CAPÍTULO 10

SHOLTO ERA ALTO, MUSCULOSO, APUESTO, Y CASI IDÉNTICO a un sidhe de noble cuna de la Corte de la Luz. Su largo pelo era de un blanco perfecto, como el resplandor del sol invernal sobre la nieve. Llevaba un brazo en cabestrillo, y cuando giró su cabeza hacia la luz, una débil oscuridad manchaba un lado de su perfecta cara, una contusión. Kitto nos había dicho que la propia corte de Sholto le había atacado. Tenían miedo de que si se acostaba conmigo acabara convertido en un sidhe puro, y ya no sería lo suficiente sluagh para ser su rey.

Cuatro figuras encapuchadas estaban de pie detrás de él. Éstas se dispersaron, unas hacia la puerta dorada, otras hacia donde estábamos nosotros.

Doyle dijo:

– Rey Sholto, no estamos aquí por propia voluntad. Te pedimos perdón por entrar en tu reino sin ser invitados.

Yo habría caído sobre mis rodillas, si hubiera tenido espacio, pero el precipicio caía a pico a sólo unos centímetros de mis pies, y mi espalda estaba pegada contra la dura pared de piedra. No había espacio para entretenerse en este sendero. Y también había poco espacio para que los guardias lucharan. Si nos atacaban en este momento, perderíamos.

Una hoja brilló tenuemente a través del borde de la capa de uno de los guardias más bajos, cuando éste habló.

– Están desnudos y casi desarmados: Sólo la desesperación les traería a un lugar como éste, y encima cargando con la princesa.

– Es el comienzo de su invasión -esto vino de una voz femenina, una de las guardias más altas. La verdad, yo conocía esa voz. Era Agnes la Negra, la guardaespaldas principal de Sholto, y la cabecilla entre sus amantes en esta corte. Ya había tratado de matarme una vez, por celos.

Sholto se giró lo justo para mirarla. Y ese movimiento reveló unas amplias vendas blancas que cubrían la totalidad de su torso y abdomen. Lo que fuera que taparan debía de ser una herida bastante seria.

– ¡Suficiente, Agnes, vale ya! -dijo Sholto haciéndola callar, el eco de su voz retumbando por toda la caverna.

La figura de Agnes cubierta con una capucha negra apareció por encima de él para echarme un vistazo. Por un momento pude ver el destello de sus ojos en la oscura fealdad de su cara. Las arpías nocturnas eran feas; era parte de lo que eran.

Uno de los guardias encapuchados más bajo, se inclinó sobre Sholto, como si le susurrara algo, pero el eco que nos llegó rebotando a lo largo de las paredes de la cueva no era de un lenguaje humano. El agudo gorjeo de un ave nocturna venía de una figura de tamaño humano, aunque no podía ser un ave nocturna ya que andaba erguida.

Sholto se volvió hacia nosotros.

– ¿Decís que la reina os envió aquí?

– No -dijo Doyle.

– Princesa Meredith -llamó Sholto. -Estamos en nuestro derecho si matamos a tus guardias y te retenemos aquí hasta que la reina pague un rescate. La Oscuridad lo sabe, igual que el Asesino Frost. Por otro lado, a Mistral, su tempestuoso carácter le podría haber llevado por mal camino, y Abeloec podría aparecer en cualquier lado cuando se pierde en la bebida, ¿no te parece, Segna?

La figura con capucha amarillo pálido habló con voz áspera.

– Sí, y él es tan desgraciado después de despejarse de la borrachera, ¿no, Portador de la copa? -Había oído llamar a Abe por ese mote burlón antes, pero nunca lo había entendido hasta esta noche. Era un recordatorio de lo que él había sido una vez; una forma de echarle en cara lo que él había perdido.

– Vosotras me enseñasteis a ser más cuidadoso en elegir dónde caer desmayado, señoras -dijo Abe, y su voz sonó con su habitual tono informal, divertido y también amargo.

Las dos arpías se rieron. Los otros guardias participaron en un coro sibilante, agudo, que me hizo saber que independientemente de lo que fueran, pertenecían a la misma raza de criatura.

Sholto habló…

– No te preocupes, Oscuridad, las arpías no ayudaron a Abe a romper su voto de celibato, ya que esto significaba pena de muerte para todos. Pero rasgar la blanca carne sidhe les divierte casi tanto como el sexo.

La aguda y gorjeante voz se dejó oír débilmente de nuevo. Sholto asintió estando de acuerdo con lo dicho por la criatura.

– Ivar ha dado en el quid de la cuestión. Estáis empapados y hasta arriba de barro, y eso no ha ocurrido aquí en nuestro jardín.

Él señaló con su mano indemne la tierra apelmazada, sedienta y el agua a metros por debajo de nosotros, claramente inaccesible.

– ¿Nos das permiso para sacar a la princesa de esta cornisa? -preguntó Doyle.

– No -le espetó Sholto-. Está bastante segura allí. Contesta a mi pregunta, Oscuridad… o Princesa… o cualquiera. ¿Cómo os mojasteis y llenasteis de barro? Sé que nieva en la superficie, no lo podéis usar como excusa para mentir.

– Los sidhe nunca mienten.

Fue Mistral quien dijo esto.

Sholto y sus guardias se rieron a la vez. La risa aguda y gorjeante se mezcló con el retumbante contrabajo/contralto de la risa de las arpías y la risa sincera, alegre de Sholto.

Los sidhe nunca mienten: Podemos ahorrarnos esto, la mayor mentira de todas -dijo Sholto.

No nos permiten mentir -dijo Doyle.

– No, pero la versión sidhe de la verdad esta tan llena de agujeros que es incluso peor que una mentira. Los sluagh preferiríamos una mentira honesta a las medias verdades de la corte a la que se supone que pertenecemos y que nos alimenta. Pasamos hambre con una dieta de medias mentiras. Así que dinos la verdad, si puedes, ¿cómo llegasteis a parar aquí, mojados y enlodados?

– Llovió en los jardines muertos, en nuestro sithen -dijo Doyle.

– Más mentiras -dijo Agnes.

Tuve una idea.

– Juro por mi honor… -comencé y una de las arpías se rió de ello, pero proseguí-… y por la oscuridad que todo lo devora que llovía en los jardines de la Corte Oscura cuando los abandonamos.

Yo había hecho no sólo un juramento que ningún sidhe rompería con facilidad debido a la maldición que implicaba si se rompía, sino el mismo juramento que yo le había exigido semanas atrás a Sholto cuando me buscó en California. Él había prometido mediante este mismo juramento que no me haría ningún daño, y yo le había creído.

La severidad del juramento hizo callar hasta a las arpías nocturnas.

– Ten cuidado con lo que dices, Princesa -dijo Sholto. -Algunas criaturas mágicas todavía viven.

– Sé lo que juré, y sé lo que significa, Rey Sholto, Señor de Aquello que Transita por en Medio. Estoy mojada por la primera lluvia que ha caído sobre los jardines muertos en siglos. Mi piel está decorada con la tierra renacida, y ya no árida.

– ¿Cómo puede ser posible? -Exigió Sholto.

– Eso no es posible -dijo Agnes. Ella apuntó con su oscuro y musculoso brazo a la puerta. -Esto es magia Luminosa, no Oscura. Están confabulados para destruirnos. Te lo dije, la Corte de la Luz nunca se habría atrevido si ellos no tuvieran el pleno apoyo de la Reina del Aire y la Oscuridad. -Ella señaló dramáticamente hacia la brillante puerta. -Eso lo demuestra.

– Meredith -dijo Doyle suavemente-, haz que la puerta desaparezca.

– Cuchichear no te hará mi amigo, Oscuridad -dijo Sholto.

– Le dije a la princesa que hiciera que la puerta desaparezca, para que entiendas que esto no es una jugada de los Luminosos.

Agnes se dio la vuelta tan repentinamente que su capucha cayó, para revelar la seca paja negra de su pelo, su ruinoso cutis, cubierto de golpes y llagas. Que las arpías escondieran su fealdad era una rareza entre los sluaghs. La mayoría de ellos veían cada singularidad como una señal de belleza, o poder. Las arpías la escondían, aunque también lo hacían los otros dos guardias más bajos.

Agnes me apuntó con su larga mano de negras garras.

– Ella no pudo conjurar esta puerta. Es mortal, y una mano mortal nunca podría crear esta entrada.

– Princesa, hazlo -dijo Doyle en voz baja pero lo suficientemente claro como para que no lo pudieran acusar de estar susurrando.

Entonces, hablé en voz alta, para que ellos me oyeran, y la cueva atrapara el eco de mi voz, de modo que se extendiera a lo largo de las paredes.

– Deseo que la puerta desaparezca ahora, por favor.

Hubo un momento de vacilación, como si la puerta quisiera darme un segundo para reconsiderarlo; entonces, como no lo hice, la puerta desapareció. Los guardias de Sholto se removieron inquietos, y Agnes se sobresaltó como si algo la hubiera tocado.

– Un mortal no puede controlar el sithen. Cualquier sithen.

– Yo habría estado de acuerdo contigo, hasta hace unas horas -le dije.

– ¿Y cómo llegaste a parar aquí? -me preguntó Sholto.

– Pedí una puerta en los jardines muertos. Nunca se me ocurrió que la puerta que yo pudiera conjurar me trajera a tu casa, Sholto.

– Rey Sholto -me corrigió Agnes.

– Rey Sholto -dije obedientemente.

– ¿Por qué te traería esa petición a nuestro jardín, Princesa Meredith? -preguntó Sholto.

– Doyle me dijo que volviéramos a los jardines muertos. Sólo dije: Haz aparecer una puerta que lleve a los jardines muertos. Pero no especifiqué a qué jardín, y ya conoces el resto.

Sholto me contempló. El triple círculo dorado de sus iris, del color del oro fundido, del dorado rojizo de las hojas de otoño y el dorado pálido de la luz del sol, hacían su cara hermosa, pero no menos intensa su mirada. Él me miró como si pudiera medirme con una mirada.

– No puede ser verdad -dijo Agnes.

– Si fuera mentira tendrían algo mucho mejor que eso -dijo Sholto.

– ¿Todavía crees todo lo que un pedazo de blanca carne sidhe te dice, Rey Sholto? ¿No has aprendido nada de lo que ellos te hicieron? -preguntó Agnes.

Yo no estaba segura de lo que ella quiso decir, pero adiviné que tenía algo que ver con las vendas que él llevaba.

– Silencio -dijo Sholto, pero había algo en su cara, en el modo en que se dio la vuelta, que hablaba de vergüenza. La última vez que yo había visto a Sholto, él se había escondido detrás de una máscara de arrogancia, como las que ponía Frost. Independientemente de la máscara que había construido para esconderse tras ella en la corte, ésta parecía haberse hecho trizas, de modo que ahora no tenía nada tras lo cual esconder sus emociones.

– ¿Podemos acercarnos a ti, Rey Sholto? -Pregunté, y mi voz sonó clara, pero más suave que antes.

El hombre alto, elegante, arrogante, que yo me había encontrado en Los Ángeles, no era el mismo hombre que estaba de pie delante de mí ahora, con los hombros ligeramente encorvados.

– No, no puedes -dijo Agnes con su voz extrañamente sonora. La mayoría de las arpías nocturnas, cacareaban más que hablaban, como si hubieran tragado grava.

Sholto se volvió hacia ella, y el movimiento debió costarle lo suyo, ya que casi tropezó. Eso pareció alimentar todavía más su cólera.

– Soy yo el rey aquí, Agnes, no tú. ¡Yo! -dijo, golpeándose el pecho. -¡Yo, Agnes, no tú, yo! ¡Y todavía sigo siendo el rey aquí!

Él se giró hacia nosotros. La parte delantera de sus vendas estaba manchada de sangre fresca, como si se le hubieran abierto algunos puntos. Sholto era mitad noble sidhe y mitad sluagh, y los sluagh eran todavía más difíciles de dañar que los sidhe. ¿Qué podría haberle herido tan gravemente?

– Tráela sobre tierra firme, Oscuridad -dijo Sholto.

Doyle me guió hacia adelante, cuidadosamente. La mano de Rhys nunca dejó mi otro brazo. Entre los dos me dejaron en la orilla más ancha. Los demás nos siguieron, poco a poco hasta llegar a un suelo firme.

Doyle tomó mi mano y me condujo hacia adelante, muy formalmente, donde me esperaban los sluagh. Tuvimos que avanzar despacio, debido a los huesos. Habíamos visto lo que le habían hecho a Abe, e íbamos descalzos. Y ya habíamos sufrido suficientes heridas por una noche.

– Cómo te odio, Princesa -dijo Agnes.

Sholto habló sin girarse para mirarla.

– Estoy muy cerca de perder la paciencia contigo, Agnes. Y no desearías eso.

– Ellos se mueven como luces y sombras, tan elegantes por el yacimiento de huesos que es nuestro jardín -dijo Agnes- y la miras como si ella fuera alimento y bebida, y tú estuvieras famélico.

Ese comentario me hizo alzar la mirada, apartándola de los peligrosos huesos.

– No lo hagas, Agnes -dijo él, pero su cara mostraba su necesidad al desnudo.

Ella tenía razón si observabas su cara. Era más que simple lujuria, aunque tampoco era amor. Había dolor en su mirada, como un hombre que mira algo que sabe que no puede tener, y que deseara más que cualquier cosa en el mundo. ¿Qué había dejado desnudo a Sholto a los ojos del mundo? ¿Qué lo había desenmascarado de esta manera?

Doyle se detuvo en un espacio de tierra en su mayor parte libre de huesos, también fuera de alcance de los sluagh, o lo más lejos de su alcance como pudiéramos estar aquí. Los otros hombres habían seguido nuestros pasos manteniéndose a nuestras espaldas, como si Doyle les hubiera hecho alguna señal que yo no hubiera visto, así de esta manera no nos apretujaríamos contra Sholto y sus guardias. Estábamos equivocados. Habíamos invadido su tierra, no a la inversa, por lo que teníamos que ser más corteses. Yo entendía eso, pero mirando el rostro de Sholto, me pareció que nos habíamos metido en medio de algo que no tenía nada que ver con nosotros.

Comencé a arrodillarme y tiré de Doyle conmigo, hacia abajo. Postré mi cabeza, no sólo para mostrar respeto, sino porque no podía sostener la mirada en la cara de Sholto por más tiempo. No merecía esa mirada. Estaba empapada y salpicada de barro. La verdad, debía de estar hecha una facha, pero aún así él me contemplaba con un deseo que era doloroso de ver. Había consentido en tener sexo con él, ya que era miembro de la guardia real de la reina, así como rey por derecho propio. Me tendría, entonces, ¿por qué me miraba del mismo modo que podría haber mirado Tantalus en el Hades [5]?

– Eres la princesa de la Corte Oscura, heredera de la reina. ¿Por qué te postras ante mí?

La voz de Sholto intentó ser neutra, y casi lo consiguió.

Hablé, mirando fijamente hacia el suelo, con mi mano todavía descansando en la de Doyle.

– Llegamos a tus tierras involuntariamente, y sin ser invitados. Somos nosotros los que hemos incurrido en falta. Y los que debemos una disculpa. Eres el rey de los sluagh, y aunque formes parte de la Corte Oscura, también tienes un reino por derecho propio. Yo sólo soy una princesa real, quizás heredera de un trono que gobierna sobre tus tierras; pero tú, Sholto, ya eres rey. El rey de la mismísima hueste oscura. Tú y tu pueblo sois el último gran ejército, los últimos cazadores salvajes. La gente que te llama rey es maravillosa y temible. Ellos y tú, merecéis en vuestras propias tierras todo el respeto de alguien que es menos que otro gobernante real.

Oí cómo alguien se removía incómodo detrás de mí, como si alguno de los guardias protestara por algo que dije, pero la mano de Doyle aún en la mía me tranquilizó. Él sabía que todavía estábamos en peligro; además, lo que dije era verdad. Hubo un tiempo en el que los sidhe debían respeto a todos los reinos bajo su tutela y no sólo a los que se habían transmitido por líneas de sangre.

– ¡Álzate, álzate, y no te burles mí!

Inexplicablemente, las palabras de Sholto estaban cargadas de rabia.

Alcé mis ojos para encontrar que su hermosa cara parecía consumida por una cólera que le carcomía.

– No lo entiendo… -comencé, pero él no me dejó terminar la frase. Avanzó con largas zancadas, agarró mi mano, y tiró de mí hasta ponerme en pie. Doyle vino conmigo, apretando su agarre en mi otra mano.

Los dedos de Sholto se clavaron en mi antebrazo cuando tiró de mí para acercarme más y bramó su rabia a unos centímetros de mi cara.

– No creía a Agnes. No creí que Andais permitiera este ultraje, pero ahora sí lo hago. ¡Ahora lo creo!

Él me sacudió con fuerza suficiente como para hacerme perder el equilibrio. Sólo la mano de Doyle impidió que me cayera.

Luché por mantener mi voz neutral cuando le dije:

– No sé de qué me hablas.

– ¡No! ¿Seguro? -dijo, soltándome tan de repente que me envió tropezando contra Doyle y entonces Sholto tiró con su mano ilesa de las vendas que cubrían su pecho y estómago, rasgándolas.

Doyle giró su cuerpo de forma que yo quedara detrás de él, de forma que su cuerpo se interpondría entre cualquier cosa que estuviera a punto de ocurrir y yo. La verdad, no iba discutir con él. Un Sholto malhumorado no era algo que yo hubiera visto antes.

– ¿Has venido a ver lo que ellos me han hecho? ¿Quieres verlo? -dijo ya gritando esto último, llenando la cueva de ecos, como si las mismas paredes también gritaran en respuesta.

Podía ver lo que había bajo las vendas ahora. La madre de Sholto había sido una noble de la Corte Oscura, pero su padre había sido un ave nocturna. La última vez que yo había visto el abdomen desnudo de Sholto, sin el poder de la magia que lo hacía parecer liso y musculoso, y totalmente sidhe, había en él una línea de tentáculos que comenzaban a unos centímetros de su pecho hasta llegar justo por encima de su ingle. Tenía un juego de tentáculos que las aves nocturnas utilizaban como brazos y piernas, así como unos tentáculos diminutos que succionaban y eran órganos sexuales secundarios. Habían sido estos pequeños “extras” los que me habían hecho evitar tomarlo en mi cama, y que la Diosa me perdonara, los había visto como una deformidad. Pero ahora no existía ese problema. Ahora la piel donde los tentáculos habían estado, estaba en carne viva, roja y desnuda. Quienquiera que hubiera hecho esto, no sólo se había encargado de cortar los tentáculos, se los habían sajado, junto con la mayor parte de su piel.

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