CAPÍTULO 7

ABELOEC, MISTRAL, Y YO NOS PUSIMOS DE PIE BAJO UNA suave lluvia primaveral. Me llevó un momento el comprender que ahora había luz. No el colorido brillo que había producido la magia, sino una luz débil, pálida, como si hubiera una luna en algún lado cerca del techo de piedra de la caverna. Aunque ya no podía ver el techo. Estaba escondido por una bruma de mullidas nubes donde la piedra debía de haberse encontrado.

– Cielo -susurró alguien-. Hay un cielo sobre nosotros.

Me di la vuelta para mirar a los otros hombres que habían permanecido fuera del resplandeciente círculo que la magia de Abeloec había creado. Buscaba al que había hablado, pero en el instante que vi a los demás, dejé de preocuparme por eso. Ya no me preocupaba si llovía, o si había cielo, o alguna luna fantasmal. En lo único en que podía pensar era en que nos faltaba gente. Mucha gente.

Frost y Rhys eran sombras blancas en la penumbra, y Doyle una presencia más oscura a su lado.

– Doyle, ¿dónde están los demás?

Fue Rhys quien contestó.

– El jardín se los llevó.

– ¿Qué quieres decir? -Pregunté.

Di un paso hacia ellos, pero Mistral me contuvo.

– Hasta que averigüemos lo que ha ocurrido, no podemos ponerte en peligro, Princesa.

– Tiene razón -dijo Doyle.

Él caminó desnudo hacia nosotros, deslizándose con elegancia, pero había algo en el modo en que se movía que decía que la lucha no se había acabado. Se movía como si esperase que la misma tierra se abriera y atacara. Sólo de mirarlo me asusté. Algo horrible se cernía sobre nosotros.

– Quédate con Mistral y Abe. Frost ve con Merry. Rhys, conmigo.

Pensé que alguien iba a discutir con él, pero nadie lo hizo. Le obedecieron como lo habían hecho durante mil años. Notaba mi pulso como un golpe sordo en mi garganta, y no entendía lo que estaba pasando, pero de una cosa estuve segura en aquel momento: de que los hombres nunca me obedecerían como le obedecían a él. Y lo comprendí mientras él caminaba majestuosamente sobre esa tierra maltrecha, con Rhys como una pequeña y pálida sombra a su lado. ¿Por qué mi tía Andais nunca había hecho el amor con Doyle? Nunca le dio la oportunidad de llenar su vientre con un niño. Pero ella no compartía el poder, y Doyle era un hombre al que los demás hombres seguían. Tenía madera de rey. Yo lo sabía, pero de lo que no había estado segura hasta aquel momento era de si también los otros hombres lo sabían. Tal vez sus mentes no lo comprendieran, pero en sus huesos, en su interior, sabían lo que era él, o lo que podría llegar a ser.

Rhys y él se movieron hacia un lindero de altos árboles, cuyas ramas muertas se perfilaban en el lluvioso y nublado crepúsculo. Doyle alzaba la mirada hacia los árboles como si viera algo en las ramas vacías.

– ¿Qué es? -preguntó Mistral.

– No veo… -comenzó Abe; entonces oí cómo contenía el aliento.

– ¿Qué, qué es? -Pregunté.

– Aisling, creo… -susurró Frost.

Eché un vistazo hacia Frost. Yo recordaba que algunos hombres habían estado tocando los árboles. Adair, por ejemplo, se había subido a uno. Recordaba verlo entre las ramas cuando estaba en medio del sexo y la magia. Pero no recordaba haber visto a Aisling después de que la magia nos golpeara.

– Vi a Adair subir a un árbol, pero no recuerdo a Aisling -dije.

– Él desapareció una vez que entramos en el jardín -informó Frost.

– Creía que se había quedado en la habitación con Barinthus y los demás -le contesté.

– No, él no se quedó atrás -fue Mistral quien dijo esto.

– No puedo ver lo que Doyle está mirando.

– No desearías verlo- dijo Abe. -Sé que no.

– No me trates como si fuera una niña. ¿Qué ves? ¿Qué le ha pasado a Aisling? -Me aparté de Mistral. Pero Abe y él estaban todavía entre la franja de árboles y yo. -Moveos a un lado -les dije.

Ellos se miraron de reojo, pero no se movieron. No me obedecían como habían obedecido a Doyle.

– Soy la Princesa Meredith NicEssus, poseedora de la Mano de carne y sangre. ¿Sois guardias reales, o no lo sois? ¡No dejéis que el sexo entorpezca vuestras cabezas, muévanse señores!

– Haced lo que dice- dijo Frost.

Intercambiaron miradas, pero luego se separaron de forma que pudiera ver. A diferencia de Frost, Doyle no me habría ayudado, porque ahora ellos no me estaban obedeciendo. Obedecían a Frost. Pero eso era un problema a resolver otra noche. Esta noche, esta misma noche, yo quería ver lo que todos los demás habían visto ya.

Había una forma pálida colgando de la rama más alta del árbol más alto. Al principio pensé que Aisling estaba colgando de la rama asiéndola con sus manos, colgándose a propósito; luego me di cuenta de que sus manos estaban a sus costados. Colgaba de la rama, sí, pero sus manos no se aferraban a la rama. La lluvia comenzó a caer más fuerte.

– La rama… -susurré-. Ha perforado su pecho.

– Sí -dijo Mistral.

Tragué con tanta fuerza que me dolió. No había muchas cosas que pudieran matar a un noble de la Corte de las Hadas. Había historias de sidhe inmortales que se levantaban después de ser decapitados, todavía vivos. Pero no había ninguna historia sobre regresos a la vida después de que su corazón hubiera muerto.

Algunos guardias no habían querido que Aisling durmiera en la habitación con nosotros, creyendo que era demasiado peligroso. Contemplar su rostro hubiera significado caer total e instantáneamente enamorada de él, sin ninguna esperanza. Incluso diosas y algunos consortes habían caído bajo su poder, alguna que otra vez, según decían las viejas historias. Por eso, él había mantenido voluntariamente la mayor parte de sus ropas puestas, incluyendo el diáfano velo que llevaba puesto alrededor de su rostro. Sólo se le veían los ojos.

Aisling era un hombre tan hermoso que cualquiera que lo mirara, caería enamorado. Yo le había ordenado utilizar ese poder con uno de nuestros enemigos. Ella había tratado de matar a Galen, y casi había tenido éxito. Pero no había entendido qué le había pedido a él, o peor, a qué la había condenado a ella. Ella nos había dado toda la información, pero también se había cortado sus propios ojos para no caer bajo su poder.

Incluso había tenido miedo de quitarse su camisa delante de mí, por miedo a que yo fuera demasiado mortal para mirar su cuerpo, y eso sin mencionar su cara. Yo no había caído bajo su hechizo, pero al contemplar su forma pálida, sin vida, perdida ente el crepúsculo y la lluvia, lo recordé. Recordé su piel dorada, cubierta de oro como si alguien hubiera sacudido oro en polvo por todo su pálido y perfecto cuerpo. Él centelleaba bajo la luz, no sólo con magia, sino más bien del modo en que una joya atrapa la luz. Brillaba como la belleza que era. Ahora colgaba bajo la lluvia, muerto o moribundo. Y yo no tenía ni idea del por qué.

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