CAPÍTULO 3

LA LENGUA DE ABELOEC DIO LARGOS, CERTEROS GOLPES alrededor del borde de mi sexo, luego una caricia por encima cuando él se movió hacia abajo otra vez. Las manos de Mistral jugaban con mis pechos de la misma forma en que los besaba, como si no tuviera suficiente con que llenar sus manos, como si esa sensación fuese algo a lo que él tenía derecho. Hizo rodar mis pezones entre sus dedos, y finalmente separó su boca de la mía para llevarla junto a sus manos sobre mis pechos. Tomó un pecho en su boca, abarcándolo tanto como le fue posible, como si verdaderamente se alimentase de mi carne. Chupó fuerte, y más fuerte, hasta que sus dientes hicieron presa en mí.

Abeloec se movió hasta ese dulce lugar en lo alto de mi sexo y comenzó a hacer rodar su lengua a su alrededor. Los dientes de Mistral presionaron lentamente, como si estuviera esperando que le ordenara parar, pero no lo hice. La combinación de la boca de Abeloec, segura y suave entre mis piernas, y la presión inexorable de la boca de Mistral en mi pecho cada vez más fuerte, era exquisita.

Una leve brisa danzó a través de mi piel. Una racha de viento empujó hebras del pelo de Mistral de un lado al otro sobre mi cuerpo, liberándolas de su larga cola de caballo. Sus dientes continuaron ejerciendo una prensa implacable. Aplastaba mi pecho entre sus dientes, y se sentía tan bien. La lengua de Abeloec azotó con un golpecito rápido y luego más rápido sobre aquel punto dulce.

El viento sopló más fuerte, enviando hojas muertas moviéndose rápidamente a través de nuestros cuerpos.

Los dientes de Mistral casi se unieron sobre mi pecho, y ahora sí me hizo daño. Abrí la boca para decirle que se detuviera, pero en aquel momento Abeloec me lamió una última vez y eso fue todo que lo necesité. Me corrí gritando, alzando las manos, buscando algo dónde agarrarme, mientras Abeloec profundizaba mi orgasmo con la lengua y la boca.

Mis manos encontraron a Mistral. Hinqué las uñas en sus brazos desnudos, y sólo cuando unas de mis manos trató de alcanzar su muslo, él agarró mi muñeca. Para hacerlo, tuvo que soltar mi pecho de la prisión de su boca. Inmovilizó mis manos en la seca tierra, mientras yo gritaba y luchaba por alcanzarle con uñas y dientes. Él se quedó sobre mí, presionando mis muñecas en el suelo. Bajó la mirada clavando en mí unos ojos que destellaban luces resplandecientes. Mi última visión de sus ojos, antes de que Abeloec consiguiera que lanzara mi cabeza de un lado a otro, luchando contra el placer, fue de que estaban llenos de relámpagos, centelleando, bailando, tan brillantes que proyectaban sombras en la iridiscencia de mi piel.

Las manos de Abeloec hincadas en mis muslos me mantenían sujeta mientras luchaba por liberarme. Se sentía tan bueno, tan bien, que pensé que me volvería loca si no se detenía. Tan bien que al mismo tiempo quería tanto que se detuviera, como que nunca más lo hiciera.

El viento sopló más fuerte. Las secas, leñosas vides chillaban bajo el viento creciente, y los árboles crujieron como protesta, como si sus ramas muertas no fueran a resistir el viento.

Las líneas de color que proyectaba Abeloec, rojas, azules y verdes, crecieron más brillantes bajo el viento. Los colores palpitaron brillantes, cada vez más brillantes. Posiblemente ese intenso fulgor impedía que la oscuridad retrocediera, volviéndola incandescente, como si la interminable noche hubiera sido sembrada de luces de neón.

Abeloec soltó mis muslos, y en ese mismo momento las luces perdieron un poco de su intensidad. Él se arrodilló entre mis piernas y empezó a desatar sus pantalones. Sus ropas modernas habían quedado arruinadas durante el intento de asesinato ocurrido la noche anterior. Y tanto él, como la mayor parte de los hombres que raramente dejaban el sithen, tenían pocas cosas con cremalleras o botones de metal.

Comencé a decir que no, porque él no había preguntado, y porque la magia se desvanecía. Yo podía pensar otra vez, como si el orgasmo hubiera aclarado mi mente.

Se suponía que debía tener tanto sexo como pudiera, ya que si no conseguía tener un hijo pronto, no sólo nunca sería reina, sino que probablemente estaría muerta. Si mi primo Cel dejaba embarazada a alguien antes de que yo quedase embarazada, entonces él sería rey, y me mataría, y también a todos aquéllos que me eran leales. Todo lo cual era un incentivo para follar como ningún afrodisíaco podría igualar.

Pero había algo pinchándome bajo mi espalda, y notaba toda una serie de pequeños dolores a todo lo largo de mi cuerpo. Ramas muertas y trocitos de planta que se me clavaban hincándose en la piel. No lo había advertido hasta que el orgasmo se desvaneció y las endorfinas desaparecieron a toda velocidad. Casi no hubo ninguna sensación de bienestar, sólo un orgasmo que hizo volar mi mente, y luego esta sensación de desvanecimiento, de ser consciente de cada pequeño malestar. Si Abeloec tenía en mente la posición del misionero, íbamos a necesitar una manta.

No me parecía que todo eso fuera como para perder mi interés tan rápidamente. Si Abeloec era tan talentoso con otras cosas como lo era con su boca, entonces era alguien con quien quería acostarme, simplemente por el puro placer. ¿Entonces por qué me encontré repentinamente con un no en mis labios y deseando levantarme del suelo?


ENTONCES UNA VOZ SURGIÓ DE LA CRECIENTE OSCURIDAD Y mientras las líneas de colores se desvanecían… esa voz nos congeló a todos donde estábamos y envió mi palpitante corazón hasta mi garganta.

– Vaya, vaya, vaya… llamo a mi capitán de la guardia, Mistral, y él no está en ninguna parte donde pueda ser encontrado. Mi sanadora me dice que todos vosotros desaparecisteis del dormitorio. Así que os busqué en la oscuridad, y aquí estáis -Andais, Reina del Aire y la Oscuridad, apareció desde la pared lejana. Su piel pálida era una blancura en la oscuridad creciente, pero había luz a su alrededor, como si el negro pudiera ser una llama e iluminar.

– Si hubieras estado de pie bajo la luz, no te habría encontrado, pero en la oscuridad, en la profunda oscuridad de los jardines muertos… no puedes esconderte de mí aquí, Mistral.

– Nadie se escondía de ti, mi reina -dijo Doyle… lo primero que cualquiera de nosotros había pronunciado desde que habíamos sido traídos aquí.

Ella le ordenó silencio por señas caminando sobre la hierba seca. El viento que había estado azotando las hojas estaba muriendo ahora, mientras los colores se desvanecían.

Las últimas rachas de viento agitaron el dobladillo de su túnica negra.

– ¿Viento? -Preguntó Andais. -No ha habido viento aquí dentro desde hace siglos.

Mistral me había dejado para caer de rodillas ante ella. Su piel palideció mientras se alejaba de Abeloec y de mí. Me pregunté si en sus ojos todavía destellaban los relámpagos, pero apostaba a que no lo hacían.

– ¿Por qué te apartaste de mí, Mistral? -Ella tocó su barbilla con unas largas y afiladas uñas, levantando su cara de forma que él se viera obligado a mirarla.

– Buscaba consejo -dijo él con una voz que sonaba baja pero al mismo tiempo parecía soportar toda la creciente oscuridad. Ahora que Abeloec y yo habíamos dejado de tener sexo, toda la luz se desvanecía, las líneas sobre la piel de todo nosotros desaparecían. De pronto nos encontrábamos en una oscuridad tan absoluta que podrías llegar a tocar tu propia pupila sin tener el reflejo de parpadear. Un gato sería ciego aquí dentro; incluso los ojos de un gato necesitan algo de luz.

– ¿Consejo para qué, Mistral? -Ella hizo de su nombre un quejido funesto que contenía la amenaza del dolor, como un aroma en el viento puede prometer la lluvia.

Él trató de inclinar la cabeza, pero Andais mantenía las puntas de sus dedos bajo su barbilla.

– ¿Buscaste la guía de mi Oscuridad?

Abeloec me ayudó a levantarme y me sostuvo cerca, no debido a un sentimiento romántico, sino porque es lo que los duendes hacen cuando están nerviosos. Nos tocamos unos a los otros, acurrucándonos en la oscuridad, como si el toque de la mano del otro impidiera que la gran cosa mala pudiera pasar.

– Sí -dijo Mistral.

– Mentiroso -dijo la reina, y lo último que pude ver antes de que la oscuridad se tragase el mundo fue el brillo de una espada en su otra mano. Relampagueó desde su túnica, donde ella la había escondido.

Hablé antes de poder pensar:

¡No!

Su voz siseó en la oscuridad y pareció deslizarse arrastrándose sobre mi piel.

– ¿Meredith, sobrina, realmente me estás prohibiendo castigar a uno de mis guardias? No uno de tus guardias, sino de los míos, ¡mío!

La oscuridad se hizo más pesada, más espesa, y costaba más esfuerzo respirar. Sabía que ella podía hacer que el mismo aire fuera tan pesado que aplastara la vida que había en mí. Podría hacer el aire tan espeso que mis pulmones mortales no lo podrían aspirar. Casi me mató ayer mismo, cuando osé interferir en uno de sus “entretenimientos”.

– Había viento en los jardines muertos. -La profunda voz de Doyle llegó tan grave, tan profunda, que pareció vibrar a lo largo de mi columna vertebral. -Tú sentiste el viento. Hiciste una observación sobre el viento.

– Sí, la hice, pero ahora se ha ido. Ahora los jardines están muertos, muertos como siempre lo estarán.

Una pálida luz verde brotó de la oscuridad. Era Doyle sosteniendo entre sus manos ahuecadas unas enfermizas llamas verdosas. Era una de sus manos de poder. Había visto el toque de ese fuego arrastrarse lentamente sobre otro sidhe y hacerle desear la muerte. Pero como tantas cosas en el mundo de las hadas, también tenía otros usos. Era una luz bienvenida en la oscuridad.

La luz mostró que ya no eran sus dedos los que mantenían la barbilla de Mistral alzada, sino el filo de una espada. Su espada, Terror Mortal. Uno de los pocos objetos que quedaban que podría matar realmente a un sidhe inmortal.

– ¿Y si los jardines pudieran vivir otra vez? -preguntó Doyle. -Como viven de nuevo las rosas en el exterior del salón del trono.

Ella sonrió de una forma sumamente desagradable.

– ¿Te propones derramar más de la preciosa sangre de Meredith? Ese fue el precio para que las rosas renacieran.

– Hay otras formas para dar vida que no requieren sangre -dijo Doyle.

– ¿Piensas que puedes follar hasta que los jardines renazcan a la vida? -preguntó Andais mientras usaba el borde de la espada para forzar a Mistral a que se levantara de su posición arrodillada.

– Sí -dijo Doyle.

– Eso, me gustaría verlo -dijo ella.

– No creo que funcionara si estás aquí -dijo Rhys. Una pálida luz blanca apareció sobre su cabeza. Pequeña, esférica, una suave blancura que iluminaba por donde él caminaba. Era la luz que la mayoría de los sidhe, y muchos de los duendes menores podían hacer a voluntad; Una pequeña magia que la mayoría poseía. Pero si yo quisiera tener luz en la oscuridad, tenía que encontrar una linterna o una cerilla.

Rhys avanzó hacia la reina, envuelto en un suave círculo de luz.

Ella habló…

– Parece que el follar unas cuantas veces después de soportar unos pocos siglos de celibato te envalentonan, Un Ojo.

– La jodienda me hace feliz -dijo él-. Me hace ser atrevido -continuó levantando su brazo derecho, mostrándole la parte oculta. Ni la luz era lo bastante fuerte, ni el ángulo era el correcto para que yo pudiera ver qué era tan interesante.

Ella frunció el ceño; luego, cuando él se acercó, sus ojos se ensancharon.

– ¿Qué es eso? -Pero su mano había bajado lo suficiente como para que Mistral ya no tuviera que incorporarse de su posición arrodillada para evitar ser cortado.

– Es exactamente lo que tú piensas que es, mi reina -dijo Doyle. Él comenzó a acercarse a ella, también.

– No más cerca, los dos. -Ella enfatizó sus palabras obligando otra vez a Mistral a casi incorporarse de nuevo.

– No te queremos dañar, mi reina -dijo Doyle.

– Quizás me propongo dañarte yo a ti, Oscuridad.

– Ese es tu privilegio -dijo él.

Abrí la boca para corregirle, porque él ahora era mi capitán de la guardia. Ella ya no tenía permiso para lastimarle simplemente por puro gusto, nunca más.

Abeloec me contuvo cogiéndome del brazo, y dijo murmurando contra mi pelo…

– Todavía no, Princesa. La Oscuridad no necesita tu ayuda todavía.

Quise discutir, aunque parecía que su razonamiento era lógico. Abrí la boca para rebatirlo, pero cuando alcé la vista para mirarle a la cara, mi argumento pareció desvanecerse. Su sugerencia simplemente parecía ser lo razonable.

Algo golpeó mi cadera, y me percaté de que él todavía sostenía la copa de cuerno. Él era el cáliz, y el cáliz era él, de alguna mística manera, pero cuando él lo tocó, pareció más… más razonable. Mejor dicho, sus sugerencias parecían más razonables.

No estaba segura de que me gustara que él pudiera hacerme eso, pero lo dejé estar. Ya teníamos suficientes problemas para necesitar otras distracciones.

– ¿Qué hay en el brazo de Rhys? -le susurré.

Pero Abeloec y yo estábamos de pie en la oscuridad, y la Reina del Aire y la Oscuridad podía oír cualquier cosa que fuese pronunciada en la oscuridad. Y me contestó…

– Muéstraselo, Rhys. Muéstrale a ella lo que te ha envalentonado.

Rhys no le dio la espalda, pero se movió algo lateralmente hacia nosotros. La suave, pequeña fuente de luz blanca se movió con él, perfilando la parte superior de su cuerpo. En una batalla habría sido un desastre; le habría convertido en un blanco. Pero los inmortales no sudan por cosas como esa… si no puedes morir, supongo que puedes convertirte en un blanco perfecto sin que te importe lo más mínimo.

La luz nos rozó primero, como esa primera respiración blanca del amanecer que se desliza a través del cielo, tan blanco, tan puro, cuando el amanecer no es nada más que el desvanecimiento de la oscuridad. Cuando Rhys se acercó más a nosotros, la luz blanca pareció expandirse, deslizándose sobre su cuerpo, mostrando que todavía estaba desnudo.

Él tendió su brazo hacia mí. Mostraba la silueta azul claro de un pez que se alargaba empezando justo desde su muñeca hasta casi llegar a su codo. El pez estaba cabeza abajo en dirección a su mano y parecía extrañamente curvado, como un semicírculo en espera de su otra mitad.

Abeloec lo tocó de la misma forma que la reina había hecho, levemente, con sólo las yemas de sus dedos.

– No he visto eso en tu brazo desde que dejé de ser un portero de discoteca.

– Conozco el cuerpo de Rhys -dije. -Eso nunca ha estado ahí antes.

– No en toda tu vida -dijo Abeloec.

Le eché un vistazo para luego mirar a Rhys y luego de nuevo a él, y le dije…

– Es un pez, ¿qué…

– Un salmón, para ser exactos -dijo él.

Cerré la boca para no decir algo estúpido. Traté de hacer lo que mi padre siempre me había enseñado a hacer, pensar. Pensé en voz alta…

– El salmón significa conocimiento. Una de nuestras leyendas dice que puesto que el salmón es la criatura viviente más antigua, posee todo el conocimiento desde que el mundo es mundo. Según esa misma leyenda significa longevidad.

– Leyenda, ¿verdad? -dijo Rhys con una sonrisa.

– Tengo una licenciatura en biología, Rhys; nada de lo que digas me convencerá de que un salmón antecedió a los trilobites, o hasta a los dinosaurios. Un pez moderno es justo eso, moderno dentro de la escala geológica.

Abeloec me miraba con curiosidad.

– Me había olvidado de que el Príncipe Essus insistió en criarte entre los humanos -sonrió-. Cuando razonas las cosas, no eres tan fácil de distraer. -Él tensó su otra mano, con el cáliz todavía sujeto en ella.

Fruncí el ceño, y finalmente me alejé de él.

– Déjalo estar.

– Bebiste de su copa -dijo Rhys-. Él debería poder persuadirte de casi cualquier cosa… -sonrió abiertamente cuando continuó-…si fueras humana.

– Supongo que ella no es lo bastante humana -dijo Abeloec.

– Todos estáis actuando como si ese tatuaje pálido fuera importante. No entiendo el por qué.

– ¿Essus no te contó nunca nada sobre ello? -preguntó Rhys.

Fruncí el ceño.

– Mi padre no mencionó nada acerca de un tatuaje en tu brazo.

La reina hizo un ruido burlón.

– Essus no pensó que fueras lo suficientemente importante para decírtelo.

– Él no se lo dijo -dijo Doyle-, por la misma razón que Galen tampoco lo sabe.

Galen todavía yacía en el jardín muerto. Todos los otros hombres que se habían desplomado sobre el suelo estaban todavía de rodillas o sentándose en la vegetación muerta. Una suave incandescencia blanca verdosa comenzó a tomar forma sobre la cabeza de Galen. No era un halo como el de Rhys, sino algo más parecido a una pequeña pelota de luz por encima de su cabeza.

Galen encontró su voz, ronca, y tuvo que aclararla bruscamente antes de poder decir…

– Yo no sé nada tampoco sobre ningún tatuaje en Rhys.

– Ninguno de nosotros se lo ha dicho a los más jóvenes, Reina Andais -dijo Doyle. -Todo el mundo sabe que nuestros seguidores se pintaban con símbolos y entraban en batalla con sólo esos símbolos para protegerles.

– Finalmente aprendieron a llevar puesta la armadura -dijo Andais. Su brazo había bajado lo bastante como para que Mistral estuviera cómodo sobre sus rodillas otra vez.

– Sí, y sólo las pocas y últimas tribus fanáticas siguieron tratando de buscar nuestro favor y bendición. Ellos murieron por aquella lealtad -dijo Doyle.

– ¿De qué estás hablando? -Pregunté.

– Hubo un tiempo, en que nosotros, los sidhe, sus dioses, estábamos pintados con símbolos que representaban la bendición de la Diosa y el Consorte. Pero cuando nuestro poder se desvaneció, así también lo hicieron las marcas en nuestros cuerpos -explicó Doyle con su voz espesa como la miel.

Rhys prosiguió la historia.

– Antiguamente, si nuestros seguidores se pintaban sus cuerpos para imitarnos, obtenían algo de la protección y la magia que teníamos. Era una señal de devoción, sí, pero una vez, mucho, mucho tiempo atrás, literalmente nos podían llamar para ayudarles -dijo, contemplando el tenue pez azul en su brazo. -No he tenido esta marca desde hace casi cuatro mil años.

– Está borroso e incompleto -dijo la reina desde la pared lejana.

– Sí. -Rhys inclinó la cabeza y la miró-. Pero es un comienzo.

La voz de Nicca llegó tenue, y yo casi le había olvidado, mientras permanecía ahí parado a un lado. Sus alas comenzaron a brillar en la oscuridad, como si por sus venas hubiera comenzado a fluir la luz en lugar de sangre. Él batió esas enormes alas. Habían sido sólo una marca de nacimiento en el dorso de su espalda hasta unos cuantos días atrás, cuando por fin habían brotado realmente. Comenzaron a resplandecer como si cada uno de sus colores fuera de cristal coloreado brillando bajo la luz de un sol que no podíamos ver.

Tendió su mano derecha, y nos mostró una marca en la cara externa de la muñeca, casi en la mano misma. La luz era demasiado vacilante para que yo pudiera estar segura de lo que era, pero Doyle dijo…

– Una mariposa.

– Nunca he tenido una marca del favor de la Diosa -dijo Nicca con su voz tenue.

La reina bajó su espada completamente, de modo que volvió a ser invisible dentro de la falda totalmente negra de su túnica.

– ¿Y el resto de vosotros?

– Podréis ser capaces de sentirlo, si os concentráis en ello -dijo Rhys a los demás.

Frost convocó un globo de luz que era de un débil gris plateado. Se sostenía sobre su cabeza, al igual que la luz verdosa que Galen tenía. Frost empezó a desabrocharse la camisa. Raramente iba desnudo si lo podía evitar, así que supe antes de que desnudara la curva perfecta de su hombro derecho que allí habría algo.

Él giró su brazo de forma que pudiera verlo.

– Muéstranos -dijo la reina.

Frost le dejó a ella ver primero, luego se volvió hacia nosotros en un semicírculo lento. El dibujo era tenue y azul como había sido el de Rhys, un pequeño árbol muerto, sin hojas, desnudo, y la tierra bajo él parecía esbozar un montículo de nieve. Como el salmón de Rhys, estaba borroso, y parecía no estar dibujado del todo, como si alguien hubiera empezado el trabajo y no hubiera acabado.

– Asesino Frost nunca había tenido un símbolo de favor -dijo la reina y su voz sonó extrañamente infeliz.

– No -dijo Frost-, no lo tuve. No era del todo sidhe cuando el último sidhe sostuvo tales favores. -Se encogió de hombros para acomodar la camisa en su lugar y comenzó a abotonarla. Él no estaba simplemente vestido, estaba armado. La mayor parte de los otros conservaban una espada y una daga, pero sólo Doyle y Frost tenían pistolas. Rhys había dejado la suya con sus ropas en el dormitorio.

Noté un bulto aquí y allá bajo la camisa de Frost, lo que quería decir que llevaba más armas que podrían ser vistas con facilidad. A él le gustaba estar armado, pero tantas armas significaban que algo le había puesto nervioso. Puede que fueran los intentos de asesinato, o tal vez alguna otra cosa. Su atractivo rostro estaba cerrado para mí, escondido tras la arrogancia que él usaba como una máscara. Quizás simplemente escondía sus pensamientos y sus sentimientos de la reina, pero de todas formas… Frost tendía a ser temperamental.

Rhys dijo…

– Deja que Abeloec y Merry acaben lo que comenzaron. Déjalos terminar.

La reina Andais inspiró tan profundamente, que incluso a pesar de la débil luz que iluminaba la cámara, pude ver como subía y bajaba la “V” de carne blanca que se veía en su túnica.

– Muy bien, que acaben. Ven conmigo entonces, tenemos mucho de qué discutir -dijo ella, alargando su mano hacia Mistral. -Ven, mi capitán, dejémoslos a sus placeres.

Mistral no lo dudó. Se levantó y tomó su mano pálida.

– Le necesitamos -dijo Rhys.

– No -dijo Andais-, no, ya le he dado a Meredith mis hombres verdes. Ella no necesita el mundo entero.

– ¿Crece la hierba sin viento y lluvia? -preguntó Doyle.

– No -dijo ella, y su voz volvió a ser poco amistosa, como si le hubiera gustado estar enojada y fuera consciente de que ahora no podía permitírselo. Andais era esclava de su temperamento, pocas veces se controlaba. Tanto autodominio en ella era raro.

– Para hacer la primavera, tú necesitas muchas cosas, mi reina – dijo Doyle. -Sin calor y agua, las plantas se marchitan y mueren. -Se quedaron mirándose el uno al otro, la reina y su Oscuridad. Fue la reina quien apartó la mirada primero.

– Mistral puede quedarse. -Andais soltó su mano, luego me miró desde el otro extremo de la caverna. -Pero que esto quede claro entre nosotras, sobrina. Él no es tuyo. Es mío. Él es tuyo sólo por este espacio de tiempo. ¿Está eso claro para todos vosotros?

Todos asentimos con la cabeza.

– Y tú, Mistral -dijo la reina-. ¿Lo entiendes?

– Mi orden de celibato es levantada por este espacio de tiempo y sólo con la princesa.

– Perfecto, entonces -dijo ella. Dio la vuelta como si fuera a atravesar la pared andando, luego se giró mirando por encima de su hombro. -Terminaré lo que estaba haciendo cuando advertí tu ausencia, Mistral.

Él cayó de rodillas.

– Mi reina, por favor no hagas esto…

Ella se volvió con una sonrisa que fue casi agradable… si no fuera porque la mirada en sus ojos, aún desde aquí, fue aterradora.

– ¿Estás intentando decirme que no te deje con la princesa?

– No, mi reina, sabes que no es eso lo que quiero decir.

– ¿Lo hago? -dijo ella, sonando el peligro en su voz. Se deslizó sobre la maleza muerta y colocó la punta de Terror Mortal bajo su barbilla. -Tú no viniste a pedir el consejo de mi Oscuridad. Viniste a obligar a la princesa a interceder por la Casa de Nerys.

Los hombros de Mistral se movieron como si hubiera tomado aire profundamente, o hubiera tragado saliva.

– Contéstame, Mistral -siseó ella, sonando la furia en su voz afilada como una hoja de afeitar.

– Nerys sacrificó su vida por tu palabra de que no matarías a su gente. Tú… -él dejó de hablar abruptamente, como si ella hubiera aproximado la punta tan cerca que no pudiera hablar sin cortarse.

– ¿Tía Andais -dije-, qué has hecho con la gente de Nerys?

– Trataron de matarnos a ti y a mí anoche, ¿o lo has olvidado?

– Lo recuerdo, pero también recuerdo que Nerys te pidió que tomaras su vida, a cambio de que tuvieras piedad de su casa. Diste tu palabra de que los dejarías vivir si ella moría en su lugar.

– No he dañado ni a uno solo -dijo ella, y pareció demasiado contenta consigo misma.

– ¿Qué significa eso? -Pregunté.

– Solamente les ofrecí a los hombres una oportunidad para servir a su reina como miembros de mi guardia real. Necesito a mis Cuervos a pleno rendimiento.

– Unirse a tu guardia significa abandonar todas las lealtades familiares y volverse célibe. ¿Por qué estarían de acuerdo con cualquiera de esas cosas? -Pregunté.

Andais apartó la espada de la garganta de Mistral.

– Estabas muy impaciente por chismear sobre mí. Díselo a ella ahora.

– ¿Puedo levantarme, mi reina? -preguntó Mistral.

– Levántate, bufón, no me importa; simplemente díselo a ella.

Mistral se levantó cautelosamente, y cuando ella no hizo ningún movimiento hacia a él, comenzó a moverse con cuidado a través del cuarto hacia nosotros. Su garganta se veía oscura bajo las luces parpadeantes. Ella le había cortado. Cualquier sidhe podría cicatrizar un corte pequeño, pero como el daño había sido producido por Terror Mortal, Mistral se curaría mortalmente despacio, a velocidad humana.

Los ojos de Mistral se veían abiertos, asustados, pero él se movió fácilmente atravesando el jardín muerto, como si a él no le preocupara que ella le hiciera algo mientras se estaba alejando de ella. Sé que a mí ya me hubiera estado doliendo la espalda con el miedo del golpe. Sólo cuando él estuvo fuera del alcance de su espada permitió que un poco del pánico dejara sus ojos. Aun así, eran del color de la verde sombra del tornado. Ansiedad.

– Suficiente -dijo ella-. Meredith puede oírte desde allí.

Él se detuvo obedientemente, pero tragó saliva, como si no le gustara nada que ella le hubiera detenido antes de haber regresado con nosotros. No lo culpaba. La magia de la reina podría destruirle desde esa distancia. Probablemente, Andais le había ordenado detenerse simplemente para que él se preocupara. Igual ya no se proponía hacerle más daño, pero quería que tuviera miedo. A ella le gustaba que las personas le tuvieran miedo.

– Ella ha encadenado a todos los de la Casa de Nerys con cadenas de hierro frío para que no puedan hacer ninguna magia -dijo Mistral.

– No puedo discutir eso -dije. -Nos atacaron en la Corte, todos ellos. Deberían perder su magia por un tiempo.

– Ella ha dado a los hombres la oportunidad de convertirse en sus Cuervos. A las mujeres les ha ofrecido ser Grullas de la guardia del príncipe.

– Cel está preso, encerrado. Él no necesita guardia -dije.

– La mayor parte de las mujeres no estarían de acuerdo con eso, de todas formas -dijo Mistral. -Pero la reina tenía que ser vista otorgándoles a todos ellos una elección.

– ¿Una elección entre convertirse en guardias y qué más? -Pregunté. Casi me daba miedo la respuesta. Ella llevaba a Terror Mortal. Recé para que no los hubiera ejecutado. La Corte entera abjuraría de ella. Y yo necesitaba a Andais en el trono hasta que me confirmase como su heredera.

– La reina ha ordenado a Ezekiel y a sus ayudantes tapiarlos vivos -dijo Mistral.

Parpadeé ante eso. No podía asimilarlo todo. Mi primer pensamiento fue protestar diciendo que la reina era perjura; luego me percaté de que no lo era.

– Son inmortales, así que no morirán -dije, suavemente.

– Pasarán un hambre y una sed horribles, y desearán morir -dijo Mistral-, pero no, son inmortales, y no morirán.

Miré más allá de él a mi tía.

– Muy astuto- dije. -Muy malditamente inteligente.

Ella inclinó levemente la cabeza.

– Estoy encantada de que aprecies tan sutil razonamiento.

– Oh, lo hago -y realmente lo hacía. -No has roto ningún juramento. De hecho, técnicamente, estás haciendo exactamente aquello por lo que Nerys sacrificó su vida. Su clan, su casa, su linaje vivirá.

– Eso no es vida -dijo Mistral.

– ¿Realmente pensaste que la princesa podría influir en mí lo suficiente como para salvarlos de su destino? -Preguntó Andais.

– Antiguamente habría buscado a Essus, para solicitarle ayuda contigo -dijo Mistral. -Así que busqué a la princesa.

– Ella no es mi hermano -gruñó Andais.

– No, ella no es Essus -dijo Mistral-, pero es su hija. Ella es de tu sangre.

– ¿Y qué significa eso, Mistral? ¿Que ella puede negociar por la gente de Nerys? Ya ha sido negociado, por la misma Nerys.

– Tú te estás burlando del espíritu de ese pacto -dijo Rhys.

– Pero no rompiéndolo -dijo ella.

– No -dijo él, y pareció muy triste. -No, los sidhe nunca mienten, y siempre mantenemos nuestra palabra. Excepto que nuestra versión de la verdad puede ser más peligrosa que cualquier mentira, y mejor harías en pensar cuidadosamente en cada una de las palabras que forman parte de cualquier juramento al que demos nuestra palabra, porque encontraremos la manera de hacerte lamentar el haberte encontrado con nosotros. -Él sonaba más enojado que triste.

– ¿Te atreves a criticar a tu reina? -preguntó ella.

Toqué el brazo de Rhys, apretándolo. Él miró primero mi mano, luego mi cara. Lo que sea que él vio allí le hizo respirar profundamente y negar con la cabeza.

– Nadie se atrevería a hacer eso, Reina Andais. -Su voz sonaba resignada otra vez.

– ¿Qué darías tú por una señal de que la vida está regresando a los jardines? -preguntó Doyle.

– ¿Qué quieres decir con una señal? -preguntó ella, y su voz contenía toda la sospecha de alguien que nos conocía demasiado bien.

– ¿Qué darías por algún indicio de vida aquí en los huertos?

– Un poco de viento no es un signo -dijo ella.

– ¿Pero no valdrían nada para ti, los albores de la vida aquí en los jardines, mi reina?

– Por supuesto que valdría algo.

– Podría significar que nuestro poder está regresando -dijo Doyle.

Ella señaló con la espada, la plata brillando débilmente bajo la luz.

– Sé lo que significaría, Oscuridad.

– ¿Y un regreso de nuestro poder, qué valdría eso para ti, Reina?

– Sé a dónde quieres llegar, Oscuridad. No trates de jugar a estos juegos conmigo. Yo los inventé.

– Entonces no jugaré. Lo expondré claramente. Si podemos traer algún indicio de vida a estos mundos subterráneos, entonces tú te esperarás para castigar, de cualquier forma, a los integrantes de la Casa de Nerys. O a cualquier otro.

Una sonrisa tan cruel y fría como una mañana de invierno curvó sus labios.

– Buena jugada, Oscuridad, buena jugada.

Se me cerró la garganta al darme cuenta de que si él hubiera olvidado la última frase, algún otro habría pagado su cólera. Alguien que habría sido importante para Doyle, o para mí, o para ambos, si ella los pudiera haber encontrado. Rhys estaba en lo cierto: era un juego peligroso, este juego de palabras.

– ¿Y qué esperaré? -preguntó ella.

– A que nosotros traigamos la vida a los jardines muertos, por supuesto -dijo él.

– ¿Y si no traéis la vida a los jardines muertos, entonces qué?

– Entonces cuando estemos todos convencidos de que la princesa y sus hombres no pueden traer de vuelta la vida a los huertos, estarás en libertad de hacer con la gente de Nerys aquello que pretendías.

– ¿Y si devolvéis la vida a los huertos, qué entonces? -preguntó ella.

– Si traemos de vuelta incluso aunque sólo sea un indicio de vida a los huertos, dejarás que la Princesa Meredith escoja el castigo de aquéllos que trataron de asesinarla.

Ella negó con la cabeza.

– Inteligente, Oscuridad, pero no lo bastante inteligente. Si devolvéis un indicio de vida a los huertos, entonces yo permitiré a Meredith castigar a la Casa de Nerys.

Ahora fue el turno de Doyle de negar con la cabeza.

– Si la Princesa Meredith y algunos de sus hombres traen de vuelta incluso un indicio de vida a estos jardines, entonces sólo Meredith decide qué castigo será asignado a la gente de Nerys.

Andais pareció pensarlo durante uno o dos momentos, luego asintió con la cabeza.

– De acuerdo.

– ¿Das tu palabra, la palabra de la reina de la Corte Oscura? -Preguntó Doyle.

Ella asintió con la cabeza.

– Lo hago.

– Atestiguado -dijo Rhys.

Andais agitó la mano despectivamente.

– Bien, bien, tú tienes tu promesa. Pero recuerda, tengo que estar de acuerdo con que allí haya por lo menos un indicio de vida. Y mejor que haya alguna prueba lo suficientemente impresionante que me impida burlar el juramento y escapar de él, Oscuridad, porque tú sabes que lo haré, si puedo.

– Lo sé -dijo él.

Ella me miró, entonces. No fue una mirada amistosa.

– Disfruta de Mistral, Meredith. Disfrútale y sabe que él regresará a mí cuando esto esté hecho.

– Gracias por prestármelo -dije, y mantuve mi voz absolutamente vacía.

Ella me hizo una mueca.

– No me lo agradezcas, Meredith… todavía no. Tú sólo te has acostado con él una vez. -Ella me señaló con la espada. -Aunque veo que has descubierto lo que él considera placer: A él le gusta provocar dolor.

– Entonces habría pensado que él sería tu amante ideal, tía Andais.

– Me gusta causar dolor, sobrina Meredith, no ser la víctima.

Tragué con fuerza, para evitar decir lo que pensaba. Finalmente lo conseguí.

– No sabía que eras una sádica pura, Tía Andais.

Ella me miró ceñudamente.

Sádica Pura esa es una frase extraña.

– Sólo quise sólo decir que no sabía que a ti no te gustaba soportar ningún tipo de dolor en absoluto.

– Oh, me gustan unos pequeños mordiscos, unos leves arañazos, pero no me gusta eso. -De nuevo, ella señaló mi pecho. Dolía donde Mistral me había mordido, y tenía una huella casi perfecta de sus dientes, aunque él no había roto la piel. Estaba amoratado, pero nada más.

Ella sacudió la cabeza, como si ahuyentara un pensamiento, luego se volvió, y el movimiento hizo que su túnica negra se arremolinara a su alrededor. Sujetó el borde de la túnica para ponerla en su lugar. Miró hacia atrás por encima de su hombro una última vez antes de entrar en la oscuridad y viajar de regreso del mismo modo que había venido. Sus últimas palabras no fueron un alivio.

– Después de que Mistral tenga su pequeña experiencia con ella, no vengáis gritándome que él ha roto a vuestra pequeña princesa. -Y el pedazo de oscuridad donde ella había estado se quedó vacío.

Tantos de nosotros dejamos escapar un suspiro de alivio al mismo tiempo que fue como el sonido del viento en los árboles. Alguien dejó escapar una risa nerviosa.

– Ella tiene razón sobre una cosa -dijo Mistral, y sus ojos reflejaban pena. -Me gusta causar un poco de dolor. Siento si te hice daño, pero ha pasado tanto tiempo desde que… -Él extendió sus manos abiertas. -Me olvidé. Lo siento.

Rhys se rió, y Doyle se unió a él, y finalmente incluso Galen y Frost tomaron parte en ese suave sonido masculino.

– ¿Por qué os reís? -preguntó Mistral.

Rhys se volvió hacia mí, su cara todavía radiante con la risa.

– ¿Quieres decírselo tú, o lo hacemos nosotros?

Realmente me sonrojé, lo cuál casi nunca hago. Mantuve sujeta la mano de Abe en la mía y tiré de nosotros dos andando por la hierba seca, quebradiza, hasta detenernos delante de Mistral. Miré la sangre que goteaba oscura por su cuello pálido y alcé la vista para mirarle a los ojos, tan ansioso. Tuve que sonreír.

– Me gusta lo que hiciste con mi pecho. Fue casi tan duro como me gusta, apenas a un pelo de sacar sangre con los dientes.

Él me miró ceñudamente.

– A ti te gusta que los arañazos sean más fuertes que los mordiscos -dijo Rhys. -No te importa sangrar un poco por los arañazos.

– Pero sólo si has cumplido con los preliminares -dije.

– ¿Preliminares? -dijo Mistral, pareciendo perplejo.

– Estimulación -dijo Abeloec.

La mirada desconcertada se desvaneció, y alguna otra cosa llenó completamente sus ojos. Algo caliente y seguro de sí mismo, algo que me hizo temblar simplemente porque estaba mirándome.

– Puedo hacer eso – dijo.

– Entonces quítate la armadura -le dije.

– ¿Qué? -preguntó él.

– Desnúdate -pidió Rhys.

– Puedo hablar por mí misma, gracias -dije, echando una mirada hacia atrás.

Él hizo un pequeño movimiento como diciendo, Sírvete. Me volví hacia Mistral. Alcé mi rostro para mirarle y me encontré con que sus ojos ya comenzaban a cambiar hacia un gris suave, como las nubes de lluvia. Le sonreí, y él me devolvió la sonrisa, un poco vacilante, como si no estuviera acostumbrado a sonreír mucho.

– Desnúdate -le dije.

Él sonrió, un breve vislumbre de sonrisa al menos.

– ¿Y entonces?

– Nos acostaremos.

– Yo primero -dijo Abeloec, abrazándome desde atrás.

Incliné la cabeza.

– De acuerdo.

La cara de Mistral se ensombreció; casi podía ver nubes en sus ojos. No quería decir que sus iris se volvieran grises, sino que veía nubes flotando en sus pupilas.

– ¿Por qué es él el primero? -preguntó.

– Porque él puede ser parte de los juegos sensuales previos -dije.

– Ella quiere decir, que una vez que yo la haya follado, luego tú podrás ser más rudo -dijo Abeloec.

Mistral sonrió otra vez, pero esta sonrisa fue diferente. Ésta fue una sonrisa que me hizo respirar más profundamente.

– ¿Realmente te gustó lo que le hice a tu pecho? -preguntó.

Tragué saliva, apretándome contra el cuerpo de Abeloec, casi como si tuviera miedo al hombre más alto parado delante de mí. Asentí con la cabeza.

– Sí -susurré.

– Bien -dijo él, y trató de alcanzar las ligaduras de cuero que sostenían su armadura en su sitio. -Muy bien -murmuró.

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