CAPÍTULO 4

EN EL MOMENTO EN QUE ABELOEC ME DEJÓ SOBRE UN LECHO de ropa, nuestra piel comenzó a brillar. Era una delgada capa formada por las camisas y las túnicas de mis guardias, con el suficiente grosor para que no me pinchara con la seca vegetación que cubría el suelo. Allí estaba amontonada toda la ropa que los hombres llevaban puesta, que no era mucha, dejándoles a todos desnudos. Aún así, todavía podía sentir las ramas y las hojas secas mientras se desmenuzaban bajo mi peso.

La sensación que transmitía no era la de una tierra en invierno. No importa lo frío que sea el invierno, ni la profundidad de la nieve, la tierra transmite una sensación de espera dando la impresión de que simplemente está dormida, que el sol la despertará y la primavera llegará. Pero aquí no. Era como diferenciar entre un cuerpo profundamente dormido y otro que está muerto. A simple vista, los ojos no pueden captar ninguna diferencia, pero si lo tocas, lo sabes. El suelo contra el que me presionó el cuerpo de Abeloec, no tenía nada, ninguna calidez, ni exhalación, ni vida. Vacío, como los ojos de los muertos, que unos momentos antes contenían personalidad, y después parecían espejos oscuros. Los jardines no esperaban volver a despertar, simplemente estaban muertos.

Pero nosotros no estábamos muertos.

Abeloec presionó su cuerpo desnudo contra el mío y me besó. La diferencia de alturas entre nosotros supuso que lo único que podía hacer era besarme, pero fue suficiente. Lo suficiente como para invocar la luz del interior de nuestros cuerpos.

Se elevó sobre sus brazos para poder mirarme a la cara. Su piel lucía tan brillante, que de nuevo sus ojos se volvieron como oscuras cuevas grises en su rostro. Nunca había conocido a un sidhe cuyos ojos no brillaran cuando su poder les alcanzaba. Su largo cabello se derramó a nuestro alrededor, mientras sus hebras blancas comenzaban a brillar mostrándose de un suave azul, de la misma forma que había sucedido antes. Se elevó aún más alto sobre sus brazos, casi bruscamente, de manera que su cuerpo quedó suspendido sobre del mío, apoyado únicamente en sus manos y los dedos de los pies.

Las azuladas líneas resaltaban sobre su blanca piel. Emitían imágenes de vides, y flores, de árboles y animales. Nada permanecía, nada perduraba. No había muchas líneas, y además no se movían muy rápido. Debería haber podido percibir más claramente el tipo de vid, fruta, o animal, pero a parte de poder ver si eran grandes o pequeños, parecía como si mi mente no pudiera retener esas imágenes.

Tracé el azul con mis dedos, y se quedó sobre mis manos, cosquilleando y persistiendo sobre el pálido brillo de mi propia piel. E incluso observándolo en mi propia mano, no pude discernir lo que aparecía y florecía allí. Era como si no estuviera destinada a verlo, o al menos a entenderlo. Al menos aún no, o tal vez nunca.

Desistí de intentar darle sentido a esas imágenes, y miré hacia él, a la larga longitud de su cuerpo suspendido encima del mío. Se sostenía sobre mí a modo de refugio, como si hubiera podido permanecer allí para siempre, sin cansarse. Alcancé su cuerpo, deslizándome bajo su firme fortaleza, hasta poder cubrir con mi mano su dura longitud.

Se estremeció sobre mí.

– Debería tocarte -. Su voz sonó tensa y ronca por el esfuerzo, pero, ¿En qué se estaba esforzando? Sus brazos, hombros y piernas aún permanecían sobre mí, como si fueran de piedra en vez de carne. No era su esfuerzo lo que provocaba que su voz fuera tensa. Al menos no el esfuerzo físico. Quizás fuera por su propia determinación.

Presioné suavemente su miembro, y estaba duro, terriblemente duro. El ritmo de su respiración cambió; pude ver cómo se ondulaba su estómago ante el esfuerzo que le suponía permanecer erguido sobre mí.

– ¿Cuánto tiempo ha pasado? – Le pregunté.

– No lo recuerdo -me contestó.

Acaricié la cabeza de su miembro con mi mano. Su espalda se arqueó y casi se me cayó encima, pero entonces sus brazos y piernas volvieron a su firme postura.

– Creí que los sidhe no mentían.

– No lo recuerdo exactamente -dijo. Ahora su voz sonaba entrecortada.

Deslicé la otra mano hasta llegar a sus testículos, para poder juguetear suavemente con ellos.

Tragó con tanta fuerza que pude oírlo, y dijo…

– Si continuas con eso, me correré, y no es como lo quiero hacer la primera vez.

Seguí jugando con él, suavemente. Estaba muy duro, temblorosamente duro. Sólo por sostenerle con mis manos. Sabía que la frase, duele de necesidad, no eran simples palabras. Brillaba y pude sentir cómo surgía el poder en él, aunque no palpitaba igual que los demás. Éste era un poder sosegado.

– ¿Cómo quieres que sea la primera vez? -Le pregunté, y mi voz sonó profunda, ronca, ante la sensación de tenerle en mis manos.

– Quiero estar dentro de ti, entre tus piernas. Quiero ver cómo te corres antes de que yo lo haga. Pero no sé si aún tengo ese tipo de disciplina.

– Entonces no seas disciplinado. Esta vez, la primera vez, no te preocupes de eso.

Él sacudió la cabeza, y las hebras azules de su pelo parecieron brillar con más intensidad.

– Quiero darte tanto placer que haga que me quieras en tu cama cada noche. Tantos hombres, Meredith, hay tantos hombres en tu cama. No quiero tener que esperar mi turno. Quiero que vengas a por mí una y otra vez, porque nadie te dé tanto placer como yo.

Un sonido hizo que ambos giráramos nuestras cabezas, encontrando a Mistral de rodillas a nuestro lado.

– Date prisa y termina con esto, Abeloec, o no seré el segundo.

– ¿No te importa, como a mí, si le das placer a la princesa? – Preguntó Abeloec.

– A diferencia de ti, yo no tendré una segunda oportunidad. La reina ha decretado que este momento sea todo lo que podré tener con la princesa. Por lo tanto, no, no estoy tan preocupado por mi rendimiento.

Pasó la mano sobre mi pelo, hundiéndola profundamente, rastrillando con sus dedos mi cuero cabelludo. Eso me hizo colocar la cabeza sobre su mano. Cerró sus dedos en un puño y de repente lo sacudió tirando de mi pelo que estaba sujeto en su mano. Esto hizo que el pulso se acelerara en mi garganta, arrancando un sonido de mi boca, que no fue de dolor. Mi piel relució cobrando vida.

– No tenemos que ser suaves -dijo Mistral. Acercó su cara a la mía. -¿Verdad, Princesa?

– No -susurré.

Tiró de mi pelo aún más fuerte y lancé un grito. Sentí, más que vi, como los demás hombres se acercaban a nosotros. Mistral tiró de mi pelo de nuevo, doblándome el cuello hacia un lado y moviendo un poco mi cuerpo bajo el de Abeloec.

– ¿No te estoy haciendo daño, verdad, Princesa?

– No -fue lo único que pude susurrar.

– No creo que te hayan oído -dijo. Repentinamente enroscó su mano aún más fuerte sobre mi pelo. Puso los labios contra mi mejilla y susurró, -Grita para mí -. Las líneas azules se deslizaron lentamente de mi piel a la suya y volví a ver el contorno de un resplandor en su mejilla.

– ¿Qué harás si no grito? -Susurré.

Me besó, muy suavemente, en la mejilla.

– Te haré daño.

Exhalé el aliento estremeciéndome.

– Por favor -suspiré.

Mistral se rió, una maravillosa y profunda risa, con su cara rozando la mía y su mano todavía en mi pelo.

– Deprisa, Abeloec, apresúrate o tendremos que pelear para ver quién es el primero -. Me soltó el pelo tan repentinamente, que ese movimiento también resultó un poco doloroso y me provocó un gemido. Mistral me giró hacia Abeloec, mientras yo aún tenía la mirada desenfocada y mi respiración o bien era demasiado rápida o casi se detenía. En realidad no lo sabía. Mi pulso parecía no saber decidir si yo tenía miedo o estaba excitada. Pero fue como si ahora que Mistral me había tocado de nuevo, no pudiera dejar de hacerlo. Mantuvo los dedos contra un lado de mi cuello, como si quisiera ayudar a que mi pulso se decidiese.

– No me gusta causar dolor -dijo Abeloec. Su cuerpo no parecía tan contento como antes.

– El dolor no es el único camino al placer -le dije.

Sus oscuros ojos se centraron en mí, resaltando contra el brillo de su cara.

– ¿No tienes que sentir dolor para obtener placer?

Negué con la cabeza, notando el persistente dolor en el lugar donde la mano de Mistral me había sujetado.

– No.

La profunda voz de Doyle se dejó oír en la oscuridad.

– A Meredith le gusta la violencia, pero también la suavidad. Depende de su estado de ánimo y del tuyo.

Tanto Abe como Mistral le miraron.

– A la reina no le importa en absoluto nuestros estados de ánimo – dijo Mistral.

– A ella, sí -contestó Doyle.

Abeloec me miró y comenzó a descender lentamente, a todo el mundo le hubiera parecido que estaba haciendo una flexión, salvo que mi cuerpo estaba en medio. Su boca encontró la mía antes de que su cuerpo me presionara. Me besó, y el brillante azul resplandeció, apareciendo líneas carmesí y esmeralda. Las líneas multicolores brillaron hacia la mano de Mistral, y parecía como si aquellas líneas fueran de cuerda, yendo de su boca a la mía y pasando del cuerpo de Abeloec a mi cuerpo. Yacía medio arrodillado y medio atravesado sobre la zona inferior de mi cuerpo. Extendió mis piernas de modo que su cuerpo se acomodara entre ellas. Pero creo que fue su dedo el que encontró el primer indicio de humedad.

Su voz sonó ahogada cuando dijo…

– Todavía estás húmeda.

Habría contestado, pero la boca de Mistral encontró la mía, y di la única respuesta que pude. Levanté mis caderas hacia la inquisitiva mano de Abeloec. Lo siguiente que sentí fueron sus manos moviéndose hacia mis caderas. La punta de su verga rozando mi sexo.

Mistral separó su boca de la mía y dijo, mitad susurrando, mitad gimiendo…

– Jódela, jódela, jódela, por favor -y la última palabra salió en un largo suspiro que terminó en algo parecido a un grito.

Abeloec se empujó hacia mi interior, y sólo entonces comenzó a palpitar con su poder. Casi se parecía a un gran vibrador, excepto que este vibrador estaba caliente, vivo, y tenía una mente y un cuerpo detrás.

Aquella mente movió el cuerpo con ritmos que con ninguna otra ayuda mecánica se podían haber producido. Observé el empuje de Abeloec entrando y saliendo de mí cuerpo como un brillante astil, aunque indudablemente era carne lo que entraba y salía de mí. Carne suave, firme y vibrante.

Mistral me agarró de nuevo del pelo, girándome la cabeza de modo que no pudiera ver cómo trabajaba la magia de Abeloec sobre mi cuerpo. La mirada en la cara de Mistral me podría haber asustado si hubiéramos estado solos. Me besó con fuerza, con tanta fuerza que lastimaba. No tenía otra opción que abrirle mi boca o cortarme los labios con mis propios dientes. Abrí la boca.

Su lengua se sumergió en mi interior, como si tratara de hacerle a mi boca lo que Abeloec hacía entre mis piernas. Fue sólo su lengua, pero continuó empujando dentro, presionando hasta que tuve que abrirla tanto que comenzó a dolerme la mandíbula. Empujó su lengua hasta tan hondo en mi garganta que tuve arcadas y retrocedió. Pensé que lo hacía para dejarme tragar y tomar aliento, pero retrocedió para poder reírse. Dejó escapar un sonido de puro placer masculino que bailó sobre mi piel y provocó un eco semejante al ruido de unos truenos distantes.

Que se detuviera me dio la posibilidad de centrarme en Abeloec. Había encontrado un ritmo con el que se hundía hasta lo más profundo de mí, con una fricción continuada y rítmica que finalmente me habría hecho culminar. Pero es que además, su cuerpo palpitaba dentro del mío. Era como si su magia palpitara con el mismo ritmo que su cuerpo, de manera que cada vez que se sumergía profundamente en mi interior, la magia palpitaba aún más duramente, y vibraba más rápida.

Aproveché la posibilidad que Mistral me había dado, para decir…

– Abeloec, ¿estás creando magia a la vez que tienes relaciones sexuales?

Su voz llegó tensa debido a la concentración con la que actuaba.

– Sí.

Comencé a decir, Oh Diosa, pero la boca de Mistral encontró la mía, y sólo pude decir…

– Oh, Dios…

Mistral empujó su lengua tan profunda y bruscamente en mi boca, que pareció el sexo oral que se practica a veces, cuando el hombre es demasiado grande como para que sea cómodo. Si luchas contra ello, duele, pero si te relajas, a veces, puedes hacerlo. Puedes dejar que el hombre se introduzca en tu boca sin que te llegue a romper la mandíbula. Nunca había dejado que nadie me besara como él, y justo mientras luchaba por permitírselo, pensé en todo el poder que él podía ejercer en otros asuntos, y ese pensamiento me hizo abrirme aún más, a los dos.

Los dos eran muy expertos, pero de modos tan diferentes, que me pregunté cómo sería tener su plena atención por separado. Pero no había ninguna posibilidad de pedirle a Mistral que esperara, que nos diera tiempo, porque apenas podía respirar, ni mucho menos hablar con su lengua profundizando en mi garganta. Quería hablar; quería no tener que luchar contra él para conseguir respirar. La mandíbula me dolía lo suficiente como para distraerme del asombroso trabajo de Abeloec. Mistral había cruzado aquella línea que separaba el “es estupendo” del “detente de una jodida vez”.

No habíamos acordado ningún signo que le avisara de que tenía que parar. Cuando no puedes hablar, por lo general tienes alguna forma, ya convenida, de avisar. Comencé a empujar sus hombros, a empujarlo de verdad. No soy tan fuerte como los sidhe de pura sangre, pero por si sirve de aclaración, una vez atravesé con el puño la puerta de un coche para ahuyentar a unos aspirantes a atracadores. Me quedó la mano cubierta de sangre, pero no se me rompió. Así que empujé, y él empujó más como respuesta.

Tenía la boca tan dentro de la mía que no podía ni morderle. Me ahogaba, y no le importaba.

Pude sentir el inicio del orgasmo. No quería que el buen trabajo que Abeloec estaba llevando a cabo se estropeara porque Mistral me estuviera ahogando.

Las uñas podían usarse para el placer, o para otros propósitos. Coloqué las uñas sobre la firme carne del cuello de Mistral y las enterré. Esculpí sangrientos surcos en su piel. Saltó hacia atrás, y viendo la rabia en su rostro, volví a alegrarme de que no estuviéramos solos.

– Cuando diga que te pares, te paras -le dije. Y comprendí que yo también estaba enojada.

– No dijiste que parara.

– Te aseguraste de que no pudiera decirlo.

– Dijiste que te gustaba el dolor.

Tenía bastantes problemas para controlar mi respiración, porque Abeloec continuaba vibrando y moviéndose en mi interior. Estaba tan cerca…

– Me gusta el dolor hasta cierto punto, pero no tener una mandíbula rota. Tendremos que poner unas normas antes de que… tú… tengas… tu turno… -y la última palabra me salió en un grito cuando eché atrás la cabeza y mi cuerpo se colapsó. Mistral me sujetó la cabeza o me la hubiera roto contra el duro suelo.

El placer de Abeloec se extendió en oleadas a través de mí, sobre mí, dentro de mí. Oleadas de placer, oleadas de energía, una y otra vez, como si aquí, también, fuera capaz de controlar lo que estaba ocurriendo. Como si pudiera controlar mi clímax de la misma manera en que había controlado todo lo demás. El orgasmo irradió desde mi ingle hacía cada centímetro de mi cuerpo, y después comenzó de nuevo, extendiéndose desde el centro de mis piernas, por toda mi piel, con una rapidez que me hizo buscar con las manos algo a lo que anclar mi convulso cuerpo. La parte superior de mi cuerpo se elevó del suelo y cayó repetidas veces, mientras Abeloec me mantenía las caderas y piernas atrapadas contra su cuerpo.

Alguien a mi espalda me sujetó tratando de dominarme, pero el placer era demasiado agudo. Lo único que podía hacer era forcejear y gritar, con un desgarrado grito detrás de otro. Mis dedos encontraron carne, arañándola, y unas fuertes manos me inmovilizaron la mía. Mi otra mano encontró mi propio cuerpo, desgarrándolo. Otra mano me cogió la muñeca y la sujetó contra el suelo.

Escuché voces por encima de mis gritos:

– ¡Vamos, Abeloec, acaba ya!

– ¡Ahora, Abeloec! -le urgió Mistral.

Lo hizo, y de repente el mundo se convirtió en una luz blanca, y fue como si pudiera sentir su liberación entre mis piernas, cálido y grueso, y tan profundamente enterrado en mí como podía llegar. Me fundí con aquella luz blanca y me encontré en el centro de una explosión estelar de colores rojos, verdes y azules. Después no hubo nada, nada excepto una blanca, blanca luz.

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