DESPERTÉ RODEADA POR UN CÍRCULO DE ROSTROS, EN UNA cama que no era la mía. Rostros del color de la noche más oscura, más blancos que la nieve, del pálido verde de las hojas nuevas, del dorado de la luz del sol de verano, de un marrón como el de las hojas caídas y aplastadas destinadas a formar parte de la rica tierra. Pero no había ninguna piel pálida que contuviera todos los colores de un cristal brillante, como un diamante esculpido en carne. Parpadeé hacia todos ellos, y me pregunté recordando mi sueño…
– ¿Dónde estaban las galletas?
La voz de Doyle, profunda y grave, como si llegara desde una gran distancia, dijo…
– Princesa Meredith, ¿Estás bien?
Me senté, desnuda sobre la cama con sábanas de seda negra, frías contra mi piel. La reina nos había prestado su cuarto para pasar la noche. Verdadera piel, suave y casi viva, pulsaba contra mi cadera. El cobertor de piel se movió, y la cara de Kitto parpadeó hacia mí. Sus enormes ojos azules dominaban su rostro pálido y no había nada de blanco en todo aquel color. Ése tono de azul era el llamado Sidhe Luminoso, pero los ojos eran los de un trasgo. Él había sido un niño durante la última gran guerra entre trasgos y sidhes. Su pálido cuerpo perfecto medía apenas 1’22 metros, un hombre delicado, el único de mis hombres que era más bajo que yo. Se veía infantil acurrucado en la cama, su cara enmarcada por la piel como la de algún querubín en una tarjeta del Día de San Valentín. Kitto ya tenía más de mil años cuando el cristianismo ni siquiera era una palabra. Era parte de mi trato con los trasgos. Ellos eran mis aliados porque él compartía mi cama.
Su mano encontró mi brazo y acarició de arriba abajo mi piel, buscando consuelo como hacemos cuando estamos nerviosos. No le gustaba que yo lo contemplara sin decir nada. Él se había enroscado cerca de mí, y la energía de la Diosa y del Consorte en mi sueño debió haber resbalado a través de su piel. Los rostros de los quince hombres que estaban de pie en un círculo alrededor de la cama mostraban claramente que ellos también habían sentido algo.
Doyle repitió su pregunta:
– Princesa Meredith, ¿estás bien?
Miré a mi capitán de la guardia, mi amante, su rostro tan negro como la capa que yo había llevado puesta en la visión, o la piel del jabalí que había salido corriendo en la nieve y había devuelto la primavera a la tierra. Tuve que cerrar los ojos y respirar profundamente, tratando de liberarme de los últimos vestigios de la visión. Tratando de centrarme en el aquí y ahora.
Liberé mis manos del enredo de sábanas. En mi mano derecha había una copa con forma de cuerno, el antiguo cuerno dorado incrustado en una base de oro cincelada sobre la que se podían ver símbolos que pocos sidhes podrían leer ahora. En mi mano izquierda esperaba encontrar el cuchillo blanco, pero no estaba allí. Estaba vacía. La contemplé durante un momento, luego levanté el cáliz con ambas manos.
– Mi Dios -susurró Rhys, aunque el susurro sonó extrañamente fuerte.
– Sí -dijo Doyle- eso es exactamente lo que es esto.
– ¿Qué te dijo él cuándo te dio la copa de cuerno? -Fue Abe quién preguntó. Abe con su pelo rayado con sombras de un pálido gris, gris oscuro, y negros y blancos, perfectos matices de color. Sus ojos eran unos tonos más oscuros del gris que la mayoría de los ojos humanos tenían, pero no parecían de otro mundo, no realmente. Si lo vistieras como un gótico moderno, sería un éxito en la pista de baile de cualquier club.
Sus ojos parecían extrañamente solemnes. Él había sido el borracho y el bufón de la corte durante más años de los que yo podía recordar. Pero ahora había una persona diferente mirando desde su rostro, un destello de lo que él debió haber sido una vez. Alguien que pensaba antes de hablar, alguien que tenía otras preocupaciones aparte de emborracharse tan rápido y tan a menudo como pudiera.
Abe tragó con fuerza y preguntó otra vez…
– ¿Qué dijo él?
Esta vez le contesté.
– Bebe y sé feliz.
Abe sonrió, pensativo, embargado por la tristeza.
– Eso suena como él.
– ¿Como quién? -pregunté.
– La copa solía ser mía. Mi símbolo.
Me arrastré lentamente hasta el borde de la cama y me arrodillé allí. Sostuve la copa con ambas manos y se la acerqué.
– Bebe y sé feliz, Abeloec.
Él negó con la cabeza.
– No merezco el favor del Consorte, Princesa. No merezco el favor de nadie.
De pronto supe, y no por medio de una visión, sino que simplemente y de repente tuve el conocimiento.
– No fuiste expulsado de la Corte Luminosa por seducir a la mujer equivocada como todos creen. Fuiste expulsado porque perdiste tus poderes, y una vez que ya no pudiste seguir haciendo que los cortesanos estuvieran alegres con la bebida y la juerga, Taranis te echó de una patada de la dorada Corte.
Una lágrima temblaba en el rabillo de un ojo. Abeloec estaba ahí de pie, erguido y orgulloso de una forma en que yo nunca lo había visto. Nunca lo había visto sobrio, como parecía estarlo ahora. Claramente había bebido para olvidar, pero aún era inmortal y sidhe, lo que significaba que ninguna droga, ninguna bebida, podría ayudarle realmente a encontrar el olvido. Podría sentirse aturdido, pero nunca realmente sucumbiría bajo los efectos de ninguna droga.
Finalmente asintió con la cabeza, y el movimiento fue suficiente para que la lágrima resbalara por su mejilla. Atrapé la lágrima con el borde de la copa de cuerno. Aquella gota diminuta pareció correr por el interior del cáliz más rápido de lo que la gravedad debería haberla atraído. No sé si los demás podían ver lo que pasaba, pero Abe y yo observamos cómo la lágrima se precipitaba hacia el fondo de aquella copa. La lágrima se deslizó dentro de la curva oscura del fondo, y de repente allí apareció un líquido que se derramaba, burbujeando como un manantial desde la oscura curva interior del cáliz.
Un líquido dorado llenó la copa hasta rebosar, y el olor a miel y bayas y el fuerte olor del alcohol llenaron el cuarto.
Las manos de Abe envolvieron las mías del mismo modo en que yo había sostenido la copa en la visión con el Consorte. La levanté, y cuando los labios de Abeloec tocaron el borde, dije…
– Bebe y sé feliz. Bebe y sé mío.
Vaciló antes de beber, y observé una inteligencia en esos ojos grises que nunca había vislumbrado antes. Habló con sus labios rozando el borde de la copa. Él quería beber. Yo podía sentir el temblor impaciente en sus manos cuando cubrieron las mías.
– Pertenecí a un rey una vez. Cuando ya no servía para ser el bufón de su corte, me expulsó -El temblor en sus manos se calmó, como si cada palabra lo estabilizara-. Pertenecí a una reina una vez. Ella me odió, siempre, y se aseguró a través de sus palabras y hechos de que yo supiera exactamente cuánto me odiaba -Sus manos estaban calientes y firmes contra las mías. Sus ojos eran profundos, gris oscuro, grises como el carbón, con un indicio de negro en algún punto del centro-. Nunca he pertenecido a una princesa, pero te temo. Temo lo que me harás. Lo que me harás hacer a otros. Temo beber de esta bebida y unirme a tu destino.
Negué con la cabeza, pero nunca dejé de mirarlo a los ojos.
– No te uno a mi destino, Abeloec, ni yo me uno al tuyo. Simplemente te digo, ésta es la bebida del poder que una vez fue tuya para usarla. Sé lo que una vez fuiste. No es mi presente para ofrecértelo. Esta copa pertenece al Dios, al Consorte. Él me la dio y me la ofreció para que la compartiera contigo.
– ¿Él te habló de mí?
– No, no de ti específicamente, pero me la ofreció para compartirla con otros. La Diosa me dijo que os diera a todos algo más para comer. Fruncí el ceño, insegura de cómo explicar todo lo que había visto, o había hecho. La visión siempre parece más lógica dentro de tu cabeza que cuando la cuentas.
Traté de expresar con palabras lo que sentía en mi corazón.
– El primer sorbo es tuyo, pero no el último. Bebe, y veremos lo que pasa.
– Tengo miedo -susurró él.
– Ten miedo, pero bebe, Abeloec.
– Tú no piensas mal de mí por tener miedo.
– Sólo a aquéllos que nunca han conocido el miedo se les permite pensar mal de los otros que temen. Francamente, creo que alguien que nunca ha tenido miedo de algo en toda su vida o es un mentiroso o carece de imaginación.
Esto le hizo sonreír, y luego reír, y en esa risa oí el eco del Dios. Algún resto del antiguo carácter divino de Abeloec había quedado retenido en esa copa durante siglos. Una sombra de su viejo poder había esperado y observado. Observado a alguien que pudiera encontrar su camino a través de la visión hasta una colina al filo del invierno y la primavera; al filo de la oscuridad y el alba; un lugar intermedio, donde lo mortal y lo inmortal podían tocarse.
Su risa me hizo sonreír, y hubo risitas en contestación por toda la habitación. Era la clase de risa que podía ser contagiosa. Él se reía y tú tenías que reírte con él.
– Simplemente por sostener la copa en tu mano -dijo Rhys-, tu risa me hace sonreír. No has sido así de divertido en siglos -Él giró su infantilmente hermosa cara hacia nosotros, con su cicatriz donde su otro ojo de tres tonalidades diferentes de azul había estado-. Bebe, y mira lo que quedó de quien pensabas que eras, o no bebas, y vuelve a ser una sombra y un chiste.
– Un mal chiste -dijo Abeloec.
Rhys asintió con la cabeza y se acercó a nosotros. Sus blancos rizos le caían hasta la cintura, enmarcando un cuerpo que era el más musculoso de todos mis guardias. Era también el más bajo de estatura, un sidhe de pura sangre que sólo medía 1’70 metros era algo casi inaudito.
– ¿Qué puedes perder?
– Tendría que intentarlo otra vez. Tendría que preocuparme otra vez -dijo Abe. Él miró fijamente a Rhys, tan fijamente como me miraba a mí, como si lo que decíamos lo significara todo.
– Si todo lo que quieres es arrastrarte lentamente hacia otra botella u otra dosis de polvo blanco, entonces hazlo. Aléjate un paso de la copa y deja a alguien más beber -dijo Rhys.
Una mirada de dolor cruzó la cara de Abeloec.
– Es mío. Es parte de lo que yo era.
– El Consorte no mencionó tu nombre, Abe -dijo Rhys-. Él le dijo a Merry que compartiera, no con quién hacerlo.
– Pero es mío.
– Sólo si lo tomas -dijo Rhys, y su voz era baja y clara, y de alguna manera suave, como si entendiera más que yo el por qué Abe tenía miedo.
– Es mío -dijo Abe otra vez.
– Entonces bebe -dijo Rhys-, bebe y sé feliz.
– Bebe y condénate -dijo Abeloec.
Rhys tocó su brazo.
– No, Abe, dilo, y haz todo lo posible por creértelo. Bebe y sé feliz. He visto a más de nosotros volver a recuperar nuestro poder que tú. La actitud es importante. Lo afecta, o puede hacerlo.
Abeloec comenzó a alejarse de la copa, pero me bajé de la cama y me puse de pie delante de él.
– Traerás todo lo que aprendiste de ti mismo en este triste y largo tiempo, pero todavía serás tú. Serás quién eras, sólo que más viejo y más sabio. La sabiduría comprada a alto precio no es nada que tengas que lamentar.
Él me observó con sus ojos de un oscuro y perfecto gris.
– Me obligas a beber.
Negué con la cabeza.
– No. Debe ser tu elección.
– ¿No me lo ordenarás?
Negué otra vez.
– La princesa tiene una visión muy americana sobre la libertad -dijo Rhys.
– Tomo eso como un elogio -dije.
– Pero… -dijo Abe, suavemente.
– Sí -dijo Rhys-, eso significa que todo está en ti. Es tu elección. Tu destino. Todo está en tus manos. Como vulgarmente se dice, tienes en tus manos suficiente cuerda para colgarte.
– O para salvarte -dijo Doyle, y él se acercó quedándose de pie al otro lado, como una oscuridad más alta contrapuesta al blanco de Rhys. Abeloec y yo estábamos de pie con el blanco a un lado, y el oscuro al otro. Rhys había sido una vez Cromm Cruach, el Dios de la Muerte y la Vida. Doyle era el jefe de los asesinos de la reina, pero antes había sido Nodons, el Dios de la Sanación. Estábamos de pie entre ellos, y cuando miré a Abeloec algo se reflejó en sus ojos, una sombra de esa persona que yo había vislumbrado en la colina dentro de la capucha de una capa.
Abeloec levantó la copa, tomando mis manos con ella. Levantamos la copa juntos y él inclinó la cabeza. Sus labios vacilaron durante el tiempo de un suspiro en el borde de aquel liso cuerno, después bebió.
Alzó la copa hasta que tuvo que caer de rodillas para que mis manos se mantuvieran en la copa mientras él la levantaba. La bebió de un largo trago.
Sobre sus rodillas, ya dejada la copa, echó la cabeza hacia atrás, sus ojos cerrados. Su cuerpo cayó hacia atrás, hasta que quedó recostado sobre una piscina hecha con su propio pelo rayado, sus rodillas todavía permanecían debajo de él. Se quedó muy quieto durante un momento, tan quieto, que temí por él. Esperé que su pecho se elevara y cayera. Esperaba que respirara, pero no lo hacía.
Parecía estar como dormido, excepto por el ángulo poco natural de sus piernas, nadie dormía así. Sus rasgos se habían suavizado, y comprendí que Abe era uno de los pocos sidhe que tenía líneas de preocupación permanentes, arrugas diminutas en ojos y boca. Éstas se alisaban durante el sueño, si es que esto era sueño.
Caí de rodillas a su lado, la copa todavía en mis manos. Me incliné sobre él, rocé su mejilla. Él no se movió. Puse mi palma en su mejilla y susurré su nombre…
– Abeloec.
Sus ojos se abrieron de par en par. Eso me asustó. Dejé escapar un grito ahogado y suave de mis labios. Él agarró mi muñeca, y su otro brazo me rodeó la cintura. Se sentó, o se arrodilló, en un movimiento poderoso, conmigo en sus brazos. Él se rió, y no era un mero eco de lo que yo había oído en mi visión. La risa llenó el cuarto, y los otros hombres se rieron con él. El cuarto resonó con la alegre risa masculina.
Me reí con él, con ellos. Era imposible no reírse con la alegría pura que reflejaba su rostro tan cerca del mío. Él se inclinó, borrando los últimos centímetros entre nuestras bocas. Yo sabía que iba a besarme, y lo deseaba. Quería sentir su risa dentro de mí.
Su boca presionó la mía. Un gran grito alegre y ronco estalló entre los hombres. Su lengua lamió ligeramente mi labio inferior, y le abrí la boca. Se introdujo dentro de mi boca, y de repente todo lo que yo podía saborear era la miel, la fruta, y el hidromiel. Éste no era sólo su símbolo. Él era el cáliz, o lo que éste contenía. Su lengua empujó dentro de mí hasta que yo tuve que abrir la boca ampliamente o ahogarme. Y fue como tragar el espeso y dorado hidromiel. Él era el cáliz embriagador.
Yo estaba en el suelo con él encima de mí, pero Abe era demasiado alto para besarme profundamente y al mismo tiempo presionar algo más contra mi cuerpo desnudo. Bajo nosotros había una piel cubriendo el suelo de piedra. Ésta me hacía cosquillas por toda mi piel, haciendo que cada uno de sus movimientos fuera algo más, como si la piel le estuviera ayudando a acariciarme.
Nuestra piel comenzó a brillar como si nos hubiéramos tragado una luna llena, y su luz brillara desde nuestro interior. Las hebras blancas en su pelo reflejaban un luminoso y pálido azul. Sus ojos grises como el carbón se volvieron extrañamente oscuros. Yo sabía que mis ojos brillaban, cada círculo de diferente color, verde hierba, verde jade, y oro fundido. Sabía que cada círculo de mi iris brillaba. Mi pelo proyectaba una luz rojiza alrededor de mi campo de visión; mientras brillaba, mi cabello resplandecía con la misma luz que los granates cuando giran bajo la luz y reflejan su fuego interior.
Sus ojos se parecían a alguna cueva profunda y oscura donde la luz no podía entrar.
Repentinamente, comprendí que durante mucho tiempo no habíamos estado besándonos. Simplemente nos habíamos quedado mirándonos fijamente a la cara. Me incliné hacia él, rodeándolo con mis manos. Había olvidado que todavía sostenía la copa en una mano, y ésta rozó su espalda desnuda. Él se inclinó, y el líquido se vertió sobre su piel; aunque había vaciado antes la copa, ahora estaba llena otra vez. El líquido espeso y fresco se derramó sobre nuestros cuerpos empapándonos de aquel torrente dorado.
Pálidas líneas azules bailaban a través de su piel. Yo no podía decir si estaban bajo su piel, dentro de su cuerpo, o en la superficie de su torso encendido. Me besó. Me besó profundamente y durante mucho tiempo, y esta vez él no sabía como el hidromiel. Sabía a carne, a labios, boca y lengua, y al roce de dientes a lo largo de mi labio inferior. Y mientras, el hidromiel corría por nuestros cuerpos, derramándose en una piscina dorada. La piel colocada bajo nosotros se aplastó debido a la marea que le caía encima.
Él deslizó su boca y sus manos hacia abajo por mi cuerpo, sobre mis pechos. Los sostuvo en las manos, suavemente, acarició mis pezones con sus labios y lengua hasta que yo grité y sentí que mi cuerpo se humedecía, y no debido al dorado charco de hidromiel que se extendía bajo nosotros.
Observé las líneas azules claras de su brazo transformándose en formas, flores y vides, y moverse hacia abajo por su mano y a través de mi piel. Se sentía como si alguien acariciara mi piel con una pluma.
Una voz lanzó un grito, y no era yo, y tampoco era Abeloec. Brii había caído sobre sus manos y rodillas, su largo pelo amarillo se extendía en el creciente lago de hidromiel.
Abeloec chupó con más fuerza mi pecho, haciendo que mi atención volviera a él. Sus ojos todavía no brillaban, pero había una intensidad en ellos que parecía una especie de magia, una especie de poder. El poder que todos los hombres tienen cuando descienden por tu cuerpo con boca y manos expertas.
Movió su boca sobre mí, bebiendo donde el hidromiel se había depositado en el hueco de mi estómago. Lamió la piel sensible justo encima del vello que se rizaba entre mis piernas. Su lengua presionó con golpes seguros sobre esa piel inocente. Me hizo preguntarme lo que sería cuando él siguiera bajando hasta lugares que no eran tan inocentes.
El grito estrangulado de un hombre me hizo apartar la mirada de los ojos oscuros de Abeloec. Conocía aquella voz. Galen había caído sobre sus rodillas. Su piel era de un verde tan pálido que parecía blanca, pero ahora líneas verdes afloraban bajo su piel, brillando, retorciéndose. Formando vides y flores, imágenes. Otros gritos atrajeron mi atención sobre el resto de los hombres en el cuarto. La mayor parte de los quince guardias estaban de rodillas, o aún peor. Unos habían caído al suelo para retorcerse sobre sus estómagos, como si estuvieran atrapados en el líquido dorado, como si fuera ámbar líquido y ellos fueran insectos atrapados para siempre. Y luchaban contra su destino.
Líneas azules, verdes o rojas surgían por sus cuerpos. Pude ver animales, vides, imágenes dibujadas sobre su piel, como tatuajes vivos y en movimiento.
Doyle y Rhys permanecían de pie frente a la marea creciente y parecían estatuas. Pero Doyle contemplaba sus manos y brazos, las líneas que se trazaban en esos fuertes brazos parecían carmesíes contra toda aquella oscuridad. El cuerpo de Rhys estaba pintado con el más pálido azul, pero él no miraba las líneas; me miraba a mí y a Abeloec. Frost, también, estaba de pie sobre el charco de líquido movedizo, pero tanto él, como Doyle, contemplaban el trazado de líneas que brillaban sobre sus pieles. Nicca estaba de pie, erguido, con su pelo castaño y sus brillantes alas batiendo parecidas a las velas de un barco feérico, pero ninguna línea cubría su piel. Estaba intacto.
Fue Barinthus, el más alto de todos los sidhe, el que se movió hasta la puerta. Se paró junto a ella, escapando del vertido de hidromiel que parecía arrastrarse como una cosa viva a través del suelo. Él se agarró al picaporte de la puerta como si ésta no pudiera ser abierta. Como si estuviéramos atrapados aquí hasta que la magia hiciera su trabajo con nosotros.
Un pequeño sonido me hizo volver a mirar fijamente hacia la cama, y Kitto todavía estaba allí arriba, a salvo del hidromiel que se esparcía. Sus ojos estaban muy abiertos, como si tuviera miedo, a pesar de todo. Él tenía miedo a tantas cosas.
Abeloec frotó su mejilla a través de mi muslo. Esto me hizo volver a él. Volver a contemplar esos ojos oscuros, casi humanos. El brillo de su piel y la mía se había atenuado. Comprendí que él había hecho una pausa para dejarme mirar alrededor del cuarto.
Ahora sus manos se deslizaron hacia abajo por mis muslos, y él inclinó su rostro, vacilando, como si fuera a intentar un beso casto. Pero lo que él hizo con su boca no fue casto. Hundió su gruesa y experta lengua en mí. La sensación lanzó mi cabeza hacia atrás, arqueando mi columna.
Del revés, vi la puerta abierta, vi la sorprendida mirada en la cara de Barinthus mientras Mistral, el nuevo capitán de la guardia de la reina, entró a zancadas. Su pelo era del color gris de las nubes de lluvia. Una vez él había sido el Señor de las Tormentas, un dios del cielo. Ahora entró a zancadas en el cuarto y resbaló con el hidromiel, comenzando a caer. Entonces fue como si el mundo parpadease. Un momento antes, él caía cerca de la puerta; al siguiente estaba sobre mí, cayendo encima de mí. Alargó las manos para intentar agarrarse, y yo levanté los brazos para impedir que cayera encima de mí.
Su mano se apoyó en el suelo, pero mi mano tocó su pecho. Él se estremeció encima de mí sosteniéndose sobre sus rodillas y una mano, como si yo hubiera hecho tambalear su corazón. Lo toqué a través de la resistente suavidad de su armadura de cuero. Él estaba seguro detrás de ella, pero la mirada en su rostro era la de un hombre golpeado, los ojos abiertos de par en par.
Estaba lo bastante cerca ahora como para que yo pudiera ver que sus ojos estaban del mismo color verde que adquiría el cielo antes de que una gran tormenta empezara, destruyéndolo todo a su paso. Sólo una gran ansiedad podía hacer que sus ojos se volvieran de ese color, o una gran cólera. Hacía mucho, el mismo cielo cambiaba según el color de los ojos de Mistral.
Mi piel cantó a la vida, brillando como una estrella incandescente. Abeloec brilló conmigo. Por primera vez, pude ver las líneas en mi propia piel, y esas intrincadas líneas nos recorrieron, ahora de un color azul eléctrico destacando sobre el brillo. Contemplé cómo una vid espinosa azul se movía lentamente hacia mi mano para desplegarse a través de la pálida piel de Mistral.
El cuerpo de Mistral convulsionó encima de mí, y era como si las líneas de color lo atrajeran arrastrándolo hacia mí; como si fueran cuerdas que lo derribaran. Sus ojos parecían contrariados, su cuerpo luchaba con toda su musculatura y poder. Sólo cuando casi estuvo encima de mí y Abeloec, y sólo la fuerza de sus hombros sostenía su cara encima de la mía, sus ojos cambiaron. Observé cómo el aterrador y tormentoso verde desaparecía de sus ojos, cambiándose en un azul tan claro y puro como el de un cielo de verano. Yo no sabía que sus ojos podían ser de ese azul.
Las líneas azules en su piel dibujaron un relámpago a través de su mejilla; en ese momento su rostro estaba demasiado cerca del mío para ver los detalles. Su boca estaba sobre la mía, y besé a Mistral por segunda vez.
Él me besó, como si tuviera que respirar el aire necesario para vivir a través de mi boca, como si no tocar mi boca con la suya significara su muerte. Sus manos se deslizaron hacia abajo por mi cuerpo y cuando tocó mis pechos, en su garganta resonó un sonido profundo que era casi un sonido de dolor.
En ese momento Abeloec decidió recordarme que había más de una boca contra mi cuerpo. Se alimentó entre mis piernas con la lengua y los labios y, suavemente, con los dientes, consiguiendo que yo dejara escapar mis propios sonidos impacientes en la boca de Mistral. Esto provocó otro de esos sonidos de él, que reflejaban lo mismo impaciencia que dolor, como si lo deseara tanto que le dolía. Su mano apretó convulsivamente mi pecho. Lo bastante fuerte como para que realmente doliera, pero de esa manera en que el dolor podía alimentar el placer. Me retorcí bajo ambas bocas, sumergida en los labios de Mistral, las caderas contra Abeloec. Fue en ese momento que el mundo naufragó.
AL PRINCIPIO PENSÉ QUE TODO ESTO ESTABA DENTRO DE MI cabeza, sumida en el placer. Pero entonces comprendí que ya no había una manta de piel empapada por el hidromiel bajo mi cuerpo. En cambio había ramitas secas que empujaban y pinchaban contra mi piel desnuda.
El cambio de escenario fue suficiente como para que apartáramos la atención de nuestras bocas y manos. Estábamos en un lugar oscuro, ya que la única luz existente era el brillo de nuestros cuerpos. Pero era un resplandor más brillante que cualquiera del que nosotros tres conteníamos. Me hizo observar más allá de los hombres que me tocaban. Frost, Rhys, y Galen parecían pálidos fantasmas de sí mismos. Doyle era casi invisible excepto por las líneas de poder. Había otros que brillaban en la oscuridad, casi todos los que eran deidades de la tierra y Nicca, que estaba de pie con sus alas brillando a su alrededor. Habían vuelto a ser un tatuaje en su espalda hasta esta noche. No recordaba que Nicca hubiese tocado el hidromiel. Busqué a Barinthus y a Kitto, pero no estaban aquí. Era como si la magia hubiera designado y elegido entre mis hombres. Gracias al brillo de nuestros cuerpos pude ver plantas muertas. Cosas marchitas.
Estábamos en los jardines muertos, esas mágicas tierras subterráneas donde la leyenda contaba que las hadas tenían su propio sol y luna, lluvia y tiempo. Pero yo no sabía nada de esto. El poder de los sidhe se había marchitado mucho antes de que yo naciera. Los jardines estaban simplemente muertos ahora, y arriba en el cielo sólo había roca desnuda y vacía.
Oí que alguien decía, -¿Cómo? -Entonces esas líneas de color carmesí, azul eléctrico, verde esmeralda resplandecieron llameantes en la oscuridad. Esto provocó gritos en la oscuridad, y devolvió la boca de Abeloec entre mis piernas. La boca de Mistral se presionó contra la mía, sus manos impacientes en mi cuerpo. Era una dulce trampa, pero una trampa al fin y al cabo, puesta para que nosotros no nos preocupásemos por lo que queríamos. La magia de las hadas nos sostenía, y no seríamos libres hasta que esa magia estuviera satisfecha.
Traté de tener miedo, pero no pude. Sólo existía la sensación de los cuerpos de Abeloec y Mistral contra el mío, y el empuje de la tierra muerta debajo de mí.