CAPÍTULO 7


Niahrin se había encargado de que Grimya durmiera y dio gracias por haber tomado esa precaución, ya que en su actual estado no podría haberse enfrentado a la perspectiva de intentar explicar a la loba lo que había hecho y por qué ello la había dejado en tal estado de tembloroso y debilitado abatimiento.

Había dejado de vomitar porque ya no quedaba nada en su estómago, pero los últimos cinco minutos habían sido un tormento de arcadas secas e inútiles hasta que por fin consiguió controlar los espasmos. No fue fácil erguirse; su cuerpo se resistió a sus esfuerzos por moverse, y ella no deseaba otra cosa que quedarse tumbada allí sobre la hierba y dormir. Pero la preparación y la costumbre hicieron que resistiera el agotamiento y se incorporara penosamente sobre sus pies. Ya había esperado esto y se había preparado para ello; la aguardaba una infusión reconstituyente que pronto la pondría en condiciones. Y su tarea no estaba terminada aún.

Regresó a la casa cojeando fatigosamente y una vez en su interior cerró la puerta a su espalda, cerrando el paso a la noche. Grimya era una figura oscura e inmóvil en la débil luz de los rescoldos de la chimenea. La loba roncaba con suavidad.

El reconstituyente se encontraba en una pequeña taza con tapa junto al fuego y estaba todavía caliente. Niahrin lo bebió y luego se acurrucó en el suelo junto al fuego, frotándose los antebrazos con energía y estremeciéndose mientras las ascuas del fuego empezaban a calentarle el cuerpo, helado por el aire nocturno. Durante un rato evitó volver la cabeza para mirar la cortina que ocultaba la atrancada puerta interior, pero al cabo, sabiendo que debía enfrentarse a ello una vez más antes de que todo quedara finalizado, se enderezó y avanzó de mala gana pero con decisión hacia ella. Había dejado preparada otra vela; tras encenderla apartó a un lado la cortina, levantó la tranca y penetró silenciosamente en la habitación situada al otro lado.

Las sombras danzaron ante sus ojos, resbalando sobre la pared desnuda. La estancia resultaba anormalmente fría y a Niahrin le pareció oír un leve sonido entre cántico y zumbido, como de un lejano enjambre de insectos. El telar estaba inmóvil y silencioso, una oscura silueta en la oscuridad; pero, donde antes no había habido más que su desnudo esqueleto, aparecía ahora una borrosa confusión de colores en su bastidor.

Niahrin aspiró con fuerza para calmar su tembloroso corazón y, sosteniendo la vela bien alta, avanzó. Por un momento, mientras bajaba la mirada, recuerdos terribles la asaltaron: lanzaderas que volaban, el telar que crujía y se balanceaba como si se tratara de una jaula en cuyo interior un animal terrible se revolviera y pugnara por escapar, sus propias manos anudando y tejiendo, sus pies una mancha borrosa sobre los pedales mientras su ojo lisiado miraba febrilmente al vacío y las imágenes se precipitaban y amontonaban sobre ella y le chillaban. Y durante todo aquel tiempo no había dejado de rezar, de gritar en voz alta a la Madre Tierra para que la protegiera de la enormidad del poder que había invocado, le concediera la capacidad de comprender y, por encima de todo, protegiera su cordura.

Todo había terminado de forma muy brusca. No sabía qué era lo que había creado; nunca lo sabía, pues jamás era capaz de mirar hasta más tarde, cuando los terribles efectos secundarios se desvanecían y su mente y cuerpo volvían a estar bajo control. La habitación pareció girar a su alrededor, toda coordinación desapareció, y sintió los primeros espasmos en el estómago mientras abandonaba como enloquecida el taburete frente al telar, cruzaba el umbral tambaleante, atravesaba la otra habitación, y salía al jardín justo a tiempo.

Ahora la sensación de náusea había desaparecido y había llegado el momento de contemplar su obra. Se sintió sorprendida, y más que un poco desconcertada, al ver lo mucho que había tejido. El tapiz tenía casi un metro de arriba abajo y ocupaba toda la anchura del telar... ¿Cuánto había durado, y durante cuánto tiempo había estado poseída por la magia? La luna se había puesto y no le quedaba más que el instinto para guiarla; un instinto que, equivocadamente al parecer, le decía que aún faltaban varias horas para el amanecer. A menos que el poder hubiera sido mucho mayor de lo que creía posible, y sus manos hubieran trabajado a una velocidad inimaginable...

Se acercó más, empujando a un lado el taburete, y miró con atención lo que había hecho. La luz de la vela era débil, lo que apagaba y ensombrecía los colores, y la inestable llama daba a los diminutos dibujos una extraña impresión de vida, hasta el punto de que parecían moverse por sí mismos. Niahrin sacudió la cabeza y cerró los ojos con fuerza, unos segundos antes de volver a mirar.

La escena del tapiz quedaba dominada por una enorme mole de piedra, con la luna llena colgando justo sobre su torre central. Un sol rojo con un rostro enfurecido y amargado en su centro se ponía por el oeste, mientras que por el este se alzaba otro sol, pálido y espectral. También éste tenía rostro, pero una nube ocultaba la boca y resultaba imposible saber si la expresión era alegre o triste, ya que sus ojos estaban en blanco y ciegos. Figuras diminutas, estilizadas y extrañas pero finamente detalladas, desfilaban por este misterioso paisaje, algunas a caballo, otras a pie. Iban de una en una y de dos en dos en dirección a las puertas de la enorme fortaleza de piedra, y las puertas mismas tenían la forma de una gran arpa, cuyas cuerdas se separaban para admitir a la vanguardia de la procesión. En esta vanguardia iba un hombre montado en un caballo alazán, y por el rápido vistazo que había tenido de él en los bosques, Niahrin reconoció la cabellera y barba castaño oscuras de Ryen Cathlorson Ryenson, rey de las Islas Meridionales. El monarca tenía una mano alzada como en actitud de rechazo, mientras que a su espalda la figura de una mujer llorosa avanzaba encadenada entre dos guardas encapuchados. Una sola mirada a la mujer hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Niahrin, pues aquella diminuta figura le era, también, conocida: Brythere, consorte y reina del rey Ryen. Y detrás de Brythere venían otros. Un anciano apoyado con fuerza en un bastón, el rostro tapado a la vista. Un hombre más joven, fornido, rubio y alegre, que parecía como si cantara. Una mujer de cabellos plateados, que corría cogida de la mano de un duende del bosque que parecía una curiosa mezcla de ser humano y árbol. Y... de nuevo Niahrin experimentó el mismo escalofrío, ya que las siguientes dos figuras eran las de un enorme perro —o lobo— de moteado pelaje gris y una mujer con un parche sobre un ojo.

Así que era esto; el mensaje que había traído la magia resultaba muy claro. Niahrin no había visto nunca Carn Caille, la fortaleza real, pero había escuchado suficientes relatos de los viajeros para tener una clara idea de cómo era, y la imagen del tapiz no podía ser de otro lugar. Sabía lo que debía hacer. Pero en cuanto a lo que aquella acción produciría, a lo que presagiaba... Niahrin se estremeció con un gélido y sobrenatural escalofrío, pues ahora sabía algunas otras cosas, cosas que no debiera saber, y al revelárselas la magia había depositado sobre sus espaldas una carga que no deseaba aceptar. No comprendía su significado, pero la asustaba. La magia la conducía a puertas que habían permanecido cerradas y atrancadas demasiado tiempo para que ahora se las volviera a abrir con tranquilidad; no eran puertas en su propia vida sino en las vidas de otros. Inmiscuirse era insensato, posiblemente peligroso. No tenía el derecho...

Una voz dijo en voz baja: Te equivocas, nieta. No sólo tienes el derecho sino el deber de hacerlo. La magia te lo ha dicho. ¿Osarás volverle la espalda?

—¿Abuela... ?

Niahrin dio un brinco como una liebre sorprendida por los perros, y giró en redondo como si esperara ver una figura en las sombras del umbral a su espalda, los ojos fríos y brillantes, la boca sonriente sin el menor asomo de risa. Pero su abuela no estaba allí. La mujer que había amado y temido y cuyos poderes había heredado, los benignos y los crueles a la vez, no era más que un fantasma en su cabeza. Niahrin a menudo oía a su abuela que le hablaba a través de los años, aunque no sabía si la voz era realmente una visita del mundo del más allá o tan sólo los ecos de su recuerdo. Pero la voz de la abuela y la fuerza de la magia decían lo mismo: no podía huir de su responsabilidad. No podía rechazar el poder y lo que le ordenaba hacer.

La vela parpadeó cuando lanzó un profundo suspiro, y el aliento estuvo a punto de apagar la llama. Niahrin bajó la vela y abandonó la habitación en silencio, cerrando la puerta otra vez y dejando caer la cortina sobre ella. Mañana sacaría el tapiz del telar y lo guardaría, pues ya le había dicho todo lo que tenía que decir. Ahora, sin embargo, le quedaba un pequeño acto de magia que realizar, y se trataba de una magia fácil y benévola; después podría dormir.

Se sentó en el suelo junto a la chimenea y colocó un nuevo tronco del cesto en el fuego. Luego estiró el brazo para alcanzar otro cesto más pequeño, y de él escogió cuidadosamente un puñado de ramas. Primero manzano; siempre debía haber manzano para traer bendiciones y buena voluntad a su trabajo. Enseguida acebo, para dar fuerza al conjuro, y por último serbal, sauce y escaramujo, creadores y liberadores de sueños. Colocó las ramas en forma de pequeña estrella, que espolvoreó con fino polvo aromático, y, cuando el nuevo tronco empezó a chisporrotear, depositó la estrella en el centro del fuego.

De la estrella brotaron llamas azul verdosas, y un perfume dulce y embriagador inundó la habitación. Niahrin sonrió y cerró su ojo bueno. Con las manos entrecruzadas, empezó a balancearse despacio adelante y atrás, y mientras se balanceaba entonó una canción sin palabras, cuya melodía semejaba el sonido del agua al fluir. Esta magia no producía dolor, ni discordancia, ni un sacrificio de energía; lo cierto es que le proporcionaría nuevos ánimos y la tranquilizaría y prepararía para un profundo descanso. Y en alguna parte, si todo iba bien, alguien tendría un importante sueño esta noche.

—Me drogaste —le reprochó Grimya—. Me diste algo para que durmiera. —Levantó los ojos hacia Niahrin y parpadeó indecisa—. ¿Por qué lo hiciste? ¿No con... fías en mí?

—¡Oh, cariño! —Niahrin se arrodilló junto al lecho de la loba y acarició sus fláccidas orejas—. Claro que confío en ti, no hay la menor duda. Pero no quería involucrarte en lo que hacía. No habría sido justo.

—Sabía que al... algo había sucedido. —Grimya sé incorporó con cuidado; le habían quitado el entablillado ahora y podía dar cortos y vacilantes paseos por la habitación, aunque Niahrin le había prohibido tajantemente apoyar la pata herida en el suelo—. Lo olí en cuanto desperté, como humo en el aire.

—Ya pensé que lo harías. —Niahrin sospechaba que las habilidades de Grimya iban más allá de la simple capacidad de hablar como los humanos. Calló unos instantes antes de proseguir—: Grimya, he averiguado ciertas cosas que significan que tú y yo debemos cambiar nuestros planes. En lugar de esperar a que tu amiga Índigo venga a nosotras, somos nosotras las que debemos ir en su busca.

Los ojos de Grimya se iluminaron ansiosos... pero enseguida sus orejas volvieron a caer.

—¡Pero no pu... puedo andar bien aún!

—No te hará falta. —El medio de transporte que tenía en mente haría que el viaje resultase lento y pesado, pensó Niahrin, pero no se podía evitar. La magia le había dicho lo que debía hacerse, y el viaje no podía esperar—. Un guardabosques amigo mío tiene justo lo que necesito, y puedo pagarle en especie de modo que no tendremos problemas para que nos lo preste. Pasaré todo el día de hoy preparando lo que necesitaremos; mañana lo visitaré y podremos ponernos en marcha al día siguiente.

La peluda cola de Grimya empezó a agitarse violentamente.

—Entonces —dijo la loba—, ¿sabes dónde está Índigo? ¿Sabes dónde la encontrrraremos?

—Sé adonde irá —«Adonde debe ir», añadió para sí la bruja, porque incluso sin el mensaje para actuar como incentivo Índigo se vería atraída hacia allí; la magia lo había dejado muy claro—. La encontraremos en Carn Caille.

—¿Carn Caille... ? —La loba se quedó helada.

—Sí; ¿por qué, querida, qué sucede? Ya sé que es la ciudadela del rey, pero no hay nada que temer de ella.

Pero sí lo había, pensó Grimya, claro que lo había. En una época, Carn Caille había sido el hogar de Índigo. Era un lugar lleno de fantasmas... y quizá de algo mucho peor.

Miró a la bruja y se pasó la lengua por el hocico, nerviosa.

—No he esss... estado nunca en Carn Caille —dijo despacio—. No... seeé si quiero ir allí ahora.

Con gran alivio por parte de la loba, Niahrin malinterpretó el motivo de su inquietud.

—No es un lugar tan inhóspito como tú temes, Grimya; lo cierto es que, por lo que he oído, el rey da la bienvenida en ella a todos sus súbditos y celebra audiencias públicas durante varios días todos los meses. —Le sonrió tranquilizadora—. Yo tampoco he estado allí jamás, de modo que será una aventura para las dos, ¿no te parece?

Grimya no discutió, pero, mientras Niahrin se daba la vuelta y empezaba a preparar el

desayuno para ambas, la loba dio unos cuantos pasos torpes y volvió a tumbarse, preocupada. Carn Caille. Índigo le había contado muchas cosas de ella, pero los relatos, y los recuerdos de Índigo, eran algo que quedaba en el lejano pasado ahora. ¿Qué encontraría allí, y —esta pregunta resultaba aún más perturbadora— qué siniestros ecos del pasado podían salir a la luz? Niahrin sólo conocía una pequeña parte de la historia de Índigo, y Grimya no se atrevía a contarle más. Pero la loba sentía en su interior una sensación de miedo cada vez mayor. La asustaba más Carn Caille que cualquier otra cosa a la que Índigo y ella se habían enfrentado durante sus muchos años juntas, y el motivo es que estaba segura de que en Carn Caille las esperaba el último de los siete demonios. Y este último demonio sería el peor de todos.

Cuando, entrada ya la mañana, abrió la puerta de la calle en respuesta a los persistentes golpes, Jansa se encontró con un forastero en el umbral. Era un joven, ni un mendigo ni un hombre acaudalado; llevaba una pequeña mochila a la espalda y tenía todo el aspecto de acabar de salir de las profundidades de un seto o almiar. Sus ropas mostraban manchas verdes y marrones, los cabellos estaban llenos de hierba y hojas, y los párpados aparecían hinchados, pero le dedicó una cortés reverencia y dijo:

—Buenos días, señora. Me pregunto si...

Jansa se dijo que ya le había tomado las medidas y lo interrumpió, aunque con amabilidad.

—Si vendes cosas, buhonero, lo mejor será que te advierta que no compro este mes. Pero entra de todos modos. Al menos te daré un pedazo de pan y una jarra de cerveza, porque tienes todo el aspecto de no haber desayunado. —Torció la boca en una sonrisa—. Si no te importa que te lo diga, también tienes todo el aspecto de haber dormido con zorros y comadrejas esta noche.

El joven le devolvió la sonrisa con cierta amargura.

—¡Así ha sido, señora! Llegué demasiado tarde para buscar habitación en algún sitio, de modo que me las arreglé como pude en el seto que se encuentra justo a las afueras del pueblo, en la carretera. —Hizo una pausa—. Pero no soy un buhonero, señora. Soy un mensajero, que viene de parte del capitán Brek, desde el puerto de Ranna. —Esperó como aguardando una reacción, pero Jansa no pareció comprender. Bueno; no había motivos para esperar que aquí tuviera más suerte que en los otros lugares.

—¿Para quién es tu mensaje? —preguntó Jansa mientras lo conducía hasta el bar. Le indicó que se sentara y pasó detrás del mostrador para sacar una jarra de cerveza—. ¿Alguien del pueblo?

—Bien..., no lo sé exactamente. El capitán Brek dijo que viajaban en esta dirección, pero no sé dónde pueden estar ahora. Dos personas juntas, un hombre y una mujer; comprometidos según el capitán, y buenos amigos suyos. Él es mi patrón, ¿sabéis?, y, si encuentro a las personas que busca, me ha prometido trabajo en la tripulación de un...

—¿Una pareja prometida? —Jansa se había detenido y lo contemplaba como si de repente hubiera comprendido el significado del rango de Brek, aunque no su nombre.

—Sí, señora. Un hombre fornido y rubio procedente de Scorva, y una mujer de nombre Índigo.

La expresión de Jansa cambió como si de improviso el sol hubiera iluminado la habitación.

—¡Vinar e Índigo!

El rostro del muchacho se animó, lleno de ansia.

—¿Los conocéis, señora? ¿Han estado aquí?

—Mejor que eso. —Jansa sonrió de oreja a oreja—. ¡Están durmiendo en sus habitaciones aquí arriba en este mismo instante! —Con veloz energía terminó de llenar la jarra, rodeó el mostrador y la depositó sobre la mesa ante él—. Bebe, muchacho, un regalo de la taberna. ¡Iré a despertarlos ahora mismo, y podrás verlos por ti mismo!

—¿Grimya está viva? —Los ojos de Vinar se abrieron desorbitadamente con una mezcla de asombro y alegría.

—Viva y bien, señor, eso es lo que el capitán Brek me pidió que dijera... aunque él no ha visto a la criatura por sí mismo, ya lo comprendéis.

—Índigo, ¿oyes esto? —Vinar se volvió ilusionado hacia la mujer sentada a su lado, quien por el momento había permanecido allí sonriente pero sin hablar demasiado—.

¡Grimya está viva! —Entonces vio su expresión, la perplejidad de su mirada, y sus hombros se hundieron—. Bueno, es como te dijo el capitán, no recuerda nada.

—Lo siento —dijo Índigo—. No significa nada para mí, Vinar. No significa nada en absoluto.

El joven la contempló un poco a hurtadillas, entristecido y también un poco embarazado por su presencia; en parte, se daba cuenta, debido a su nombre, que para un isleño era como una aureola siniestra que flotara alrededor de la muchacha, pero también por un motivo menos definible en el que no quería ahondar.

Vinar palmeó la mano de Índigo con suavidad aunque con cierta torpeza.

—Bueno, no hay que preocuparse de ello por el momento. A lo mejor es esto lo que necesitas: ver a Grimya. Tal vez ella hará aquello que yo no puedo: devolverte la memoria. ¡Después de todo hace más tiempo que la conoces a ella que a mí! —Sonrió pesaroso, lo que mitigó ligeramente la tensión en el bar, y volvió a mirar al muchacho— . ¿Dónde está Grimya, entonces? ¿Dónde la encontraremos?

—Os espera, me dijo el capitán, en... —se produjo una vacilación, tan breve que ni Índigo ni Vinar se dieron cuenta de ella; luego el joven finalizó—: en Carn Caille.

—¿Carn Caille? —Vinar estaba estupefacto—. Pero... —Se devanó los sesos, convencido de que lo que creía saber sobre las Islas Meridionales debía de estar equivocado—. Pero yo creía que eso era...

—Es la ciudadela del rey. —Jansa, que estaba barriendo el suelo y había escuchado gran parte de la conversación, se detuvo con la escoba en el aire y contempló al mensajero con curiosidad—. ¿Estás seguro de que eso es correcto, muchacho? ¿Estás totalmente seguro de que es lo que dijo tu capitán?

Por un instante la seguridad del muchacho se tambaleó y casi, pero no del todo, pareció recordar que el capitán Brek le había dado unas instrucciones completamente distintas. Pero enseguida el recelo desapareció. Carn Caille, había dicho el capitán; no había duda. Y el sueño que había tenido la noche anterior, el sueño que Niahrin había

enviado a todos los que buscaban a Índigo, permaneció bien oculto en las profundidades de su subconsciente.

—Desde luego que fue Carn Caille —aseguró, plenamente convencido—. El mensaje provenía de una de las mujeres sabias del bosque de esa zona, y ellas nunca se equivocan.

—Eso es cierto. —La voz de Jansa tenía un cierto tono atemorizado—. Pero el lugar donde vive el rey... ¡Es sorprendente!

Vinar estalló en una inesperada carcajada que los sobresaltó a todos.

—¡Esa Grimya siempre aterriza de cuatro patas! —dijo, y al punto su expresión se trocó bruscamente por una de preocupación—. Pero una cosa no encaja. ¿Cómo saben que se trata de Grimya? Hay muchos lobos en las Islas Meridionales, igual que en Scorva, y la mayoría se parecen.

El muchacho se encogió de hombros. Empezaba a desconcertarlo toda aquella charla sobre brujería y el rey.

—Quizá las brujas lo saben —apuntó.

—Lo sabrían —intervino Jansa—. No debes temer que estén equivocadas, Vinar; está dentro de sus poderes el averiguar de dónde salió vuestra loba mascota y que pertenece a un humano. Lo que realmente me asombra es cómo fue a parar tan lejos de Amberland. Aquí hay más de lo que ninguno de nosotros sabe aún, apostaría cualquier cosa.

—Sí, sí, creo que tienes razón —Vinar asintió solemne. Su mirada se tornó pensativa y una cautelosa lucecita ansiosa empezó a aparecer en ella—. Y eso puede significar algo más, ¿eh? Eso podría significar que alguien de este Carn Caille sabe algo de la familia de Índigo. A lo mejor incluso alguien de allí es de la familia de Índigo. —Levantó rápidamente la cabeza para mirar a Jansa, esperanzado—. ¿Crees que eso es posible?

—Podría ser, Vinar. Sí, creo que podría.

Durante esta conversación Índigo no había vuelto a hablar, pero ahora extendió el brazo y posó una mano sobre la de Vinar.

—Estoy casi asustada, Vinar —dijo en voz baja—. Asustada de tener esperanzas, por si...

—Lo sé. Lo comprendo.

Se inclinó como si fuera a rozarle los labios con los suyos; luego vaciló y retrocedió, como hacía siempre. Desde que había perdido la memoria, pensó Índigo, no la había besado ni una sola vez; aunque antes, sin duda, debía de haber sido diferente. Y ahora le decía que había tenido una mascota, una loba domesticada, a la que había querido tanto como lo quería a él. Pese a que no podía comprenderlo, aquella información le hacía más daño que el abismo que mediaba entre ella y el hombre al que estaba prometida.

—Quiero ir allí —declaró de improviso—. Quiero ir a Carn Caille. Tal vez haya allí alguien que pueda ayudarme. Y quizá si veo a esta loba, esta... ¿Grimya?, la recordaré. Es una ligera posibilidad, lo sé, pero... ¡oh, Vinar, si saliera bien!

Los dedos de Vinar aferraron con fuerza los de ella, pero su mirada estaba clavada en la mesa, no en la muchacha. Había esperado tener un poco mas de tiempo; tiempo para que las emociones de ella despertaran, y para que él se sintiera más seguro de ella. Pero no podía negarle esto. No quería negarle nada; por encima de todo deseaba que fuera feliz, ya que esto formaba parte de su amor y era probablemente la parte más valiosa.

—Sí —dijo, y con un ligero esfuerzo se deshizo de las dudas y el miedo, para volverse por fin hacia ella y sonreírle con afecto—. Sí, iremos. De hecho nos marcharemos hoy, en cuanto estemos listos, ¿eh? —Vio cómo su rostro se iluminaba y eso lo compensó—. ¡Vamos en busca de Grimya, y entretanto veremos al rey y le contaremos nuestras historias de viajeros! ¿Quién sabe? Puede que matemos dos pájaros de un tiro...

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