MISTRAL SALIÓ DE MÍ CON UN SUSPIRO ESTREMECIDO QUE recorrió su cuerpo. Verlo afectado a tal extremo hizo que mi aliento se volviera corto y rápido. Al principio pensé que él tenía la lluvia en sus ojos, para sumarse al relámpago; entonces parpadeó, y comprendí que eran lágrimas.
Si hubiéramos estado solos le habría preguntado, habría hablado de ello, pero con tantos hombres a nuestro alrededor, no podía. No podía hacer notar que él estaba llorando delante de ellos, tampoco podía preguntarle por qué y esperar conseguir una respuesta sincera. Pero me decía mucho el que Mistral, el Señor de las Tormentas, llorase después de probar mi cuerpo.
– Ha pasado demasiado tiempo -dijo Abeloec suavemente.
Mistral lo miró, y simplemente asintió con la cabeza con el brillo de esas pocas y terribles lágrimas deslizándose por sus mejillas. Bajó la vista para mirarme, y había suavidad en su rostro, un dolor crudo en sus ojos. Me besó, y esta vez fue suave.
– He olvidado mis maneras, Princesa, perdóname.
– Puedes besarme con fuerza, sólo no me ahogues.
Él esbozó una pequeña sonrisa, y un asentimiento aún más pequeño. Luego puso su cuerpo con cuidado a lo largo del mío de modo que sus testículos presionaran contra mi ingle, y su dura longitud me tocara desde la ingle hasta la parte superior de mi estómago. Dejó que su peso reposara encima de mí con un suspiro, luego puso sus brazos a mi alrededor. Colocó su rostro a un lado del mío, y era como si poco a poco dejara que una gran tensión desapareciera. Era casi como si se volviera más ligero al tiempo que su peso actual se volvía más pesado. Puse un beso suave contra la curva de su oído, porque ése era el punto que podía alcanzar.
Él se estremeció contra mí otra vez, y debido a que se apretaba con tanta fuerza contra mi cuerpo, hizo que me estremeciera también. El viento arrastró su pelo y el mío sobre mi cara, mezclando las hebras rojas y grises juntas, casi igual como las líneas resplandecientes de neón se habían entrelazado juntas. Más fuerte juntas que separadas. Las nubes en sus ojos giraron tan rápido que era casi mareante mirarlos.
Él apartó sus brazos de mí y se levantó lo suficiente para ver mi cara.
– No quiero besar el frente de tu cuerpo para llegar abajo. Quiero morder mi camino hacia allá.
Tuve que tragar con fuerza antes de poder contestar, con voz entrecortada.
– Nada de sangre, ni señales permanentes, y nada tan fuerte como lo que le hiciste a mi pecho. No has hecho bastante trabajo preparatorio para eso.
– ¿Trabajo preparatorio? -dijo Mistral en tono interrogatorio.
– Caricias -dijo Abeloec. Él estaba arrodillado detrás de mi cabeza, tan quieto que yo había olvidado que estaba allí.
Ambos lo miramos.
– Danos un poco más de espacio -le pidió Mistral-. Soy el único dentro de este círculo contigo, y debo permanecer.
Círculo, pensé, entonces comprendí que él tenía razón. Líneas azules, verdes y rojas nos rodeaban a nosotros tres. Todos los demás estaban cubiertos con ellas, pero formaban una barrera a nuestro alrededor. Era una barrera que el viento podía cruzar a voluntad, pero habría otras cosas que no podían cruzarla. No estaba segura de cuáles eran esas otras cosas, pero yo sabía lo suficiente de círculos mágicos para saber que servían para mantener algunas cosas dentro, y algunas cosas fuera. Era su naturaleza, y esta noche todo tenía que ver con la naturaleza de las cosas.
Recorrí con mis manos la espalda de Mistral, remontando la línea de su columna, jugueteando con los músculos que lo mantenían justo encima de mí. Él cerró los ojos y tragó antes de bajar la vista y mirarme.
– ¿Deseas algo?
– A ti -le dije.
Esto me ganó una sonrisa. Una verdadera sonrisa, no de sexo, o dolor, o pena, sólo una sonrisa. Valoré esa sonrisa de la manera que valoraba las sonrisas de Frost y Doyle. Ellos habían venido a mí sin una verdadera sonrisa, como si hubieran olvidado cómo hacerlo. De acuerdo a los estándares que los otros dos hombres habían dejado establecidos, Mistral era un aprendiz rápido.
Moví una mano para poder trazar su labio inferior con mi dedo.
– Haz lo que deseas hacer. Sólo recuerda las reglas.
Su sonrisa contenía un borde de algo que no parecía feliz ahora, y yo no estaba segura de si los parámetros que había impuesto eran lo que lo provocaba, o si yo le había recordado algo triste.
– Nada de sangre, sin señales permanentes, y nada tan fuerte como lo que le hice a tu pecho, porque no te he acariciado suficiente para eso aún.
Era casi palabra por palabra lo que yo le había dicho.
– Buena memoria.
– La memoria es todo lo que tengo -Mientras lo decía, ese dolor crudo volvió a sus ojos. Ahora creí entenderlo. Él se divertía, estaba decidido a divertirse, pues cuando hubiese terminado, no habría más. La reina lo devolvería a la solitaria prisión de sus reglas, sus celos, su sadismo. ¿Sería peor haber tenido este momento y luego que se lo negaran otra vez? ¿Le causaría dolor mirarme con mis hombres, y no ser parte de ellos? No era que yo fuese tan especial para él, o para ellos. Era simplemente que yo era la única mujer con la que los guardias podían romper su largo celibato.
Me separé un poco del suelo y lo besé.
– Soy tuya.
Él me besó, suavemente al principio, luego más fuerte. Su lengua empujó entre mis labios. Abrí la boca y le permití explorarla. Él empujó profundamente dentro, luego se echó un poco hacia atrás, lo suficiente para que sólo fuera un buen beso profundo. La sensación de su boca atrayendo la mía más cerca hacía que mi cuerpo se elevara para presionarse más fuerte contra el de él, rodeándole con mis brazos, presionando mis senos con fuerza contra su pecho.
Él hizo un pequeño sonido con su garganta, y el viento de repente se sintió fresco contra mi piel. Apartó su boca de la mía, y la expresión en sus ojos era salvaje. Los nubarrones se revolvían en sus ojos, pero habían reducido la velocidad, de modo que ya no mareaban. Si yo no supiera lo que estaba mirando, podría haber pensado simplemente que sus ojos eran del color gris de las nubes de lluvia.
Él puso su cara en la curva de mi cuello. No me besó sino que apoyó sus labios contra mi piel. Su aliento salió en un suspiro pesado que extendió el calor a través de mi piel. Me hizo temblar, y así fue. Puso sus dientes en el costado de mi cuello, y me mordió. Me hizo gritar y tensar mis dedos a lo largo de su espalda, dejando un surco en su piel con el borde de mis uñas.
Mordió mi hombro, rápido y fuerte. Grité, y él se movió otra vez. No creo que él confiara en sí mismo para mantener mi carne en su boca durante mucho tiempo. Yo sabía que él quería morder profundo y con más fuerza, y yo podía sentir el esfuerzo que le costaba luchar contra ese impulso en sus labios, en sus manos, en su cuerpo entero. Él se divertía, pero luchaba para mantener sus impulsos bajo control.
Puso su boca en el costado del pecho que no había marcado y apenas había tocado con sus dientes. Sujeté su mejilla, sin fuerza, pero eso lo detuvo. Levantó su mirada hasta la mía, su boca a medias abierta, y vi su expresión decaer. Creo que él esperaba que yo le detuviera. Incluso si hubiera sido eso lo que pensaba hacer, no habría tenido corazón para decirlo. Sin embargo, no era eso lo que iba a hacer.
– Más fuerte -le dije en cambio.
Él me ofreció una sonrisa lobuna, y otra vez pude vislumbrar algo en él que me habría hecho vacilar en estar a solas con él. Pero no estaba segura de si era ésa realmente la naturaleza de Mistral, o si los siglos de prohibición lo habían vuelto loco de necesidad.
Puso sus dientes en mi costado y mordió con fuerza, con la fuerza suficiente para que me retorciera bajo él. Se movió sólo un poco más abajo por mi costado, hasta mi cintura, y esta vez cuando noté que comenzaba a dejarse ir, le dije…
– Más fuerte. -Me mordió con más profundidad esta vez, hundiendo sus dientes hasta que casi los sentí introducirse en mi piel. Lancé un grito y dije… -Basta, basta.
Él levantó la cara como si fuera a detenerse del todo. Me reí de él.
– No dije que pararas, sólo quise decir que ya era bastante fuerte.
Mistral se movió al otro lado de mi cuerpo y me mordió otra vez, sin urgencia, pero lo bastante fuerte como para decirle, casi inmediatamente, que no fuera más lejos. Él alzó la vista hacia mí, y lo que vio en mi cara le satisfizo, porque mordió al lado de mi ombligo, hundiendo sus dientes con tanta fuerza y rapidez que tuve que decirle que parara.
Él había dejado una línea de señales rojas de dientes sobre mi estómago. Había señales rojas aquí y allá en mi cuerpo, pero nada tan perfecto como esto. Un juego perfecto de sus dientes marcando la carne blanca de mi cuerpo. Mirarlas me hizo temblar.
– Te gusta esto -susurró él.
– Sí -le dije.
El viento contenía un atisbo de humedad cuando se arrastró a través de mi piel. Él lamió mi estómago, y el viento pareció soplar a través de aquella línea mojada, casi como si el viento tuviera una boca también, y pudiese soplar donde desease.
Mistral presionó su boca donde había lamido, y me mordió. Fuerte y brusco, lo bastante para asustarme, y levantar la parte superior de mi cuerpo del suelo.
– Suficiente -le dije, y mi voz fue casi un grito.
El viento comenzó a aumentar, haciendo volar más hojas muertas a través de mi cuerpo. Extendió mi pelo a través de mi rostro, de modo que durante un momento no pude ver lo que Mistral hacía. El viento era húmedo, como si trajera un indicio de lluvia. Pero nunca llovía en los jardines muertos.
Sentí su boca puesta en el montículo entre mis piernas, descansando sobre el apretado y rizado vello. No podía ver, pero yo sabía lo que estaba haciendo. Me mordió, y grité…
– Suficiente.
Usé una mano para apartar mi pelo de en medio, y así poder mirar hacia abajo por mi cuerpo y mirarlo. Mistral hizo un movimiento rápido con su lengua entre mis piernas. Aquel pequeño roce apresuró mi pulso y abrió mi boca en una “O” silenciosa.
– Sabes lo que quiero hacer -dijo. Habló con sus manos alrededor de mis muslos, sus dedos enterrándose sólo un poco, su rostro justo encima de mi ingle, tan cerca que su aliento me rozaba allí.
Asentí con la cabeza, porque no confiaba en mi voz. Por una parte, no quería que él me hiciera daño; por otra, realmente quería que él llegara a ese punto de realmente hacerme daño. Me gustaba ese borde. Me gustaba mucho.
Finalmente encontré mi voz, y casi no parecía la mía, tan entrecortada, tan impaciente.
– Ve despacio, y cuando diga suficiente, te paras.
Él me sonrió otra vez, con esa sonrisa que llenó sus nublados ojos de una luz feroz, y comprendí que no eran imaginaciones mías. El relámpago jugaba con las nubes grises de sus ojos. Se había ido, pero ahora estaba de vuelta, y los llenaba de una centelleante y blanca, muy blanca luz, de modo que sus ojos parecieron ciegos durante un segundo. El viento aminoró, y el aire se sintió pesado, espeso, y noté un toque de electricidad en el aire.
Él me estiró abriéndome, usando sus dedos, tan fuertes, tan gruesos. Me lamió a lo largo, de acá para allá hasta que me retorcí bajo su boca y sus manos. Sólo entonces presionó su boca sobre mí. Sólo entonces me dejó sentir el borde de sus dientes alrededor de la más íntima de las partes de mi cuerpo.
Me mordió despacio, tan despacio, con tanto cuidado.
Exhalé…
– Más fuerte.
Él obedeció.
Tomó tanto de mi carne allí como su boca podía contener, y me mordió. Me mordió con tanta fuerza que me hizo casi separar mi cuerpo completamente del suelo, y grité para él. Pero no grité para, o suficiente. Sólo grité, con toda la garganta, mi columna arqueada, mirándolo con los ojos bien abiertos y la boca igual. Me corrí para él, sólo con sentir sus dientes en mi carne más íntima. Me corrí para él, aunque ese placer hizo que cambiara mi grito a…
– Para, para, oh, Dios, ¡para! -Incluso sumergida en el más abrumador de los placeres yo podía sentir sus dientes a punto de llegar demasiado lejos. Cuando algo duele en medio del orgasmo es necesario parar. Ya que de otro modo suele doler cuando la sensación de bienestar comienza a desvanecerse.
Otra vez grité…
– Para -y él se detuvo.
Caí sobre el suelo, incapaz de enfocar la mirada, luchando por respirar, incapaz de moverme. Pero incluso mientras mi cuerpo estaba indefenso bajo la sensación de bienestar, comencé a sentir dolor. Dolía donde sus dientes me habían mordido, y yo sabía que luego me iba a doler más. Había dejado que mi deseo, y el de Mistral, nos llevara demasiado lejos sobre ese fino borde.
Su voz se oyó…
– No te hice sangrar, y no te mordí con tanta fuerza como lo hice en tu pecho.
Asentí con la cabeza, porque no podía hablar aún. El aire era tan denso debido a la tormenta próxima que hacía más difícil respirar, casi de la misma forma en que la reina podía hacer el aire demasiado espeso para respirarlo.
– ¿Estás herida? -preguntó.
Encontré mi voz.
– Un poco -el dolor se hacía más agudo. Sólo tenía un tiempo limitado antes de que realmente me empezara a doler. Quería que él terminara antes de que el placer realmente se convirtiera en dolor.
Mistral avanzó lentamente a gatas sobre mi cuerpo, de modo que realmente no me tocaba, pero podía ver mi cara.
– ¿Estás bien, Princesa?
Asentí con la cabeza.
– Ayúdame a girarme.
– ¿Por qué?
– Porque si terminamos esto contigo encima, va a doler demasiado.
– Fui demasiado rudo -dijo, y pareció muy triste. El relámpago apareció primero en un ojo luego en el otro, como si viajara de un lado de su cerebro al otro. La luz azul de un relámpago se reflejó bruscamente sobre su mejilla haciendo palidecer el resplandor en sus ojos.
Comenzó a separarse lentamente de mí como si fuera a detenerse. Le agarré del brazo.
– No te detengas, por la Diosa, no te detengas. Sólo ayúdame a dar la vuelta. Si me tomas desde atrás, no rozarás la parte de mí que magullaste.
– Si te he hecho daño, debemos detenernos.
Mis dedos se hundieron en su brazo.
– Si yo quisiera detenerme, te lo diría. Todos los demás han tenido también miedo de lastimarme, y aunque llegaras a ir demasiado lejos, realmente me gusta así. Mistral, me gusta mucho.
Él me dirigió una sonrisa casi tímida.
– Lo noté.
Le sonreí a mi vez.
– Entonces déjanos terminar lo que empezamos.
– Si estás segura -En el momento que lo dijo, y tal cómo lo dijo, supe que estaría segura a solas con él. Si él tenía voluntad para renunciar a las primeras relaciones sexuales que le habían ofrecido en siglos por miedo a lastimarme, entonces también tenía la disciplina necesaria para controlarse en privado. El Consorte nos proteja, pero tenía más disciplina de la que yo habría tenido. ¿Cuántos hombres habrían rechazado llegar al final, después de un principio así? No muchos, no muchos en absoluto.
– Estoy segura -le dije.
Él sonrió otra vez, y algo se movió encima de nosotros. Algo gris se movía cerca del alto techo abovedado. Nubes. Había un diminuto cúmulo de nubes cerca del techo. Examiné la cara de Mistral y le dije…
– Fóllame, Mistral.
– ¿Es una orden, mi princesa? -Él sonrió cuando lo dijo, pero había un rastro de algo que no era felicidad en su voz.
– Sólo si quieres que lo sea.
Él me miró, y luego dijo…
– Preferiría ser yo quién da las órdenes.
– Entonces hazlo -le contesté.
– Date la vuelta -dijo. Su voz no tenía la tranquila firmeza que había tenido antes, como si no estuviera seguro de que yo le obedeciera.
Yo me había recuperado bastante como para girarme, aunque fuera lenta. Él se movió hacia atrás hasta que quedó arrodillado a mis pies.
– Te quiero sobre tus manos y rodillas.
Hice lo que él pidió, u ordenó. Me hizo quedar mirando a Abeloec, que todavía se arrodillaba, inmóvil, a la cabecera de nuestra manta. Esperaba ver lujuria en su expresión, o algo que me dijera que disfrutaba del espectáculo, pero no era eso lo que había en su rostro. Su sonrisa era suave, pacífica. No cuadraba con lo que hacíamos, al menos no para mí.
Las manos de Mistral acariciaron mi trasero, y lo sentí rozar contra mi sexo. Por delante estaba dolorida, pero el resto de mí estaba impaciente.
– Estás húmeda -dijo Mistral.
– Lo sé -dije.
– Realmente disfrutaste de ello.
– Sí.
– Realmente te gusta que sea rudo.
– A veces -le dije. La punta de su pene se frotó sobre mi sexo, muy cerca, pero sin penetrarme.
– ¿Ahora? -preguntó él.
Bajé el torso, de modo que mi trasero se levantara hacia él, empujando contra la sensación. Sólo su leve movimiento hacia atrás me impidió tomarlo en mi cuerpo. Hice un pequeño sonido de protesta. El viento contenía olor a lluvia, la acumulación de truenos silenciosos. La tormenta venía, y lo quería dentro de mí cuando llegara.
Él se rió, ese maravilloso sonido masculino.
– ¿Tomo eso como un sí?
– Sí -dije. Presioné mi mejilla contra las frágiles hojas, mi rostro y mis manos tocando la tierra seca. Tuve que cerrar los ojos contra la presión de las hojas muertas y plantas. Levanté mi trasero hacia él, y pedí, sin palabras, que me tomara. No me di cuenta de que lo decía en voz alta, pero debí hacerlo. Porque entonces oí mi propia voz canturreando…
– Por favor, por favor, por favor -repetidas veces en un suave aliento, mis labios más cerca de la tierra muerta que del hombre al que se lo pedía.
Él empujó sólo la punta de su sexo dentro de mí, y el viento cambió instantáneamente. Se sentía casi caliente. Todavía podía oler la lluvia, pero había también un olor metálico. El olor del ozono, del relámpago. El aire estaba caliente y espeso, y supe en ese momento que no se trababa de que quisiera a Mistral dentro de mí cuando la tormenta se desatara, sino que la tormenta no llegaría hasta que él estuviera dentro de mí. Él era la tormenta, tal como Abeloec había sido la copa. Mistral era la pesada presión del aire, y la agitada promesa de relámpago.
Me elevé y empujé mi cuerpo hacia él, pero él me detuvo con sus manos en mis caderas.
– No -dijo-, no, yo diré cuándo.
Volví a apretar la parte superior de mi cuerpo contra el seco suelo.
– Mistral, por favor, ¿no lo sientes? ¿No lo sientes? -le dije.
– La tormenta -contestó, y su voz parecía más baja que antes, casi un gruñido, como si su voz contuviera un eco de truenos.
Me elevé, pero no para tratar de controlarlo. Quería verlo. Quería ver si había otros cambios además del gruñido de truenos de su voz. Él todavía brillaba con el poder, pero era como si las oscuras nubes grises se hubieran movido sobre ese brillo, de modo que yo sólo pudiera ver el brillo de su poder a través del velo de nubes.
Él me miró, y sus ojos destellaron brillantes, tan brillantes que durante un momento su rostro se vio oscurecido por aquella luz blanca, tan blanca. El brillo se apagó, dejando sombras de imágenes en mi visión. Pero sin el relámpago, sus ojos no eran del gris de las nubes de lluvia; eran negros. Esa oscuridad que atraviesa el cielo a mediodía, y nos envía a todos corriendo a cubrirnos, porque sólo mirando el cielo, se sabe que algo peligroso está a punto de llegar. Algo que te ahogará, quemará, conmoverá con el poder que está a punto de caer del cielo.
Temblé, mirando fijamente abajo por mi cuerpo hacia él, me estremecí, preguntándome… ¿Era yo demasiado mortal para sobrevivir a esto? ¿Podía su poder quemar mi carne o dañarme de alguna forma que yo no quisiera?
Era como si Abeloec oyera mi pensamiento. Habló, con una voz tan baja y suave que me hizo mirarlo. Todavía estaba arrodillado delante de nosotros, pero era como si su piel pálida desapareciera en la creciente oscuridad, como si él se desvaneciera del círculo de poder. Su pelo estaba veteado con líneas azules, rojas, y verdes, y esas líneas traspasaron el círculo que nos contenía, yendo hacia la oscuridad y los hombres más allá del círculo. Sus ojos contenían chispas de todos esos colores, y daba la sensación de que su poder crecía. Él comenzó a ser ése poder, y no ya Abeloec. Casi podría decir que si no era cuidadoso podría llegar a convertirse en esas líneas de poder que se proyectaban fuera del círculo hacia la oscuridad.
– La tierra y el cielo llevan a cabo una danza muy antigua, Meredith -dijo-. No le tengas miedo al poder. Te ha esperado demasiado tiempo como para permitir que ahora resultes herida.
Encontré mi voz en un susurro ronco.
– Míralo.
– Sí -dijo Abeloec-, él es la tormenta vuelta a la vida.
– Yo soy mortal.
Me pareció que él sonreía, pero no podía estar segura. No podía ver su rostro claramente, aunque sabía que estaba a sólo unos metros delante de mí.
– En este tiempo y lugar, tú eres la Diosa, la tierra que sale a encontrar la caricia del cielo. ¿Suena eso a alguien que es simplemente mortal?
Mistral decidió ese momento recordarme que estaba allí. Se inclinó sobre mi cuerpo, y me mordió la espalda, mientras su cuerpo empujaba dentro de mí. La combinación de los dos movimientos me hizo empujar más fuerte contra él. Me mordió más fuerte, y me retorcí contra él, atrapada entre su cuerpo y su boca.
Su boca se apartó, y me rodeó con sus brazos. Su peso yacía a mi espalda como una cálida y sólida envoltura. Estaba soportando la mayor parte de su peso porque sus manos jugaban ligeramente con mis pechos y estómago. Estaba dentro de mí, pero tal como hizo la primera vez, una vez dentro, había dejado de moverse.
– Ha pasado demasiado tiempo. No duraré si te mueves así -dijo, con su rostro al lado del mío.
Giré la cabeza, y él estaba tan cerca que la luz que destellaba en sus ojos me cegó durante un segundo. Cerré los ojos y vi explosiones blancas y negras estallando tras mis párpados.
– No puedo dejar de moverme -dije, con los ojos aún cerrados.
Mistral suspiró, y más que continuar empujándose más hondo en mi interior, se retorció dentro de mí, lo que provocó que yo a mi vez me arqueara, dejando él escapar un sonido que era a la vez mitad placer, mitad protesta.
Los truenos resonaron a través de la caverna, haciendo eco contra las paredes de roca desnudas, como un gigantesco redoble de tambor que pareció vibrar a través de mi piel.
– Calla, Meredith, tranquila. Si te mueves, no duraré.
– ¿Cómo puedo dejar de moverme contigo dentro de mí?
Él me abrazó entonces, diciendo…
– Hace tanto tiempo que alguien reaccionó a mi cuerpo -Se separó de mi espalda, de modo que quedó otra vez arrodillado, todavía con su cuerpo envainado dentro del mío. Empujó sus caderas contra mi cuerpo y me di cuenta de que cuando estuvo inclinado sobre mi cuerpo no había estado completamente hundido en mi interior, porque ahora la punta de su pene topó con mi matriz, y advertí que él podría ser demasiado grande para esta posición. Y entrando desde atrás, si el hombre era demasiado grande, podría llegar a hacer daño. No me dolía aún, pero intuía la certeza de ello, cuando él empujó suavemente contra lo más profundo de mi cuerpo. Pensar en lo que podía hacerme era excitante, y a la vez un poco aterrador. Yo quería sentirlo golpeando en mi interior y al mismo tiempo no. El pensamiento era emocionante, pero era uno de esos intentos que funcionan mejor en la fantasía que en la vida real.
Él empujó su verga dentro de mí, suavemente al principio, luego con más fuerza, como si tratase de encontrar un camino más profundo. Empujó lento y firme, y fuerte, hasta que yo dejé escapar un sonido de protesta.
Los truenos retumbaron otra vez, y el viento se convirtió en un vendaval. Podía oler la lluvia y el ozono, como si el relámpago hubiese golpeado en algún sitio cerca, aunque el único relámpago había estado en los ojos de Mistral.
– ¿Cuánto te gusta el dolor? -preguntó él, y en su voz se oían los truenos, del mismo modo que en la de Doyle podías escuchar el gruñido de un perro.
Creí que sabía lo que estaba preguntándome y vacilé. ¿Cuánto me gustaba el dolor? Decidí que ser honesta era lo más seguro. Miré hacia atrás por encima de mi espalda hasta que pude mirarlo, y fueran cuáles fueran las palabras que estuve a punto de pronunciar, murieron en mi garganta. Él era algo elemental. Su cuerpo todavía mantenía un contorno, una solidez, pero dentro de esa línea sólida de piel se veían nubes grises, blancas y negras, echando chispas y retorciéndose. El relámpago destellaba en sus ojos otra vez, y esta vez se proyectaba hacia abajo por su cuerpo, una línea dentada de resplandor que llenaba el mundo con el olor metálico del ozono. Pero no afectaba a mi cuerpo como lo habría hecho un verdadero relámpago. En vez de eso, sólo era un brillante baile de luz.
Sus ojos brillaban en su cara, iluminada por fogonazo tras fogonazo de una brillante luz blanca. Hacia el tercer destello, el relámpago golpeó su cuerpo y decoró su piel. Su pelo se había liberado de la cola de caballo, y sus mechones grises bailaban al son de su poder, como una suave manta gris colgada en una cuerda de tender mientras la tormenta tronaba cada vez más cerca.
Aunque yo había hecho el amor muchas veces con guerreros sidhe, y criaturas del mundo de las hadas, la visión de él detrás de mí todavía me quitaba el aliento. Yo había visto muchas maravillas, pero nada como Mistral.
– ¿Cuánto te gusta el dolor? -volvió a preguntar él. Pero mientras hablaba, el relámpago destelló y el resplandor llenó su boca y salió con sus palabras.
Le dije la única cosa en la que pude pensar:
– Termina.
Él sonrió, y sus labios contenían un poco de ese brillo.
– Termina; ¿Sólo termina?
Asentí con la cabeza.
– Sí.
– ¿Disfrutarás de ello?
– No lo sé.
Su sonrisa se ensanchó, y sus ojos brillaron, y esa línea de luz centelleó hacia abajo por su cuerpo. El resplandor me cegó durante un momento. Él comenzó a salir de mí.
– Así sea -dijo con esa voz profunda y retumbante. Los truenos hicieron eco a lo largo del techo, y durante un momento pareció como si las mismas paredes retumbaran con él.
Él se empujó dentro de mí tan rápido y con tanta fuerza como pudo, y era demasiado grande. Grité, y esta vez no fue únicamente de placer. Intenté no hacerlo, pero comencé a retorcerme, no acercándome, sino alejándome, retrocediendo lentamente lejos de ese dolor fuerte y agudo.
Él agarró fuertemente mi pelo, sosteniéndome en el sitio mientras se empujaba contra mí.
Grité, y esta vez, había palabras.
– Termina, Diosa, por favor acaba. Vamos, sólo vamos.
Él me puso sobre mis rodillas, usando mi pelo como palanca para presionar nuestros cuerpos el uno contra el otro. Todavía estaba sepultado en mí, pero la posición era más cómoda. Profundizaba menos y no dolía.
Con el otro brazo me rodeó manteniéndome aprisionada contra su cuerpo. Apretó la mano en mi pelo, extrayendo un sonido de mí que no era de dolor.
Habló con la boca presionada contra el costado de mi rostro.
– Sé que te hice daño antes, pero tu cuerpo ya me perdona. Tan pronto, y ya haces ruidos de placer para mí -Tiró de mi cabeza hacia atrás con su puño enterrado en mi pelo. Dolía realmente, pero me gustaba de todos modos. Tal como hizo.
– Te gusta esto -susurró él contra mi cara, y sentí el viento contra mi rostro.
– Sí -dije.
– Pero no lo otro -dijo él, y el viento nos golpeó, con fuerza suficiente para hacer que nos balanceáramos durante un momento. Miré más allá de él y pude ver que el techo estaba repleto de nubes. Nubes que podrían haber sido gemelas de las que se movían bajo su piel.
Él tiró de mi pelo otra vez, acercándome a su cara.
– Pensé que me iba a correr demasiado pronto, y ahora me estoy tomando demasiado tiempo.
– Tú no te correrás hasta que la tormenta lo haga -Era la voz de Abeloec, y a la vez de una forma extraña no lo era.
Mistral me soltó el pelo, de modo que ambos pudiéramos mirar al otro hombre. Lo que vi fueron unos ojos que resplandecían con colores carmesíes, verdes esmeralda y azul zafiro, como si estuvieran llenos de joyas líquidas. Su pelo llameaba alrededor de él, pero no porque el viento lo levantase; parecía más bien la cola de un ave, o una capa sostenida con cuidado por unas manos invisibles. Las hebras de color brillaban a través de ese pelo, y se extendían hacia la oscuridad como cuerdas. Cuerdas de brillantes colores que generaban formas oscuras fuera de nuestro círculo de poder. Todos los hombres en los jardines muertos estaban cubiertos con esas líneas. Traté de ver si estaban bien, pero los truenos rodaban a través de nosotros, y era como si el mundo mismo temblase.
Mistral se estremeció a mi alrededor y dentro de mí, haciéndome estremecer. Me abrazó muy fuerte con ambos brazos. No me hizo daño durante un momento, o intentó no hacerlo.
– Si tomarte desde atrás es demasiado, entonces ¿qué queda? Te he hecho daño por delante también.
Me apoyé contra su cuerpo, relajándome contra él completamente.
– Si eres lo bastante fuerte para mantenerte por encima y separado de mi cuerpo mientras follamos, no rozarás mi parte frontal.
– ¿Lejos de tu cuerpo? -dijo sonando perplejo.
– Me giraré, te pones encima, pero la única parte de ti que me tocará es aquello que está dentro de mí ahora.
– Si te pones plana, no seré capaz de entrar mucho en ti.
– Me elevaré hasta encontrarte. -Luego pregunté- ¿Lo eres?
– ¿Soy qué? -preguntó él, y el relámpago en sus ojos me cegó durante un momento.
– Bastante fuerte -le contesté con mi visión llena de brillantes puntitos blancos.
Él se rió, y me pareció un estruendo de truenos no sólo a mis oídos, sino a lo largo de mi cuerpo, como si el sonido viajara desde sus mismos huesos hacia los míos.
– Sí -dijo-. Sí, soy lo bastante fuerte.
– Demuéstralo -le dije, y mi voz fue un susurro que casi se perdió entre el sonido del viento y de los truenos.
Él permitió que me separara y me ayudó a recostarme en lo que quedaba de nuestra manta. Si hubiéramos estado a punto de hacer el amor en la tradicional posición del misionero, entonces habría estado más preocupada por la manta. Pero si hacíamos esto bien, muy poco de mí tocaría el suelo.
Yací contra el suelo duro y seco durante un momento, con mis rodillas elevadas. Mistral vaciló, arrodillándose entre ellas. El relámpago destelló en sus ojos, danzando hacia abajo por su cuerpo, de modo que por un momento pareció como si el rayo dentado saliera de sus ojos y sus piernas para penetrar en la tierra. Oí un crujido muy distante, y vi el primer baile de relámpagos en las nubes del techo. El olor a ozono era débil; el olor a lluvia cercana más fuerte.
– Mistral -dije- ahora, entra en mí ahora.
– Rozaré el frente de tu cuerpo -dijo él-. Te va a doler.
– Entra en mí, y te mostraré.
Se inclinó sobre mí, manteniendo sus brazos y su cuerpo encima del mío. Se deslizó dentro de mí, y antes de que hubiera terminado, me alcé hasta encontrarlo.
Levanté mi cuerpo en una especie de abdominal. Yo no podía mantener esta posición para siempre, pero podría mantenerla mucho tiempo, si colocaba mis manos a ambos lados de mis muslos y me sujetaba. Eso me mantenía en la posición y me dejaba ampliamente abierta al mismo tiempo.
Miré cómo se empujaba dentro de mí, a través de la brillante y blanca luz de luna de mi propia piel, y del lejano relámpago que él había liberado en las nubes. Era casi como si ahora el relámpago estuviera allá arriba, y no dentro de él.
Comenzó a bombear su cuerpo en el mío. Sólo su verga entraba y salía de mi cuerpo, mientras yo me mantenía como una pequeña pelota apretada, y él sostenía el resto de su cuerpo por encima del mío.
– Adoro mirar tu cuerpo entrar y salir del mío -dije.
Él bajó la cabeza hasta que su pelo se arrastró sobre mí, y pudo mirar su propio cuerpo entrar y salir del mío.
– Síííí´-jadeó- síííí.
Comenzó a perder el ritmo y tuvo que apartar la mirada de nuestros cuerpos unidos. Pronto reanudó unos golpes seguros y largos. Los truenos aporreaban el mundo, el relámpago chisporroteaba y se rompía contra la tierra. La tormenta estaba llegando.
Él comenzó a ir más rápido, más fuerte, golpeándose contra mí. Pero en esta posición no me dolía. En esta posición se sentía maravilloso. Ya podía sentir el inicio de mi propio placer creciendo dentro de mí.
– Voy a correrme pronto -dije, y mi voz fue casi un grito sobre el sonido del viento y la tormenta.
– No todavía -dijo él- no todavía. No estaba segura de si me estaba hablando a mí, o hablaba consigo mismo, pero de repente pareció como si se otorgara el permiso para follarme con tanta fuerza como quería. Se condujo dentro y fuera de mí con una fuerza tal que meció mi cuerpo, enterrando mi trasero en las hojas, y me hizo lanzar un grito de la más pura alegría.
Los relámpagos comenzaron a bajar de las nubes. Un rayo candente tras otro como si las nubes estuvieran gritando, y fuera lo más rápido que podían lanzar los relámpagos sobre nosotros. La tierra se estremeció con el redoble de los relámpagos y el retumbar de los truenos. Era como si el relámpago golpeara la tierra tan a menudo como el cuerpo de Mistral golpeaba el mío. Una y otra y otra vez, se hundió en mí, y una y otra y otra vez, el relámpago golpeó la tierra. El mundo olía metálico con el ozono, y cada cabello se erizó debido a la electricidad estática del ambiente.
Él me hizo gritar, mis dedos se hundían en mis propios muslos, sosteniendo mi posición, mientras el orgasmo me sacudía, me tomaba, y mi cuerpo se convulsionaba alrededor de él. Mis gritos se perdían en la violencia de la tormenta, pero escuché hasta el final el grito de Mistral encima de mí, un segundo antes de que su cuerpo entrara en el mío una última vez. Él se corrió en mi interior, y el relámpago golpeó la tierra como una enorme mano blanca.
Quedé cegada por la luz blanca. Enterré mis uñas en mis muslos para recordarme donde estaba, y lo que hacía. Quería que su liberación fuera todo aquello que él deseaba. Pero, finalmente, tuve que dejarme caer sobre el suelo, dejando que mis piernas se estiraran. Yací sobre la tierra seca, jadeando, tratando de aprender de nuevo a respirar.
Él cayó sobre mí, todavía dentro de mi cuerpo. Su corazón golpeaba tan rápido que parecía como si se fuera a salir de su cuerpo y tocarme. La lluvia comenzó a caer, suavemente.
Sus primeras palabras fueron jadeantes.
– ¿Te hice daño?
Yo traté de levantar mi brazo para tocarlo, pero todavía no podía moverme.
– No me duele nada ahora mismo -dije.
Él soltó su aliento en un largo suspiro.
– Bien -Su corazón comenzó a reducir la marcha cuando la lluvia cayó más fuerte. Giré el rostro hacia un lado de modo que las gotas no me golpearan de lleno.
Yo había pensado que el tiempo en la caverna se detendría con el orgasmo de Mistral. Pero aunque la tormenta se hubiera terminado, había todavía un cielo encima de nosotros. Un cielo nublado, lluvioso. No había llovido bajo tierra en el sithen durante al menos cuatrocientos años. Teníamos un cielo y lluvia, y todavía estábamos bajo tierra. Era imposible, pero la lluvia en mi rostro era tibia. Una lluvia de primavera, algo suave, para lisonjear a las flores.
Mistral se levantó lo suficiente para salir de mi cuerpo y yacer a mi lado. Sentí la humedad en su rostro, y al principio pensé que era la lluvia. Luego comprendí que eran lágrimas. ¿Había venido la lluvia porque lloraba, o no tenía nada que ver una cosa con la otra? No lo sabía. Sólo sabía que él lloraba, y le tomé entre mis brazos.
Él sepultó la cara contra mis pechos, y lloró.