CAPÍTULO 8


Todos los que dormían a corta distancia de la torre redonda del ala norte de Carn Caille despertaron a causa de los gritos que salían del dormitorio de la reina. El rey Ryen abandonó sus propios aposentos y se encontró con que los criados corrían ya hacia el piso superior de la torre. Ryen avanzó hacia la escalera a grandes pasos y, con voz potente y llena de enojo, gritó a los agitados criados que retrocedieran, y corrió escalera arriba hasta la puerta de su esposa, acompañado de un solo hombre armado.

Cuando se acercaba, la puerta se abrió y una mujer alta de piel cetrina que llevaba un camisón con un chal de lana encima salió al exterior. Ketrin, doncella personal de la reina, vio a Ryen y realizó una reverencia algo forzada.

—No hay de qué asustarse, señor. —Su voz poseía el melodioso acento costero, pero traslucía cierta dureza—. La reina ha tenido una pesadilla, nada más.

—¿Otra vez? —Aunque intentó sofocarla, Ryen sintió cómo reaparecían la vieja irritación y el resentimiento, y su tono de voz lo delató—. ¿Hay alguien con ella? ¿No la habrás dejado sola?

—Su alteza está aquí, señor. Vino al momento y dijo que se ocuparía en persona de la reina.

Ryen masculló algo en voz baja y la apartó para entrar en la habitación. Una vela resplandecía en la redonda habitación, iluminando la pálida figura de la reina Brythere sentada muy tiesa en la enorme cama con dosel. Al oír sus pisadas levantó los ojos con expresión aturdida, y la reina viuda Moragh, madre de Ryen, se giró desde donde estaba sentada al borde de la cama y dedicó a su hijo una mueca de desaprobación.

—Con calma, Ryen; no hay motivo para precipitarse en la habitación como un toro desmandado.

Ryen hizo caso omiso de la reprimenda.

—Ketrin dice que ha tenido otra pesadilla.

—Así es, pero no arreglarás las cosas hablándome en ese tono, o no dirigiéndote a Brythere. —La mirada gris azulada de Moragh escudriñó su rostro mientras hablaba; luego se deslizó expresivamente hasta la joven de la cama, y la cólera de Ryen murió.

—Lo siento, lo siento... Fue el sobresalto de ser despertado, el miedo a que... —Se tragó el resto de lo que había estado a punto de decir y, acercándose al lecho, extendió las dos manos hacia su esposa.

Brythere lo miró, con el rostro cubierto de lágrimas y aire vacilante, y él continuó:

—Perdóname, corazón mío. No quería ser rudo. —Se sentó en la cama mientras Moragh se apartaba para hacerle sitio—. ¿Qué fue?, ¿lo mismo?

Brythere asintió con la cabeza.

—Estaba aquí. —Le tembló la voz—. Él estaba aquí, de pie junto a mí. Tenía un cuchillo, y... —Las palabras se ahogaron en un sollozo.

—Parece que no estaba solo esta vez —dijo Moragh en voz baja—. Cuando yo entré balbuceaba algo sobre una anciana inmóvil a los pies de la cama que lo incitaba.

Ryen la miró fijamente.

—Hace algunos años solía soñar con una anciana. Cuando éramos recién casados, y padre todavía vivía... Pero pensaba que esa pesadilla era cosa del pasado.

—Eso pensábamos todos, pero parece que estábamos equivocados. —Moragh hizo una señal a Ketrin, que había seguido al rey y vuelto a entrar en la habitación, y la doncella cruzó en silencio hasta una mesita, donde empezó a preparar una poción—. Veía incluso a esa bruja durante el día; en los pasillos a veces, ¿recuerdas?, y en una ocasión le sobrevino un ataque de nervios porque según juraba la anciana estaba entre los comensales en el gran salón. Ruego para que eso no recomience de nuevo.

Antes de que Ryen pudiera responder, Ketrin apareció junto al lecho con una copa rebosante en las manos. Moragh la tomó con un gesto de agradecimiento, indicó con la mano a la doncella que se retirara y se volvió hacia Brythere.

—Toma, criatura. Bebe esto, bébelo todo. Te serenará y calmará y te ayudará a dormir otra vez.

—¡No lo quiero! ¡Si regresa... ! —Los ojos de Brythere se abrieron de par en par, alarmados.

—No regresará, ya que no era más que un sueño. Hace mucho tiempo que se fue de Carn Caille; probablemente haya muerto ya y en buena hora. No está aquí, y no puede en ningún modo hacerte daño. Vamos. —Con el aire de alguien acostumbrado a ser obedecido, Moragh sujetó el brazo de su nuera y la obligó a permanecer quieta—. Haz lo que te digo, y bebe. Me quedaré contigo hasta la mañana y me ocuparé de que no suceda nada, de modo que no tienes nada que temer.

Intimidada como lo estaba siempre por la autoridad de la reina viuda, Brythere tomó la copa de mala gana y empezó a sorber su contenido. Tras observarla en silencio unos instantes, Ryen suspiró y se puso en pie.

—Si hay algo que pueda hacer...

—Un momento, Ryen. —Los ojos de Moragh seguían fijos en Brythere pero hizo un gesto que lo obligó a detenerse—. Quiero hablar contigo en privado. No tomará mucho tiempo. —En voz más alta ordenó—: Ketrin, cuida de la reina y ocúpate de que tome la poción. No tardaré más que un minuto o dos.

Brythere pareció incapaz de levantar la vista mientras los dos abandonaban la habitación y no tuvo ni una palabra de despedida para Ryen. Fuera aguardaba el guarda; Moragh lo despidió y se volvió hacia su hijo. La luz de una antorcha que ardía en su soporte de la pared le oscurecía el aguileño rostro y la severa melena de cabellos canosos.

—Ryen, esto no puede seguir así. ¡Hay que hacer algo, y hacerlo pronto, o estos sueños y obsesiones de Brythere destrozarán tanto su vida como la tuya!

Ryen volvió la cabeza a un lado.

—Madre, ¿qué puedo hacer? He intentado todas las tácticas que se me han ocurrido pero me siento tan impotente como tú; probablemente más, en realidad, puesto que ya no puedo llegar hasta ella. Ya lo acabas de ver... ¿Qué influencia puedo tener en ella?

—Bastante más de la que pareces dispuesto a ejercer —replicó Moragh con acritud; entonces la violenta llamarada de enojo se desvaneció y suspiró—: ¡Oh! Quizá soy injusta contigo, hijo mío. Quizá la culpa fue de tu padre y mía, al escogerla a ella como tu esposa. Tal vez tendríamos que haber esperado, como tú querías, y no forzarte a un matrimonio prematuro. Pero existían muchas consideraciones, y Brythere parecía la

elección ideal...

—Lo era —interrumpió Ryen, impotente—. Era todo lo que podría haber pedido de una esposa. Y la amo, madre. La amo.

Moragh se sintió tentada de preguntar «¿de veras?», pero se contuvo. Era un viejo tema espinoso sobre el que ella y su hijo habían discutido en muchas ocasiones, y ahora estaba segura de que Ryen era tan incapaz como ella de comprender por qué su matrimonio había resultado tan desastroso. En cuanto a Brythere... bien, Moragh tenía la franqueza suficiente para admitir que ella y su nuera no tenían en común más que sus lazos con Ryen, pero aquello no afectaba su opinión. La muchacha le gustaba bastante, y era indulgente con lo que consideraba debilidades de su naturaleza. En los primeros tiempos después de la boda habían ido realizando progresos —lentos y cautelosos, es cierto— en dirección a una especie de amistad; hasta que, por desgracia, empezaron las extrañas alucinaciones de Brythere y todo comenzó a ir mal.

Ryen se cruzó de brazos y clavó la mirada en el oscuro pozo de la escalera.

—Es este lugar —dijo malhumorado—, Carn Caille. Ya desde el principio Brythere no se sintió jamás feliz aquí, y ahora apenas si soporta permanecer entre sus paredes. Se volvió para mirar a su madre casi retador—. Cree que Carn Caille está encantado.

—Ryen, ya te he dicho otras veces... —empezó a decir Moragh.

—No, no, madre; ya sé lo que me has dicho y sé lo que piensas. Pero los temores de Brythere no se diferencian de los que yo tenía de niño. Recuerdas tan bien como yo las noches en que tú o la vieja Lalty os veíais obligadas a permanecer toda la noche junto a mi cama, intentando convencerme para que volviera a dormirme a pesar de sólo la diosa sabe qué terrores.

—Pero eras un niño, y esos terrores desaparecieron cuando te hiciste mayor como sucede con todos los niños. Brythere ya no es una criatura. —Moragh calló unos instantes antes de continuar—: Ryen, escúchame. Puede que no te guste lo que voy a decir pero quiero que lo tomes en serio de todos modos. Esto hay que pararlo antes de que se desmande. Hay que hacer comprender a Brythere lo que su locura os está haciendo a ella y a ti. Y, si se niega tranquilizarse, habrá que obligarla.

—¿Obligarla? —Ryen estuvo a punto de echarse a reír; luego su voz adoptó repentinamente un tono salvaje—. ¿Cómo haremos eso, madre? ¿La encerraremos en su dormitorio y haremos que Ketrin le meta el sentido común a golpes? ¿O a lo mejor debería apartarla de un modo u otro y tomar una nueva esposa más sumisa?

—No seas ridículo, Ryen; sabes muy bien que no estoy sugiriendo nada parecido. Quiero decir, simplemente, que Brythere ha tejido una telaraña de miedos y fantasmas a su alrededor y se ha quedado atrapada en ella excluyendo iodo lo demás de su vida. Ya no asiste a las reuniones vespertinas, ya no cabalga a tu lado ni ocupa su lugar en las audiencias públicas; suplica que se la excuse de casi todos sus deberes y, como estamos preocupados por su bienestar, la hemos mimado demasiado. Bien, eso debe cambiar. Nuestra preocupación ha ido demasiado lejos y está haciendo más mal que bien. Como tu consorte, Brythere tiene responsabilidades; se la debería obligar a cumplir esas responsabilidades en lugar de permitirle que languidezca oculta como una inválida. ¡No es una inválida! Es una mujer joven perfectamente sana, y la forma de hacer que lo comprenda es encargarnos de que pase más tiempo en el mundo real y menos en su mundo privado lleno de apariciones.

Ryen suspiró. Era imposible discutir con Moragh en ninguna circunstancia, y en ésta sabía que ella tenía razón. Pero era duro, tan duro... Su madre podía desechar los terrores de Brythere tachándolos de tonterías, pero eran totalmente reales para Brythere. Y había algo más, algo que Ryen no deseaba recordar, y mucho menos discutir con nadie. Una noche, al principio de su matrimonio, cuando todavía compartían el mismo lecho, Brythere había despertado gritando en medio de la noche. Había sido la segunda o tercera vez que tal cosa ocurría y, cuando Ryen, con los ojos hinchados y medio adormilado, había intentado calmar a su sollozante esposa, vio —o creyó ver, ya que la imagen se desvaneció al momento— una figura apenas perfilada junto al poste de la cama. Con aspecto de anciano, de sexo indeterminado y el rostro oculto por la capucha de una larga capa, mantenía en alto una mano arrugada en actitud amenazadora, y sujetaba en esa mano un cuchillo de larga hoja.

Apartando a un lado ese recuerdo como siempre hacía, Ryen respondió con un esfuerzo:

—No sé, madre. Tal vez tengas razón. Pero las cosas están tan mal entre nosotros que no sé si Brythere me escuchará.

—A mí me escuchará —replicó Moragh en un tono que daba a entender que Brythere no tendría elección, y, antes de que él pudiera protestar, añadió—: Y desde luego no seré cruel con ella; sólo firme. Eso es lo que necesita. La verdad es que pienso que los dos lo necesitáis.

—¿Debemos volver sobre esto otra vez? —Ryen desvió la mirada.

—No tengo intención de insistir en ello, ya que no ganaremos nada y los dos necesitamos dormir esta noche. —Empezó a retroceder en dirección a la puerta de Brythere—. Pero lo mismo puedo decirlo que pensarlo.

Si tú y Brythere tuvierais un hijo eso ayudaría a curar vuestros males más que cualquier cosa que yo espere conseguir por mis medios. Sin embargo, a menos que se realicen algunos cambios, no parece existir mucha esperanza de que eso vaya a suceder. El rostro de Ryen enrojeció violentamente. —El deseo de tener habitaciones separadas fue de Brythere, no mío.

—Pero no hiciste nada por disuadirla. —Maldita sea, ¿qué podría haber hecho? ¡Se mostró inflexible! A mí no me habría importado cumplir con mi deber.

—¿Tu deber? —repitió Moragh, incrédula—. ¿Es eso lo que habría sido para ti? ¡Porque si es así no me asombra que Brythere decidiera lo que decidió! —Se llevó una mano al rostro y se pellizcó el puente de la nariz como si intentara mitigar un dolor de cabeza.

—Madre —repuso Ryen—, no es tan sencillo como eso. Sabes que no lo es.

—Sí. —Moragh asintió con la cabeza—. Sí, hijo mío, lo sé. —Dejó que la mano cayera otra vez al costado—. Pero de algún modo hay que encontrar una respuesta, Ryen. Lleváis casados ocho años ya, y Brythere tiene ya veintiséis. No tenéis todo el tiempo del mundo. —Se volvió entonces y posó una mano en el pestillo—. Creo que no tenemos nada más que decirnos. Lo mejor será volver a dormir. Tienes audiencia

pública por la mañana y necesitarás estar descansado.

Ryen la contempló mientras levantaba el pestillo, y de improviso dijo: —Madre...

Moragh volvió la cabeza.

—Madre, amo a Brythere. Puede que no tanto como tú amaste a mi padre, y él a ti, y sé que ha sido una desilusión para ti. Pero la amo, ¡y realmente creo que el fracaso de nuestro matrimonio no se debe a que yo no lo haya intentado!

—¡Chisst! Baja la voz, o Brythere nos oirá. —¿Oh, qué importa eso? ¡No digo nada que ella no sepa tan bien como cualquiera de nosotros! —No obstante bajó la voz hasta convertirla casi en un susurro—. Lo he intentado, madre. He intentado comprender y he intentado ser paciente. Pero llega un momento a partir del cual ya no existe nada más que yo pueda hacer, y cuando se llega a ese punto me empiezo a preguntar si vale la pena seguir probando.

—Ryen, eso que has dicho es terrible. —Los ojos de Moragh se clavaron en él.

—Dulce Diosa, ¿crees que no lo sé? ¡Pero no puedo realizar milagros! Brythere parece decidida a volver la cabeza y la mente y a no dejarme llegar a ella. Así pues, que así sea. Si no quiere nada de mí, ¡entonces quizá yo tampoco tendría que querer saber nada de ella!

La reina viuda no respondió enseguida sino que permaneció inmóvil, la frente arrugada en una expresión de tristeza. Por fin levantó la mirada.

—Muy bien. —Su voz sonó resignada y con una cierta amargura—. Si es así como piensas, entonces no hay nada más que decir. También yo he hecho todo lo que he podido, pero parece que eso no es suficiente para nadie. Te deseo buenas noches, Ryen.

Abrió la puerta de la habitación de Brythere. La luz de una vela se derramó al exterior, y bajo su resplandor Ryen vislumbró la figura de Ketrin junto al lecho de la reina. La expresión de la doncella era inescrutable. Entonces Moragh entró, y la luz y la escena desaparecieron al cerrarse la puerta tras ella.

El guarda de Ryen aguardaba al pie de la escalera de caracol, un puesto discreto desde el cual no podía oír nada de la conversación desarrollada arriba, pero lo bastante cercano para acudir en caso de necesidad. El rey le dirigió una rápida mirada.

—Vete a la cama.

El hombre abrió la boca para desear las buenas noches a su señor, pero el saludo murió en sus labios al ver la expresión de Ryen. Hizo una reverencia y se alejó rápidamente. Por un momento Ryen se volvió para contemplar el negro hueco de la escalera, y la cólera lo invadió al pensar en Brythere, sometida a los cuidados bienintencionados pero severos de su madre. Era él quien debería estar a su lado ahora, no Moragh, y antes, en los primeros días, habría sido así. Pero eso era cuando aún no se habían iniciado los terrores de Brythere, cuando el miedo aún no había convertido las risas de la reina en sombras. Sabía por qué ella lo había rechazado. No debido a que no pudiera defenderla de sus sueños —aunque eso era cierto— sino porque él era el rey y ella, como su reina, estaba obligada a vivir con él en Carn Caille y por lo tanto estaba atrapada entre las mismas paredes que habían dado vida a sus pesadillas.

No salía ningún sonido de la torre de Brythere ahora. Ryen esperó unos momentos, escuchando el silencio; luego se dio la vuelta y se marchó en silencio en dirección a su

propio dormitorio. Su rostro era duro e inexpresivo como el mármol.

Las puertas de Carn Caille habían estado abiertas desde primeras horas de la mañana, pero a media tarde el enorme patio seguía atestado mientras que el césped en el exterior de la fortaleza daba cabida a otra multitud de personas que habían finalizado sus asuntos o que habían acudido a contemplar la diversión y esperaban tener la suerte de poder echar una ojeada al rey.

A través de Jansa primero, y luego por otros viajeros que encontraron en la carretera, Vinar averiguó que estas audiencias públicas, que se celebraban durante tres o cuatro días cada mes, eran enormemente populares entre las gentes de las Islas Meridionales. La costumbre la había iniciado el viejo rey Cathlor, pero era Ryen quien había acabado por establecerla, a la vez que había eliminado la mayoría de las formalidades asociadas normalmente con los acontecimientos reales. A todos sus súbditos, nobles o plebeyos, ricos o pobres, se les daba la bienvenida y la oportunidad de exponer al rey sus peticiones sobre cualquier cuestión, y las audiencias públicas eran también una tribuna para el anuncio de noticias importantes y de nuevos edictos o leyes.

Los habitantes de las Islas Meridionales no necesitaban demasiado estímulo para convertir cualquier acontecimiento en una feria, y las innovaciones del rey Ryen habían provocado una pronta respuesta. El último kilómetro de la carretera que conducía a la fortaleza estaba bordeado de buhoneros que vendían de todo, desde comida y bebida hasta juguetes, y el césped era un caótico carnaval de vendedores, feriantes y artistas, cada uno con su propio puesto o carreta o con una pequeña parcela de terreno. Las transacciones se multiplicaban; asistir a las audiencias públicas era toda una costumbre tanto para ricos como para pobres, y un hojalatero con el que Vinar había trabado conversación en la carretera calculaba que al menos tres cuartas partes de todos los reunidos alrededor de Carn Caille habían acudido ese día simplemente a divertirse. Ahora que el largo invierno quedaba atrás y se acercaba el verano, añadió alegremente el hojalatero, las audiencias de primavera eran siempre las mejores.

No obstante, una tonta preocupación por Índigo impedía que Vinar disfrutara por completo del espectáculo. La muchacha parecía alegre ahora, riéndose de un bufón que pegaba saltos con su bastón cubierto de cintas, o señalando un puesto en el que se asaba un suculento buey entero; pero dos kilómetros atrás la cosa había sido diferente. En cuanto habían aparecido en el horizonte las piedras grises de Carn Caille, Índigo se había detenido de un modo tan repentino e inesperado que parecía como si hubiera chocado contra una pared invisible. Perplejo, Vinar la había mirado y se había encontrado con que su rostro estaba rígidamente inmóvil, los ojos clavados en las lejanas torres grises, la boca abierta pero sin moverse. Luego, con una voz que parecía a punto de caer en un ataque de nervios, Índigo había dicho: «No..., no quiero... », y había cortado el resto de la frase con un audible chasquido de dientes.

Vinar no sabía qué hacer. Intentó convencerla para que le dijese lo que no había acabado de decir, pero ella no podía o no quería contestar; se limitó a seguir con la vista fija al frente como hipnotizada. De pronto —y eso le resultó aún más extraño— la muchacha parpadeó bruscamente, sacudió la cabeza como para apartar algo que dificultaba su visión, y continuó andando por la carretera sin decir una palabra. Vinar se vio cogido tan por sorpresa que ella ya le llevaba una buena delantera cuando reaccionó y corrió para alcanzarla; cuando se serenó, la mente del marino estaba llena de preguntas, pero una mirada al rostro de su compañera bastó para inmovilizar su lengua. Ella no recordaba lo que había dicho. Ni siquiera recordaba su especie de trance; el incidente había quedado borrado de su cerebro como si jamás hubiera sucedido, y se encaminaba hacia Carn Caille sin la menor aprensión.

Desde ese momento Vinar la había estado vigilando con atención, en alerta constante por si se repetía otro episodio similar, pero nada había sucedido, y no sabía si sentirse aliviado o desilusionado. Por un instante había dado la impresión de que algo se había abierto paso a través de la barrera erguida en la mente de Índigo, y había agitado algún recuerdo de su pasado, pero éste se había desvanecido antes de que ni ella ni él pudieran atraparlo. «No quiero... » ¿No quiero qué?, se preguntaba Vinar, pero la pregunta era inútil. Unicamente Índigo podía contestarla, y las barreras habían vuelto a alzarse, dejando fuera recuerdos y comprensión.

El hombre levantó los ojos hacia la imponente mole de la fortaleza, un completo y casi feo contraste con la colorida actividad que envolvía como una marea sus muros. Aunque carecía de pruebas para apoyar su intuición, se sentía firmemente convencido de que Índigo conocía Carn Caille, aunque cómo era que lo conocía era una pregunta que él no podía contestar. ¿Habría vivido entre sus paredes como la hija, quizá, de un sirviente real? ¿O había visitado sencillamente la fortaleza en algún momento de su vida, tal vez para asistir a una reunión como la de hoy? Las posibilidades llenaban a Vinar de una desconcertante mezcla de esperanza y temor: la esperanza de que el rostro de Índigo fuera conocido y recordado en Carn Caille, unida al temor de cualquiera que fuera el secreto o la tragedia que la hubiera alejado de allí para buscar una nueva vida.

Se encontraban ya en medio de la muchedumbre, y la carretera había desaparecido a excepción de un sendero apenas señalado que conducía a las abiertas puertas de la fortaleza. A través de estas puertas, Vinar pudo ver una apretujada multitud, y una especie de cola que parecía aguardar frente a unas puertas dobles que, presumiblemente, conducían al gran salón de Carn Caille y a presencia del rey. Índigo se había desviado a un lado para examinar un puesto que vendía pieles curtidas y objetos de cuero; la vendedora, una mujer gorda, intentaba interesarla en un cinturón repujado y unos zapatos de piel blanda. Vinar fue tras ella y le tocó el hombro.

—Índigo; hay mucha gente esperando para ver al rey. Será mejor que no nos retrasemos si queremos tener nuestra oportunidad.

Ella se volvió, sonriendo, pero no demasiado interesada, pensó él.

—No tardaré. Sólo quiero echar una mirada a esto.

Vinar sintió una cierta inquietud. Era como si ella no quisiera en realidad llevar a cabo esto.

Y eso había dicho: «No quiero».

—Índigo. —Volvió a tocarle el hombro—. Quédate aquí. Espera un minuto o dos, ¿de acuerdo? Iré a ver qué hay que hacer, y volveré a buscarte.

—De acuerdo, sí. —Se volvió inmediatamente hacia el puesto otra vez, y él no creyó que hubiera escuchado realmente sus palabras. Por un momento Vinar contempló su espalda dubitativo, antes de alejarse a grandes zancadas en dirección a las puertas de Carn Caille.

La entrada tenía centinelas, pero parecía como si los hombres armados estuvieran allí sólo para cubrir las apariencias, ya que la gente pasaba arriba y abajo sin que los detuvieran. Vinar aminoró el paso al acercarse, buscando a alguien que pudiera decirle qué debía hacer quien deseara acudir a la audiencia pública, y seguía allí mirando a su alrededor indeciso cuando una voz junto a su codo lo sobresaltó.

—¡Patapim-patapam! —Algo le golpeó con suavidad el brazo y, cuando giró sobre sí mismo, vio al bufón que danzaba a un paso de distancia. El payaso agitó su bastón cubierto de cintas y sonrió—. ¡Y un día feliz para ti, buen señor! —Luego abandonó su cómica expresión—. Pareces un alma en pena, si me permites que lo diga. ¿Puedo servirte de ayuda?

Vinar se sosegó y devolvió la sonrisa.

—Bueno... a lo mejor puedes, creo. Quiero ver al rey, pero no sé cómo hacerlo.

El bufón enarcó una pintarrajeada ceja.

—No eres el único que lo desea. —Una pausa—. Eres scorvio, ¿verdad?

—¿Tan evidente es? —Vinar lanzó una carcajada—. Creía que había conseguido pasar por isleño.

—¡No con ese acento, te lo aseguro! Pero, hablando en serio, no es sólo la voz. Poseo un talento para descubrir los orígenes de las personas. Es útil en mi auténtico trabajo, y aquí recibimos visitantes de todas partes del mundo.

Vinar observó la utilización de las palabras «recibimos» y «aquí», y su interés se acrecentó.

—¿Vives en Carn Caille?

—Desde luego. —Con una profunda y burlona reverencia el bufón indicó sus extravagantes ropas—. No te dejes engañar por mi traje, amigo; no voy por ahí haciendo payasadas para ganarme la vida. No es más que un poco de diversión cuando no estoy de servicio los días de audiencia, y, como poseo un cierto talento para hacer el payaso, disfruto añadiendo mi pequeña contribución a la diversión general. —Extendió una mano, con la palma hacia arriba—. Soy Jes Ragnarson, bardo por vocación, y al servicio del rey Ryen.

Vinar posó la mano sobre la palma que se le ofrecía, a la que empequeñeció con su gran tamaño; Jes Ragnarson era un hombre menudo.

—Vinar Shillan. Marino veinticinco años, oficial con experiencia. —Su sonrisa se endureció ligeramente—. Estaba con el capitán Brek procedente de Scorva, en el Buena Esperanza.

—¿El reciente naufragio en Amberland? —El interés de Jes aumentó—. Recibimos la noticia de que un buen número sobrevivió, demos gracias a la Madre. Llegó un informe desde Ranna hace unos días, y decía...

—Ya, ya.

Vinar no quería parecer maleducado pero tampoco quería insistir en el tema de la pérdida del Buena Esperanza. Jes se dio cuenta y cambió de táctica.

—¿De modo que quieres presentar una petición? Has llegado un poco tarde hoy; la sala de audiencias está ya repleta de gente y todavía hay más personas esperando en el patio, como puedes ver. Aunque, si es un asunto de gran importancia...

—Lo es —afirmó Vinar, categórico—. Para mí, lo es.

El bardo lo estudió con atención durante unos instantes. Ya había observado la presencia del forastero scorvio minutos antes, y también había reparado en algo más, algo que lo había sobresaltado y a la vez despertado su curiosidad. Se mordisqueó el labio inferior.

—Bueno..., es posible que pueda ayudarte. —Y, en un tono que Vinar habría encontrado en exceso desenfadado si sus percepciones hubieran sido más sutiles, añadió—: Pero pensaba que tenías una acompañante. ¿No había una joven contigo?

—Sí. —Vinar confirmó con la cabeza y señaló en dirección al puesto de la vendedora de pieles curtidas—. Está allí; le dije que vendría a ver qué había que hacer y regresaría. Es por ella que estamos aquí.

—Ah. —Jes siguió la dirección del gesto de Vinar hasta que su mirada fue a dar con Índigo. Su expresión se volvió pensativa—. ¿Es tu esposa?

—Aún no. —Vinar hizo una mueca orgullosa—. Pero lo será pronto, creo yo. Es por eso que hemos venido: a encontrar a su familia, a conseguir su bendición.

¿Era ésa toda la verdad?, se preguntó Jes. ¿O había otras cosas en juego aquí? Las cuerdas del arpa de su cerebro —para utilizar una frase de su antiguo maestro bardo— estaban vibrando.

—Bien, bien —dijo en voz alta—. Una joven muy atractiva. Os felicito a ambos. ¿Puedo preguntar su nombre?

—Se llama Índigo.

Jes volvió la cabeza violentamente.

—¿Índigo? Ese es un... nombre poco corriente. No es precisamente el que yo habría pensado que un isleño escogería para su hija. —Vinar, que a estas alturas ya estaba acostumbrado a esta reacción, se encogió de hombros pero no hizo ningún comentario, y el bardo se apresuró a agregar—: No es que sea asunto mío, desde luego, y ¿qué es un nombre, después de todo? Bueno, tal vez pueda ser de ayuda. Para unirte a los solicitantes debes estar en la lista del senescal.

—Pero ¿si está llena... ?

Jes hizo un gesto negativo.

—Puede que aún haya sitio para vosotros. No prometo nada, pero veré qué puedo hacer.

Vinar vaciló, preguntándose por qué un completo extraño se mostraría tan dispuesto a hacerle un favor.

—No deseo crearte molestias... —empezó.

—No es ninguna molestia. —Jes le dedicó una sonrisa y esquivó cualquier necesidad de explicar sus motivos añadiendo—: Ve a buscar a tu dama y tráela al patio. Regresaré en unos minutos y me reuniré con vosotros aquí.

La expresión del bardo era meditabunda mientras contemplaba cómo Vinar se dirigía hacia el puesto de venta. Durante unos cinco o seis segundos permaneció inmóvil,

absorto en sus pensamientos. Luego, bruscamente, se dio la vuelta y corrió hacia la multitud reunida en el patio.

Ryen podía haber perdido toda esperanza con respecto a Brythere, pero no así la reina viuda Moragh, y cuando ella decidía ejercer su voluntad existían pocas personas entre los muros de Carn Caille capaces de oponérsele. Brythere carecía de la fuerza y la decisión para intentarlo siquiera, y así pues, bajo la firme supervisión de la reina viuda, se había levantado por la mañana y, tras comer un nutritivo desayuno que no quería, se había preparado para aparecer en la audiencia pública. En estos momentos se encontraba sentada junto a Ryen en el gran salón, muy tiesa en su trono situado sobre la elevada plataforma y ataviada con las ropas que el protocolo indicaba y una pequeña corona de plata sobre el inmaculado peinado. No sin cierta sorpresa por su parte, y a pesar del cansancio que siempre seguía al sueño inducido mediante hierbas en contraposición al sueño natural, la reina se encontraba a gusto. El cálido recibimiento dispensado por los solicitantes de la sala cuando hizo su aparición resultó muy gratificante, y, cuando la noticia de que la reina estaba presente llegó a la muchedumbre que aguardaba en el exterior, ésta la había vitoreado. Ryen se sentía satisfecho tanto por las muestras de afecto dirigidas a su esposa como por la respuesta de ésta. Brythere había incluso aceptado, aunque con cierta cautela, la sugerencia de su esposo de que más tarde podían salir juntos al patio a saludar a los reunidos, y éste daba silenciosas pero sentidas gracias a su madre por su resolución.

La tarde avanzaba, el sol penetraba oblicuamente por las altas ventanas y proyectaba una brillante aureola alrededor de los cabellos de Brythere. En la sala hacía calor y el ambiente estaba cargado pese a que las puertas estaban abiertas. Al ver que Brythere ahogaba un bostezo con el dorso de la mano, Ryen se inclinó hacia ella y susurró:

—La lista de solicitantes está llegando al final. Sólo un poco más; luego saldremos a saludar. —Ella asintió, y él se volvió hacia el senescal que permanecía de pie junto a su sillón—. ¿Cuántos faltan?

El hombre consultó su lista.

—Otros cinco o seis, mi señor, y ninguno de ellos trae asuntos complicados. La mayoría son solicitudes de permiso para apacentar ganado o recoger leña en los bosques de caza, y dos granjeros en disputa por unos derechos para apacentar ovejas.

—Bien, bien. —Eran casos muy sencillos y sólo requerirían de Ryen una breve audiencia, durante la cual escucharía las bases de cada disputa y, si lo consideraba razonable, otorgaría al solicitante una audiencia ante el Tribunal de los magistrados del rey, quienes se ocuparían de que todo se solucionara de forma justa.

—¡Oh! Pero hay otro más, mi señor —dijo de improviso el senescal—. Alguien que ha llegado tarde..., demasiado tarde, estrictamente hablando, para ser incluido, pero Jes Ragnarson ha solicitado expresamente que pueda presentarse ante vos.

—Jes lo ha solicitado? —Ryen se mostró sorprendido—. ¿Quién es? ¿Un pariente suyo?

—No, señor. Tengo entendido que el suplicante es un scorvio, pero prometido a una isleña. De hecho es ella, la prometida, el objeto de la petición. Parece que ha perdido la memoria, e intentan localizar a su familia. Esperan que vos, mi señor, podáis serles de ayuda.

Esto significaba una variación en la acostumbrada gama de súplicas que se le presentaban, y Ryen se sintió intrigado.

—¿Cómo se ha visto mezclado Jes en esto? —inquirió.

—No lo sé, mi señor. Pero ruega le concedáis el favor de permitir que la pareja se presente ante vos.

El monarca levantó la cabeza y paseó rápidamente la mirada por la atestada sala. Los solicitantes que quedaban todavía en la lista del senescal aguardaban pacientes mientras que aquellos a los que ya había tocado el turno permanecían en los alrededores para presenciar el resto de la audiencia. Aunque nadie soñaría en protestar por el retraso mientras Ryen y el senescal conferenciaban, la gente estaba intranquila y un poco perpleja; flotaba un sordo murmullo de voces en la sala, acompañado de un arrastrar de pies y de una tosecilla o dos. Ryen no podía culparlos por su impaciencia; tampoco él sentía el menor deseo de prolongar la audiencia más de lo necesario. Pero si Jes había hecho una petición especial...

—Sí —dijo al senescal—. Hazlos pasar. Me satisfará ayudarlos si puedo.

El hombre hizo una reverencia y abandonó la estancia apresuradamente; Ryen devolvió su atención al siguiente caso. Tanto éste como los dos posteriores resultaron tan sencillos como había previsto, y el cuarto y penúltimo solicitante se inclinaba ya ante él cuando se produjo un movimiento cerca de las puertas al retroceder una parte de los reunidos para permitir entrar a unos recién llegados. Por el rabillo del ojo el monarca vislumbró a Jes Ragnarson con sus chillonas ropas de bufón, y a su lado un hombre rubio, cuya cabeza y hombros sobresalían por encima de la mayoría de los allí presentes. Lo acompañaba una mujer; Ryen tuvo tiempo de observar que ésta tenía el cabello castaño rojizo pero no pudo distinguir mucho más ya que se vio obligado a devolver su atención a la cuestión que se debatía en aquellos momentos. Escuchó la petición y la que siguió a ésta, y ofreció corteses y consideradas respuestas a ambos, tras lo cual hizo una señal para que se acercaran los recién llegados. Mientras la multitud les dejaba paso, el monarca dirigió una rápida mirada a Brythere y vio que la reina tenía el entrecejo fruncido. Se inclinó un poco hacia ella y bajó la voz hasta dejarla convertida en casi un susurro.

—¿Sucede algo, corazón?

—Esa mujer. —Brythere había tenido oportunidad de estudiar a los recién llegados, aunque desde lejos—. Estoy segura de haberla visto antes. —Clavó los ojos en su esposo—. ¿El senescal dijo que había perdido la memoria?

—Sí, e intenta buscar a los suyos. —El interés de Ryen se acrecentó—. ¿Crees conocerla?

—No estoy segura, pero...

Y de improviso Brythere dejó de hablar cuando Vinar e Índigo surgieron de entre la muchedumbre y ambos pudieron ver a la muchacha con claridad.

—Ryen... —La mano de Brythere se cerró con fuerza sobre la de su esposo, que descansaba sobre el ornado brazo del sillón—. ¿Recuerdas la pintura de los antiguos

aposentos... ?

—Santa Madre... —Sofocó la exclamación y contempló con asombro a la muchacha que se acercaba a la tarima con su prometido. Ojos azul violeta, cabellos castaño rojizos... Los llevaba trenzados, pero resultaba fácil imaginarlos sueltos y cayéndole como una cortina sobre el rostro. Y ese rostro resultaba también horriblemente familiar.

—La princesa —musitó Brythere, con voz que se había vuelto temblorosa—. ¡La princesa Anghara, la hija del rey Kalig!

Ryen se sentía demasiado estupefacto para responderle.

En el ala sur de Carn Caille existía una serie de habitaciones que, en una ocasión, habían sido los aposentos privados de la familia real. Y en una de estas habitaciones colgaba un retrato. Representaba a Kalig, rey de las Islas Meridionales, a su reina, Imogen, y a su hijo e hija. El abuelo de Ryen había decretado que este retrato colgara enmarcado por una banda de terciopelo de color Índigo como símbolo de duelo y muestra de respeto; el motivo era que su propia ascensión al trono se había debido a que Kalig y toda su familia habían perecido en una plaga terrible que había arrasado las islas medio siglo atrás. Ryen conocía bien la pintura, pues había absorbido cada detalle de las imágenes representadas. Y ahora, de forma increíble, contemplaba el reflejo perfecto de una de aquellas imágenes en el rostro y cuerpo de una completa extraña. Anghara, la hija de Kalig, que llevaba muerta más de cincuenta años, había vuelto a la vida...

—Ryen... —La mano de Brythere se había crispado con fuerza sobre la de él, y sus uñas se le clavaban dolorosamente en la carne—. Ryen, ella no puede... Yo no... ¡Oh, Ryen! ¿Es ella... un fantasma?

Su rostro estaba muy pálido y temblaba visiblemente. El senescal, de regreso en su puesto junto al trono, observó el repentino cambio y miró a su señor, asustado.

—¡No! —Ryen liberó su mano de un tirón y sujetó a Brythere del brazo al ver que ésta parecía a punto de ponerse de pie de un salto—. ¡No! No es un fantasma. La princesa Anghara está muerta, y esta mujer es de carne y hueso. No es Anghara. Es una coincidencia, nada más. Una increíble coincidencia.

Brythere se apaciguó, aunque él percibía a través de la manga que seguía temblando a causa del sobresalto. Los dos extranjeros se encontraban ya casi junto a la tarima, y, mientras oprimía el brazo de su esposa en un silencioso intento de tranquilizarla, Ryen empezó a observar las pequeñas pero vitales diferencias que existían entre esta mujer y la princesa fallecida tanto tiempo atrás; diferencias que había pasado por alto a causa del asombro inicial. La prometida del scorvio tenía los mismos ojos, cabellos y aspecto que Anghara, la hija de Kalig, pero sin duda era mayor, ya que su rostro mostraba las marcas de la experiencia y había mechas grises en su frente. Y su piel poseía el tono curtido de la vida al aire libre bajo el sol, el viento y la lluvia, al tiempo que sus manos estaban encallecidas como no lo estarían jamás las de ninguna princesa...

La pareja llegó ante la tarima y se detuvo. El enorme hombre rubio había visto la extraordinaria reacción de Brythere y ello le había causado un evidente malestar, como también el hecho de que Brythere permaneciera ahora rígida en su sillón, contemplando a Índigo con ojos desorbitados y llenos de terror.

El rey se aclaró la garganta.

—Me..., me disculpo ante todos. —Su voz no sonaba demasiado firme—. La reina ha sentido un leve mareo pasajero... El calor, creo. La sala está muy cargada. —Siguió sin soltar el brazo de Brythere pero consiguió esbozar una sonrisa al dirigirse a Índigo y Vinar—. Sed bienvenidos a Carn Caille. Tengo entendido... —Volvió a carraspear—. Tengo entendido que buscáis a una familia de las islas y que habéis venido a pedir la ayuda de esta corte.

Índigo no dijo una palabra. Observaba al rey y la reina de forma muy parecida a como Brythere la había contemplado a ella. Su frente aparecía levemente fruncida, y daba la impresión de que se esforzaba por recordar algo. Vinar, desconcertado por su silencio, realizó una precipitada e inexperta reverencia en dirección a la tarima.

Yo... eh..., yo no sé cómo decir las cosas apropiadas en vuestro idioma, señor rey, pero yo, nosotros, os damos las gracias por vuestro... —luchó por encontrar una palabra mejor pero no la halló— por ser tan amable con nosotros. Y a la querida y hermosa reina, le digo...

No pudo seguir, ya que de improviso se produjo una inesperada conmoción a su espalda. Fuera, en el pasillo, alguien empezó a gritar y vociferar; otras voces se le unieron, y las abiertas puertas se estremecieron cuando los que se encontraban más cerca de ellas se vieron empujados hacia atrás con violencia por lo que parecían varios hombres peleándose. Una mujer chilló, más indignada que asustada, y en ese momento un grupo de luchadores irrumpió en la sala. La pelea era un enfrentamiento caótico entre dos senescales y, por extraordinario que pareciera, Jes Ragnarson en un lado, y en el otro un hombre sólo cubierto con una mugrienta capa con capucha, que agitaba violentamente los brazos empuñando un bastón de endrino.

Indignado, el rey Ryen se puso en pie de un salto y rugió:

—¡Por todo lo que hay de civilizado en este mundo! ¿Qué es esto? ¡Guardas, contened a esos hombres! ¡Dejadlos sin sentido de un golpe si es necesario, pero poned fin a esto de inmediato!

Ryen poseía una voz potente cuando quería, y al escuchar aquel rugido los hombres que peleaban se separaron. Viendo su oportunidad, la figura encapuchada blandió el bastón de endrino y lo descargó con fuerza sobre el hombro de uno de los senescales; mientras el hombre aullaba de dolor y giraba sobre sí mismo para ir a chocar con los espectadores, el bellaco corrió tambaleante hacia la tarima.

—¡Ella está aquí! ¡Sé que está aquí!

Ante la sorpresa de todos los presentes, el chillido fue el de un anciano, y esto confundió momentáneamente a los cuatro guardas que corrían a interceptar y detener al hombre. Sobre la tarima, Brythere palideció y se llevó ambas manos a la boca para ahogar un grito.

—¡Mostrádmela! —aulló el anciano—. ¡Enseñadla! La quiero, he venido en su busca... ¡Ahhh! —Esto último surgió de sus labios cuando los hombres armados, recuperada la serenidad, se lanzaron sobre él y le arrancaron el palo de la mano—. ¡No, carroña, no os atreváis a tocarme! ¡He venido en su busca, y la tendré!

Poseía la fuerza que da la locura, pero eso no era suficiente contra cuatro guerreros. Los guardas le inmovilizaron los brazos y lo arrojaron al suelo. Al caer, pataleando y debatiéndose aún, la capucha de la capa cayó hacia atrás, y le dejó el rostro al descubierto.

La reina Brythere profirió un agudo chillido de abyecto e incontrolable terror al contemplar el rostro convulso y los enloquecidos ojos de Perd Nordenson.

Загрузка...