CAPÍTULO 18

HABÍA UN COCHE DE LA POLICÍA Y VARIOS COCHES SIN identificar allí aparcados. Dentro de los coches, agentes de la poli y del FBI nos miraban fijamente, con los ojos abiertos como platos. Habíamos aparecido simplemente del aire; imagino que eso se merecía una o dos miradas.

– ¿Cómo vamos a explicar esto? -preguntó Rhys en voz baja.

Las puertas de los coches empezaron a abrirse. Policías para todos los gustos salieron al frío. En ese momento notamos un viento a nuestras espaldas… un viento cálido, y un sonido como de pájaros, si los pájaros pudieran ser muy grandes, y muy aterradores para describirlos con palabras.

– Oh, Dios -dijo Rhys, -ya llegan.

– Mistral, Sholto, mantened el paso cerrado si podéis. Dadnos tiempo -dijo Doyle.

Mistral y Sholto se giraron para hacer frente a ese cálido y estremecedor viento. Doyle corrió hacia los coches; yo estaba todavía en sus brazos. Los demás le siguieron, aunque Frost fue más lento debido a sus heridas.

Los policías nos gritaban…

– ¿Qué pasa? ¿Está herida la princesa?

– Permanezcan en sus coches y estarán seguros -les gritó Doyle.

El coche más cercano llevaba a dos hombres de traje oscuro. Uno era joven y moreno, el otro más viejo y casi calvo.

– Charles, FBI -dijo el más joven. -Usted no puede darnos órdenes.

– Si la princesa está en peligro, puedo hacerlo, según sus propias leyes -dijo Doyle.

– Agente Especial Bancroft, ¿Qué está pasando? No son gansos lo que oigo -dijo el más viejo.

Un agente de las fuerzas especiales de la ciudad de St. Louis, un oficial de la policía estatal de Illinois, y un policía local se acercaron a nosotros. Por lo visto, cuando los otros policías se marcharon después de llegar a un acuerdo con nosotros, dejaron de guardia a un agente de cada cuerpo. Parecía que nadie quería ser excluido.

– Si todos se quedan en sus coches, estarán a salvo -repitió Doyle.

Uno de los agentes más jóvenes dijo…

– Somos polis. No nos pagan para estar a salvo.

– Dicho por alguien que está a años luz de cobrar su pensión -dijo otro oficial, con bastante más volumen alrededor de su cintura.

– Jesús… -dijo uno de ellos. No tuve que echar un vistazo hacia atrás para saber que, de momento, Frost ya nos había alcanzado. Había estado sangrando abundantemente sobre Rhys, de modo que ahora Rhys parecía estar más gravemente herido. Abe todavía sangraba debido a su caída sobre los huesos.

Uno de los agentes cogió su Walkie-Talkie y comenzó a solicitar una ambulancia. Doyle gritó por encima del sonido creciente del viento y de los pájaros…

– No hay tiempo. Estarán sobre nosotros en un momento.

– ¿Quién? -preguntó Bancroft.

Doyle sacudió la cabeza y esquivó al agente. Me dejó en el asiento de pasajeros del coche, luego abrió la puerta trasera, diciendo…

– Pon a Frost dentro, Rhys.

– No te abandonaré -dijo Frost. Los hombres lo colocaron en el asiento mientras él todavía protestaba.

Doyle le agarró del hombro y le dijo…

– Frost, si muero, si todos nosotros morimos, si los demás van a la tierra para siempre, entonces debes sobrevivir. Debes llevarla de regreso a Los Ángeles y no volver.

Entonces comencé a salir del coche, diciendo…

– No te abandonaré…

Doyle me empujó hacia el asiento. Se arrodilló y me miró fijamente con todo el peso de su oscura mirada.

– Meredith, Merry, no podemos ganar esta lucha. A menos que llegue ayuda, moriremos todos. Nunca has visto a la jauría salvaje, pero yo sí. Les daremos sidhes para que cacen y entonces ignorarán este coche. Tú y Frost estaréis seguros.

Me aferré a sus brazos, tan lisos, tan musculosos, tan sólidos.

– No te dejaré…

– Ni yo -dijo Frost, luchando por sentarse en el asiento trasero.

– ¡Frost! -Casi le gritó Doyle, -no confío en nadie, que no seas tú o yo para mantenerla a salvo. Si no puedo ser yo, entonces debes ser tú.

– Entre y conduzca, Charlie -dijo Bancroft.

El agente más joven no discutió esta vez; se puso detrás del volante. Yo todavía me aferraba a Doyle, negando con la cabeza repetidas veces. Otro de los polis había conseguido un botiquín. Bancroft lo tomó y subió al asiento posterior con Frost.

– No -le dije a Doyle. -Yo soy la princesa aquí, no tú.

– Tu deber es vivir -dijo Doyle.

Sacudí la cabeza.

– Si tú mueres, no estoy segura de querer hacerlo.

Doyle me besó entonces, intensa y ferozmente. Traté de perderme en aquel beso, pero él se alejó bruscamente y me cerró de golpe la puerta en la cara.

Los seguros de las puertas se activaron. Eché un vistazo al agente, que dijo…

– Tenemos que mantenerla segura, Princesa.

– Abra la puerta -le exigí.

Él no me hizo caso y encendió el motor, dándole gas. En ese momento el viento se precipitó de golpe sobre el coche, con tal fuerza que lo empujó hacia un lado. Charlie luchó por mantener el coche en el aparcamiento y alejado de los árboles.

– ¡Conduzca! -Gritó Bancroft -¡Conduzca como un hijo de puta!

Entonces miré, porque tenía que hacerlo. La jauría salvaje se había abierto camino, y fue igual que en la caverna, cuando la oscuridad se dividió y las pesadillas empezaron a surgir. Pero ahora las pesadillas eran más sólidas. O tal vez era, que ahora que los había visto, no podía dejar de verlos.

Un abrigo voló sobre mi cara, y quedé atrapada en él.

– No mires, Merry -dijo Frost con voz ahogada, -no mires.

– Póngase el abrigo, Princesa -dijo Bancroft. -La llevaremos al hospital.

Sostuve el abrigo en mis brazos, pero me giré para mirar atrás.

La policía estaba disparando a la jauría. Mistral iluminó el cielo con relámpagos, y uno de los policías se derrumbó en el suelo. ¿Estaba gritando? El horror se desbordó sobre Sholto que desapareció. Doyle saltó hacia los tentáculos y dientes, su espada brillando a la luz de la luna. Grité su nombre, pero la última cosa que vi antes de perdernos en la oscuridad fue a Doyle caer bajo el peso de las pesadillas.

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