imagen que la sobresaltó. ¡No podía ser!

Lo rechazó con incredulidad, pero no podía expulsar de su pensamiento el repentino terror helado que la invadía.

– Esta nave espacial tiene… ¡escamas!

Miró a Kramer a los ojos, parapetados tras las bifocales, y el religioso le dedicó una sonrisa de ratón.

– Cierto, cierto. La nave está cubierta de escamas, como las de un pez o un reptil. En respuesta a su pregunta, nadie la ha fabricado.

»Ha crecido sola.

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