CAPÍTULO 4


Niahrin permaneció despierta hasta bien entrada la noche, meditando sobre lo que había averiguado —o, quizá lo que era más importante, sobre lo que no había averiguado— en su viaje a los mundos de las posibilidades.

Estaba sentada junto a la más pequeña de las dos ventanas de la casa, observando los cambiantes dibujos que la luz, de la luna trazaba al filtrarse por entre los árboles que rodeaban el claro mientras las imágenes seguían persiguiéndola. De vez en cuando volvía la cabeza y contemplaba la yacente figura de la loba, apenas distinguible ahora en la cada vez más apagada luz de las llamas, y en esos momentos le daba la impresión de que las imágenes se acercaban más, de que surgían de entre las sombras para convertirse casi en una presencia tangible en la habitación. Una anciana, con la espalda encorvada por el reuma, los ojos extraviados y llenos de una silenciosa y furibunda amargura; una pareja hermosa, despreocupada y risueña; un hombre vestido con ropas elegantes que yacía boca abajo sobre un lecho mientras su sangre teñía las sábanas de hilo; un anciano sabio, de cabellos blancos y rostro bondadosos, que tocaba un arpa que lloraba y gemía. Y otra más. Alguien cuyo rostro sabía que había visto en algún monto de su vida pero al que su memoria era incapaz de dar un nombre o una identidad. Ése era el misterio más extraño de todos. A lo mejor era el esfuerzo agotador que significaba poner en funcionamiento sus poderes adivinatorios, o tal vez no era más que el efecto soporífero del fuego que la había adormilado y le había hecho perder la concentración, pero se despertó de improviso con un sobresalto, a tiempo de escuchar los ecos de un sonido familiar que se desvanecían en el bosque. Frotándose el ojo derecho para aclararlo —el parche volvía a estar en su sitio—, Niahrin atisbo por el grueso cristal de la ventana, ahuecando la mano sobre él para ver mejor. La luna debía de haberse puesto, ya que el claro estaba a oscuras. Pero en algún lugar ahí afuera, silenciosos como la noche misma, ellos estaban despiertos y alerta. No los vería, a menos que quisieran mostrarse, pero sintió su presencia con fuerza y sin la menor duda. Los lobos del bosque eran viejos amigos y no los temía. Sin duda habían percibido la nueva presencia entre ellos, en su casa, y sentían curiosidad. O algo más... A su espalda se escuchó un movimiento y un gañido ahogado. La bruja volvió la cabeza y vio que la loba se agitaba en medio de su drogado sueño. Lamía el aire con la lengua, una de las patas delanteras se crispaba y la cola intentaba inútilmente golpear sobre el jergón.

—Chissst. —Niahrin alzó una mano y dibujó un signo en el aire—. Chisst, pequeña; duerme. Sin sueños, sin dolor. El herido animal profirió un suspiro casi humano y volvió a relajarse. Niahrin lo observó unos segundos; luego se levantó y fue hasta la puerta. El aire nocturno susurró fresco contra su rostro y brazos desnudos; aguardó hasta que su ojo se hubo acostumbrado a la oscuridad y entonces avanzó hasta la puerta del jardín.

—No os inquietéis por ella —dijo en voz baja—. Está a mi cuidado, y haré todo lo que pueda para ayudarla. Pronto regresará con vosotros, os lo prometo.

Los lobos, si es que escuchaban, no dieron ninguna respuesta. Sólo se escuchó el débil crujir de las ramas del bosque y el murmullo de una ligera brisa danzando por entre la vegetación del jardín. Niahrin suspiró y regresó a la casa. Esta noche había hecho todo lo que había podido. Lo único que deseaba ahora era dormir.

También Grimya había oído la llamada de los lobos del bosque, pero el sonido llegó hasta ella en medio de una neblina de semiinconsciente confusión. En algún punto de su entumecida mente era consciente de que sentía dolor, aunque el dolor se encontraba en otro plano; sabía que estaba allí pero no lo sentía. Pensó que había dormido mucho tiempo, y había soñado mucho; sueños extraños y desconcertantes en los que intentaba correr tras Índigo pero descubría que las patas traseras no querían obedecer y era incapaz de moverse. El sonido de la llamada de los lobos la entristeció y asustó, pero había habido otra voz, una que no conocía, que le había canturreado y había hecho desaparecer sus temores. Cuando sentía sed, unas manos sostenían un cuenco con agua para que bebiera, y el agua tenía un curioso dulzor que la tranquilizaba y la sumía de nuevo en sueños. A otro nivel de conciencia percibió períodos de luz y de oscuridad, y luego por fin se produjo una sensación de emerger, de forcejear hacia arriba a través de nubes grises en dirección a un punto de luz, a medida que la auténtica conciencia iba regresando poco a poco. Sintió dolor entonces; un abrasador dolor punzante que la atravesó como una lanza al rojo vivo, y lanzó un involuntario e incontrolado gañido borboteante. Al momento se escuchó un movimiento a su espalda; luego una sombra cerró el paso a la luz que penetraba por la ventana de la casa, y una mujer se inclinó sobre ella.

—¿Estás despierta? —Una mano descendió ligeramente para tocar la parte superior de la cabeza de Grimya. —. Ah, sí, ya veo que lo estás. Y además tienes dolor. Espera, espera un momento, y lo aliviaré. —Se alejó; Grimya escuchó unos ruiditos, y enseguida la mujer regresó con un cuenco de algo que parecía agua aunque no olía como ella. «¿Puedes lamer? Inténtalo, a ver si puedes beber. Yo te ayudaré. —Con sumo cuidado ayudó a Grimya, a levantar la cabeza un poco, y la loba consiguió lamer el contenido del recipiente. El líquido tenía un gusto raro pero no desagradable, y casi al momento se produjo un alivio del dolor.

Niahrin sostuvo el cuenco hasta que ella hubo terminado; luego lo apartó.

—Muy bien, ya está. No te muevas. Quédate quieta.

Acarició el pelaje de Grimya para tranquilizarla, pero su mirada estaba alerta mientras contemplaba el rostro de la loba con furtivo interés. ¿Comprendía la criatura lo que le decía? Era difícil estar segura; sus adivinaciones no habían sido concluyentes, y en los tres días transcurridos desde entonces Niahrin había empezado a preguntarse si no habría estado equivocada desde el principio y no habría confundido los gritos de dolor del animal con el habla humana. Pero, aunque los ambarinos ojos de la loba estaban todavía como aturdidos, existía tensión y cautela en; su mirada; no simplemente la cautela propia de cualquier animal sino algo mas... inteligente. Bien, se dijo al fin Niahrin, sólo había una forma de asegurarse, y ésta era desafiar directamente a la criatura. Si la intentona fracasaba; no habría hecho otra cosa más que hacer el ridículo, y, como allí no había nadie para reírse de ella, ¿qué importaba?

En la piedra de la chimenea se mantenía caliente un puchero tapado; la mujer sacó un plato de madera de un nicho en la pared y sirvió parte del contenido del puchero en él.

—Aquí tengo comida para ti. Son gachas, y, aunque a: lo mejor no te gustan demasiado, llevan hierbas y cebada y te harán bien. Cuando estés más fuerte te daré

conejo y tal vez un poco de carne de venado.

Sí, parecía probable que la criatura comprendiera, ya que : profirió un ruidito de aquiescencia como si diera su conformidad. Niahrin depositó el plato en el suelo frente al animal y retrocedió.

—Y, cuando hayas comido —dijo—, quizá podamos conversar.

La loba la miró con asombro y desazón, y las dudas de Niahrin desaparecieron al instante. Sonrió al tiempo que se agachaba en el suelo de modo que ambas quedaran a la misma altura.

—Mi nombre —añadió en voz baja— es Niahrin. Pero no sé el tuyo, ni siquiera si tienes realmente un nombre. ¿Me lo dirás, querida? Porque creo que puedes hacerlo, si quieres.

Grimya le devolvió la mirada mientras su cerebro trabajaba a toda velocidad. No sabía qué hacer, y con la incertidumbre llegó el temor. ¿Cómo es que aquella mujer conocía su secreto? ¿Lo había adivinado simplemente, o poseía algún poder que le permitía saber la verdad? Durante todos los años pasados con Índigo, Grimya había revelado su habilidad sólo a muy pocos extraños y únicamente cuando circunstancias desesperadas no le habían dejado otra elección. No sabía nada de Niahrin, y no podía saber qué podía hacer la bruja si ella capitulaba. Para muchas personas, un animal con el poder de hablar como los humanos sería un trofeo que querrían explotar, y Grimya temía que la mujer no quisiera más que encarcelarla o bien exhibirla en una jaula o venderla a otra persona. Un lobo que hablara podía proporcionar a su captor una buena cantidad de dinero, y la mujer era a todas luces pobre, por lo que podría verse tentada con facilidad.

Niahrin, que observaba al animal con atención, volvió a hablar:

—No tienes por qué tener miedo de mí, querida. No quiero hacerte daño. —Hizo intención de extender una mano, pero Grimya le mostró los dientes de improviso y la mano retrocedió—. Por favor —dijo la bruja—. Por favor; no tengo intención de hacerte daño en ninguna forma.

Grimya, quería creerlo. Después de todo, la mujer la había acogido, alimentado y cuidado e incluso había eliminado el dolor de su espalda y patas. Seguía sin poder mover las patas, y en un breve instante de temor se había preguntado si no era cosa de la mujer, una forma de aprisionarla y dejarla indefensa. Pero, a medida que su mente se despejaba, regresó a su memoria el naufragio y con él el horrible recuerdo de haberse visto arrojada al mar; de su lucha por llegar a la orilla y su incapacidad para vencer la fuerte corriente que la arrastró fuera de la bahía, lejos de la tripulación y de sus rescatadores, para finalmente lanzarla contra unas rocas ames de que acabara en aquella playa desierta como si se tratara de un pedazo de madera. Entonces había sentido un terrible dolor, un dolor que la había hecho aullar, y cuando intentó incorporarse las patas le habían fallado y había perdido el conocimiento. A partir de ese momento, sus recuerdos no eran más que una nebulosa de roja agonía; había habido voces infantiles, movimientos traqueteantes, murmullos y oscuridad y alguien que intentaba secarle el pelo, luego nada hasta el momento en que había despertado en este lugar. No, esta mujer no le había hecho daño sino que hacía todo lo que podía para ayudarla. Grimya deseaba

confiar, pero...

De repente se escuchó un ruido fuera de la casa, un fuerte golpe y una voz que gritaba. Niahrin dio un respingo al escuchar que aullaban su nombre.

—¡Niahrin! Bruja, ¿estás ahí dentro? ¡Sal, mujer; despierta, maldita sea, y ayúdame a echarlos!

Niahrin maldijo en voz baja. Se incorporó de un salto y corrió a la puerta, que abrió de un tirón para precipitarse luego al exterior. Por qué ahora, de todos los momentos que se podían elegir...

—¡Perd! Perd, ¿eres tú quien crea toda esta conmoción fuera de mi casa?

Con los labios apretados por la cólera corrió hacia la puerta del jardín; al acercarse, los matorrales situados en el linde del claro se agitaron y apareció un hombre. Era alto, enjuto y vigoroso, aunque el rostro arrugado y los blancos cabellos, lacios y cada vez más escasos, indicaban que tenía ya más de setenta años. Vestía un surtido de ropas mal combinadas y demasiado grandes para él que en otra época habían sido de buena calidad pero que ahora necesitaban desesperadamente un lavado y un arreglo, y mientras avanzaba a grandes zancadas hacia la puerta agitaba en el aire un nudoso bastón de madera de endrino.

—¡Mujer, estás descuidando tus deberes! —Su voz era un chillido irritado—. ¡Holgazaneando dentro de casa sin tomar prevenciones para mantener apartados a los lobos, y todo viniéndose abajo! ¿Es que quieres que vengan y te desgarren la garganta? ¿Lo quieres? ¿Lo quieres?

El enfado de Niahrin se convirtió en furia.

—Perd Nordenson, ¿qué haces aquí? ¿Qué es lo que quieres? ¡Estoy ocupada! A menos que tengas algo que tratar conmigo, vete y déjame en paz.

—¿Algo que tratar? —El anciano hizo una mueca despectiva—. ¡Deberías considerarte satisfecha de que yo tenga cosas que tratar contigo, mujer, porque de no haber sido así por la mañana te habrían encontrado en la cama con la garganta desgarrada! Pero yo los vi. ¡Los vi, y los eché!

Niahrin suspiró al comprender. Perd y los lobos. Con Perd siempre se trataba de los lobos. Por qué los odiaba de aquella forma era algo que ni ella ni ninguna de las personas que lo conocían podían adivinar, pero incluso pronunciar la palabra «lobo» en presencia de Perd era provocar una diatriba de apasionado odio. Y Perd poseía una poderosa habilidad para odiar.

La mujer avanzó con más tranquilidad hasta el final del jardín y, manteniendo la barrera de la puerta entre ellos, intentó adivinar el estado de ánimo del anciano. Parecía probable que se tratara de uno de sus mejores días, ya que al menos se mostraba coherente y de momento no le había escupido ni arrojado el bastón contra la cabeza, cosas ambas que sabía que había hecho en más de una ocasión. Esperando no equivocarse, dijo en tono apaciguador:

—Bueno, Perd, ya debes de saber, porque te lo he dicho muchas veces, que los... las criaturas no me molestan y no tengo nada que temer de ellas. Pero te agradezco tu preocupación.

Había pulsado la cuerda apropiada, ya que el fuego se apagó en los enloquecidos ojos

de Perd y éste desvió la mirada. Sus manos se retorcían incesantemente sobre el bastón.

—Ahí. —Dirigió un dedo acusador hacia un punto situado junto a la valla de Niahrin—. Estaban ahí, justo ahí, tan tranquilos! ¡Dos de ellos, sentados, contemplando tu puerta! Iban a... —¡No, Perd, no iban a desgarrarme la garganta!

¡Diosa bendita! Su obsesión era inquebrantable, se dijo la bruja, y su voz recuperó un tono acerado. Era vital mantenerse firme con Perd y no dejar que adquiriera ventaja ni por un instante. Al mismo tiempo, no obstante, su cerebro registró y empezó a dar vueltas a lo que el anciano había dicho. Dos lobos, sentados sencillamente... Eso no era nada corriente; no era en absoluto su forma de comportarse.

—Sentados —repitió Perd con salvaje énfasis, como si una parte de su retorcida mente hubiera captado sus pensamientos—. Sentados. ¡Esperando! Para desgarrar...

—¡Perd, es suficiente! —Niahrin regresó al mundo real con un sobresalto. Arrugó la frente ante el tono empleado y repitió con menos vehemencia—: Suficiente. Agradezco tu preocupación, como te he dicho, pero no quiero escuchar nada más. Dices que tienes cosas que tratar conmigo. ¿Qué es lo que puedo hacer?

El hombre se miró los pies y sacudió la cabeza. Como era un gesto al que ya estaba acostumbrada, la bruja suspiró. —Vamos, querido, dime lo que es. Ya sabes que no se lo diré a nadie más; sabes que puedes confiar en mí.

Durante unos instantes volvió a producirse un silencio; luego, inopinadamente, el hombre avanzó arrastrando los pies hasta quedar a centímetros de distancia de ella, aunque con la verja todavía entre ambos. Niahrin percibió un olor familiar en su aliento: el áspero alcohol destilado por algunos de los menos honrados habitantes del bosque y vendido a todos aquellos que eran lo bastante estúpidos para matarse lentamente sólo por conseguir unas pocas horas de inconsciencia. De todos modos, en el caso de Perd el mejunje parecía hacer más bien que mal; al menos mantenía a raya su delirio y lo dotaba de cierto equilibrio durante un tiempo. Había dejado caer al suelo el bastón de endrino ahora, y estiró un brazo hacia ella, subiéndose la manga del sucio abrigo mientras lo hacía. Niahrin contempló con asombro la larga cuchillada que descendía desde el codo hasta la muñeca. No era profunda pero estaba cubierta de sangre seca, y se veían señales de supuración bajo la mugre general que cubría la piel.

—¿Cómo te hiciste eso? —inquirió, mirándolo a los ojos.

Perd no contestó, lo que fue más que suficiente para confirmarle la verdad.

—¿Con ese cuchillo tuyo? ¿Sí? —Él hizo un gesto afirmativo de la cabeza, y la mujer chasqueó la lengua—. ¿Cuántas veces te he advertido sobre esa arma tan peligrosa? No estás en condiciones de manejar un cuchillo así; si no estás amenazando sombras con él entonces te amenazas a ti mismo.

—Lo necesito —refunfuñó Perd—. Lo necesito. O ellos desgarrarían...

Lo interrumpió rápidamente antes de que pudiera empezar de nuevo.

—Perderás el uso del brazo, o peor, si no se limpia y venda.

—La limpié y la lavé.

—Lo más probable es que la lamieras con la lengua. Ahora, entra en... —Entonces recordó a la loba que estaba en el interior de la casa y cambió rápidamente lo que había estado a punto de decir. Perd no debía ver a la criatura, o ella no podría controlarlo—.

Entra en el jardín y siéntate en el banco, y yo iré a buscar lo necesario. —El pestillo de la puerta chasqueó; él entró y se dejó caer sobre el banco de madera que ella indicaba—. Espérame aquí y no te muevas.

Seguía allí cuando ella salió, y había empezado a llorar; las lágrimas describían pálidos riachuelos por el sucio rostro. Niahrin estaba acostumbrada a aquello y no dijo nada; no sabía el motivo por el que lloraba, ni siquiera si existía un motivo para ello, pero preguntarle era inútil ya que no podía —o no quería— dar una respuesta sensata. La mujer había llevado agua caliente y un trapo y uno de sus preparados de hierbas con un vendaje limpio, y Perd permaneció sentado sin ofrecer resistencia como un niño pequeño mientras ella limpiaba y trataba y por fin vendaba la cuchillada. Niahrin se preguntó qué habría ocasionado que se atacara a sí mismo esta vez. A Perd lo seguían a donde fuera fantasmas y demonios, y durante sus momentos malos a menudo intentaba exorcizar los horrores que se apoderaban de él en su imaginación, derramando su propia sangre en un intento desesperado de arrancar y destruir a sus imaginarios atormentadores. Aunque no podía afirmar que Perd le gustaba —lo cierto es que dudaba que a ningún ser vivo del país le pudiera gustar un hombre así— la bruja lo compadecía profundamente y a menudo había deseado que sus remedios tuvieran el poder de curar la demencia.

Pero ahora se preocupó sólo del bienestar físico del anciano. El vendaje no tardó en quedar colocado y atado, y repitió por tres veces una severa instrucción de que no tenía que arrancarlo sino regresar a verla dentro de dos días, o al menos tan pronto como se acordara de hacerlo, de modo que ella pudiera ver cómo iba la cicatrización.

—¿Y dónde está tu cuchillo, ahora? —preguntó.

Él la miró de soslayo, furtivamente.

—En alguna parte, bien guardado.

De modo que no se había deshecho de él. Niahrin suspiró.

—Muy bien. Pero debes recordar, Perd: la hoja es afilada, y hace daño. Intenta no tocarla. ¿Me lo prometes?

—Lo... —Por un instante, una extraordinaria claridad apareció en los ojos del anciano, y con ella una terrible desdicha—. Lo intentaré...

—Estupendo. —Dio unas palmadas en el brazo sano y, ayudándolo a ponerse en pie, lo empujó en dirección a la verja—. Muy bien, pues; vete a casa, y nos volveremos a ver dentro de dos días.

Salió del jardín arrastrando los pies, luego se detuvo de improviso y se miró.

—Diosa bendita... —dijo con voz débil y entrecortada—. Diosa bendita, la suciedad... —Se dio la vuelta bruscamente y la contempló suplicante—. ¡Quiero estar limpio! Madre querida de todo lo vivo, ¿qué me ha sucedido? ¿Cómo me he convertido en esto? —La sujetó del brazo—. ¿Puedo lavarme? ¿Puedo?

También esto lo había visto Niahrin con anterioridad: un breve pero violento retorno a una lucidez completa, y repugnancia por sí mismo.

—Sí, querido —contestó—, puedes lavarte y bañarte; no afectará al vendaje el que se moje. Pero no te lo quites. Recuérdalo.

—Sí. —Apartó la mirada de ella como avergonzado de encontrarse con sus ojos—.

Lo recordaré esta vez. Sé que me olvido a menudo, pero lo recordaré. Gra..., gracias. Eres siempre tan amable... No sé por qué.

Niahrin lo miró alejarse y vio cómo el juego de luz y sombras del bosque lo ocultaba mientras se marchaba. Había dejado atrás el bastón de endrino, y ella lo recogió y lo dejó apoyado contra la verja. A lo mejor se acordaría y regresaría en su busca, o tal vez se limitaría a cortarse otro con aquel terrible cuchillo suyo. Sacudiendo la cabeza, triste por él aunque a la vez perdida toda esperanza, Niahrin regresó a la casa.

Entró... y en el umbral recibió un sobresalto. La loba herida había conseguido darse la vuelta y se encontraba medio caída, medio sentada con las patas delanteras clavadas en el suelo y los pelos del lomo totalmente erizados, los dientes al descubierto y los ojos llameantes. Un hilillo de saliva resbalaba de sus mandíbulas, y, cuando la sombra de Niahrin oscureció la entrada, gruñó amenazadora.

Niahrin se quedó muy quieta, sorprendida y asustada, Empezó a preguntar:

—¿Qué... ? —Pero antes de que pudiera pronunciar otra palabra la loba dijo, con voz gutural pero con elocuente claridad:

—¡Échalo! ¡Echa fuera al demonio!

El cuerpo de la bruja se cubrió de gotas de sudor caliente y frío.

—Has hablado...

—Sssí. He hablado. ¡Échalo! ¡Por favor! —Entonces, romo si le llegara como una espantosa revelación, añadió—: ¡Oh, me duele... me... duele!

Grimya no había querido hacerlo. Se había sentido indecisa, demasiado temerosa de confiar en la bruja a pesar de lo que el instinto y la evidencia le decían, y había dado gracias por la interrupción que le había evitado verse forzada a tomar una decisión. Pero, al escuchar las voces que sonaban en el exterior de la casa, otro instinto se había despertado en su interior. Quien fuera que estuviera ahí afuera y lo que fuese que estuvieran diciendo, Grimya sentía miedo. No, más que eso: estaba aterrorizada. Y sintió un ramalazo de amargo odio como jamás lo había sentido en su vida, ni siquiera cuando siendo un cachorro su jauría se había revuelto contra ella, la había atacado y la había expulsado por ser diferente. El hombre de allí fuera también era diferente, pero en lugar de compasión ella no sentía más que un intenso horror y repugnancia, y con ellos una espantosa sensación de vulnerabilidad. Había conseguido mantener el control cuando Niahrin regresó por unos instantes en busca de agua, hierbas y vendajes, pero, cuando la bruja salió otra vez, el sofocante temor empezó a crecer y crecer hasta que Grimya ya no pudo contenerlo. Había maldad en el exterior, una amenaza terrible, y presa del pánico había dominado el dolor para prepararse a rechazar su ataque. Ahora, sin embargo, no había ningún ataque y el dolor se había apoderado de ella; no tenía fuerzas para luchar contra él ni para ocultar su angustia. Ni le importaba haberse delatado, pues el dolor que sentía eclipsaba todo otro pensamiento.

La respuesta de Niahrin fue rápida y eficiente. Dio a Grimya un potente sedante y apaciguó su dolor en el descanso del sueño. Cuando la loba volvió a despertar, le había vuelto a arreglar las tablillas y renovado los vendajes, y ella yacía otra vez en posición cómoda frente al fuego. La bruja estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas al otro lado de la chimenea, contemplándola, y en cuanto vio que Grimya estaba despierta

preguntó:

—¿Se ha ido el dolor?

Grimya parpadeó; luego recordó que su secreto había sido descubierto y que no había necesidad de fingir que no comprendía.

—sssi —respondió con voz ronca y, tras una pausa, añadió avergonzada—: Gracias...

Niahrin pasó entonces a darle una amable pero severa conferencia sobre su estupidez. ¿No se daba cuenta de lo malherida que estaba? Un hueso de su pata trasera derecha estaba roto y los cuartos traseros habían quedado algo aplastados. Padecía magulladuras y golpes demasiado numerosos para poderlos contar, había sufrido conmoción y los efectos del mal tiempo y era sólo gracias a un milagro de la Madre del Mar que no se había ahogado. Así pues, ella le agradecería que fuera tan amable de no estropear todo el trabajo de Niahrin, que al fin y al cabo era sólo por su bien, comportándose como un cachorro insensato e intentando ponerse en pie cuando únicamente estaba en condiciones de permanecer tumbada muy quieta hasta que se le dijera lo contrario. Grimya aceptó el rapapolvo en silencio y con las orejas caídas; lo cierto es que no se había dado cuenta del alcance de sus heridas y ni siquiera ahora estaba segura de lo que significaba una pata rota ni de cuánto tiempo tardaría en curar. Pero, cuando la reprimenda finalizó, la expresión y actitud de la bruja cambiaron.

—Bien, pues —dijo—. Creo que podemos dejarlo ahí por ahora, siempre y cuando tenga tu promesa de que me obedecerás.

No tenía demasiada elección, se dijo Grimya, incómoda; de modo que se pasó la lengua por el hocico y contestó: —Sssí. Lo prrrometo.

—¡Estupendo! Ahora, creo que tú y yo tenemos mucho que contarnos la una a la otra, ¿no es así? —Niahrin le dedicó su peculiar sonrisa torcida, y la ceja sobre el ojo sano se enarcó profundamente—. Una loba que habla con voz humana... ¿Sabes, querida, que en un principio creí que estaba equivocada? —Vaciló—. Es decir, si realmente eres una loba, y no alguna quimera. —Soy una loba. Nada más.

Y, consciente de que no podía esquivar la verdad, o al menos una buena parte de ella, Grimya contó a Niahrin la mutación con la que había nacido y que la había convertido en una proscrita entre los de su raza. La bruja escuchó comprensiva, y dio la impresión de que no tenía dificultades para aceptar su historia, a pesar de lo extraña y fantástica que era. A Grimya le costaba admitir su evidente aceptación y por fin se interrumpió y preguntó vacilante:

—¿Me... crees?

—¿Creerte? —Niahrin pareció sorprendida—. Desde luego. ¿Por qué no tendría que hacerlo? Sólo un loco cree que la creación de la gran Madre tiene límites... Y, además, tengo la evidencia de mis propios oídos y ojos, y no existe nada que me convenza más que eso. —Su curiosa sonrisa se transformó de repente en una mueca—. ¡A menos que no seas un ser vivo sino un duendecillo travieso que ha venido a tomarme el pelo! —No lo soy... —empezó Grimya, angustiada. —¡Tranquila, querida, tranquila! No era más que una broma mía, sólo una broma. Sé lo que eres. No tengo ninguna duda. Pero me desconcierta que no nos hayamos encontrado antes. Me gusta pensar que conozco a mis lobos, y estoy segura de que habría observado la presencia de uno diferente. ¿No eres de esta parte del bosque? —No —admitió Grimya—. No..., no soy ni de este país. —¿No eres de las islas? ¡Ah! —Niahrin juntó las manos—. Entonces es lo que yo sospechaba: estabas a bordo del barco; ¡el barco que embarrancó en los arrecifes de Amberland! Grimya no podía llorar, no podía derramar lágrimas como lo habría hecho un humano, pero de improviso sus ojos ambarinos mostraron tal desolación que Niahrin se inclinó al frente con una débil exclamación de pena.

—Querida, ¿qué es lo que he dicho? ¿Qué te ha trastornado? —Entonces recordó el incidente en la casa del pueblo, y la palabra que la loba había pronunciado en su delirio: Índigo. No era un lugar, pensó Niahrin, y tampoco un objeto. Empezaba a comprender.

»Grimya —agregó, confiando en haber entendido bien el nombre—, ¿quién es Índigo?

—¿Qué..., qué sabes de ella? —La loba se puso rígida. «Ella... » Bueno, así que había estado en lo cierto; y ahora sabía un poquito más.

—No —dijo la bruja—, no sé nada, pero tú pronunciaste su nombre mientras dormías, la llamaste. —Extendió la mano para tocar la cabeza de Grimya con suma dulzura, acariciante, consoladora—. ¿Quién es, cariño? Confía en mí, y cuéntamelo todo.

Grimya confiaba en ella. Tenía la mente más despejada ahora, y percibía con su infalible instinto que esta mujer no la traicionaría, ni la utilizaría ni intentaría sacar provecho de ella en ninguna forma. Sus anteriores temores carecían de fundamento; y resultaría un alivio, un gran alivio, confiarse a un espíritu amigo, a alguien que quizá tuviera el poder de ayudarla.

Habló a Niahrin de Índigo. No dijo toda la verdad, ya que la cautela permanecía aún y era una antigua regla que ni ella ni Índigo revelaran jamás todo su secreto a ningún ser viviente. Índigo era su querida e íntima amiga, explicó, y desde su fortuito encuentro en el País de los Caballos, el lugar donde ella, Grimya, había nacido, las dos habían viajado juntas durante..., bueno, hacía ya muchísimo tiempo. Habían visto gran parte del mundo, pero finalmente se habían cansado de vagabundear y habían planeado regresar a las Islas Meridionales, país natal de Índigo. La muchacha se había enrolado en la tripulación del Buena Esperanza... y el resto, dijo Grimya, Niahrin ya lo sabía.

—Diosa querida. —La voz de la bruja estaba llena de compasión—. Tan triste final a lo que debiera haber sido una historia feliz... Que tú sobrevivieras, y sin embargo tu amiga haya..., haya muerto.

—No; no ha muerto. —Los ojos de Grimya centellearon.

Niahrin la contempló entristecida.

—Oh, querida. No quiero defraudar tus esperanzas, pero...

No —repitió la loba, con más energía—, Índigo no está muerta. —No podía explicarlo, ya que no había contado a Niahrin que Índigo era inmortal y no podía morir; ésa era parte de un secreto más importante que no podía darse a conocer. Levantó los ojos, suplicante—. Ti... tienes que creer que lo sé. Lo sé.

Niahrin hizo un esfuerzo por comprender. Un vínculo telepático, había dicho la loba. A lo mejor era eso; tal vez seguía en contacto con la mente de su amiga.

—¿La... percibes? —inquirió con cautela—. ¿Percibes su presencia..., su existencia?

Sin quererlo había dado a Grimya la ayuda que ésta necesitaba. Los ojos de la loba se iluminaron y contestó impaciente:

—¡Sí! La percibo. Es así co... como sé que Índigo está viva.

Esto era algo extraño y magnífico, se dijo Niahrin. Sabía algunas cosas sobre telepatía aunque ella no poseía ese don, pero nunca antes había imaginado que pudiera existir un vínculo tan extraordinariamente fuerte, y empezó a preguntarse qué clase de persona sería la misteriosa Índigo.

—¿Sabes dónde está, Grimya? —inquirió con expresión vehemente—. ¿Puedes encontrarla... o ella a ti?

La luz se apagó en los ojos de la loba.

—No. —Había dicho una mentira a Niahrin, pues ya había intentado llegar hasta Índigo y comunicarse con ella y sus esfuerzos no habían tenido respuesta. O bien Índigo no estaba despierta para oírla, o la distancia entre ambas era demasiado grande—. No sé dónde está —añadió—. Pero sé que está viva. Lo sé.

—Sí, sí. Tranquila ahora; te creo. —Niahrin meditó unos instantes y luego añadió—: Índigo... es un nombre extraño para alguien de las Islas Meridionales. ¿Sabes que el Índigo es el color del luto en nuestro país? ¡Seguramente no es ése el nombre que le pusieron al nacer!

—No..., no lo sé —fingió Grimya, incómoda.

—¿Vive su familia? ¿Conoces el nombre de su clan?

—Están muertos, y... no conozco sus nombres.

Quizás eso lo explicaba, pensó Niahrin. Tal vez Índigo había adoptado un nuevo nombre como demostración de su dolor; ése podía ser el motivo por el que había abandonado las islas y se había aventurado en tierras extranjeras durante tanto tiempo, con la esperanza de olvidar alguna terrible tragedia personal. Pero, aunque aquella teoría parecía bastante verosímil, Niahrin sentía en sus huesos que algo no estaba bien. No era más que su intuición, pero algo no encajaba.

Además, estaban sus visiones, y eso le trajo a la mente otra cuestión inexplicable...

—Cariño —dijo, volviendo a mirar a Grimya—, si tu Índigo está viva... y, sí, te creo cuando dices que lo está..., entonces yo la encontraré para ti.

Eso no debería resultar difícil, pensó. Sería muy sencillo enviar un mensaje a los pueblos que bordeaban la costa preguntando por los supervivientes del naufragio; una mujer con el extraño nombre de Índigo no pasaría inadvertida y los isleños la recordarían. Lo más probable es que se encontrara en Ranna, o al menos que hubiera estado allí. Y saber su paradero sería mejor medicina para Grimya que las pociones de cualquier hechicera.

—Enviaré un mensaje con uno de los habitantes del bosque —prometió—. A menudo tratan con las granjas y pueblos de los alrededores, y ellos harán correr la noticia rápidamente. Encontraremos a tu Índigo, no temas.

—Eres muy ama... amable. —Los ojos de la loba brillaron afectuosos.

—¿Amable? —Niahrin lanzó una risita—. Tonterías. Nadie haría menos. Ahora, si tú no estás hambrienta yo sí, de modo que comeremos ahora y luego dormirás. Dormir es el mejor remedio. —Se incorporó, un poco entumecida—. ¡Ah! Debo de estar haciéndome vieja; ya no tengo la flexibilidad que tenía. Oh... —Vaciló—, Una cosa. — De improviso, su ojo sano se clavó con fuerza en el rostro de Grimya—. ¿Qué fue eso que te asustó tanto que hizo que te volvieras a hacer daño?

Grimya se vio cogida por sorpresa, que era precisamente lo que Niahrin había querido. Sus labios se entreabrieron un poco, mostrando las puntas de los colmillos, y un curioso ruidito resonó en su garganta. —Te... tenía... —Las palabras murieron. —No era más que un anciano. Un anciano loco, pero no puede evitar su locura lo mismo que ni tú ni yo podemos evitar nuestras penas. Tiene miedo a los lobos, pero no es realmente malvado, Grimya. —Arrugó la frente con fuerza—. ¿O no fue Perd quien te asustó? Fueron los lobos..., ¿verdad? ¿Sabías que estaban ahí, y les tuviste miedo por lo que te hizo tu propia jauría hace tanto tiempo?

Grimya no podía darle una respuesta, pues ni ella misma sabía la verdad. Todo lo que recordaba era haber percibido algo siniestro, tan amenazador, tan horrible, que había inundado su cerebro y llenado de terror su corazón. A lo mejor eran los lobos; tal vez era eso. Desde luego temía a los de su raza, y por un buen motivo. Sin embargo, el instinto le decía que había habido más que eso, mucho más, aunque se sentía desesperadamente reacia a preguntarse qué podría haber sido.

Niahrin se dio cuenta de su estado de ánimo y no la presionó más.

—No, querida, no pienses en ello si te inquieta tanto. No importa, y tenemos cosas más importantes de las que preocuparnos ahora. —Tomó una cuchara de madera y la agitó en el aire—. ¡Comida para ti, y luego a dormir!

«Y espero —pensó mientras Grimya empezaba a tranquilizarse— que ni Perd ni los lobos regresen demasiado pronto. Al menos no hasta que haya empezado a desentrañar algunas partes de este extraño misterio. »

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