CAPÍTULO 22

TODOS SOBREVIVIERON, INCLUSO LOS POLICÍAS HUMANOS, aunque algunos de ellos se habían vuelto locos por lo que habían visto. Abeloec les dio de beber en el cáliz de cuerno, y cayeron en un sueño mágico, destinados a despertar sin el recuerdo de los horrores que habían visto. Veis, la magia no es siempre algo malo.

Los perros negros eran un milagro: Se transformaban dependiendo de quién los tocara. Ante el toque de Abe pasaron de ser grandes perros negros a convertirse en perros falderos ideales para reposar ante un fuego acogedor, de color blanco con manchas rojas, perros hadas. Ante el roce de Mistral se transformaron en enormes perros lobos irlandeses, no como los pálidos y esbeltos ejemplares de hoy en día, sino como los gigantescos animales que tanto habían sido temidos por los romanos por ser capaces de romper la espina dorsal de un caballo con su mordisco. Ante el toque de alguien más, uno se convirtió en un perro cubierto por el verde pelaje de los Cu Sith [6] que habían habitado la Corte de la Luz. ¿Qué pensaría su rey, Taranis, de su regreso? Seguro que intentaría adjudicarse el mérito de su regreso, reclamándolo como una prueba de su poder.

En medio del regreso de tantas cosas perdidas y ahora reencontradas, otras cosas mucho más preciadas me fueron devueltas. La voz de Galen gritando mi nombre me hizo darme la vuelta en los brazos de Doyle. Él avanzaba por un campo nevado y una estela de flores crecía por donde él caminaba, haciendo regresar la primavera. Todos los que habían desaparecido en los jardines muertos estaban con él. Nicca apareció con un semiduende alado. Amatheon estaba allí con el tatuaje de un arado de un resplandeciente rojo sangre grabado en su pecho. Vi a Hawthorne, con su pelo oscuro entremezclado con flores vivas. El pelo de Adair ardía a su alrededor como un halo de fuego, tan brillante que oscurecía su cara cuando él se movía. Aisling caminaba rodeado por una nube de pájaros cantores. Iba desnudo, excepto por un trozo de gasa negra que había colocado alrededor de su cara para taparla.

Onilwyn fue el único que no regresó. Pensé que el jardín se lo había quedado, hasta que oí a otra voz gritar mi nombre en la lejanía. Entonces oí el grito frenético de Onilwyn:

– ¡No, mi Señor, no!

– No puede ser -susurré, alzando la vista hacia Doyle, viendo el miedo que también cruzaba su cara.

– Es él -dijo Nicca.

Galen me abrazó como si yo fuera la última cosa sólida que hubiera en el mundo. Doyle se movió para poder abrazarme también.

– Es por mi culpa -susurró Galen-. No quería hacerlo.

Aisling habló, y la multitud de aves cantoras que le rodeaban se agitaron de alegría ante el sonido de su voz.

– Hemos reaparecido en el Vestíbulo de la Muerte.

– La gran magia no funciona aquí; por eso estamos indefensos y no podemos impedir que cese la tortura -dijo Rhys.

– Hemos surgido de las paredes y del suelo, y los árboles, las flores y el brillante mármol han llegado con nosotros -dijo Aisling. -El vestíbulo ha cambiado para siempre.

Galen comenzó a temblar, y yo lo sostuve tan fuerte como pude.

– Fui sepultado vivo -me dijo. -No podía respirar, no tenía qué respirar pero mi cuerpo seguía tratando de hacerlo. Surgí del suelo gritando.

Cayó de rodillas mientras yo luchaba por sostenerlo.

– La reina emparedó vivos a los miembros de la Casa de Nerys -dijo Amatheon. -Galen no se lo tomó muy bien después de pasar un tiempo bajo tierra.

Galen se estremeció como si tuviera un ataque, como si cada uno de sus músculos luchara contra sí mismo, como si estuviera helado, pero al mismo tiempo febril. Demasiado poder y demasiado miedo para soportarlo.

El brillo de Adair se había atenuado lo suficiente para que yo pudiera ver sus ojos.

– Galen sólo dijo… “Ningún preso, ninguna pared” y las paredes se desvanecieron, y las flores aparecieron en lo que antes eran las celdas. Él no entiende cuánto poder ha adquirido.

Otro grito nos llegó desde la distancia.

– ¡Prima!

– Galen ha liberado a Cel al decir “Ningún preso…” -dijo Doyle.

– Lo siento tanto -dijo Galen comenzando a llorar.

– Onilwyn y la misma reina, y unos cuantos más de sus guardias, están luchando ahora mismo para controlar a Cel -dijo Hawthorne-, o él ya estaría aquí tratando de herir a la princesa.

– Está completamente loco -dijo Aisling- y totalmente obsesionado con lastimarnos a todos nosotros. Pero sobre todo a ti, Princesa.

– La reina nos dijo que debemos regresar rápidamente a las Tierras de Occidente. Espera que él se tranquilice con el tiempo -informó Hawthorne. Incluso a la luz de las estrellas, él pareció dudoso.

– La reina ha confesado delante de los nobles que no puede garantizar tu seguridad -dijo Aisling.

– Deberíamos huir, si es que vamos a hacerlo -dijo Hawthorne.

Comprendí lo que él quería decir. Si Cel me atacaba ahora, aquí, en este momento, estaríamos en nuestro derecho de matarlo, si podíamos. Mis guardias habían jurado protegerme, y Cel no era ningún adversario para la fuerza y la magia que ahora obraba en mi poder. Al menos, él solo, no lo era.

– Si pensara que la reina permitiría que su muerte quedara impune, entonces diría, quedémonos y luchemos -dijo Doyle.

Uno de los grandes mastines negros le dio un cabezazo a Galen. Él trató de tocarlo, y casi automáticamente el perro cambió delante de mis propios ojos. Se transformó en un lustroso perro blanco con una de sus orejas de color rojo. Lamía las lágrimas en la cara de Galen, y él lo contemplaba maravillado, como si no hubiera visto un perro en su vida.

Luego nos llegó otra vez la voz de Cel, rota, casi irreconocible.

– ¡Merry!

Sus gritos cesaron abruptamente. El silencio fue casi más espantoso que sus gritos, y de repente mi corazón palpitó con más fuerza en mi pecho.

– ¿Qué ha pasado? -inquirí.

Andais subía la cuesta de la última colina, siguiendo el rastro de las flores de Galen. Iba sola, sólo acompañada por su consorte, Eamon. Eran casi de la misma altura, su largo pelo negro se agitaba a su espalda movido por un viento llegado de ninguna parte. Andais iba vestida como si fuera a ir a una fiesta de Halloween, y se suponía que debías temer tal belleza. La ropa de Eamon era más sobria, pero también era negra. El hecho de que sólo él acompañara a Andais, indicaba que la reina no quería tener más testigos de los imprescindibles. Eamon era el único que conocía cada uno de sus secretos.

– Cel dormirá durante un tiempo -nos dijo ella, como contestando a una pregunta que nosotros no le habíamos hecho.

Galen luchaba por permanecer de pie mientras yo lo sujetaba. Doyle avanzó un poco para cubrirme. Algunos de los otros también lo hicieron. El resto miró hacia atrás en la noche, como si sospecharan que su reina nos traicionaría. Eamon podría estar de mi parte algún tiempo, incluso podría odiar a Cel, pero nunca iría en contra de su reina.

Andais y Eamon se detuvieron lo bastante lejos para quedar fuera del alcance de las armas. Los trasgos los miraban, a ellos y a nosotros, dejando ver su indecisión, como si ellos no estuvieran seguros de por quién tenían que tomar partido. No los culpaba, ya que yo volvería a Los Ángeles y ellos se quedarían aquí. Podría forzar a Kurag, su rey, a que me cediera a sus guerreros, pero no podía esperar que sus hombres me siguieran en el exilio.

– Saludos, Meredith, sobrina mía, hija de mi hermano Essus.

Ella había elegido un saludo en el que reconocía que yo formaba parte de su línea de sangre. Trataba de tranquilizarme; no lo hacía mal del todo.

Avancé hasta que pudiera verme, pero sin salir del círculo protector de mis hombres.

– Saludos, Reina Andais, tía mía, hermana de mi padre Essus.

– Debes regresar a las Tierras de Occidente esta misma noche, Meredith -dijo Andais.

– Sí -le contesté.

Andais miró a los perros que todavía vagaban entre los hombres. Rhys finalmente se permitió tocarlos, y entonces se convirtieron en terriers de una raza largo tiempo olvidada, algunos blancos y rojos, otros de un puro negro y bronce.

La reina intentó atraer a uno de los perros hacia ella. Los grandes mastines eran de esos a los que los humanos llamaban Sabuesos del Infierno, aunque no tuvieran nada que ver con el diablo cristiano. Los grandes perros negros habrían hecho juego con el vestido de la reina, pero la ignoraron. Por lo visto, los perros mágicos no deseaban acudir a la llamada de la Reina del Aire y la Oscuridad.

Si yo hubiera sido ella, me habría arrodillado sobre la nieve y los habría engatusado, pero Andais no se arrodillaba ante nadie, o ante nada. Permanecía erguida y hermosa, y más fría que la nieve que rodeaba sus pies.

Otros dos perros se habían acercado a mis manos, y ahora empujaban sus cabezas contra mis costados, reclamándome caricias. Lo hice, porque las hadas tocamos a aquellos que nos lo piden. Al momento de acariciar aquella piel sedosa, me sentí mejor: más valiente, más confiada, y algo menos temerosa de lo que pudiera suceder.

– ¿Perros, Meredith? ¿No podrías habernos devuelto a nuestros caballos, o a nuestro ganado, a cambio?

– Había cerdos en mi visión -dije.

– Pero no, perros -dijo ella, su voz era neutral, como si nada especial hubiera pasado.

– Vi a los perros en una visión diferente, cuando todavía estaba en las Tierras Occidentales.

– Una visión verdadera, entonces -dijo ella, su voz todavía era suave y ligeramente condescendiente.

– Por lo visto, sí -dije, haciéndoles cosquillas en las orejas a los perros más grandes.

– Ahora debéis marcharos, Meredith, y llevarte esta magia salvaje contigo.

– La magia salvaje no es tan fácil de controlar, Tía Andais -le dije. -Tomaré conmigo lo que quiera venir, pero algo de ella está volando libremente, incluso mientras hablamos.

– Vi los cisnes -dijo Andais-, pero ningún cuervo. Eres tan terriblemente Luminosa.

– Los Luminosos dirían otra cosa -le contesté.

– Ve, vuelve por donde viniste. Toma a tus guardias y tu magia, y déjame con la ruina de mi hijo.

Era lo mismo que admitir que si Cel luchaba contra mí esta noche, él moriría.

– Me iré sólo si puedo llevarme a todos los guardias que quieran venir conmigo -Lo dije con toda la firmeza y valentía de la que era capaz.

– No puedes tener a Mistral -me contestó ella.

Luché para no buscarlo a mi espalda, luché para no recordar cómo sus grandes manos habían acariciado antes a los enormes perros.

– Sí -dije. -Recuerdo lo que me dijiste en los jardines muertos: que yo no podía quedármelo.

– ¿No vas a discutir conmigo? -preguntó ella.

– ¿Serviría de algo?

Un pequeñísimo indicio de cólera se dejó oír en mi voz. Los perros se apretujaron más contra mis piernas, apoyándose contra mí con todo su peso, como intentándome recordar que no debía perder el control.

– La única cosa que apartará a Mistral de mi lado, para ir contigo a las Tierras Occidentales es que estés embarazada de él. Si llevas un niño, tendría que dejar marchar al que podría ser el padre.

– Si me quedo embarazada, te lo diré -le dije, y luché para mantener mi voz neutra. Mistral iba a sufrir por haber estado conmigo, podía verlo en su cara, sentirlo en su voz.

– No sé qué más puedes desear, Meredith. Tu magia invade mi sithen, transformándolo en un sitio brillante y alegre. Incluso hay un campo de flores en mi cámara de tortura.

– ¿Qué quieres decir, Tía Andais?

– Quise que la magia de las hadas renaciera, pero tú no eres lo bastante la hija de mi hermano. Nos convertirás en otra Corte de la Luz, para bailar y ser noticia de primera plana en la presa humana. Nos harás bellos, pero destruirás aquello que nos hace diferentes.

– Yo discreparía humildemente ante eso -dijo una voz de entre todos mis hombres.

Sholto avanzó. Su tatuaje se había convertido en unos tentáculos auténticos otra vez, resplandecientes y pálidos, y extrañamente hermosos, como los de alguna criatura submarina, alguna anémona o medusa. Era la primera vez que yo le veía mostrando sus órganos adicionales con orgullo. Él permanecía de pie, erguido, con la lanza y el cuchillo de hueso en sus manos; a su lado había un enorme perro blanco con manchas rojas en cada una de sus tres cabezas. Sholto usaba el dorso de la mano que portaba el cuchillo para acariciar una de las enormes cabezas.

Sholto habló otra vez.

– Merry nos hace hermosos, sí, mi reina. Pero de una belleza tan extraña que la Corte de la Luz no la permitiría dentro de sus puertas.

Andais miró fijamente a Sholto, y durante un momento me pareció ver pesar en sus ojos. La magia guiaba a Sholto, y el poder emanaba de él esta noche.

– Le tuviste -me dijo ella, simplemente.

– Sí -le contesté.

– ¿Cómo fue?

– Nuestra culminación levantó a la jauría salvaje.

Ella se estremeció y su rostro reflejó un hambre que me asustó.

– Asombroso. Quizás lo intentaré con él alguna noche.

Sholto habló de nuevo.

– Hubo un tiempo, mi reina, en que el pensar en la posibilidad de ir a tu cama me habría llenado de alegría. Pero ahora sé que soy Sholto, Rey de los Sluaghs, Señor de Aquello que Transita por en Medio, Señor de las Sombras. Y no tomaré las migajas de la mesa de cualquier sidhe.

Andais dejó escapar un sonido agudo, casi un siseo.

– Debes de ser asombrosa follando, Meredith. Te joden y al momento a mí me dan la espalda.

Ante esto, no tenía una respuesta lo suficiente segura, por lo que no dije nada. Estaba de pie en medio de mis hombres, sintiendo el fuerte roce de los perros que se arremolinaban a nuestro alrededor. ¿Habría sido Andais más agresiva si los perros, la mayoría de los cuales le habían dejado clara su aversión, no hubieran estado aquí? ¿Tendría miedo de la magia, o más bien, miedo de las formas sólidas en las que la magia se había convertido?

Uno de los pequeños terriers gruñó, y eso pareció una señal para los demás. La noche de repente se llenó de gruñidos, de un tono bajo que vibró a lo largo de mi columna haciéndome estremecer. Acaricie las cabezas de aquellos que estaban a mi alcance, silenciándolos. La Diosa me los había enviado como guardianes, ahora lo entendía. Y se lo agradecí.

– Las guardias de Cel que no le prestaron juramento, me prometiste que podrían venir conmigo -le dije.

– No le despojaré de todo mi favor -contestó ella, y su cólera pareció chisporrotear en el frío aire.

– Diste tu palabra -insistí.

Los perros emitieron otro coro de graves gruñidos. Los terriers comenzaron a ladrar, como sólo los terriers pueden hacerlo. Comprendí en aquel momento que la jauría salvaje no se había ido, sólo había cambiado de forma. Estos eran los perros de la jauría salvaje. Estos eran los perros de la leyenda que daban caza a los traidores hasta los bosques de invierno.

– ¡No te atrevas a amenazarme! -dijo Andais.

Eamon tocó su brazo. Pero ella se lo sacudió, apartándolo, aunque luego pareció arrepentirse. La jauría salvaje había sido un buen nivelador de poder. Una vez que te convertías en su presa, la caza no terminaba hasta que la presa estuviera muerta.

– No creo ser el cazador que les guía -dije.

– Sería una noche terrible, Reina Andais, para convertirse en perjuro.

La profunda y sedosa voz de Doyle pareció pender en la noche, como si sus palabras tuvieran más peso en el calmo aire invernal del que debían de tener.

– ¿Eres tú el cazador, Oscuridad? ¿Me castigarías por quebrantar la palabra dada?

– Es la magia salvaje, Su Majestad; a veces te deja pocas opciones cuando te domina. Te convierte en un instrumento de la magia y te usa para sus propios fines.

– La magia es un instrumento para ser esgrimido, no un poder al que puedas permitir vencerte.

– Como quieras, Reina Andais, pero yo te rogaría que no intentaras desafiar a los perros esta noche.

De alguna manera pareció que Doyle no hablaba sólo de los perros.

– Honraré mi palabra -dijo ella con una voz que dejó bien claro que lo hacía sólo porque no tenía otra opción. Nunca había sido una buena perdedora, por nada, ni grande ni pequeño. -Pero debes marcharte ahora, Meredith, ahora mismo.

– Necesitamos tiempo para llamar a los otros guardias -dije.

– Traeré a todos aquellos que deseen venir, Meredith -dijo Sholto.

Me di la vuelta, y había tanta seguridad en él, una fuerza que no había estado allí antes. Él estaba de pie allí, mostrando sus “deformidades”. Pero ahora parecían ser solamente otra parte de él; una parte, sin embargo, que hubiera echado a faltar como una pierna o un brazo, si la hubiera perdido. ¿Haberle despojado de sus órganos adicionales hizo que él comprendiera cuánto los valoraba? Tal vez. Fue su revelación, no la mía.

– Te pones de su lado -dijo Andais.

– Soy el Rey de los Sluagh; me cercioraré de que un juramento dado y aceptado sea honrado. Recuerda, Reina Andais, que los sluagh eran la única jauría salvaje que subsistía en el mundo de las hadas hasta esta noche. Y yo soy el cazador que guía a los sluagh.

Andais dio un paso hacia él, amenazante, pero Eamon la hizo retroceder. Él susurró urgentemente algo contra su mejilla. No pude oír lo que le decía, pero la tensión de su cuerpo pareció abandonarla, incluso permitiéndose a sí misma apoyarse contra él. Dejó que la sostuviera; ante aquellos que ya no eran sus amigos, Andais permitió que los brazos de Eamon la rodearan.

– Vete, Meredith, toma todo lo que es tuyo, y vete.

Su voz fue casi neutra, casi libre de esa rabia que siempre parecía burbujear bajo su piel.

– Su Majestad -dijo Rhys-, no podemos ir al aeropuerto como estamos ahora.

Su gesto hizo notar a los guardias que estaban desnudos y ensangrentados. Los terriers a sus pies ladraron alegremente como si eso les pareciera bien.

Sholto habló una vez más.

– Os llevaré hasta la costa del Mar Occidental, tal como llevé a los sluaghs cuando fuimos a dar caza a Meredith en Los Ángeles.

Lo miré y sacudí mi cabeza, perpleja.

– Pensé que habíais llegado en avión.

Él se rió, y fue un sonido alegre.

– ¿Te imaginas a la hueste oscura de los sluaghs en un avión humano, tomando sorbitos de vino y comiéndose con los ojos a las azafatas?

Me reí con él.

– No había pensado en ello muy detenidamente. Tú eres un sluagh y yo no me cuestioné cómo llegaste hasta mí.

– Caminaré hasta el final del campo donde limita con el bosque. Es un lugar intermedio, ni campo, ni bosque. Caminaré y todos vosotros me seguiréis, y llegaremos a la costa del mar Occidental, hasta la orilla. Soy el Señor de Aquello que Transita por en Medio, Meredith.

– No creí que alguno de los miembros de la realeza pudieran todavía viajar de esa forma y tan lejos -dijo Rhys.

– Soy el Rey de los Sluagh, Cromm Cruach, Señor de la última jauría salvaje de las hadas. Tengo ciertos talentos.

– En efecto -dijo la reina, secamente-. Ahora, usa esos talentos, Shadowspawn [7], y llévate a esta chusma de mi vista.

Ella lo había llamado por el apodo que los sidhe usaban a sus espaldas, pero hasta este momento nunca antes le había llamado así a la cara.

– Tu desdén no puede tocarme esta noche, porque he visto milagros. -Él alzó las armas de hueso en alto, como si ella las hubiera perdido antes. -Sostengo los huesos de mi gente. Conozco mi valor.

Si le hubiera tenido cerca le habría abrazado. Pero menos mal que no lo estaba, porque podría haber arruinado el poder del momento, pero me prometí a mí misma darle un abrazo en el momento que tuviéramos un poco de intimidad. Adoraba ver que él se valoraba por fin.

Oí un sonido parecido al hielo resquebrajándose.

– Frost -dije-. No podemos dejarlo.

– ¿No le llevó el FBI al hospital? -preguntó Doyle.

Negué con la cabeza.

– No lo creo.

Miré a lo lejos a través de la nieve. No podía ver casi nada, pero… comencé a moverme y los perros se mantuvieron a mi lado. Comencé a correr sobre la nieve y sentí el primer dolor agudo en mis pies cortados. Los ignoré y corrí más rápido. El tiempo y la distancia se acortaban como nunca antes había ocurrido en el exterior del sithen. En un minuto yo estaba con los demás, y al siguiente estaba a kilómetros de distancia, en los campos al lado de la carretera. Mis perros gemelos permanecían conmigo, y otra media docena de negros mastines estaban allí, también.

Frost yacía sobre la nieve, inmóvil, como si no pudiera sentir a los perros olfateándole o mis manos dándole la vuelta. Al moverlo me di cuenta de que estaba empapado de sangre y de que sus ojos seguían cerrados. Su cara estaba muy helada. Bajé mis labios hasta los suyos y susurré su nombre.

– Frost, por favor, por favor, no me dejes.

Su cuerpo se convulsionó, y su aliento se agitó en su pecho. La muerte pareció retroceder. Sus ojos parpadearon hasta abrirse, y trató de alcanzarme, pero su mano cayó sobre la nieve, demasiado débil. Levanté su mano hasta mi cara y la mantuve allí. Sostuve su mano allí mientras se calentaba contra mi piel.

Lloré, y él por fin encontró su voz, aunque ronca. Al susurrar…

– El frío no puede matarme.

– Oh, Frost.

Él levantó su otra mano y tocó las lágrimas de mi cara.

– No llores por mí, Merry. Me amas, lo oí. Me marchaba, pero escuché tu voz, y ya no pude marcharme, no si tú me amas.

Acuné su cabeza en mi regazo y lloré. Su otra mano, la que yo no tenía agarrada, acarició la piel de uno de los enormes perros. El perro se estiró, haciéndose más alto y de color blanco, hasta que un ciervo de un blanco resplandeciente sobresalió por encima de nosotros. Llevaba un collar de acebo, y parecía como una postal de Yule que hubiera cobrado vida. Hizo unas cabriolas en la nieve y luego corrió convertido en un borrón blanco a través de la nieve hasta que le perdimos de vista.

– ¿Qué magia se ha liberado esta noche? -susurró Frost.

– La magia que te llevará a casa -nos dijo Doyle, cayendo de rodillas en la nieve al lado de Frost y tomando su mano-. Y la próxima vez que te mande al hospital, me harás caso.

Frost le dedicó una sonrisa lánguida.

– No podía abandonarla.

Doyle inclinó la cabeza como si lo entendiera perfectamente.

– No creo que la magia dure hasta mañana -dijo Rhys.

Todos ellos estaban allí, a nuestro alrededor, todos menos Mistral. Suponía que debía estar con la reina. Y no había conseguido decirle adiós.

– Pero esta noche -dijo Rhys-, soy Cromm Cruach, y puedo ayudar.

Se arrodilló al otro lado de Frost y alargó la mano poniéndosela encima, allí donde su ropa estaba ennegrecida por la sangre.

De repente, Rhys quedó rodeado por una luz blanca, no sólo sus manos, todo él pareció resplandecer. Su pelo se movió al viento de su propia magia. El cuerpo de Frost se arqueó, separándose de mi regazo y nuestras manos. Luego cayó otra vez contra nosotros y dijo con una voz que era casi la suya…

– Eso dolió.

– Vaya, lo lamento -dijo Rhys-, pero en realidad no soy un sanador. Hay demasiada muerte en mi poder para hacerlo indoloro.

Frost separó sus manos de la mía y la de Doyle, y se tanteó el hombro y el pecho.

– ¿Si no eres un sanador, entonces por qué me siento curado?

– Magia antigua -dijo Rhys-. A la luz de la mañana la magia habrá desaparecido.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro? -preguntó Doyle.

– La voz del Consorte en mi cabeza me lo dijo.

Nadie preguntó después de eso. Sólo lo aceptamos como algo verdadero.

Sholto nos condujo hasta el linde entre el campo y el bosque. Los perros se movían a nuestro alrededor, unos escogiendo a sus amos, otros dejando claro que no pertenecían a nadie de los que había aquí. Los que eligieron permanecer entre nosotros siguieron a Sholto en su caminar, pero los otros perros negros comenzaron a retroceder y a desaparecer en la noche, como si hubieran sido producto de nuestra imaginación. El perro que estaba a mi lado, me dio un golpecito en la mano cariñosamente, como recordándome que él era de verdad.

No estaba segura de si los perros se quedarían, pero ellos parecían proporcionarnos mágicamente a cada uno de nosotros lo que necesitábamos esta noche. Galen caminaba rodeado de perros, un grupo de lustrosos galgos y un trío de cachorrillos que bailoteaban alrededor de sus pies. Le hacían sonreír, y le ayudaron a mitigar las sombras que había en su cara. Doyle se movía dentro de un círculo de perros negros que le hacían carantoñas y brincaban sobre él como si fueran cachorros. Los terriers seguían a Rhys como un pequeño ejército peludo. Frost sostenía mi mano sobre el lomo del más pequeño de los galgos. No llevaba ningún perro a su lado, únicamente había necesitado al ciervo blanco que se había adentrado en la noche. Pero parecía estar perfectamente contento con tener su mano en la mía.

El aire se hizo más cálido. Y dejé de mirar el rostro de Frost para mirar a Sholto, percatándome de que él caminada sobre arena. Un momento antes estábamos caminando sobre campos cubiertos de nieve al borde de un bosque, y al siguiente, la arena se hundía bajo mis pies. El agua se arremolinaba entre los dedos de mis pies descalzos, y la mordedura de la sal me hizo saber que todavía sangraba.

Debí de hacer algún pequeño ruido, porque Frost me alzó en brazos. Protesté, pero no me hizo ni caso. Los galgos se quedaron a su lado, bailando a nuestro alrededor, un poco asustados por las olas del océano, y aparentemente preocupados al no poder estar en contacto conmigo.

Sholto nos condujo hasta tierra firme. El perro de tres cabezas y las armas de hueso habían desaparecido, pero por alguna razón no pensé que estuvieran más desaparecidas que mi cáliz. La verdadera magia no puede perderse o robarse; sólo puede ser regalada.

Estábamos de pie en la oscuridad, a unas pocas horas antes del alba. Podía oír el ruido de los coches en una carretera cercana. Por ahora los acantilados nos ocultaban, pero eso cambiaría al amanecer. Pronto los surfistas y los pescadores se adentrarían en el mar, y para entonces tendríamos que habernos ido.

– Utilizad el encanto para esconder vuestro aspecto -dijo Sholto-. He llamado a los taxis. Llegarán muy pronto.

– ¿Qué clase de magia es esa -pregunté-, que te permite encontrar taxis libres en Los Ángeles al momento?

– Soy el Señor de Aquello que Transita por en Medio, Merry, y los taxis siempre pasan entre un lugar y otro.

Eso tenía sentido, y me hizo sonreír a pesar de todo. Me estiré hacia Sholto, y Frost le permitió cogerme, pero no sólo por sus brazos. Sus gruesos tentáculos musculosos rodearon mi cuerpo, los más pequeños jugueteaban en mis muslos, de alguna manera se abrieron paso en el abrigo que llevaba puesto.

– La próxima vez que estés en mi cama, no seré medio hombre.

Lo besé, y susurré contra sus labios.

– Si eso era ser medio hombre, Rey Sholto, entonces casi no puedo esperar a tenerte en toda tu gloria.

Él se rió, con el alegre sonido que había traído el canto de las aves al jardín muerto de los sluagh. Pensé que no habría ninguna respuesta aquí, pero de repente sobre el murmullo de las olas, llegó el canto, un pájaro cantor se unió a otro, uniéndose a la alegre celebración en la oscuridad. Eran sinsontes [8] cantando a la risa de Sholto.

Permanecimos un momento a la orilla del Mar Occidental escuchando la canción que flotaba sobre nosotros, como si la felicidad pudiera ser escuchada.

Sholto me besó, profunda y concienzudamente, dejándome sin aliento. Luego me devolvió, no a Frost, sino a Doyle.

– Volveré cuando pueda traer conmigo al resto de los guardias que deseen ir al exilio contigo.

Doyle me abrazó contra su cuerpo y dijo…

– Ten cuidado con la reina.

Sholto asistió con la cabeza.

– Tendré cuidado.

Comenzó a caminar, volviendo por donde habíamos venido. En algún lugar antes de que se esfumara de nuestra vista, vi a un perro de un blanco puro a su lado.

– Supongo que todos recordáis que el encanto debería esconder el hecho de que estamos desnudos y ensangrentados -dijo Rhys-. Si alguien no tiene el suficiente encanto para llevarlo a cabo, que se ponga al lado de alguien que sí lo tenga.

– Sí, profe -le dije.

Él me sonrió abiertamente.

– Puedo causar la muerte con un roce y una palabra; puedo curar con mis manos esta noche. Pero maldita sea… conjurar un puñado de taxis de la nada, eso sí que es impresionante.

Nos acercamos a la parada de taxis, riéndonos. Todos los conductores parecían un poco perplejos de encontrarse en medio de ninguna parte, esperando en una playa vacía, pero nos dejaron subir.

Dimos a los taxis la dirección de la mansión que Maeve Reed tenía en Holmby Hills, y hasta allí nos condujeron. Y ni siquiera se quejaron de los perros.

Bueno, así es la magia.

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