La luz de la luna no podía alcanzarlos allí. La oscuridad los cubría, como suaves y sofocantes pliegues de terciopelo, pero ellos no necesitaban iluminación. «Tantos años interminables», le había musitado él, y las seguras paredes de la Torre de los Pesares que los rodeaban le habían devuelto su dulce voz en un trémulo remolino de ecos. «Oh, mi amor, mi preciosa Anghara, han pasado tantos, tantísimos interminables años...»
Y ahora las palabras que pronunciaban entre los besos, los murmullos y las galanterías, ya no importaban, ya no tenían ni significado ni propósito. Le bastaba con escuchar el sonido de su voz, sentir el contacto de sus manos mientras le enjugaba las lágrimas con sus caricias, estar con él... Era el éxtasis, el embeleso, la última y definitiva realización de sus sueños. «Si yo muriera ahora, si fuera a suceder, moriría satisfecha de que mi vida había sido completa...»
—Anghara, Anghara... —En sus labios el nombre adquiría un timbre especial, una exquisita intimidad que sólo ellos compartían y comprendían—. Ha llegado el momento, amor. Ha llegado el momento. Ayúdame, cariño. Hazme completo otra vez, y recuperaremos lo que hemos perdido...
Mientras hablaba la iba empujando hacia la pared... y de repente brilló una luz en el interior de la Torre de los Pesares. Débil y blanquecina, como la diminuta esfera de una luciérnaga, brillaba cerca del suelo en un rincón polvoriento, e Índigo bajó la vista hacia ella con asombro.
—¿Qué es? —preguntó en voz baja.
Fenran le besó los cabellos.
—¿No lo sabes, amor? ¿No lo recuerdas? Mira. —Se dejó caer en cuclillas, arrastrándola con él, y su mano se estiró en dirección al puntito de luz—. Mira, Anghara.
El puntito de luz creció de improviso hasta convertirse en un resplandor difuso, y la memoria de Índigo retrocedió medio siglo en el pasado.
En el suelo de la torre había un arcón. Estaba hecho de metal —o de algo que parecía metal— y su color no era exactamente plateado, ni tampoco de bronce, ni tampoco un acerado azul grisáceo. La luz no brillaba sobre el arcón sino que surgía de él, y a su tenue luz advirtió que el arcón no tenía ningún adorno; ni siquiera una línea que indicara dónde se reunían el cofre y la tapa.
La mano de Fenran buscó la suya y oprimió sus dedos con fuerza.
—¿Ahora lo recuerdas, mi amor?
Ella recordaba, y la emoción que la embargó era una combinación de terror y asombro. Cincuenta años atrás, aquí en esta misma torre, ella había encontrado un arcón sin adornos y había levantado la tapa y...
—¡Oh, no! —Empezó a retroceder—. ¡Oh, no, no...!
—¡Silencio! —Fenran la atrapó y la apretó contra él en ademán protector—. ¡No pasa nada, Anghara, no pasa nada! No hay demonios, no ahora. ¿No lo ves? Esta es la forma de escoger de nuevo nuestro destino, de hacer retroceder el tiempo y darnos una segunda oportunidad. Nuestra oportunidad juntos. Levanta la tapa, cariño mío. Levántala otra vez, y mira.
Ella contempló el arcón fijamente, incapaz de hablar.
—Nuestra segunda oportunidad, mi amor —repitió Fenran. Su voz era dulce, zalamera, llena de entusiasmo y esperanza—. ¿No comprendes qué es el arcón? Es un manantial, y lo que contiene es el futuro. Tu futuro, mi futuro; el de todo el mundo y cada uno de nosotros, si se tiene el valor de abrirlo y mirar en su interior.
—Pero... —Índigo temblaba—, pero yo ya he mirado una vez en su interior. Y...
—Siempre hay una elección que realizar. Antes, tú escogiste la equivocada; escogiste movida por el miedo, y no por el amor. Esta vez, será diferente.
Su mano se movía, guiando la de ella hacia la brillante superficie del arcón. Pero ella seguía sintiendo miedo.
—Fenran... —La voz se le quebró—. Fenran..., ¿qué nos deparará nuestro futuro? ¿Qué nos sucederá, si nosotros...?
—Deja que te lo muestre. —La presión de sus dedos aumentó, apremiante ahora—. Por favor, Anghara. Por favor, amor. No me niegues mis esperanzas. ¡No rechaces nuestra oportunidad de ser felices!
Se volvió para mirarlo a los ojos, y, cuando vio la expresión que había en ellos, los últimos restos de resistencia se derrumbaron. ¿No había sido ésta su única ambición durante sus cincuenta años de vagabundeo y lucha? ¿No era esto lo que había ansiado, lo que había esperado, aquello por lo que tanto había rezado? Había fallado a Fenran en una ocasión... ¡No volvería a fallarle!
Escuchó a su propia voz decir: «Sí».
Tocaron el arcón juntos. Se produjo una sensación de movimiento, de algo que se agitaba a su contacto; Índigo escuchó un rápido siseo, como de aire que escapara, y por un instante los agujeros de su nariz se hincharon al percibir un olor —casi un hedor— que pasó raudo junto a su rostro. Entonces el frío metal pareció vibrar bajo sus dedos, y la tapa se alzó.
Índigo no sabía lo que había esperado ver en su interior. No había habido tiempo para pensar ni reflexionar... pero, mientras bajaba la mirada, los recuerdos de su última y prohibida estancia regresaron con total nitidez a su memoria. Porque, como entonces, el arcón estaba vacío. Ni una reliquia, ni una clave; ni siquiera un resto de polvo como prueba de que algo se había podrido allí dentro. Y volvió a sentir aquella horrible e intensa sensación de haber sido engañada, de haber quebrantado todas las leyes y todos los tabúes para llegar hasta la Torre de los Pesares, para que al final la torre la decepcionara...
—Fenran... —Apartó la mano de la tapa y, sujetándose a su brazo con fuerza, musitó con consternación mezclada de repentina aprensión—: ¡No hay nada aquí! Pensé que esta vez lo habría...
Y su voz se apagó cuando, detrás de ella, algo lanzó un suspiro suave y satisfecho.
Índigo se puso en pie de un salto y giró en redondo tan deprisa que dio una patada al arcón, el cual fue a estrellarse contra la pared. Dos figuras oscuras se habían materializado en la torre a su espalda, y, al verlas, sus ojos se abrieron desmesuradamente, horrorizados.
—Fenran...
Extendió la mano para cogerse a él. Tanteó en la penumbra, pero él no estaba allí. Y las dos figuras, el anciano loco con el rostro de su amado, y la vieja resentida de los ojos azul violeta, le sonreían, y entre ambos sujetaban un cuchillo con una larga hoja reluciente.
Índigo aulló el nombre de Fenran, girando de nuevo. Se había ido, había desaparecido... y los dos fantasmas avanzaban hacia ella, despacio pero con decisión, el cuchillo levantado ahora y apuntando a su corazón.
El miedo de la muchacha se transformó en pánico. Se lanzó hacia la puerta y la abrió con tal violencia que los viejos goznes se partieron y la puerta cayó hacia afuera con estrépito y levantó una nube de polvo.
—¡Fenran! —Pasó corriendo por encima de la caída puerta como si fuera un puente levadizo, y salió, tambaleante, a la tundra—. ¡Fenran! ¿Dónde estás?
Percibió un movimiento borroso a un lado, algo que corría hacia ella, y se volvió con rapidez. Pero no era Fenran; se trataba de Grimya, una franja gris a la luz de la luna, frenética y aullante.
—Índigo, ¿qué ha sucedido? —Intensificada por una enloquecida oleada mental, la voz de la loba se abrió paso con violencia a través del torbellino en que se había convertido su cerebro.
—¿Dónde está? —Su anterior conflicto olvidado, Índigo cayó de rodillas junto al animal y la sujetó por el pellejo mientras chillaba—: ¿Dónde está Fenran?
—Sssalió corriendo... Intenté detenerlo, intenté alcanzarlo, pero...
—¿Adonde fue? ¿Adonde? ¡Tienes que decírmelo!
—Al norte —jadeó Grimya—. Al norte, en dirección a...
Un repentino y ominoso retumbo ahogó el resto de sus palabras. Con una sacudida, como si hubiera recibido un puñetazo, Índigo giró como una peonza para mirar la Torre de los Pesares, y profirió una exclamación ahogada que se transformó en un gemido de horror.
La torre se estremecía. Aparecían grietas en sus muros; en lo alto, en la destrozada parte superior, pedazos de mampostería se balanceaban y tambaleaban y empezaban a caer. Y del interior se elevaban columnas de humo espeso.
Sólo que no se trataba de humo: era oscuridad. Una oscuridad fétida, grasienta, sofocante; la oscuridad de un infierno viviente liberado sobre la tierra, la oscuridad de los demonios. Volvía a suceder. Tal y como había sucedido cincuenta años atrás... ¡volvía a suceder!
—¡ Grimya, ayúdame! —Tanteó a su alrededor, perdió el equilibrio y, volviendo a incorporarse, tendió una mano hacia la loba—. ¡Ayúdame, por favor! En el nombre de la Madre, ¡debo encontrar a Fenran!
Pero Grimya no contestó. Estaba totalmente paralizada, y aunque sus ojos contemplaban la torre no la miraban, no la veían. Un sonido chirriante surgió de su garganta; un repentino escalofrío le recorrió el cuerpo...
—¡Es Niahrin! ¡Intenta llegar a nosotras!
El pánico de Índigo se reavivó. La oscuridad se elevaba ahora por encima de la torre, más negra, más espesa...
—¡Maldita sea Niahrin! —aulló—. Grimya, ¿no lo comprendes, no ves lo que sucede? Hemos de...
Grimya gruñó, y el segundo escalofrío que la estremeció estuvo a punto de derribarla. Se tambaleó de costado, y la potencia de su grito mental puso rígida a Índigo.
«¡No es suficiente, Niahrin! ¡No es suficiente!»
De la torre brotó otro profundo rugido, y todo el edificio gimió como una monstruosa alma atormentada. El aire se tornó viciado y apestoso, y la oscuridad se intensificó. Índigo volvió a chillar a Grimya, en un intento de conseguir que la escuchara, pero la loba no le prestaba atención. Entonces, repentinamente, el animal echó hacia atrás la moteada cabeza y soltó un aullido que resonó en la noche.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Lo escucho! ¡Lo veo!
Giró en redondo, y sus ojos de color ámbar se clavaron en los de Índigo... y el mensaje que Niahrin había proyectado penetró brutalmente en el cerebro de Índigo. Vio toda la escena —el patio, la batalla, los demonios— y con las imágenes le llegó la información que Niahrin había comunicado en su desesperada llamada. Se vio a sí misma y a Fenran, tal y como serían si esta cosa, si esta locura llegaba a suceder. Vio todo el odio, los celos, la frustración de la nueva vida que le esperaba. La vida con su amante, su esposo; pero una vida corrompida por la ambición de Fenran —y la suya propia— de ser algo más que simples subordinados de un rey.
«Sin embargo estaremos juntos...»
Vio cómo su padre envejecía, se reunía con la Diosa al llegar su hora. Vio a su hermano —«Pero él está muerto, Kirra está muerto»— ascendiendo al trono de las Islas Meridionales, mientras que su vida y la de Fenran quedaban desprovistas de significado y de propósito; una incesante sucesión de placeres y excesos, permanentemente a la sombra de otros, sin acceso al poder, en una existencia sin sentido y vacía. Y percibió el aguijonazo de este resentimiento que crecía en ella, y escuchó la voz de su amante musitar dulcemente a su oído: «Debería haber más para nosotros; sin duda nos merecemos más que esto». Sintió cómo su cerebro y su corazón giraban como un torbellino y se enredaban en la red de rencores mezquinos y agravios imaginados. Una vida insatisfecha, siempre en segundo plano, una reina que espera su trono...
«Pero estaremos juntos...»
En Carn Caille, mientras Jes apartaba violentamente las manos de Niahrin del fuego, la última imagen golpeó a Índigo como un rayo. Viejos; eran viejos, y estaban amargados, y no les quedaba otra cosa que el ciego consuelo del vino y la ferocidad de sus cada vez más frecuentes disputas y el amargo rencor que, cuando no conseguía encontrar otra salida, descargaban contra sí mismos y contra el otro. Y, finalmente, el asesinato. El asesinato, para proporcionarles lo que habían ansiado, lo que nunca habían tenido el valor de buscar por otros medios: una vida que fuera algo más que sombras. La vida que, en cincuenta años de vagabundeo, Índigo había encontrado, pero Fenran no...
Un angustioso alarido brotó de la Torre de los Pesares, y la tierra empezó a temblar bajo sus pies con una monstruosa sacudida. Un bloque de piedra de casi la mitad de su estatura fue a estrellarse contra el suelo a pocos metros de donde se encontraba Índigo, y el alarido se convirtió en un chillido, como la voz de un huracán.
—¡Grimya! —Los cabellos de Índigo se agitaron violentamente bajo el vendaval que, de improviso y con inusitada violencia, surgió de la desmoronada torre; la muchacha se dobló al frente para resistir el empuje del viento al tiempo que una inmensa ala negra ocultaba la luna—. Carn Caille... ¡Debemos regresar a Carn Caille!
Echó a correr y avanzó dando traspiés, inclinándose para resistir los embates del viento. Había habido un caballo, un caballo gris acero; no era Sleeth, su propia yegua de hacía medio siglo, sino otro animal, y lo había dejado atado a un arbusto. La enorme violencia del vendaval la impelió al frente describiendo eses, y en algún lugar de la oscuridad que se extendía ante ella distinguió una figura que se alzaba sobre sus patas y relinchaba aterrorizada. Las manos de Índigo se lanzaron al frente, pero, en el mismo instante en que intentaba llegar al arbusto y al nudo, la rama se rompió y el caballo huyó como una hoja en medio de una ventisca, pasando como el rayo junto a ella para perderse en la furiosa noche. Índigo lanzó un agudo chillido, y cayó de bruces en el polvo que se arremolinaba a su alrededor y sobre ella. ¡Su única oportunidad había desaparecido! Sin el caballo no podría adelantarse a lo que estaba sucediendo. ¡Los demonios volvían a brotar de la torre, el tiempo retrocedía como una furia, y ella no podía detenerlo, no tenía velocidad, no tenía el poder.
Algo chocó contra ella, y percibió el olor cálido de una presencia viva, de un pelaje espeso, familiar y querido...
—¡Índigo! —aulló Grimya en su oído, a la vez que reforzaba el grito con un tremendo impulso mental—. ¡Recuerda los viejos tiempos! ¡Recuerda las cosas que hicimos! ¡Lobo, Índigo, lobo! ¡Recuerda!
«Lobo...» Era como un gruñido, un ladrido en su mente, la palabra, el concepto, el recuerdo... Tiempo atrás, mucho tiempo atrás, cuando había existido la necesidad, cuando había habido un demonio que derrotar...
—¡Cambia, Índigo! ¡Cambia! ¡Lobo! ¡Sé un lobo!
Cerebro y cuerpo se distendieron. El dolor era insoportable; el dolor del cambio, de alterar cuerpo y conciencia para ser otro. «¡Lobo! ¡Lobo! Velocidad, elegancia y agilidad; correr, perseguir, cazar...»
Un nuevo aullido resonó hacia el cielo, y era el aullido de dos voces en nueva armonía. El dolor había desaparecido y no había más que la excitación de una forma nueva, de unos ojos que atravesaban la oscuridad, de músculos que la impulsaban con una fuerza extraña y a la vez familiar, al tiempo que dos gráciles figuras grises, que se recortaban contra la negrura de la oscuridad que borboteaba de la Torre de los Pesares, salían disparadas hacia el norte, para llegar a su destino antes que los demonios.
La cabeza de Moragh se alzó con brusquedad, y su voz siseó:
—¡Escuchad! ¿Qué es ese sonido?
Dejó caer el vendaje con el que había estado vendando las manos, cubiertas de pomada, de Niahrin y se acercó rápidamente a la ventana de la habitación de ésta. Jes y la bruja la siguieron con la mirada.
—No oigo nada, alteza... —empezó a decir el bardo, pero ella lo acalló con un veloz gesto.
—Hay algo ahí fuera. Más allá de la ciudadela...
De improviso Niahrin lanzó una exclamación ahogada, y la reina viuda giró en redondo.
—¿Qué es?
—Mis manos... No es el dolor, ni las quemaduras. Me cosquillean.
Los tres conocían el significado de la señal, y Moragh ordenó:
—Jes, trae al rey. Ahora. Y luego despierta al capitán de la guardia; dile que arme a sus hombres y envíe centinelas a la muralla. Es una orden del rey, ¡y debe ser cumplida de inmediato!
Jes percibió el intenso temor que se ocultaba bajo su enérgico tono. Abandonó la habitación a la carrera, y Moragh se volvió hacia la bruja.
—Está empezando, Niahrin. Lo que sea... lo siento.
Niahrin estaba ya en pie.
—¿Qué puedo hacer, señora?
—De momento, nada. Aunque sólo la Madre sabe qué tendrás que llevar a cabo antes de que haya finalizado la noche.
Al cabo de un momento apareció Ryen, con Brythere tras él. Moragh observó con alivio que la reina seguía vestida; había estado a punto de retirarse a dormir cuando Niahrin se había quemado, pero había cambiado providencialmente de idea. La reina viuda se encaró con ambos.
—Ryen, no hay tiempo ahora para explicar las razones, pero hay que preparar Carn Caille para la batalla.
—¿Qué? —Ryen se quedó pasmado—. Madre...
—¡No hay tiempo! —repitió ella con furia—. Ha sucedido algo en la sala; otro aisling, una advertencia. ¡Por nuestro bien, no te quedes ahí haciendo preguntas y haz lo que te pido!
Ryen había oído muchas cosas esta noche —y visto demasiado— para mostrarse escéptico, y Moragh se sintió aliviada cuando lo vio asentir.
—Muy bien. Pero..., en el nombre de todo lo que es sagrado, ¿contra qué estamos luchando?
—Demonios, Ryen. Eso es todo lo que puedo decirte. Demonios.
Brythere profirió un aterrorizado gemido, y la reina viuda corrió hacia ella.
—Brythere, tú te quedarás aquí con nosotras, al menos por el momento. —Miró a su hijo—. ¡Ve, Ryen!
El monarca se marchó, y oyeron sus pasos resonando pasillo adelante. Se escuchaban ya otros ruidos en la ciudadela: movimiento, voces ahogadas; luego el chocar del metal contra el metal y el estrépito de hombres que corrían por el patio.
—Creo, señora —dijo Niahrin con suavidad—, que sería prudente advertir a todos los habitantes de Carn Caille. —El recuerdo de su última visión regresó claramente a su memoria—. Y decirles que se armen con aquellas armas que puedan conseguir.
Mientras hablaba cruzaba ya la habitación hasta el rincón en el que se encontraba apoyada la estaca que Cadic Haymanson le había dado. Jamás había luchado, y con las manos en su estado actual ni siquiera podía sostenerla como era debido, pero cualquier defensa era mejor que ninguna... Moragh vio lo que hacía y asintió con un rápido gesto.
—Sí. Sí, tienes razón. —Se encaminó a la puerta—. Me ocuparé de ello. Cuida de la reina.
Mientras la reina viuda se marchaba, se escuchó un grito en el exterior.
—¡Id en busca del rey! ¡Id en busca del rey!
Niahrin y Brythere llegaron a la ventana a la vez. En diferentes partes de la ciudadela se encendían ya faroles y antorchas, pero su luz no era suficiente aún para iluminar el patio, y todo lo que pudieron distinguir fue una masa confusa de sombras que corrían de un lado a otro. De improviso, Brythere apretó los labios con expresión decidida.
—Tengo que averiguar qué está pasando —anunció.
—Señora, su alteza dijo... —protestó Niahrin, sorprendida.
Brythere se revolvió furiosa.
—No me importa lo que su alteza dijera o no dijera. Si estamos en peligro, si mi esposo está en peligro, ¡no pienso permanecer sentada aquí sin hacer nada! ¡Acompáñame o no, como prefieras, pero yo voy!
Niahrin se sintió estupefacta ante el arranque, y más estupefacta aún ante el repentino ataque de valor en aquella mujer tan tímida como un ratoncito; pero, antes de que pudiera decir una palabra, Brythere había abandonado la habitación. Con la estaca bajo el brazo, Niahrin la siguió, y encontró los pasillos rebosantes de actividad a medida que un raudal de gente, desde soldados hasta escribas, desde senescales hasta los sirvientes de menor categoría, abandonaban sus camas con ojos nublados aún por el sueño para acudir a la urgente llamada. Mientras se abría paso por entre la arremolinada multitud, una voz gritó el nombre de Niahrin.
Se trataba de Vinar, pálido y ojeroso. El hombre la agarró del brazo, agradecido de haber encontrado un rostro familiar en medio de la confusión.
—Neerin, ¿qué sucede? ¿Qué es todo esto?
—¿Sabes luchar? —La bruja se volvió para mirarlo.
—Sí, ¡claro que sé! ¿Por qué? ¿Qué...?
—Consigue un arma, cualquier cosa que sepas cómo usar. ¡Están atacando Carn Caille!
—¿Atacando? —Sus ojos se abrieron asombrados... y de pronto se abrieron aún más—. ¿Dónde está Índigo? ¿Es ella...?
—Se ha ido, Vinar. —El conocía toda la historia; ella tenía que ser franca, aunque pecara de brutal—. Se marchó a la Torre de los Pesares, y lo que sucede ahora es el resultado de lo que ella ha hecho allí.
Vinar se cubrió el rostro con una mano.
—¡Oh, no..., no es posible!
—Lo es. No puedes ayudarla, Vinar. Ninguno de nosotros puede, no ahora. Todo lo que podemos hacer es luchar contra lo que ella ha invocado en la torre.
Con un tremendo esfuerzo el scorvio consiguió dominar sus emociones. Dejó caer la mano al costado y asintió.
—De acuerdo. De acuerdo, te comprendo. —Luego su rostro se endureció—. Fue a reunirse con él, ¿verdad? Con ese Fen... Fenran.
—Sí.
—Entonces todo esto es cosa de él. —Los ojos de Vinar centellearon con una mirada de puro veneno—. A ése lo mataré. Juro que lo mataré!
La bruja posó brevemente sus vendadas manos sobre las de él, en un gesto de despedida que daba a entender algo más que un deseo de buena suerte.
—¡Ojalá no tengas que hacerlo!
Todo el patio estaba alborotado. Los hombres intentaban formar, pero se sentían perplejos y muchos estaban aún medio dormidos; soldados armados se entremezclaban con criados que empuñaban cualquier cosa, desde cuchillas de cortar carne hasta cazos de hierro, y por encima del barullo se escuchaba el rugir de sargentos y capitanes tratando de poner orden en el caos. Había varias figuras en las almenas, que se recortaban contra el cielo iluminado por la luz de la luna; éstas señalaban y gesticulaban apremiantes, y Niahrin interceptó a un hombre que corría cuyo jubón mostraba un emblema militar.
—¿Qué han visto? —aulló, agitando una mano en dirección a los centinelas.
—¡Algo que viene del sur! —gritó el hombre, que sabía quién era ella—. ¡Como una nube negra, o humo! —Hizo una señal supersticiosa—. ¡Necesitaremos vuestra magia, señora, antes de que termine la noche!
De improviso, de la pared se elevó una nueva oleada de gritos, audible incluso por encima del estruendo general del patio. Niahrin escuchó la palabra «puertas» y se abrió paso hasta el arco de piedra y la torre. Cerca de la base de la torre de guardia se cruzó con un hombre alto y fornido, y reconoció en él a Ryen.
—¡Señor! Señor, ¿qué es?
Él se detuvo, sobresaltado; entonces la reconoció.
—¡Niahrin! ¡Demos gracias a la Madre; necesitamos tu consejo! Hay una repugnante negrura que parece elevarse por el sur, y viene hacia nosotros. Y los centinelas acaban de ver a dos animales que intentan llegar aquí antes que ella.
—¿Animales...? —El corazón de Niahrin dio un vuelco.
De repente, en la mente de Niahrin resonó un débil aguijonazo de sonido, como si una voz la llamara desde una colosal distancia. No había palabras —era demasiado débil para eso—, pero sí un destello de comunicación. Un desesperado grito de ayuda.
—¡Señor! —Niahrin casi gritó llevada por la agitación—. ¡Es Grimya! ¡Sé que lo es! Puedo oírla en mi cabeza, llamando. ¡Por favor..., por favor, dejadla entrar!
Ryen la contempló sorprendido. Luego giró sobre sus talones, y su voz se elevó como la de un toro enfurecido.
—¡ABRID LAS PUERTAS!
Los hombres de la torre se sintieron perplejos ante la orden pero de todas formas se apresuraron a obedecerla. Las puertas se estremecieron cuando se levantaron las enormes barras, y con un gemido empezaron a girar hacia atrás. Los soldados allí reunidos abrieron un pasillo para dejar pasar a Ryen, y Niahrin corrió tras él, apartando a la gente para intentar ver.
Las puertas se abrieron, y por entre ambas, con un grito que era una mezcla de ladrido y aullido, se precipitaron al interior dos figuras delgadas, con las orejas planas contra la cabeza y las colas ondeando al viento. Se detuvieron en seco y cayeron a los pies de Ryen; la espuma les chorreaba de la boca mientras jadeaban violentamente para recuperar el aliento. Una —Niahrin la reconoció por su pelaje moteado— era Grimya, pero la otra...
De pronto el cuerpo del segundo lobo se retorció. El animal gimió... y el gemido se transformó en un quejido humano cuando, ante la sobresaltada mirada de la muchedumbre de espectadores, el cuerpo del animal cambió y en su lugar apareció Índigo agazapada a cuatro patas y luchando por llenar de aire sus pulmones.
Ryen lanzó un juramento, sorprendido, y los hombres que lo rodeaban retrocedieron como ante una serpiente. Índigo empezó a toser con violencia; no podía hablar y sus cabellos y ropas estaban empapados de sudor. Pero Grimya se incorporaba ya.
—¡Niahrin! —Distinguió a la bruja a través de unos ojos nublados por el dolor y el agotamiento, y se tambaleó hacia ella—. ¡Niahrin, ya vienen! ¡Vienen los demonios! Vuelve a ssssuceder otra vez...
Apenas había terminado de articular su advertencia cuando la luz de la luna desapareció, y una sombra inmensa se extendió sobre Carn Caille. Todos los rostros se volvieron hacia el cielo y por un instante el patio permaneció totalmente silencioso. Entonces, destrozando el momento de calma, una violenta y ardiente ráfaga de aire descendió con un rugido de aquella masa negra; y, transportado por el viento, como una pesadilla hecha realidad, escucharon un lejano rumor de lamentos, gritos confusos, aullidos...
Índigo levantó violentamente la cabeza, y Niahrin vio auténtico terror en sus ojos.
—No... —musitó la muchacha, pero, pese a su desesperada negativa, supo que no había esperanza, que era inútil. Era demasiado tarde. Demasiado tarde ya...
Y, desde las almenas, se alzó un grito solitario contra el creciente tumulto, y la voz enloquecida de un hombre aulló:
—¡Están aquí! ¡Luchad! Por Carn Caille, por nuestras vidas... ¡luchad!
Un violento maremoto mental lanzó la mente de Índigo hacia atrás en el tiempo. Esas palabras... ¡eran las mismas palabras con las que Fenran la había instado a la batalla cincuenta años atrás!
Y de improviso pasado y presente estallaron en una única y repugnante realidad cuando el aullante estruendo se volvió ensordecedor, y la negra ala se precipitó como una masa hirviente sobre las murallas de la fortaleza...
... y estalló en un millar de aullantes formas fantasmagóricas que descendieron como una oleada. Los alaridos humanos se mezclaron con sus diabólicos chillidos, y figuras desmadejadas caían desde las murallas entre aleteos de brazos y volteretas a medida que la fantasmal legión que la Torre de los Pesares había soltado se precipitaba sobre ellas. Monstruosidades aladas que batían sus alas, horrores indescriptibles, criaturas con cabeza y cola de serpiente, enormes bocas abiertas llenas de colmillos como cuchillos, espolones y garras y manos mutadas, escamas, pelo, carnes pálidas y corrompidas: toda pesadilla invocada alguna vez, todo demonio soñado alguna vez caía sobre los defensores de Carn Caille...
—¡Animo! —rugió el rey Ryen—. ¡Carn Caille! ¡Seguid a vuestros capitanes!
Pero no era Ryen... Era Kalig, su padre, rugiendo la orden que había dado medio siglo atrás, y los hombres que corrían por el patio cumpliendo sus órdenes no eran los hombres de Ryen sino hombres del pasado; hombres que gritaban, chillaban, blandían desesperadamente sus espadas, hachas y cuchillos mientras los diabólicos atacantes caían sobre ellos desde la negra nube. Las espadas entrechocaban con atronador estrépito y escuchó el chasquido de los arcos largos y el aún más fuerte tañido de las ballestas, en tanto flechas y saetas volaban en todas direcciones. Se oían voces que aullaban de terror, dolor o rabia; se encontró con una espada en la mano y repartiendo mandobles a diestro y siniestro, partiendo en dos a un monstruo que era mitad caballo y mitad sapo, acuchillando a un engendro de alas blancas y afilados espolones que descendía sobre ella desde lo alto. A su izquierda se encontraba su hermano, Kirra; a su derecha, una bruja con un rostro lleno de cicatrices y un parche sobre un ojo balanceaba un garrote de endrino, y por encima del estruendo un lobo aullaba, aullaba...
Alguien chilló: «¡A tu derecha!», y Creagin, el capitán de la guardia de su padre, pasó corriendo por su lado, el rostro manchado con su propia sangre pero luchando como un demente mientras un rebaño de demonios que saltaban y reían lo perseguía por todo el patio.
Y en alguna parte, en alguna parte, el lobo seguía aullando, y el aullido era una palabra, una palabra que ella no conocía: «¡Índigo! ¡Índigo!».
El rey —¿Ryen, Kalig?; no lo sabía— se había lanzado al interior del maremágnum, y sus capitanes intentaban obedecer su orden y reunir a los hombres en algo que pareciera una formación de combate. Más hombres surgían ahora del interior de Carn Caille: cortesanos, consejeros, senescales, mozos de cuadra, artesanos, todos los hombres y no pocas mujeres capaces de empuñar un arma; sus viejos amigos, buenos compañeros, amables criados, todos los que habían formado parte de su vida tiempo atrás. Intentó abrirse paso hasta ellos, pero ellos se hicieron a un lado, y no pudo alcanzarlos...
Entonces, en su cerebro oyó cómo el lobo volvía a aullar, y escuchó su grito mental.
«¡Índigo! ¡Tienes que detenerlo! ¡Sólo tú puedes..., sólo tú!»
«Índigo...» Ella no conocía a Índigo, no era Índigo. ¡Ella era Anghara, sólo Anghara! ¡Y carecía de poder para detener esto o derrotar a los demonios! Ella sola había llamado a los demonios, y ahora no podía hacer más que contemplar este horror...
«¡No!» La negativa del animal retronó en su mente.
«¡No ES cierto! ¡No esta vez! ¡esta vez tú tienes el poder, índigo! ¡detenía
DETÉNLO ANTES DE QUE SEA DEMASIADO TARDE! ¡ENCUENTRA A FENRAN, Y DETEN
ESTO!»
—Fenran... —En su sorpresa siseó el nombre en voz alta. Y entonces recordó: su amante, su esposo, su compañero en la conspiración...
«Todos ellos desaparecerán, mi amor, y entonces tú y yo tendremos lo que siempre hemos deseado...»
Giró en redondo.
Él se hallaba junto a la puerta principal de Carn Caille, desde la cual los restos de la oleada de tambaleantes defensores se precipitaba ahora al interior del patio. Sus negros cabellos ondeaban violentamente a impulsos del vendaval, y la espada que empuñaba estaba cubierta de sangre desde la punta hasta la empuñadura. La sangre le teñía también las manos, pero él sonreía.
Y tras la máscara había el rostro de un hombre anciano y resentido, que le tendía un cuchillo y la instaba: «Utilízalo, mi amor, mi dulce Anghara; utilízalo, y danos así lo que deseamos...».
El tumulto y el caos de la batalla parecieron desaparecer alrededor de Índigo, y de repente ella y Fenran se encontraron solos en medio del silencio, dos figuras solitarias en el corazón de la tormenta. Desde el otro lado del abismo que los separaba —tres simples pasos, pero en realidad era mayor, mucho mayor que cualquier distancia física—, Fenran sonrió, arrojó la espada a un lado y le tendió los brazos.
—¡Anghara! ¡He esperado tanto este momento!
Detrás de él, una pálida luz naranja se encendió violentamente en el interior de Carn Caille. Índigo vio cómo las llamas se elevaban, escuchó su crepitar... y Fenran se convirtió en una silueta negra contra un muro de fuego.
Y, desde el interior de la ciudadela, una voz de mujer empezó a gritar.
—¡madre! —chilló Índigo.
El vestido de la reina Imogen estaba en llamas y sus damas intentaban sin éxito apagar el fuego a manotazos mientras sus gritos resonaban en el patio. Ella no podría llegar hasta su madre a tiempo; en cualquier momento la bola de fuego estallaría, y ella sería lanzada hacia atrás. Imogen y sus damas estaban muriendo, y con ellas morían también en la conflagración Moragh y Brythere...
—¡Deténlo! —aulló a Fenran como si fuera un animal—. ¡Deténlo, Fenran! Está mal, es diabólico... ¿No lo ves, no te das cuenta de lo que estás haciendo? ¡JAMÁS ESTUVO DESTINADO A SER ASÍ!
Recortado contra el telón de los llameantes salones de Carn Caille, el rostro de Fenran aparecía iluminado como por una luz sobrenatural, y sonreía.
—¡Oh, pero claro que sí, mi amor! De una forma u otra, esto es como siempre quisimos que fuera.
—¡No! ¡Yo no lo quería...! ¡Yo no!
—Pero tú hiciste tu elección, cariño. Y, a causa de tu amor por mí, escogiste esto.
Desde el otro lado del abismo, desde el otro lado de la línea divisoria, Índigo contempló fijamente a su amante. El hombre por quien había padecido cincuenta años de vagabundeo errante, cincuenta años de exilio. Durante medio siglo se había aferrado a los amados y preciosos recuerdos que de él tenía, recuerdos de amor y de un vínculo compartido y que ni el tiempo ni la distancia podían mancillar.
Y durante medio siglo la habían engañado.
Una estremecida inspiración borboteó en su garganta y la tragó con fuerza, hacia adentro, al interior de los pulmones.
—Entonces —dijo, y en su voz había comprensión y pena... y amargo desprecio—, ¡vuelvo a escoger!
Con un rápido movimiento su cabeza giró a la derecha, y Némesis apareció a su lado. Se volvió a la izquierda, y apareció la figura de ojos blanquecinos que durante tanto tiempo había tomado equivocadamente por un emisario de otro poder. Una mirada al suelo, y un lobo de pelaje claro se irguió muy tieso ante ella. Cuatro criaturas que eran una única criatura, todas ellas se enfrentaron a Fenran, y como una sola hablaron.
—Soy Anghara. Y escojo mi propio sendero: ¡el sendero de la vida!
La mano de Némesis se levantó bruscamente, y en la mano de la criatura de ojos plateados había una ballesta. El ser de ojos blanquecinos sostenía una única saeta. Índigo tomó ambas cosas. Cargó el arma; y volvió a mirar a Fenran.
—No —susurró él—. No puedes hacerlo. Te amo, Anghara.
Tres palabras. Sólo tres palabras, pero le desgarraron el corazón como ninguna otra palabra pronunciada por él lo había hecho. Hasta este momento, no lo había dicho. Dulces caricias, dulces promesas, los besos y los momentos íntimos y todos los susurros que los amantes intercambian... pero no eso. No esas sencillas palabras, «te amo». Hasta ahora... y ella sabía que eran sinceras...
—¡Oh, Fenran...! —Llena de angustia empezó a temblar—. No..., no puedo... —Un sollozo le estremeció todo el cuerpo—. Hice mi elección. La hice hace cincuenta años.
Y he estado equivocada; tan equivocada...
—Sí. Has estado equivocada. Pero ahora podemos enmendarlo.
Índigo volvió a mirarlo con ojos inundados de lágrimas, y dijo:
—No lo comprendes. Tal vez nunca pudiste.
Alzó la ballesta, y disparó.