Índigo oía risas. Sabía que salían de los aposentos que tenía delante y ello hizo aflorar una sonrisa a su rostro mientras apresuraba el paso. Qué bien recordaba estos pasillos... El tiempo no había cambiado nada, al parecer, e incluso tras su larga ausencia conocía y reconocía cada esquina, cada puerta, cada desgastada piedra. La noción le proporcionó ánimos. Y el saber lo que le aguardaba en su punto de destino alegró su corazón.
Le pareció que un cierto número de personas pasaban por su lado mientras recorría el laberinto de pasillos que era Carn Caille. Todas ellas rostros conocidos, que pasaban junto a ella dedicándole un saludo con la cabeza o una sonrisa o una leve reverencia. No importaba que sus cuerpos parecieran tan insustanciales como sombras; esta noche eran reales para ella, y eso era todo lo que contaba.
Alguien había estado tocando el arpa un poco antes, pero ahora la distante música había cesado. Sin duda Cushmagar se había ido a la cama; hombre madrugador, le gustaba retirarse antes que el resto de la corte. Por la mañana le pediría que le enseñase la melodía que tanto la había deleitado en el gran salón esta noche. Para entonces su mente estaría despejada y lo que debía hacer estaría finalizado, de modo que podría dedicar toda su atención a la música.
Avanzando rápidamente, con paso ligero —tan ligero, de hecho, que de vez en cuando daba la impresión de que sus pies no tocaban el frío suelo de piedra— recorrió decidida los pasillos hasta que, al fin, la puerta que buscaba apareció ante ella. No había necesidad de llamar; ja había habido necesidad de llamar. Éste era su refugio, el refugio de ellos. El pestillo se alzó, y entró en los aposentos. Por un instante tan sólo un olor peculiar la asaltó humedad combinada con un deje de algo putrefacto, como carne pasada dejada a pudrir al sol del verano. Pero se desvaneció, y, a la luz de las velas que ardían en sus sopor de las paredes, siguió adelante hasta la habitación interior.
Su madre estaba sentada junto a la ventana. Levantó mirada al entrar ella, y, cuando sus preciosos ojos miope contemplaron a la visitante, una sonrisa apareció en rostro.
—¡Índigo!
La reina Imogen llevaba un vestido de color rojo sangre; curioso, pensó Índigo, ya que aquel color jamás le ha sentado bien. La reina fue al encuentro de su hija con los brazos extendidos para abrazarla, y, si por un fugaz momento su aspecto pareció el de la reina viuda Moragh, Índigo fingió no darse cuenta. Después de todo, eso formaba parte del juego.
Se besaron y se separaron. La piel de Imogen despedía un aroma a eglantina y a fruta demasiado madura.
—Vamos —dijo la reina—, ven y siéntate conmigo y cuéntame tus sueños.
¿Sueños? Índigo se echó a reír.
—Yo no sueño, madre. Estaba escuchando a Cushmagar en el salón. Interpretó una nueva melodía hoy. Un aisling. Vi...
Se interrumpió.
—¿Viste? —La voz de Imogen era dulce y singularmente triste—. ¿Qué viste, Índigo? ¿Fue sobre... tu nombre el color de la muerte? —Suspiró y se apartó unos pasos de modo que Índigo no podía tocarla; ni siquiera quedaba a tiro del cuchillo.
Pero no importaba. No era Imogen la víctima.
—Deberíamos haber elegido otro nombre para ti —añadió la reina, y ahora su tono estaba teñido de irritación.
Casi lo hicimos. Estuvimos a punto de llamarte Anghara. Pero luego, cuando supimos... —Se encogió de hombros y lanzó una carcajada—. Ven a ver el retrato del maestro Breym. Por fin lo ha terminado. Nos lo ha traído hoy a primera hora.
Índigo quiso decir: «El maestro Breym está muerto», pero eso no parecía tener sentido. Se acercó para colocarse junto a su madre y levantó la vista hacia el cuadro, envuelto en terciopelo de color Índigo, que colgaba sobre la repisa como había colgado durante cincuenta años.
—Ninguno de nosotros ha cambiado. —Miró a Imogen, vio que asentía, y sonrió—. Ninguno de nosotros, madre. Ni siquiera yo.
—¿Y cómo quieres que lo sepa, con los ojos como los tengo? —Imogen se acercó más a la chimenea, atisbando—. De todos modos, tendremos que poner otro dentro de poco. Cuando te cases con Fenran. Un cuadro de todos nosotros en tu banquete de bodas resultaría perfecto; y quizás una miniatura, también, para enviarla a mi familia en Khimiz.
—Están todos muertos, madre —dijo Índigo con calma—. Muertos hace tiempo.
—¿Lo están? Bueno, no importa. Luego, cuando Kirra escoja esposa, tendremos...
—¡No!
La mano de Índigo se cerró sobre el mango del cuchillo. Imogen se dio la vuelta y la contempló con bondadosa curiosidad, y las palabras que Índigo había ensayado una y otra vez en preparación para este momento surgieron en tropel.
—No, madre, Kirra no se casará. No lo permitiré. Nosotros no lo permitiremos. No será así... No debe serlo, o... —De nuevo se interrumpió.
—Qué criatura más extraña eres... —La reina parpadeó—. Tienes que hablar con tu padre sobre ello. Él tomará la decisión.
Índigo se volvió.
—Padre...
El rey Kalig la contemplaba indulgente. Una parte de la mente de Índigo, medio sepultada, se dio cuenta de que momentos antes él no se encontraba en la habitación, pero el resto de ella, cautivo del sueño, de la alucinación, aceptó su presencia sin sorprenderse. También él iba vestido de rojo sangre, y de nuevo ella se preguntó por qué. Él no necesitaba ocultar las manchas.
—Padre... —Se acercó a besarlo y fue como si besara hueso viejo y barnizado, no obstante el hecho de que él estuviera allí de pie ante ella, vigoroso y lleno de vida.
El rey Kalig dirigió una mirada a su esposa; una mirada furtiva, que su hija no debía ver. A Índigo le molestó aquello.
—Toca para mí, Anghara —pidió el rey, utilizando el nombre equivocado, el nombre que habían decidido no darle—. Toca el arpa de Cushmagar. La ha dejado preparada para ti.
No había visto el arpa al entrar en la habitación, pero ahora estaba allí, solitaria en medio del suelo. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que alguien se había atrevido a tocarla? ¿Quién podía haberse atrevido desde la muerte de Cushmagar?
—Interpreta el aisling de Cushmagar —ordenó su padre.
No desobedeció a su padre. Se acercó al arpa; no había ningún taburete dispuesto pero de todos modos el instrumento se encontraba a la altura exacta. No necesitó más que colocarse frente a él. Flexionó los dedos y posó las manos sobre las cuerdas, recordando la melodía a pesar de que Cushmagar aún no había tenido tiempo de enseñársela. Mañana a lo mejor la regañaría por su presunción, pero por ahora eso no era importante.
Pulsó el primer acorde. Fuera de los muros de Carn Caille un lobo aulló consternado, y las cuerdas del arpa se partieron bajo sus dedos.
—¡No! —Índigo se echó hacia atrás, y el arpa empezó A desplomarse; la madera y el metal se desmoronaban en sus manos, convertidos en algo podrido. Miró a su alrededor, frenética, pero Kalig e Imogen habían desaparecido.
Detrás de ella, unas manos fueron a posarse sobre sus hombros.
Con un chillido de sorpresa, Índigo giró en redondo.
Unos ojos grises se clavaron en los suyos; ojos risueños, amantes, traviesos y satisfechos de haberla sobresaltado.
Una melena negra enmarcaba un rostro curtido por el viento, y todavía llevaba las viejas ropas con las que habían ido a cabalgar juntos a primeras horas de aquel mismo día.
Debiera haberse cambiado de ropa antes de la fiesta de la noche en el gran salón; su hermano, Kirra, se había dado cuenta y había hecho un comentario desagradable. Había sonado como una broma, pero Índigo sabía que no era así.
—Amor mío... —Se olvidó del arpa, que de todos modos se había deshecho ya, y se entregó a sus brazos—. Fenran. Mi amor. Mi esposo.
Porque lo era. Ella llevaba el anillo en el dedo, y, aunque él tuviera ahora diez años más en tanto que ella no había cambiado, eso no importaba. Empezó a besarla y ella dijo, volviendo la cabeza a un lado:
—No, amor, no. Mi padre y mi madre nos observan. —Tu padre y tu madre se han ido —replicó él, y al mirar por encima del hombro ella vio que así era. Estaban solos en la habitación. Había llegado el momento, pues. »Carn Caille duerme. —Fenran, su amante, su esposo, su socio en la conspiración, apretó los labios contra la oreja de Índigo y su voz fue un susurro, áspero, extrañamente gutural—. Todos duermen.
—Todos duermen. —Lo repitió en un tono que reproducía el de él, y esbozó una sonrisa vieja, astuta y amarga—. Ellos duermen, mientras que nosotros permanecemos despiertos. —Sacó entonces el cuchillo y se lo mostró. La mano derecha de Fenran se cerró sobre él y recorrió la hoja con la punta de los dedos. No se hizo ningún corte; no había sangre cuando volvió a abrir la mano. Perfecto. No había sangre, no había mancha.
Unicamente la mancha de su mente. Sin duda, cuando los dos eran jóvenes no había sido así. ¿No habían sido más felices, entonces?
Aunque no dijo en voz alta lo que pensaba, Fenran supo sus pensamientos.
—Sí —dijo él—, éramos más felices. Pero volveremos a ser felices. Cuando esté hecho, cuando haya terminado. Nos lo prometimos el uno al otro, amor, y sabemos que es cierto.
Ella contempló su rostro, sus canosos cabellos, y profirió una suave carcajada. Era la risa de una anciana, pero eso no la desconcertó. No se podía negar el paso del tiempo ni impedirlo, y había transcurrido mucho tiempo mientras esperaban esta noche.
Existió una época, una época antiquísima...
La voz, que al parecer hablaba desde el aire por encima de su cabeza, hizo que la muchacha echara una rápida ojeada a lo alto pero nada más. Cushmagar ya no estaba allí para contar las viejas historias con sus ocultas advertencias. Su momento había pasado. El momento de Kalig e Imogen había pasado. Y pronto el obstáculo que se interponía todavía entre ellos y lo que era legítimamente suyo también desaparecería.
Era curioso y gratificante que, pese a que sus cabellos eran blancos y su cuerpo empezaba a volverse frágil, Fenran seguía mostrándose erguido y sin encorvarse. Se echó la capucha de la capa sobre la cabeza, sumiendo rostro y cabellos en las sombras; ella hizo lo mismo, y se convirtieron en siluetas en la oscuridad. Él le tomó la mano; en la otra mano de la muchacha, el mango del cuchillo se acomodó como un viejo amigo.
Abandonaron juntos la habitación.
—¡Niahrin! ¡Niahrin!
La bruja se abrió paso por entre los bajíos de sueños imprecisos y despertó, para encontrarse con algo grande, oscuro y pesado que la oprimía. Por un momento, cogida por sorpresa, estuvo a punto de dejarse llevar por el pánico, pero entonces la ronca voz de Grimya surgió de la oscuridad, y sintió el cálido aliento de la loba en el rostro.
—¡Niahrin, tienes que despertar! ¡Deprisa, deprisa! ¡Necessssito tu ayuda!
Niahrin se liberó del revoltijo que había hecho con las mantas del lecho y se sentó.
—Cariño, ¿qué es, qué ha sucedido?
—Es Índigo. —Grimya jadeaba y se percibía un tono dolorido en su voz—. ¡Por favor, Niahrin, deprisa!
—¿Índigo? —Los dedos de la bruja empezaron a hormiguear de forma muy desagradable—. ¿Qué ha sucedido, Grimya? ¿Qué ha hecho Índigo?
No bien hubo hecho la pregunta sintió una punzada de sorpresa. No había inquirido qué le había sucedido a Índigo, sino qué había hecho Índigo. Había sido un acto totalmente irreflexivo, pero Niahrin había sabido al momento que, si amenazaba algún peligro, Índigo era la causa y no la víctima. Grimya, sin embargo, estaba demasiado agitada para darse cuenta de lo que Niahrin había dicho. La loba había resbalado hasta el suelo y tiraba del dobladillo del camisón de la bruja, profiriendo ahogados gemidos por entre la boca llena de ropa.
—¡De acuerdo, de acuerdo, ya voy! Pero necesito luz; ¡no puedo ver en la oscuridad como tú!
Niahrin se apresuró a encender una vela; luego, al recordar su último paseo helado por los pasillos de Carn Caille, se envolvió en su chal antes de seguir a la frenética Grimya fuera de la habitación.
—¡Querida, si apenas puedes andar! —exclamó cuando llegaron a la puerta—. ¿Qué has estado haciendo?
Grimya levantó los turbados ojos hacia ella.
—¡Pu... puedo andar! ¡Debo hacerlo! ¡Tengo que enseñártelo!
—Ahora, espera. —Niahrin se detuvo y posó una mano sobre la loba para retenerla mientras estiraba la otra en dirección al pestillo—. Antes de que salgamos corriendo a alguna parte, ¿no sería más sensato decirme qué sucede? ¡Si tú vas lloriqueando por todo Carn Caille en este estado y conmigo corriendo tras de ti, tendremos a todos los habitantes del lugar despiertos y acudiendo a contemplar el jaleo antes de que sepamos dónde estamos! ¿Quieres eso?
—Nnno. Pero...
—Bien. —Al ver que había conseguido hacer llegar el mensaje a la loba, Niahrin la soltó—. Antes de que demos un paso dime qué ha sucedido.
Grimya lo hizo. A medida que se explicaba advirtió entristecida que lo que había visto frente a la puerta de Índigo sonaba a algo insignificante e insuficiente para haberle provocado tal estado de agitación. Pero había subestimado a Niahrin. La bruja comprendió al instante que había mucho más en todo aquello de lo que cualquier bardo, y mucho menos Grimya, podrían haber expresado en palabras; y, cuando la loba le mencionó el cuchillo que Índigo sostenía, la inquietud de Niahrin pasó repentinamente de capullo a flor.
—¿Qué clase de cuchillo era? —inquirió—. ¿De las cocinas?
—No, no era así. Muy largo, muy afilado. Una daga. Y el mango estaba ad... adornado.
Por lo que Niahrin sabía, ni Índigo ni Vinar poseían ninguna arma...
—Grimya —dijo la bruja, terriblemente seria ahora—, ¿adonde iba Índigo? ¿Lo sabes?
La loba balanceó la cabeza de un lado a otro.
—No, no... conozco Carn Caille. Pero caminaba hacia el ala sur.
Sur. No, eso no encajaba con la premonición que corroía la mente de Niahrin. Algún otro lugar; algún otro lugar...
Entonces, de forma espontánea, una imagen se formó en su cerebro, y supo la respuesta.
—Grimya, espera aquí. —Su voz era severa—. Creo que sé dónde encontrar a Índigo, pero debo moverme con rapidez. —Su mano se posaba ya en la puerta—. Espérame... ¡Rezaré para no tardar demasiado!
Sabía que Grimya no obedecería, y mientras empezaba a correr por el pasillo escuchó el ruido de la loba al seguirla con toda la rapidez de que era capaz. Sólo la Madre sabía qué acarrearían a su pata herida los esfuerzos de aquella noche, pero Niahrin no tenía tiempo de detenerse y empezar a discutir. Si su sospecha era cierta —pensó, aferrándose a esa esperanza—, tenía que moverse deprisa, o su intervención llegaría demasiado tarde.
Se equivocó de pasillo tres veces mientras se encaminaba a su destino y cada vez se vio obligada a volver sobre sus pasos, maldiciendo en silencio el laberinto que era Carn Caille y su propia ignorancia. Grimya todavía la seguía, tozuda, a pesar de que ahora apenas si podía cojear; la loba deseaba llamar a Niahrin y preguntarle adonde iba, pero tenía demasiado miedo de utilizar la voz por si alguien de las habitaciones ante las que pasaban se despertaba y la oía.
Pero por fin Niahrin encontró la torre que buscaba, en el vértice de dos corredores. Al acercarse vio que una arcada daba a la torre, y que tras la arcada una escalera ascendía en espiral.
Cojeando y resbalando sobre el suelo de piedra, Grimya la alcanzó mientras ella permanecía indecisa ante el arco. —Niahrin.,. —La loba reunió el valor necesario para hablar, en la confianza de que no había nadie que pudiera oírla. Jadeaba—. ¿Qué es este lugar? No es donde Índigo duerme... Su habitación está en otrrr... otra parte del... — ¡Chist! —Niahrin levantó un dedo para silenciarla, atisbando en la oscuridad del hueco de la escalera y deseando poder distinguir lo que había arriba—. Lo sé. Pero creo que es aquí donde vendrá. Grimya olfateó el aire... y se puso alerta. —No vendrá —anunció. —¿Qué? —La bruja giró bruscamente. —No vendrá. Ha venido. —Grimya alzó el hocico—. La huelo, ¡huelo a Índigo! Ha llegado aquí antes que nosotras. El rastro es muy reciente. Niahrin lanzó un juramento en voz baja. —¿Adonde fue?
—No... esssstoy segura. Pero... —Entonces, de improviso, Grimya levantó la cabeza y miró a la bruja con creciente horror—. Niahrin, ¡creo que Índigo sigue aquí! ¡Y si lo está, al... algo terrible va a suceder!
Ella había querido la torre norte. Ambos la habían querido, ya que era un agradable lugar en el que refugiarse del bullicio de Carn Caille, y también quedaba alejado de las inmensas vistas meridionales de la tundra y la inquietante luz estival de las regiones polares situadas más allá. Hubo una época en que Índigo había amado aquellas tierras con su enorme y desolada belleza, pero eso había sido mucho tiempo atrás y la antigua magia que habían tenido para ella se había convertido en algo menos agradable, de modo que no había querido volver a contemplarlas. Pero les habían negado la torre. Como tantas otras cosas, otro había reclamado la torre; las palabras y los argumentos no habían conseguido rectificar la decisión, y la amargura había hecho su aparición. Ahora la amargura era todo lo que quedaba y la corroía desde dentro como una enfermedad devastadora. Hubo una época en que amaba a su hermano, pero aquello había quedado atrás, sepultado por los resentimientos, los celos y las frustraciones, que habían encontrado su nuevo punto de mira en la disensión sobre la torre.
Pero, aunque la torre era una cuestión insignificante, los otros agravios no lo eran. Ella lo sabía; Fenran lo sabía; y ahora, juntos, resolverían de una vez por todas la injusticia que se había cometido con ellos. «Injusticia.» La palabra resonó en la mente de Índigo como una letanía. Toda su vida habían padecido la injusticia, pero eso terminaría. No más desilusiones. No más rivalidades. Esta noche reclamarían lo que se les debería haber concedido años atrás.
Fenran aguardaba en el pasillo principal. Había querido ocupar el lugar de ella y llevar a cabo la acción por su propia mano, pero Índigo se había negado. Ella había iniciado esto; ella lo terminaría. Era lo justo. Así pues Fenran aguardaba y vigilaba, y ella... Sonrió, sin dejar que las palabras surgieran pero sabiendo que estaban en su mente, reconfortantes y cálidas.
La habitación de la torre no estaba totalmente a oscuras ni tampoco en completo silencio. La tenue luz de la luna brillaba a través de la alta y estrecha ventana y jugueteaba a los pies del enorme lecho con dosel —que debiera haber sido su lecho, el de ellos—, y de la zona en penumbra situada más allá le llegaba el apagado y rítmico sonido de dos durmientes que dormían pacíficamente.
Kirra y su esposa habían bebido vino con una calculada dosis de narcótico, y no despertarían. Con paso ligero y sigilosa como la neblina, Índigo avanzó hacia la cama, y el cuchillo que empuñaba centelleó al ser alzado en el aire.
Entonces, desde el otro lado de las puertas de Carn Caille, sobresaltando a Niahrin, que permanecía indecisa junto a la escalera, sobresaltando igualmente A Grimya, cuyos ojos estaban clavados en las sombras llenos de terror, y rompiendo el hechizo que dominaba a Índigo, una jauría de lobos elevó sus voces al unísono en medio de la noche para dar la alarma con un coro de aullidos.
En la habitación de la torre, la violenta sacudida provocada por el repentino despertar dejó a Índigo sin aliento y la hizo tambalearse hacia atrás. Se balanceó y recuperó el equilibrio por puro reflejo físico; luego sus ojos se abrieron y se quedó inmóvil, parpadeando aturdida, en medio de la habitación.
¿Dónde se encontraba? Ésta no era la habitación que le habían dado; el mobiliario era diferente, la estancia misma era más grande, y la ventana estaba en el lugar equivocado.
Y en su mano... ¿qué...?
Levantó la mano, vio lo que sostenía, y su boca se abrió llena de incredulidad. Muy despacio, volvió la cabeza para mirar en dirección a la cama. Las cortinas estaban corridas, la luz de la luna iluminaba los postes de la cabecera E entre ellos se distinguía un revoltijo de almohadas y el brillo de una melena rubia. El rostro de la durmiente estaba vuelto a un lado, pero un brazo de piel muy blanca sobresalía por encima de las mantas, con la mano extendida y los dedos ligeramente crispados, y en uno de los dedos brillaba una alianza. Índigo había visto antes la alianza. Era la de la reina Brythere.
La comprensión llegó arrastrándose desde lo más profundo de su ser hasta alcanzar su mente consciente. Las manos empezaron a temblarle, el cuchillo escapó de sus dedos y golpeó el suelo con un leve pero claro sonido. Brythere se removió en el lecho y murmuró unas palabras. Presa de pánico, con la cabeza dándole vueltas y el corazón latiendo con tal fuerza bajo las costillas que parecía como si fuera a estallar, Índigo se agachó rápidamente para tantear el suelo en busca del arma. No debía dejarla allí, no debía dejarla allí para que la encontraran, y mientras sus dedos intentaban localizarla rezó en silencio, desesperada: «No dejes que despierte; oh, dulce Tierra, Madre todopoderosa, por favor, no dejes que despierte...».
De pronto, un leve movimiento captado con el rabillo del ojo llamó su atención. La cabeza de Índigo se alzó violentamente, y lo que vio casi le provocó un ataque al corazón. Una figura se había alzado frente al dosel de la cama y la miraba directamente a ella.
Por un espantoso momento Índigo perdió toda esperanza. La reina había despertado; estaba sentada en la cama, la había visto, y un grito de auxilio haría aparecer corriendo a la mitad de los soldados de Carn Caille. Pero la figura no gritó, no se movió siquiera... y entonces Índigo se dio cuenta de que la primera impresión había sido errónea. Ésta no era Brythere. Brythere seguía dormida... pero erguida más allá de su figura tumbada, en el extremo opuesto de la cama, había una anciana. Los blancos cabellos sujetos en trenzas le caían hasta la cintura, y tenía el rostro cubierto de arrugas y la boca hundida y curvada en una mueca amarga. Índigo reconoció las familiares facciones y los brillantes ojos de color azul violáceo: era la representación de su propio ser en años venideros.
La vieja sonrió; no fue una sonrisa agradable sino cruel, astuta y conspiradora. La mujer levantó una mano y la llamó.
El autocontrol que Índigo se había esforzado por mantener no podía competir con esta aparición. Incapaz de contenerse profirió un gemido de auténtico terror y, olvidando el cuchillo perdido, dio media vuelta y huyó. Fue vagamente consciente de que a su espalda se producía un repentino frenesí de actividad y que una «aguda voz de mujer la llamaba interrogante y alarmada, pero no se detuvo; mientras Brythere se incorporaba en el lecho y el fantasma de la anciana desaparecía, ella abandonó la habitación. Descendió los bajos escalones de tres en tres y de cuatro en cuatro, perdiendo pie en dos ocasiones, chocando en una contra la pared y arañándose la mano con la áspera piedra al apoyarse para recuperar el equilibrio. Alcanzó el final de la escalera, se lanzó a través de la arcada, giró... y chocó de cara con Niahrin. —¡Índigo!
La bruja la agarró por el brazo, obligándola a detenerle. Por un instante los ojos de las dos mujeres se encontraron y sus miradas se clavaron la una en la otra; Niahrin desconcertada, Índigo aterrada. Luego, con un violento [tirón que cogió a Niahrin desprevenida, Índigo liberó su brazo y, antes de que la bruja pudiera reaccionar, se alejó Corriendo por el pasillo.
—¡Índigo! —gritó Grimya, angustiada—, ¡Índigo! Intentó seguir a la figura que huía, pero Niahrin saltó sobre ella y la retuvo.
—¡No, Grimya, no, jamás la alcanzarías! ¡Silencio, o tendremos a la mitad de Carn Caille corriendo hacia aquí! Pero era demasiado tarde para tener en cuenta eso; tanto si había sido el grito de Brythere o el del lobo lo que los había despertado, alguien estaba ya despierto. Se escuchó el ruido sordo de una puerta que se cerraba de golpe; luego unos pasos veloces se acercaron desde la dirección opuesta a aquella que había tomado Índigo. Una voz de mujer gritó una orden, y más pisadas se unieron a la primera. Se aproximaron rápidamente. Niahrin había tenido presencia de ánimo de seguir sujetando el collarín de Grimya y arrastró materialmente a la loba por el suelo hasta un punto donde un pequeño pasillo lateral salía al pasillo principal. Si había problemas y la encontraban allí, estaría bajo sospecha y no podría explicar su presencia en el lugar.
—¡Silencio, Grimya! ¡No hagas el menor ruido! Susurró la orden mientras ambas retrocedían fuera de vista, sin dejar de rezar para que la loba la obedeciera. Entonces se distinguió el resplandor parpadeante de unas velas, y aparecieron tres personas: Ketrin, la doncella de la reina, con dos guardas a su espalda. Conteniendo la respiración, y con una mano lista para mantener cerrado el hocico de Grimya si intentaba hacer el menor sonido, Niahrin atisbo cautelosamente por la esquina a tiempo de ver cómo la doncella y uno de los hombres atravesaban el arco en dirección a la escalera de la torre. El segundo permaneció allí, y Niahrin aguardó, contando los segundos, temerosa de escuchar en cualquier momento el alboroto de un horrible descubrimiento. Pero no se escuchó ningún alboroto; en su lugar, tras unos pocos minutos que le parecieron una hora, la doncella y el guarda reaparecieron.
—La reina ha sufrido otra pesadilla. —La voz de Ketrin era seca—. No hay motivo de alarma. Informad a su alteza y rogadle si le importaría venir. Luego podéis regresar a vuestras camas.
Los hombres hicieron una reverencia y se marcharon. Arriesgándose a echar una ojeada desde su escondite mientras ellos desaparecían, Niahrin comprobó con desaliento que Ketrin no parecía dispuesta a regresar a los aposentos de la reina Brythere y darle tiempo para escabullirse lejos de allí con Grimya, sino que aguardaba junto a la arcada. Su rostro mostraba una expresión peculiar que Niahrin no sabía cómo interpretar.
La reina viuda Moragh llegó a los pocos minutos. Llevaba sus ropas de dormir y desde luego no parecía haberle gustado que la sacasen de la cama. Niahrin escuchó un murmullo de palabras cortantes, pero de improviso una respuesta de Ketrin la dejó helada, a medida que iba captando la esencia de lo que la doncella decía.
—...en circunstancias normales, alteza. Pero cuando encontré esto en el suelo...
Un momento de silencio. Luego Moragh dijo:
—¡Por la Diosa...!
Conteniendo la respiración, consciente de que corría un gran riesgo pero también de que debía ver qué era lo que Ketrin había encontrado, Niahrin sacó la cabeza por la esquina.
Sobre la palma abierta de Ketrin había un cuchillo de hoja muy larga.
—¿De quién es? —La voz de Moragh era grave y feroz—. ¿De dónde salió?
—No lo sé, alteza. Pero no es de la clase de los que utilizan nuestros hombres. La empuñadura... —Su voz se convirtió en un murmullo ahogado cuando dio la espalda a Niahrin, y la bruja no pudo escuchar el resto de lo que decía. Al poco Moragh se irguió.
—Será mejor que vayamos a ver a la reina. No le digas nada a ella, Ketrin. No quiero que sepa esto. Realizaré mis propias investigaciones.
Las dos mujeres desaparecieron al otro lado de la arcada, y sus pasos se perdieron escalera arriba.
Niahrin apoyó la espalda contra la pared, cerrando los ojos. Se sentía tremendamente aliviada de que no la hubieran visto, pero mezclado con el alivio había el horror, ya que el descubrimiento del cuchillo confirmaba sus peores sospechas. Empujada por un estado de sonambulismo, Índigo había intentado asesinar a la reina Brythere. Pero ¿por qué? ¿Qué resentimiento podía yacer enterrado en la memoria perdida de Índigo que la hiciera desear cometer tal acto? La reina era una auténtica desconocida para ella; no había hecho ningún daño a Índigo...
Un frío sudor empezó a correr por el cuerpo de la bruja cuando ésta se dio cuenta de lo cerca que habían estado los acontecimientos de aquella noche de convertirse en una tragedia. Los aullidos de los lobos debían de haber despertado a Índigo. De no haber sido por ellos, la reina Brythere yacería ahora muerta entre sus ensangrentadas almohadas.
Sacudió la cabeza con fuerza para desechar la estremecedora sensación que parecía querer arrancarle la columna vertebral. No iría tras Índigo ni intentaría hablar con ella; también habría que convencer a Grimya para que no realizara el menor intento de enfrentarse a su antigua amiga... aunque, cuando Niahrin bajó los ojos hacia la loba, se dio cuenta por su acurrucada y triste postura que el animal estaba demasiado desanimado para intentarlo. Eso estaba muy bien, ya que Niahrin tendría mucho que hacer ahora sin tener que preocuparse además constantemente por el paradero de la loba o sus intentos de inmiscuirse. Esta noche había vislumbrado otra parte del dibujo del tapiz y, a pesar de que todavía no lo comprendía, al menos le había indicado en qué dirección buscar.
Se agachó y acarició con suavidad la coronilla de la loba.
—Vamos, querida. —Su voz era dulce y llena de compasión—. Será mejor que regresemos. No hay nada más que podamos hacer por ahora.
Grimya devolvió brevemente la mirada a la bruja para demostrar que comprendía, pero no dijo nada. Al salir de su escondite y penetrar en el pasillo principal, una débil y fría ráfaga de aire pasó veloz junto a ellas. Niahrin volvió rápidamente la mirada en dirección a la torre de la reina... y se detuvo. Por un instante una figura borrosa pareció moverse junto a la arcada, y la bruja creyó vislumbrar un curioso destello plateado, como si dos ojos hubieran captado y reflejado la vacilante luz de la luna. Entonces, de repente, se le puso la carne de gallina cuando el helado vientecillo volvió a soplar y pareció musitar su nombre con una voz que conocía bien.
—¿Perd...?
Pero la ahogada pregunta de Niahrin murió en su garganta. La borrosa figura había desaparecido, y con ella el frío y susurrante soplo de aire. Sólo había sido un espejismo creado por la luz de la luna, un engaño a una imaginación exacerbada ya en aquellos momentos. Perd no estaba allí, no había estado allí. Era imposible que hubiera estado allí.
Grimya no parecía haber observado nada; aguardaba, decaída y silenciosa, para realizar el agotador viaje de regreso a sus habitaciones. Ciñéndose mejor el chal alrededor de los hombros, Niahrin se alejó por el pasillo.