NO ME DESMAYÉ, NO DEL TODO, AL MENOS, NO REALMENTE, pero fue como si me hubiera quedado totalmente débil, indefensa, sumergida en esa sensación de bienestar ante el poder de Abeloec. Mis ojos parpadearon hasta abrirse cuando el regazo en el que descansaba mi cabeza se movió. Encontré a Mistral encima de mí, sus manos todavía sujetaban mis muñecas, y todavía acunaba suavemente mi cabeza.
– Quiero hacerte daño, pero no quebrarte -me dijo, como si hubiera visto algo en mi cara, que le hubiera obligado a aclarar este hecho.
Me llevó tres intentos contestarle.
– Me alegra oírlo -dije finalmente.
Entonces él se rió, y comenzó a moverse cuidadosamente sobre mí. Dejó mi cabeza suavemente sobre la tierra muerta. Por lo visto, yo había deshecho nuestra improvisada manta, porque podía sentir los bultos de la vegetación seca y áspera por doquier contra mi piel.
Giré la cabeza y busqué a los demás. Abeloec gateaba algo inestablemente hacia mi cabeza, como si él y Mistral fueran a intercambiar sus posiciones. Me costó un momento enfocar la proximidad de Abe, situado un poco más atrás en la oscuridad.
La oscuridad estalló en brillos de neón, azules, verdes, y rojos. Los colores estaban por todas partes, algunas líneas eran incandescentes hebras individuales, otras se entrelazaban como fibras formando parte de una trama más fuerte, uniéndose unas con otras como para formar una cuerda más gruesa. Doyle estaba arrodillado prácticamente pegado a nosotros como si hubiera intentado hacerme recobrar el conocimiento. Esgrimía su espada como si hubiera algo entre nosotros que el metal pudiera matar. Toda su oscura piel estaba cubierta de líneas azules y carmesíes.
Rhys estaba justo detrás de él, también cubierto por líneas azules y rojas, y había otras figuras en la oscuridad cubiertas por líneas verdes y azules, e imágenes de plantas en flor. Percibí el brillo de un largo pelo pálido. Ivi estaba cubierto por enredaderas muertas y verdes líneas de poder. Brii estaba de pie cerca de un árbol, abrazándolo, o atado a él con líneas verdes y azules. Parecía como si el árbol se hubiera inclinado sobre él, sus ramas delgadas y sin vida abrazando su cuerpo desnudo como si fueran brazos. Adair se había subido a un árbol y estaba de pie sobre una de las ramas más altas y gruesas. Se estiraba como para alcanzar algo, como si viera alguna cosa que yo no podía percibir. Distinguí otros cuerpos sobre el suelo, todos cubiertos por la vegetación muerta.
Frost y Nicca estaban arrodillados un poco más lejos. Sólo líneas azules serpenteaban por sus cuerpos. Estaban sosteniendo a alguien por brazos y piernas. Me costó un momento el comprender que ése alguien era Galen. Estaba tan cubierto por un brillo verde que casi estaba escondido de la vista. Los demás parecían disfrutar del poder, o al menos parecían no sufrir ningún dolor, pero el cuerpo de Galen parecía convulsionar, casi como el mío cuando Abeloec hizo que me corriera, pero con más violencia si cabe.
La cara de Mistral apareció encima de la mía, y comprendí que él se sostenía encima de mi cuerpo, como antes había hecho Abeloec. Pero él no me besó, como el otro hombre lo hizo. Sólo se aseguró de que lo único que podía ver era su cara.
– Me toca -dijo él, y lo que había en sus ojos debería haber bastado para asustarme. No de Mistral, pero sí miedo de lo que podría pasar. ¿Cuán poderoso sería? y lo más importante… ¿cuál sería su precio? Una cosa que yo había aprendido pronto, era que todo poder conlleva un precio.
– Mistral… -dije, pero él ya descendía sobre mi cuerpo.
El viento regresó, un viento leve pero insistente, que rozaba mi cuerpo como si fuera dedos invisibles. Las hojas muertas crujieron, y las enredaderas parecieron suspirar ante este viento creciente.
Me incorporé lo suficiente para recorrer con la mirada el cuerpo de Mistral. Pronuncié su nombre otra vez. Él alzó la vista ante el sonido de su nombre, pero no había nada en su cara que me demostrara que realmente me había escuchado. Ésta sería su única oportunidad en mil años de poder tener a una mujer. Cuando dejáramos estos jardines, su oportunidad se habría esfumado.
Si yo supiera que los demás estaban seguros, entonces no habría tratado de discutir lo que veía en sus ojos. Pero no estaba segura de si ellos lo estarían. Ni siquiera estaba segura de que cualquiera de nosotros lo estuviera. Y no me gustaba nada no saber lo que iba a pasar.
Él acarició con sus manos el interior de mis muslos, suavemente, con una caricia cortés, pero ese suave movimiento se detuvo cuando quedó arrodillado entre mis muslos.
– ¿Qué ocurre, Mistral?
– ¿Tienes miedo? -me preguntó, pero él no miraba mi cara cuando lo dijo.
– Sí -dije, y mi voz sonó suave bajo el viento creciente.
– Bien -contestó.
Abeloec me habló.
– Soy el cáliz embriagador como lo fue Medb [2] para los antiguos reyes. Has bebido profundamente.
Me giré para mirar hacia él, hacia donde estaba arrodillado detrás mío.
Yo sabía que medb había sido una palabra usada para designar el aguamiel, y también a una diosa soberana con quien nueve reyes de Irlanda habían tenido que aparearse para que ella les dejara gobernar. Pero la mayor parte de esto eran sólo historias; nadie hablaba de ella entre los sidhe, como si realmente fuera una diosa, una persona real. Yo había preguntado sobre ello, y sólo se me había contestado que ella era el cáliz que embriaga. Que había sido otra forma de decir que ella era el aguamiel. Me habían dejado creer que ella nunca había sido real.
– No lo entiendo -dije.
Abeloec pasó su mano a lo largo de mi cara.
– Otorgo el poder de soberanía a la reina, como Medb otorgó ese mismo poder a los reyes. Fui olvidado, porque el mundo se volvió nacionalista y no requirió más reinas. Yo fui Accasbel [3]. Negué mi destino. Alguna literatura humana dice que soy la antigua deidad del vino y la cerveza. Fundé el primer pub en Irlanda, y fui un seguidor de Partholon [4]. Todo lo que ahora soy es historia. -Él se inclinó para estar más cerca de mi rostro, y yo me recosté en el suelo, con sus manos a ambos lados de mi cara. -Hasta hoy. Ahora tengo nuevos deberes.
En ese momento, los dedos de Mistral encontraron mi sexo, y me hubiera dado la vuelta para mirarlo, si las manos de Abeloec no me hubieran apretado la cara, obligándome a mirarlo mientras Mistral comenzaba a explorarme con su mano. Abeloec susurró, por encima de mi rostro.
– Hubo un tiempo cuando sin mí, o sin Medb, nadie gobernaba en Irlanda, o en la tierra de las Hadas, o en cualquier parte de las Islas. El sithen nos trajo aquí por una razón. Nos trajo a cada uno aquí por una razón, incluso a Mistral.
Las hojas secas se precipitaron sobre mi cuerpo como dedos frágiles que rozaban mi estómago y mis pechos.
– Déjanos volver a tener un propósito, Meredith -murmuró Abeloec.
No era un dedo, sin embargo, lo que me estaba tocando allí abajo, aunque Mistral no hubiera entrado en mí. Para alguien a quien le gustaba causar dolor, él estaba siendo paciente y muy suave.
– Propósito, ¿qué propósito? -susurré a la cara de Abeloec.
– La razón de ser, Meredith. Un hombre sin un deber es sólo medio hombre.
Mistral se empujó dentro de mí con un largo y duro movimiento. Arrastrando mi cuerpo sobre el suelo, arrancando un grito de mi boca. Abeloec me liberó, y finalmente pude mirar hacia abajo, a mi cuerpo y a Mistral.
Mistral echó atrás la cabeza, con los ojos cerrados. Su cuerpo estaba hundido en el mío tan profundamente como era posible. No había ninguna línea de color en su cuerpo y comprendí que ninguno de nosotros tres las teníamos. Pero algo brillaba en su piel. Me llevó un momento comprender que ése algo estaba moviéndose bajo su piel. Parecía un reflejo de algo, pero no era un reflejo de algo que nos rodeara.
Él se quedó allí, congelado encima de mí, con la parte inferior de su cuerpo tan cómodamente ceñido al mío como podía llegar a estar, y su torso se alzaba apoyado en sus manos y brazos. Abrió los ojos y miró hacia abajo, hacia mí, y vi nubes deslizarse dentro de sus ojos como si estos fueran ventanas hacia un cielo lejano. Las nubes se movían como si fueran arrastradas por un gran viento, y comprendí qué era lo que yo había visto dentro de su piel. Nubes, nubes de tormenta que se agitaban dentro de su piel.
El viento crecía, soplando mi pelo en mi cara, haciendo volar las hojas muertas en pequeños torbellinos. Una tormenta se acercaba, y yo la veía crecer en el cuerpo de Mistral. Mistral había sido una vez el Señor del Viento, el Señor del Cielo, el Creador de Tormentas. El primer destello de un relámpago se reflejó en sus ojos.
El “érase una vez”, ya no es lo que solía ser.