CAPÍTULO 12

ELLA YACÍA JUSTO POR ENCIMA DEL AGUA BAJA, EMPALADA en varios huesos puntiagudos que sobresalían de ella desde la garganta al estómago. Colgaba allí, atrapada, sangrando, como un pez enganchado en un terrible anzuelo.

Creo que los guardias de Sholto esperaban que ella simplemente se desclavara del puntiagudo espinazo del esqueleto de la criatura. Agnes, sobre todo, parecía estar esperando, paciente, despreocupada.

– Venga, Segna, levántate. -Su voz sonó ya impaciente.

Segna continuaba tendida allí y sangrando, las piernas agitándose, exponiendo sus más íntimas partes mientras se debatía. Las arpías llevaban un cinturón de cuero del que colgaba una espada y una bolsa, pero eso, y su capa, era todo. Su cuerpo era más grande que el de un humano y más arrugado, como si fuera un gigante encogido.

Vi los ojos desorbitados, el miedo en su cara. Ella no iba a levantarse. A veces, siendo yo mortal, reconocía un verdadero daño más rápidamente, porque a un nivel visceral, yo sabía que era una posibilidad. Las criaturas que son inmortales, o casi, no comprenden los desastres que les pueden acontecer.

– Ivar, Fyfe, id por ella.

– Con el debido respeto, Rey Sholto -dijo Fyfe-, yo preferiría quedarme aquí, y enviar a Agnes abajo.

Sholto empezó a discutir, pero Ivar se unió a la discusión.

– No nos atrevemos a dejarte solo con Agnes aquí arriba. La princesa tendrá a sus guardias, pero tú estarás desprotegido.

– Agnes no me haría daño, -dijo Sholto, pero él estaba mirando fijamente a Segna como si finalmente se diera cuenta de lo mal que llegaba a estar.

– Somos tus guardias, y tus tíos. No haríamos honor a los deberes que ambos títulos conllevan si ahora te dejamos solo con Agnes -dijo Ivar con su voz parecida a la de un pájaro. Las personas siempre esperaban que las aves nocturnas tuvieran unas voces feas y siseantes, pero Ivar sonaba como un pájaro cantor o como quizás sonaría un pájaro cantor si pudiese hablar como los humanos. La mayor parte de las aves nocturnas sonaban así.

– Segna es una arpía nocturna -dijo Agnes-. Un simple hueso no la derribará.

– Yo tropecé con un hueso como ése entrando en vuestro jardín -dijo Abe, y levantó el brazo envuelto en tela hacia ella. La sangre había empapado la mayor parte de la tela.

– Hay una vieja magia en esos huesos -dijo Doyle-. Algunos de ellos son de cosas que cazaban a los sidhe y a otros sluagh antes de que fueran domados por vuestros primeros reyes.

– No me alecciones sobre mi propia gente -dijo Agnes.

– Recuerdo un tiempo cuando Agnes la Negra no era parte de los sluagh -dijo Rhys, suavemente.

Ella lo fulminó con la mirada.

– Y yo recuerdo un tiempo cuando tenías otros nombres, Caballero blanco -dijo ella escupiendo en su dirección-. Ambos hemos caído muy bajo desde lo que una vez fuimos.

– Ve con Ivar, Agnes. Ve a ver a tu hermana -dijo Sholto.

– ¿No confías en mí? -le preguntó ella, echándole una mirada terrible.

– Una vez confié en vosotras tres más que en cualquier otro, pero vosotras me heristeis antes de que los Luminosos me atraparan. Vosotras me heristeis primero.

– Porque quisiste traicionarnos con cierta zorra de carne blanca.

– Soy el rey aquí, o no lo soy, Agnes. O me obedeces, o no. Bajarás con Ivar a ayudar a Segna, o lo veré como un desafío directo a mi autoridad.

– Estás gravemente herido, Sholto -dijo la arpía-. No me puedes ganar estando tan débil.

– No se trata de ganar, Agnes. Se trata de ser rey. Soy tu rey, o no lo soy. Si soy tu rey, entonces harás lo que digo.

– No hagas esto, Sholto -susurró ella.

– Tú me criaste para ser el rey, Agnes. Me dijiste que si los sluagh no le tenían miedo a mi venganza, entonces no sería rey durante mucho tiempo.

– No quise decir…

– Ve con Ivar, ahora, o es el fin entre nosotros.

Ella alargó una mano hacia él como si fuera a rozar su pelo.

Sholto se echó hacia atrás y le gritó…

– Ahora, Agnes, ve ahora, o esto acabará mal entre nosotros.

Fyfe echó hacia atrás su capa, revelando sus armas, y cada una de sus manos tocaba el puño de una espada, preparándose para una lucha furiosa.

Agnes le echó a Sholto una última mirada que era más de desesperación que de ira. Luego siguió a Ivar hacia abajo por la cuesta escarpada del lago, clavando sus garras en el suelo para no resbalar entre los huesos que perforaban la tierra.

Ivar ya estaba caminando dentro del agua quieta. Ésta le llegaba por encima de la cintura, lo que significaba que el agua era más profunda de lo que parecía. Tuvo que obligarse a colocar una mano sobre el corazón de Segna entre el peso colgante de sus pechos. Su cara inacabada sin labios se volvió para mirar a Sholto, y su mirada no comunicaba buenas nuevas.

Agnes era más alta que Ivar, y lo tuvo más fácil en el agua que sólo le llegaba a los muslos. Vadeó el agua hasta la otra arpía, y cuando la alcanzó dejó escapar un gemido de desesperación.

Sholto se desplomó de rodillas en la orilla del lago.

– Segna -dijo, y había verdadera pena en su voz.

Yo me arrodillé a su lado y le toqué el brazo. Él se apartó de un tirón.

– Cada vez que estoy contigo, alguien a quien quiero se muere, Meredith.

Ivar llamó…

– No estoy seguro de que se esté muriendo. Está gravemente herida, pero aún puede vivir.

Agnes acariciaba la cara de su hermana. Pero podía ver la boca abierta, la respiración dificultosa. La sangre burbujeaba en la herida de su pecho cuando ella respiraba y también caía de su boca. Hubiera significado la muerte para la mayoría.

– ¿Puede sobrevivir a esto? -Pregunté, suavemente.

– No lo sé -dijo Sholto-. Hubo un tiempo en que no hubiera sido un golpe mortal, pero se ha perdido mucho de lo que fuimos.

– La herida que se hizo Abeloec con los huesos todavía sangra -dijo Doyle.

La cabeza de Sholto se inclinó, escondiendo su cara bajo una cortina de pelo blanco. Estaba lo bastante cerca como para oír que estaba llorando, aunque tan quedamente que dudé de que cualquier otro le oyera. Fingí no advertirlo, como muestra de respeto hacia el rey.

Segna tendió una mano hacia él, hablando con una voz ronca y borboteando con su propia sangre…

– Mi señor, piedad.

Sholto alzó el rostro, pero mantuvo su pelo como escudo entre ambos, de forma que sólo yo, arrodillada a su lado, podía ver los vestigios de lágrimas en su cara. Su voz llegó clara e impasible; uno nunca podría haber adivinado el dolor en sus ojos oyendo sólo esa voz.

– ¿Pides la curación, o la muerte, Segna?

– La curación -logró decir ella.

Él sacudió la cabeza.

– Sacadla de los huesos. -Él miró a Fyfe-. Ve a ayudarles.

Fyfe vaciló por un momento y entonces se deslizó, con cuidado, hacia abajo por la cuesta para unirse a su hermano en la inmóvil y espesa agua. Entre los tres lograron liberar a Segna de la mayor parte de los huesos. Uno de ellos parecía estar trabado con las propias costillas de Segna, y Agnes lo quebró para que ellos pudieran tomarla en sus brazos. Segna se retorcía de dolor y tosía sangre.

Agnes levantó una cara manchada de lágrimas.

– No somos la gente que una vez fuimos, Rey Sholto. Ella se muere.

Segna tendió una temblorosa mano hacia él.

– Piedad.

– No podemos salvarte, Segna. Lo siento -dijo Sholto, ya que ahora parecía estar claro que esto era así.

– Piedad -dijo ella otra vez.

Agnes dijo…

– Hay más de una clase de piedad, Sholto. ¿La abandonarías a una muerte lenta? -Su voz logró sonar a la vez, tanto estrangulada por las lágrimas como ardiente por el odio. Tales palabras debían quemar al salir.

Sholto movió la cabeza.

– Esta muerte es tuya, Sholto -dijo la voz aguda de Ivar.

– Vuestra muerte, rey y princesa, -dijo Agnes, mirándome con tal veneno que luché para no estremecerme. Si una mirada pudiera matar, yo habría muerto por esa mirada en sus ojos. Ella escupió en el agua.

– Ella no la golpeó, fui yo -dijo Sholto mientras se levantaba. Él tropezó realmente, y yo lo sujeté ayudándole a ponerse en pie. Sholto no se apartó, lo que me permitió saber que estaba mal herido. Podía ver la herida sangrienta que Segna le había hecho, pero no creí que fuera esa herida la que hizo que él tropezara. Ni era la amputación la que lo debilitaba ahora. Hay heridas que nunca se ven en el cuerpo y que son más profundas y más dolorosas que aquéllas que sangran.

– Mis disculpas, Sholto, pero la arpía tiene razón -dijo renuentemente la aguda voz de Ivar-, Segna os hirió a los dos. Si la princesa no fuera un guerrero, entonces quedaría libre de esto, pero ella es un sidhe de la Corte Oscura, y todos los que reclaman serlo son guerreros.

– La princesa ha matado más de una vez en el desafío -dijo Fyfe.

– Si ella no ayuda a darle fin a Segna, entonces nunca será reconocida como reina de los sluagh -dijo Agnes, acariciando la cara de Segna en un gesto sorprendentemente gentil teniendo en cuenta sus garras afiladas como dagas.

Oí el suspiro de Doyle. Él se acercó lo suficiente para poder susurrarme…

– Si no ayudas a llevar a cabo esta matanza, Agnes esparcirá el rumor de que no eres un guerrero.

– ¿Y esto qué significaría? -Susurré en respuesta.

– Podría significar que cuando te sientes en el trono de la Corte Oscura, los sluagh no acudirán a tu llamada, ya que ellos son un pueblo guerrero. No serán dirigidos por alguien que no se ha manchado de sangre en la batalla.

– Yo me he manchado -dije. El entumecimiento desaparecía, y ahora el dolor era agudo y desgarrador. La herida sangraba libremente. Lo que necesitaba era obtener atención médica, no chapotear en agua fangosa-. Necesitaré una dosis de antibióticos después de esto.

– ¿Qué? -preguntaron a la vez Doyle y Sholto.

– Soy mortal. A diferencia del resto vosotros, a mí se me puede infectar la herida, es como un envenenamiento de la sangre. Así que después de que nos arrastremos por esa agua, necesitaré antibióticos.

– ¿Realmente puedes coger todo eso? -preguntó Sholto.

– He tenido la gripe, y mi padre se aseguró de que tenía todas mis vacunas al día, no estaba seguro de cuánto podría resistir o de qué me podría curar.

Sholto me miró fijamente, estudiando mi cara.

– Eres frágil.

Asentí.

– Sí, lo soy, según los estándares de las hadas. -Alcé la mirada hacia Doyle. -Sabes, a veces no estoy segura de querer gobernar aquí.

– ¿Realmente quieres decir eso?

– Si hubiera una alternativa mejor que mi primo, sí, eso quiero decir. Estoy cansada, Doyle, cansada. Tanto que quise regresar al sithen, y ahora comienzo a echar de menos Los Ángeles de la misma forma. Para poner alguna distancia entre toda esta matanza y yo.

– Te lo dije una vez, Meredith, si pudiera soportar darle la corte a Cel, yo me marcharía contigo.

– Oscuridad -dijo Mistral-, no puedes querer decir eso.

– Tú no has estado en el exterior del sithen excepto durante pequeños viajes. No has visto que existen maravillas fuera de nuestras colinas. -Él tocó mi cara-. Hay algunas maravillas que no se desvanecerán cuando salgamos de aquí.

Doyle me había dicho que renunciaría todo y me seguiría al exilio. Frost y él, los dos. En un primer momento, cuando pensaron que el anillo de la reina, una reliquia del poder, había escogido a Mistral como mi rey, Doyle se había desmoronado y dijo que no iba a poder soportar verme con otro. Luego, se rehizo y recordó su deber, como yo había recordado el mío. Los aspirantes a reyes y reinas no se escapaban y se escondían, y cedían sus países a tiranos locos como mi primo Cel. Él estaba más loco que su madre, Andais.

Alcé la vista para mirar fijamente al rostro de Doyle, y le quise. Quería escaparme con él. Frost llegó hasta nosotros. Miré a mis dos hombres. Quise envolverlos a mi alrededor como una manta. No quería bajar a ese agujero apestoso y caminar sobre huesos afilados como navajas y agua sucia para matar a alguien a quien ni siquiera había pensado hacer daño.

– No quiero esta muerte.

– Debes elegir -dijo Doyle suavemente.

Rhys se unió a nosotros.

– Si estamos hablando de nuestra fuga definitiva a Los Ángeles, ¿puedo venir también?

Me reí de él, acariciando su rostro.

– Sí, tú vienes también.

– Bien, porque una vez Cel esté en el trono, la Corte de la Oscuridad no será segura para nadie.

Cerré los ojos, descansando la frente durante un minuto contra el pecho desnudo de Doyle. Presioné la mejilla contra él, fuerte, de forma que pudiera escuchar el lento y estable latir de su corazón.

Abeloec, que había estado callado, habló junto a mi rostro:

– Tú has bebido profundamente de la copa, de ambas copas, Meredith. Dondequiera que vayas los sidhe te seguirán.

Yo lo miré, tratando de percibir todos los dobles significados en lo que había dicho.

– Yo no quiero esta matanza.

– Debes elegir -dijo Abeloec.

Seguí aferrada a Doyle por un momento más, luego me aparté. Me obligué a estar de pie, erguida, los hombros hacia atrás, aunque el hombro que Segna me había herido me dolía y escocía. Si mi cuerpo no se curaba por sí mismo, iba a necesitar puntos. Si alguna vez pudiéramos volver a la Corte Oscura, había sanadores que me podrían curar. Pero era como si algo, o alguien, no me quisiera de regreso allí. No pensaba que fueran nuestros respectivos enemigos políticos, sino que comenzaba a sentir la mano de la deidad empujar firmemente en mi espalda.

Había querido que la Diosa y el Consorte se movieran entre nosotros otra vez, todos nosotros habíamos querido eso. Pero comenzaba a darme cuenta de que cuando los dioses se mueven, o tú te quitas de en medio o eres barrido fuera del camino. No estaba segura de que quitarme de en medio fuera una opción para mí.

¿Captaba un débil aroma a flores de manzano, un pequeño… qué? ¿Consuelo? ¿Advertencia? El hecho de que yo no estuviese segura de si era una advertencia de peligro o un consuelo espiritual resumía más o menos mis sentimientos acerca de ser el instrumento de la Diosa: Ten cuidado con lo que deseas.

Miré Sholto, con su herida que rezumaba sangre bajo sus vendas. Los dos, él y yo, habíamos querido pertenecer, pertenecer sinceramente a los sidhe. Ser honrados y aceptados por ellos. Y mira qué habíamos conseguido.

Le ofrecí la mano, y él la tomó. La tomó, y la oprimió con fuerza. Incluso en medio de todo ese horror y muerte, yo sentí en aquel toque cuánto significaba para él tocarme aunque fuera de esa manera. De algún modo, el hecho de que él todavía me quisiera tanto lo hacía todo peor.

– Traté de compartir la vida contigo, Meredith, pero soy Rey de los Sluagh, y la muerte es todo lo que tengo para ofrecer.

Apreté su mano.

– Ambos somos sidhe, Sholto, y eso es una cosa de la vida. Somos sidhes oscuros, y es una cosa de la muerte, pero Rhys me recordó lo que había olvidado.

– ¿Qué habías olvidado?

– Que las deidades que entre nosotros, antaño traían la muerte, también portaban la vida. No estábamos destinados a ser divididos así. No somos luz y oscuridad, buenos y malos; somos ambos y nada. Hemos olvidado todo aquello que somos.

– Lo que soy en este momento -dijo Sholto-, es un hombre que está a punto de matar a una mujer que fue mi amante, y mi amiga. No puedo pensar en nada más allá de este momento como si cuando ella muera a mis manos, yo fuera a morir con ella.

Negué con la cabeza.

– No morirás, pero puedes lamentar no haberlo hecho, durante un momento.

– ¿Sólo durante un momento? -preguntó Sholto.

– La vida es una cosa egoísta -le dije-. Si superas la pena y dejas atrás el horror, comenzarás a querer a vivir otra vez. Estarás contento de no haber muerto.

Él tragó con fuerza suficiente como para que yo lo oyese.

– No quiero pasar por esto.

– Te ayudaré.

Sholto casi sonrió, y pareció como si una sombra pasase sobre su rostro.

– Creo que ya has ayudado bastante. -Con esto soltó mi mano y empezó a bajar hacia la orilla, utilizando la mano sana como ayuda para no resbalar sobre los huesos.

Yo no me giré para mirar a nadie. Sólo empecé a bajar hacia la orilla. Mirar hacia atrás no me haría sentirme mejor. Mirar hacia atrás simplemente haría que desease pedir ayuda. Y algunas cosas tienes que hacerlas tú misma. A veces gobernar sólo quiere decir que no puedes pedir ayuda.

Me di cuenta de que los huesos no eran cortantes en toda su longitud, en su mayor parte era sólo en las puntas donde estaban afilados de una forma atroz. Me agarré suavemente a los que parecían más redondeados utilizándolos como asideros. Tuve que echar mano de toda mi concentración para bajar hasta el agua sin resbalar o cortarme la mano.

El agua estaba sorprendentemente tibia, como el agua del baño. El suelo bajo el agua estaba blando, viscoso, más bien parecía ser de légamo que de barro. Mantener el equilibrio era complicado, y otra vez me tuve que concentrar en lo que estaba haciendo. Me centré en mantener el equilibrio, evitando algo que parecía un hueso. No quería pensar en lo que estaba a punto de hacer.

Segna ya había tratado de matarme dos veces, pero yo no podía odiarla. Todo hubiera sido mucho más fácil si pudiera haberla odiado.

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