CAPÍTULO 1

SOÑÉ CON CARNE ARDIENTE Y GALLETAS. ENTENDÍ LO DEL SEXO, pero las galletas… ¿Por qué galletas? ¿Por qué no pasteles, o carne? Pero eso es lo que mi subconsciente escogió soñar. Estábamos comiendo en la diminuta cocina de mi apartamento de Los Ángeles -un apartamento en el que ya no vivía, aparte de en sueños, claro-. Allí estábamos yo, la princesa Meredith -el único miembro de la familia real del Mundo de las Hadas que había nacido en suelo americano- y mis guardias reales, más de una docena de ellos.

Se movían a mi alrededor con sus pieles del color de la noche más oscura, del color de la nieve más blanca, del color de los pálidos brotes recién nacidos y del color de las marrones hojas otoñales caídas en el suelo del bosque, un arco iris de hombres moviéndose desnudos por la cocina.

En la cocina real del apartamento apenas habríamos cabido tres de nosotros, pero en el sueño todo el mundo andaba por el estrecho espacio que había entre el fregadero, la cocina y los armarios como si tuviéramos todo el sitio del mundo.

Estábamos tomando galletas porque acabábamos de tener sexo y parecía que con todo ese esfuerzo nos había dado hambre. Los hombres andaban a mi alrededor con gracia y completamente desnudos. A varios de ellos nunca los había visto desnudos. Se movían con la piel del mismo color que el brillo del sol en verano, el blanco translúcido de los cristales, colores para los que no tenía nombre porque esos colores no existían fuera del mundo de las hadas. Debería de haber sido un buen sueño, pero no lo era. Sabía que algo no estaba bien, tenía ese sentimiento de ansiedad en el que uno se adentra cuando percibe que las visiones de felicidad son sólo simplemente un disfraz, una ilusión para encubrir la fealdad que está por venir.

Y el plato de galletas estaba ahí tan inocente, tan normal, pero aún así me molestaba. Intenté llamar la atención de los hombres, tocándolos, sujetándolos, pero cada uno de ellos sucesivamente cogía una galleta y le pegaba un mordisco como si yo no estuviese allí.

Galen con su pálida piel de un verde claro y ojos mucho más verdes mordió una galleta y un chorro de algo salió disparado de su interior. Algo espeso y oscuro. Un poco de ese líquido oscuro se escurrió por la comisura de su besable boca cayendo sobre la encimera blanca. Esa única gota salpicada se esparció, y era roja, muy roja y fresca. Las galletas estaban sangrando.

De un manotazo arranqué la galleta de la mano de Galen. Recogí la bandeja para evitar que los hombres siguieran comiendo. Estaba llena de sangre. Goteaba y rebosaba por los bordes, vertiéndose en mis manos. La dejé caer rompiéndose en pedazos, y los hombres se agacharon como si fuera lo más normal del mundo comer en el suelo y entre cristales rotos. Les empujé hacia atrás, gritando…

– ¡No!

Doyle alzó la vista mirándome con sus negros ojos y dijo:

– Pero si es lo único que hemos tenido para comer desde hace mucho tiempo.

El sueño cambió, como lo hacen los sueños. Yo estaba de pie en un campo abierto rodeado por un círculo de árboles distantes. Más allá de los árboles, las colinas se alzaban contra la palidez de una noche de invierno iluminada por la luna. La nieve se extendía como una manta lisa sobre la tierra. Yo estaba de pie, hundida en la nieve hasta los tobillos. Llevaba puesto un holgado vestido largo tan blanco como la nieve. Mis brazos estaban expuestos a la fría noche. Debería de estar congelándome, pero no era así. Era un sueño, simplemente un sueño.

Luego, noté algo en el centro del claro. Era un animal, un pequeño animal blanco, y pensé… Es por eso que no lo he visto, pues era blanco, más blanco que la nieve. Más blanco que mi vestido, que mi piel, tan blanco que parecía resplandecer.

El animal estiró el cuello, oliendo el aire. Era un cerdito, pero con un hocico más bien largo, y con las patas también más largas, no se parecía a ninguno de los cerdos que yo había visto antes. Aunque estaba en el centro del campo nevado, no había ninguna huella de pezuñas en la nieve intacta, ningún camino por el que el cerdito pudiera haber llegado hasta el centro del campo. Era como si el animal simplemente hubiera aparecido allí.

Eché un vistazo al círculo de árboles sólo durante un momento, y cuando miré de nuevo al cerdito, éste había crecido. Por lo menos había aumentado algo más de cuarenta kilos y me llegaba a la altura de las rodillas. No volví a apartar la mirada, pero el cerdo volvió a crecer. No podía ver cómo ocurría, era como intentar ver florecer una flor y no conseguirlo, pero aún así la flor crecía. Ahora ya me llegaba a la altura de mi cintura viéndose grande y robusto, y peludo. Nunca había visto a un cerdo con una piel tan peluda antes, como si llevara un grueso abrigo de invierno. Esa piel parecía realmente acariciable. Levantó esa cabeza extrañamente hocicuda hacia mí, y pude ver colmillos curvados en su boca, unos pequeños colmillos. Y en el momento en que los vi, resplandeciendo como el marfil bajo la luz de la luna, una punzada de ansiedad me atravesó.

Debería dejar este lugar, pensé. Me di la vuelta para marcharme a través del círculo de árboles. Un círculo de árboles que ahora me parecía demasiado uniforme, demasiado deliberado, para ser accidental.

Una mujer estaba de pie detrás de mí, tan cerca que cuando el viento sopló a través de los yermos árboles su capa se rozó con el dobladillo de mi vestido. Moví los labios para decir… ¿Quién? Pero nunca acabé la palabra. Ella alargó una mano arrugada y manchada por la edad, pero era una mano pequeña, esbelta, todavía encantadora, y todavía colmada de una fortaleza serena. No tenía la fuerza de una joven, pero sí mucha de esa fortaleza que sólo llega con la edad. Una fuerza nacida del conocimiento acumulado, de la sabiduría largamente meditada en las largas noches de invierno. Aquí había alguien que acumulaba el conocimiento de toda una vida, no… de muchas vidas.

La vieja bruja había sido denigrada como fea y débil. Pero esa apariencia de anciana no era el verdadero aspecto de la Diosa, y no fue lo que yo vi. Ella me sonrió, y esa sonrisa contenía toda la calidez que uno pudiera necesitar. Era una sonrisa que hablaba de mil charlas mantenidas frente al hogar, de cien docenas de preguntas hechas y respondidas. De vidas interminables repletas de sabiduría acumulada. No había nada que ella no supiera, si sólo yo pudiera pensar en las preguntas que deseaba hacerle.

Tomé su mano, y su piel era suave, suave como si fuera la de un bebé. Estaba arrugada, pero no siempre lo terso e inmaculado es lo mejor y existe una belleza en la edad, que la juventud no sabe reconocer.

Sujeté la mano de la anciana y me sentí segura, completa y plenamente segura, como si nada pudiera perturbar este sentimiento de paz silenciosa. Ella me sonrió, el resto de su rostro oculto tras la sombra de su capucha. Luego retiró su mano de la mía, y yo intenté sujetarla, pero ella negó con la cabeza y dijo, aunque sus labios no se movieron…

– Tienes trabajo que hacer.

– No lo entiendo -dije, y mi aliento humeó en la fría noche, aunque el de ella no lo hacía.

– Dales otro alimento para que puedan comer.

Fruncí el ceño.

– No lo entiendo.

– Date la vuelta -me dijo, y esta vez sus labios se movieron, pero aún así su aliento no alteró la noche. Era como si ella hablara pero no respirara, o como si su aliento estuviera tan frío como esta noche invernal. Trate de recordar si su mano había estado tibia o fría, pero no podía recordarlo. Todo lo que pude recordar fue la sensación de paz y ecuanimidad. -Date la vuelta -me dijo otra vez, y esta vez lo hice.

Un toro blanco estaba en el centro del claro -bueno, al menos eso es lo que me pareció a primera vista-. Su cruz estaba a la altura de mi cabeza. Debía de tener por lo menos dos metros y medio de largo. Sus hombros se extendían como una inmensa masa de músculos por detrás de su cabeza inclinada. Al levantar la cabeza, reveló un hocico enmarcado con largos y afilados colmillos. No era un toro, sino un enorme jabalí -ése que había comenzado siendo un lechoncito. Sus colmillos como cuchillas de marfil brillaron cuando me miró.

Miré hacia atrás, pero sabía que la anciana se había ido. Estaba sola bajo la noche invernal. Bien, no tan sola como hubiera querido estar. Volví la mirada hacia atrás y me encontré al monstruoso jabalí todavía ahí de pie, todavía clavando los ojos en mí. Ahora la nieve estaba fría bajo mis pies desnudos. Se me pusieron los brazos de piel de gallina, y la verdad no estaba segura de si temblaba de frío, o de miedo.

Ahora reconocí el espeso pelo blanco del jabalí. Todavía parecía suave. Pero su cola estaba completamente pegada a su cuerpo y su largo hocico se levantaba hacia el cielo. Su aliento llenó de vaho el aire mientras respiraba por la nariz. Mala cosa. Quería decir que era real, o al menos lo suficientemente real como para poder hacerme daño de todas formas.

Me quedé de pie todo lo quieta que podía estar. No creo que me moviera en absoluto, pero de repente cargó contra mí. La nieve salía despedida bajo sus pezuñas mientras venía a por mí.

Era como ver una gran locomotora descarrilando a toda velocidad. Demasiado grande para ser verdadero, y también demasiado enorme para ser posible. Yo no llevaba ningún arma. Así que me di la vuelta y corrí.

Oía al jabalí detrás de mí. Sus pezuñas cortaban el suelo congelado. Dejó escapar un sonido que más bien fue casi un grito. Miré hacia atrás. Nada me podía ayudar. El vestido largo se me enredó en los pies, y caí. Rodé por la nieve, luchando por ponerme de pie, pero el vestido se enredó aún más alrededor de mis piernas. No podía liberarme. No podía ponerme de pie. No podía correr.

El jabalí estaba casi encima de mí. Su aliento humeó creando nubes de vapor. La nieve salía despedida alrededor de sus patas, junto a trocitos de negra tierra congelada que resaltaban sobre todo ese blanco. Me vi inmersa en uno de esos momentos interminables donde pareces tener todo el tiempo del mundo para ver cómo la muerte se te viene encima. El jabalí blanco, la nieve blanca, los colmillos blancos, todo resplandecía bajo la luz de la luna excepto los fragmentos de negra tierra fértil que estropeaban toda esa blancura con cicatrices oscuras. El jabalí soltó otra vez un chillido horrible.

Su espeso pelaje invernal parecía tan suave. Parecería suave mientras me embestía hasta morir y me pisoteaba en la nieve.

Extendí una mano hacia atrás, tratando de tocar la rama de un árbol, o de cualquier cosa que pudiera ayudarme a levantarme de la nieve. Algo rozó mi mano, y lo agarré. Las espinas me cortaron la mano. Las zarzas de espino cubrían las vides que llenaban el espacio entre los árboles. Usé las zarzas para ayudarme a ponerme de pie. Las espinas mordieron mis manos, mis brazos, pero era todo lo que tenía para agarrarme. El jabalí estaba más cerca, podía percibir su olor fuerte y acre en el aire helado. Al menos no moriría yaciendo en la nieve.

Las espinas me hirieron, salpicando mi vestido blanco de sangre, la nieve se cubrió de gotas carmesí. Las vides se movieron bajo mis manos como si fueran algo más vivo que una planta. Sentí el caliente aliento del jabalí a mi espalda, y las espinosas vides se abrieron como si fueran una puerta. El mundo pareció girar, y cuándo pude ver otra vez, pude darme cuenta de dónde estaba: en lugar seguro de nuevo, al otro lado de las zarzas espinosas. El jabalí blanco arremetió fuerte y rápido contra ellas, como si pretendiera atravesarlas. Durante un momento pensé que lo iba a conseguir pero las espinas lo frenaron. Dejó de embestir y comenzó a arrancar los zarcillos con su gran hocico y colmillos. Arrancándolos y pisoteándolos, pero su blanco pelaje comenzó a verse adornado por multitud de diminutos arañazos sangrientos. Iba a acabar abriéndose paso pero las espinas le hacían sangrar.

Nunca había poseído ninguna magia en un sueño o visión, que no hubiera tenido cuando estaba despierta. Pero esa magia la tenía ahora. Esgrimí mi mano de sangre. Dirigí mi mano sangrante hacia el jabalí y pensé, Sangra. Hice que todos esos pequeños rasguños vertieran sangre. Aun así la bestia siguió peleando contra las espinas. Más zarcillos cayeron desgarrados al suelo. Pensé, Más. Mi mano se cerró en un puño, y cuándo la abrí de par en par, sus heridas se abrieron todavía más. Centenares de bocas rojas abiertas por todo el blanco pelaje. La sangre se derramó por sus flancos, y ahora su chillido no fue un grito de cólera, o de desafío. Fue un chillido de dolor.

Los zarcillos se tensaron a su alrededor todos a la vez. Las patas del jabalí cedieron, y los zarcillos lo inmovilizaron sobre el suelo congelado. Ya no era un jabalí blanco, era rojo. Rojo de sangre.

Había un cuchillo en mi mano. Era una brillante hoja blanca tan resplandeciente como una estrella. Y supe lo que tenía que hacer. Atravesé la nieve salpicada de sangre. El jabalí me puso los ojos en blanco, pero sabía que si pudiese, aún ahora me mataría.

Le clavé el cuchillo en la garganta, y cuando lo retiré la sangre fluyó a chorros sobre la nieve, sobre mi vestido, sobre mi piel. La sangre estaba caliente. Una fuente carmesí de calor y vida.

La sangre derritió la nieve que ahora se convirtió en una tierra negra y fértil. Y de esa tierra nació un diminuto cerdito que no era blanco esta vez, era como leonado y rayado en tonos dorados. Su coloración recordaba a la de un cervatillo. El cerdito gritó, pero sabía que no hallaría otra respuesta.

Lo recogí, y se hizo un ovillo en mis brazos como un cachorro. Estaba muy caliente, muy vivo. Me envolví con la capa que llevaba puesta abrigándonos a ambos. Mi vestido ahora era negro, no negro por estar empapado de sangre, sino simplemente negro. El cerdito se acomodó en el suave y cálido tejido. Yo llevaba puestas unas botas recubiertas de piel, suaves y calientes. Todavía sostenía el cuchillo en la mano, pero estaba limpio, como si la sangre se hubiera evaporado.

Olí a rosas. Me volví y me encontré con que el cuerpo del jabalí había desaparecido. Los zarcillos espinosos estaban cubiertos de flores y hojas verdes. Las flores eran blancas y rosadas, desde un pálido sonrojo hasta el salmón oscuro. Algunas de las rosas eran de un rosa tan profundo que parecían casi purpúreas.

El dulce y maravilloso olor de las rosas salvajes llenaba el aire. Los árboles yermos que había en el claro ya no estaban muertos, pues pude ver que empezaban a retoñar y a salirles las hojas. El deshielo provocado por la muerte del jabalí y su sangre habían cambiado todo eso.

El pequeño cerdito se hizo más pesado. Miré hacia abajo y me di cuenta de que había doblado su tamaño. Lo dejé sobre la nieve que se derretía, y tal como había ocurrido con el jabalí, empezó a crecer. Como la vez anterior, no pude observar el cambio, igual que una flor que florece de forma imperceptible, siguió cambiando de igual forma.

Comencé a caminar por la nieve, y el cerdo rápidamente me siguió como si fuera un perrito obediente. Por donde pasábamos la nieve se derretía, y la vida regresaba a la tierra. El cerdo perdió sus listas de lechón, se volvió negro y su alzada ahora me llegaba a la cintura, y continuaba creciendo. Toqué su lomo, y el pelaje no era suave, pero sí espeso. Acaricié su costado, y se acercó más a mí. Caminamos por la tierra, y por donde pasábamos el mundo se tornaba verde otra vez.

Alcanzamos la cima de la pequeña colina donde una losa gris y fría yacía bajo la luz naciente. El amanecer había llegado, apuntando como una herida carmesí por el cielo del Este. El sol renace con sangre, y se pone con sangre.

El jabalí ahora tenía colmillos, pequeños y curvados, pero yo no tenía miedo. Acarició mi mano con la nariz, y su hocico era más suave, y más hábil -de hecho era más parecido a un gran dedo- que cualquier otro hocico que hubiera tocado antes. Emitió un sonido simpático que me hizo sonreír. Luego cambió de dirección y bajó trotando por el otro lado de la colina, con su cola agitándose como una bandera. Allí donde sus pezuñas tocaban la tierra, ésta se teñía de verde.

Una figura encapuchada estaba a mi lado sobre la colina, pero no era la anciana Diosa invernal envuelta en su capa gris. Era una presencia masculina mucho más alta que yo, ancho de hombros, y cubierto con una capucha tan negra como el pelaje del jabalí que se hacía más diminuto en la distancia.

Me tendió las manos, y en ellas había un cuerno. El colmillo curvado de un gran jabalí. Era blanco y parecía recién arrancado, con sangre todavía adherida como si lo hubiera tomado del jabalí blanco sólo escasos momentos antes. Pero cuando me volví hacia él, el cuerno se tornó limpio y pulido, como si hubiera sido utilizado durante muchos años, como si muchas manos lo hubieran tocado. El cuerno ya no era blanco, pero sí de un intenso color ámbar que me hablaba de edad. Poco antes de tocar sus manos me percaté de que el cuerno estaba engastado sobre oro, formando una copa.

Rodeé sus manos con las mías y me percaté de que eran tan oscuras como su manto, pero sabía que éste no era mi Doyle, mi Oscuridad. Era el Consorte. Alcé la vista para mirar dentro de su capucha y por un instante pude ver la cabeza del jabalí. Entonces vi una boca humana que me sonreía. Su cara, como la cara de la Diosa, estaba oculta en las sombras. Estaba claro que el rostro de la deidad siempre sería un misterio.

Él envolvió mis manos alrededor del suave cuerno en forma de copa, pudiendo sentir el suave oro tallado bajo mis dedos. Luego presionó mis manos sobre la copa. Y yo me pregunté, ¿A dónde ha ido a parar el cuchillo blanco?

Una voz profunda que no era la voz de ningún hombre y era la de todos, me dijo…

– A donde pertenece.

El cuchillo apareció en la copa, con la punta hacia abajo, y de nuevo resplandecía como si una estrella hubiera caído en la copa de cuerno y oro.

– Bebe y sé feliz [1].

Él se rió por el juego de palabras. Alzó la brillante copa hasta mis labios y el cálido sonido de su risa desapareció.

Bebí del cuerno y lo encontré lleno del aguamiel más dulce que alguna vez hubiera bebido, espeso como la miel, y caliente como si el calor del mismo verano se deslizara por mi lengua, acariciando mi garganta. Tragué y fue más embriagadora que cualquier otra bebida.

El poder es la más embriagadora de todas las bebidas.

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