CAPÍTULO 16


Niahrin cenó en el gran salón aquella noche. Sus razones para unirse a la celebración eran tres: en primer lugar, quería crear una impresión inocente para asegurarse de que no se despertarían sospechas y nadie acudiría en su busca más tarde; en segundo lugar, tenía la intención de observar y escuchar a la caza de cualquier pista, por pequeña que fuera, que pudiera ayudarla en su búsqueda de una verdad más profunda tras la historia de Índigo; y, en tercer y último lugar, estaba convencida de que podía acometer mejor la planeada vigilia de aquella noche tras haberse fortalecido con una sustanciosa comida.

Grimya prefirió no acompañarla —la loba era reacia a enfrentarse con Índigo otra vez tras la riña de la mañana— de modo que Niahrin fue sola al salón. Ante su sorpresa, desconcierto y privada satisfacción se le asignó un puesto en la mesa del rey instalada sobre una plataforma. Toda la familia real estaba presente esa noche: Ryen, apuesto y elegante en color verde botella; Brythere, a su lado, con un traje rojizo que daba color a sus pálidas mejillas; Moragh, de terciopelo de color ciruela al otro lado. Jes Ragnarson estaba sentado junto a la reina, y a Niahrin la colocaron junto a él, mientras que en el extremo opuesto se hallaban Índigo y Vinar. En un principio, Vinar pareció algo desconcertado por la presencia de Niahrin; pero, cuando ésta llamó su atención y alzó su copa en un forzado saludo que transmitía a la vez disculpas y vergüenza, su inquietud desapareció y se tranquilizó. Índigo fingió no darse cuenta de la presencia de la bruja y permaneció sentada en silencio, jugueteando con su comida. No parecía feliz.

La comida fue espléndida, con la intercalación de gran número de alegres carcajadas procedentes de las mesas dispuestas fuera de la tarima, donde se hallaban reunidos los restantes habitantes del castillo. También hubo mucho ruido en la mesa del rey; Ryen se mostró jovial, Moragh casi tanto como él, y Vinar estaba de tan buen humor que apenas si podía contenerse. Cada dos por tres sus enormes carcajadas resonaban por toda la sala, hasta que Jes, que mantenía entretenida a Niahrin con una conversación alegre y divertida, observó en un susurro que, si el scorvio se quedaba en tierra firme tras el matrimonio, podía instalarse en la costa y emplearse como farero sin necesidad de tener que utilizar una sirena de niebla.

Vinar era en realidad la única nota triste en las reflexiones privadas de Niahrin. No recordaba haber visto en toda su vida a un hombre tan feliz con su suerte, y el pensamiento de que iba a destrozar esa felicidad le desgarraba la conciencia. Le gustaba Vinar y no quería herirlo. Pero, según lo que Grimya le había contado, no hacer nada sería una crueldad mayor y, a la larga, le ocasionaría aún más dolor...

La cena tocaba a su fin cuando el rey Ryen se puso en pie y gritó pidiendo silencio. Por la amplia sonrisa que apareció en el rostro de Vinar, Niahrin adivinó lo que se avecinaba; cuando Ryen obligó tanto a Vinar como a Índigo a ponerse en pie y dio la noticia de su inminente boda, la aclamación que resonó en la sala, acompañada de patadas en el suelo y puñetazos sobre las mesas, casi hizo saltar el techo de sus vigas. Niahrin se dijo que la mitad de los reunidos no tenían ni idea de quién era la feliz pareja, pero una boda era una boda y así pues rugieron su aprobación. Vinar dedicó sonrisas por doquier, abrazando a Índigo contra él, mientras que ella, aunque su rostro estaba felizmente sonrojado y sus ojos centelleaban, parecía al mismo tiempo algo aturdida, como si sintiera que sin querer se había introducido en un mundo que no era el suyo. Niahrin la observó furtivamente, en tanto las aclamaciones se apagaban; su interés se acrecentó cuando, a una señal del rey, Jes Ragnarson abandonó su asiento y se acercó a un taburete que acababan de colocar justo frente a la tarima. Dos criados trajeron un arpa —Niahrin advirtió al instante que no era la de Cushmagar, como había temido de forma ilógica, sino un instrumento mucho más pequeño—, y Jes empezó a tocar. Era bueno, sumamente bueno. Niahrin empezó a sospechar de sus protestas de humildad mientras interpretaba en primer lugar el tradicional baile de celebración de los isleños, Llena la copa de la alegría, y luego, en honor a la profesión de los novios, un popurrí de canciones marineras. Interpretado el primer estribillo, todos los reunidos se unieron al coro, Niahrin incluida, y cuando finalizó el popurrí los gritos y patadas fueron ensordecedores. Jes sonrió de oreja a oreja y agitó las manos en demanda de silencio; cuando el furor se fue apagando, sus dedos arrancaron un misterioso ; arpegio a las cuerdas del arpa.

—¡Amigos! —Su voz de tenor se dejó oír con claridad en la sala, y las últimas risas y murmullos se desvanecieron hasta quedar todo en absoluto silencio—. Esta noche celebramos un feliz acontecimiento. Pero, incluso en esta celebración, nos corresponde a todos, como habitantes de las Islas Meridionales, recordar que somos hijos del mar ; y siervos del mar, y que gracias a la generosidad de la Madre Tierra extraemos del mar nuestra vida y sustento. —Una curiosa sonrisa triste pareció iluminar su rostro desde dentro; como si lo embargaran viejos recuerdos, se dijo Niahrin—. Del mar hemos salido; al mar debemos regresar, porque nuestras islas son así. Pero el mar es una dama poderosa y enigmática; llama a algunos a su seno antes de tiempo, y es justo que aquellos que seguimos aquí recordemos a los que se fueron y les rindamos homenaje. Así pues, para Vinar e Índigo, para sus amigos y compañeros del Buena Esperanza, y para nuestra Madre del mar que concede paz y refugio a las almas perdidas, toco ahora. Una trémula cascada de notas se desgranó de las cuerdas del arpa, y Niahrin sintió una punzada en el corazón cuando los dedos de Jes arrancaron las primeras notas conmovedoras de El lamento de la esposa de Amberland.

La música era hermosa. Ella conocía la vieja y triste canción, la había escuchado más veces de las que recordaba, pero aquí en el silencioso salón de Carn Caille, bajo las manos de un hombre que, no obstante su juventud, poseía el inconfundible toque y don de un maestro de su profesión, El lamento alcanzaba una nueva dimensión. Esta noche, Jes Ragnarson estaba inspirado. Y, cuando Niahrin levantó los húmedos ojos y los paseó por la mesa principal, vio que Vinar estaba embelesado, absorto en la música, mientras que, a su lado, Índigo permanecía totalmente inmóvil; el rostro todavía era una máscara, pero los ojos brillaban con una pena y un anhelo que desgarraron el alma de la bruja y la hicieron sentir como una intrusa que contemplaba un dolor desesperado y muy privado.

En un rapto de malicioso sentido del humor, Niahrin reflexionó que sus correrías a altas horas de la noche por los pasillos de Carn Caille amenazaban con convertirse en un hábito. Pero el pensamiento contrastaba enormemente con su estado de ánimo y la sonrisa desapareció veloz de su rostro mientras, con Grimya pegada a los talones, se dirigía a los viejos aposentos reales. En una mano sostenía una vela apagada y, en la otra, su flauta de madera.

En su anterior visita había observado que las habitaciones del rey Kalig no estaban cerradas con llave. Tras empujar la puerta con cuidado, y elevar una silenciosa oración de gratitud porque las bisagras no crujieron, se deslizó en el interior de la estancia acompañada de Grimya y tanteó en busca del pedernal y la yesca que había visto utilizar a Moragh. No quería tocar el decorado farol, de modo que encendió la vela y, con la pequeña llama bailando temblorosa pero facilitando luz suficiente para impedir que chocara con nada, penetró en la habitación interior.

Niahrin no quería mirar el retrato; ahora que había oído la historia de Grimya, la idea de contemplar el inmutable rostro pintado de la princesa Anghara le provocaba una peculiar y nada agradable sensación de escalofrío. Dando espalda a la chimenea se volvió en dirección al arpa de Cushmagar. No la tocaría, desde luego, pues eso sería un error; pero se colocó cerca de ella, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, y depositó la vela a su lado. La habitación estaba helada y las sombras la hacían sentir incómoda; parecían anormalmente profundas, casi sólidas, como si algo más que la simple oscuridad acechara entre los recuerdos allí conservados. Simio un arrebato de gratitud cuando Grimya se tumbó a su lado, y estiró una mano para acariciar el peludo lomo del animal.

—Bien. —Flexionó los dedos alrededor de la flauta, un poco desconcertada por el sonido de su propia voz en la penumbra y el silencio—. Será mejor empezar, ¿eh? Sólo la Madre sabe lo que averiguaremos, si es que averiguamos algo, pero si no nos arriesgamos no lo descubriremos. —Se llevó la flauta a los labios.

Y un helado escalofrío la envolvió al escuchar unos pasos apagados en la otra habitación.

Niahrin soltó la flauta y se quedó petrificada, con la mirada fija en la puerta. Grimya se irguió, con el pelaje erizado y un sordo gruñido a punto de surgir de su garganta, pero ni siquiera su vista era lo bastante aguda para atravesar la oscuridad. Las pisadas cesaron, y se escuchó el sonido del pestillo de la puerta al levantarse...

La luz de una lámpara penetró en la habitación al abrirse la puerta, y Niahrin se quedó boquiabierta, consternada, cuando las figuras de Moragh y Jes Ragnarson aparecieron en el umbral.

El silencio era terrible, y Niahrin pensó que jamás terminaría. Entonces, con gran tranquilidad, Moragh dijo: —Buenas noches, Niahrin. Pareces un poco más sorprendida de vernos de lo que nosotros estamos de verte a ti. Todas las excusas, explicaciones y fingimientos que la bruja había estado intentando extraer de su paralizado cerebro se hicieron añicos, y se llevó una mano al rostro, mortificada, incapaz de decir palabra.

—Entra, Jes, y cierra la puerta —dijo la reina viuda y, sin soltar el farol, cruzó la habitación hasta donde se encontraba sentada Niahrin. Su astuta mirada abarcó el arpa, la flauta, la postura medio culpable, medio defensiva de Grimya, y por fin fue a descansar en el ruborizado rostro de Niahrin.

—Alteza —empezó a decir la bruja, desesperada—, yo no quería...

Moragh alzó una mano para acallarla.

—No hay necesidad de explicaciones. Creo que Jes y yo ya sabemos por qué estás aquí. —Dirigió una breve mirada a las profundas sombras del lugar donde estaba colgado el cuadro—. Y confieso que también nosotros somos culpables de un pequeño engaño, ya que esperábamos algo como esto y te hemos vigilado atentamente. —Ante la sorpresa de Niahrin, sonrió—. No estoy enojada contigo, querida. Al contrario; si puedes resolver el misterio, tienes mi bendición para hacer lo que creas necesario. Pero, a partir de ahora, lo harás con nosotros.

Niahrin tragó algo que sentía atravesado en la garganta.

—¿Con... ustedes, señora?

—Sí. —La reina viuda se volvió al joven bardo—. Ve a buscar tu arpa, Jes. En vista de lo que ya hemos averiguado podría no ser sensato intentar utilizar el instrumento de Cushmagar esta noche.

Jes hizo una reverencia y se marchó, dejando a Niahrin parpadeando aturdida. La reina viuda se acercó más y, con cierta dificultad, se sentó en el suelo junto a la bruja. Sonreía aún, pero ahora había un atisbo de dureza en sus ojos.

—Supongo, Niahrin —dijo—, que esperabas que Cushmagar hablara otra vez esta noche... —Niahrin, sonrojada aún, asintió, y Moragh suspiró—. Entonces ¿por qué tanto secreto? ¿Por qué venir aquí sola sin decirme nada?

La mujer hundió la cabeza.

—Pensé... Perdonadme, señora, pero pensé que me negaríais el permiso. Esta habitación... —realizó un gesto de impotencia—... es un santuario; un...

—No es tal cosa, y sabes que no lo es. No; creo que todavía no eres capaz de confiar en mí. Creo que tú, o alguien, teme que confiar en mí signifique hacer daño a Índigo.

En este punto la reina viuda dedicó a Grimya una mirada tan dura y evaluadora que Niahrin supo sin el menor ¡ asomo de duda que la mujer sospechaba que la loba no era un animal corriente. Grimya emitió un leve gemido, y la sonrisa de Moragh se endureció un poco más. —Está claro para mí ahora que debe de existir una conexión entre Índigo y Carn Caille, y que el parecido con la princesa Anghara no es coincidencia. Hasta anoche no estaba segura, pero ahora... —La sonrisa se desvaneció por [completo—. Bien, será mejor que lo veas por ti misma.

Moragh llevaba un grueso vestido de lana con una capa corta encima; introdujo la mano entre los pliegues de la [capa y sacó algo que centelleó levemente a la luz de la lámpara.

—Dime, Niahrin, ¿has visto esto antes?

Descansando en su palma había un cuchillo de hoja larga. Grimya lanzó un gañido e hizo intención de incorporarse; reaccionando con rapidez, Niahrin la agarró por el pelaje del cuello y la obligó a permanecer tumbada.

—¡Tranquila, Grimya, tranquila! —Levantó la mirada de mala gana hacia el rostro de Moragh y comprendió que no podía mentirle—. No puedo estar segura, alteza. Pero creo que sí.

—En ese caso, es probable que sepas dónde se encontró.

—Cre... creo saberlo —respondió la bruja con voz apenas audible.

—Mmmmm. Así que era tu rostro el que vislumbré mirando desde detrás de una esquina. Ya me lo pareció. —Moragh juntó las puntas de los dedos de ambas manos—. Será mejor que te diga que Brythere vio y reconoció al intruso, de modo que sabemos que era Índigo quien estaba en su habitación. Supongo que tú habías estado siguiéndola...

—Andaba en sueños, señora. Grimya la vio y me avisó, y...

—No hay necesidad de entrar en todos los detalles, no ahora. No quiero conocerlos todavía. Lo que quiero, y lo tendré, Niahrin, por lo que ahorraremos tiempo y esfuerzo si no protestas, es tu confianza y tu cooperación. ¿No era ayer cuando te comprometiste a ayudarme y a trabajar conmigo en la resolución de este misterio? Este desdichado asunto nos concierne a todos, no únicamente a Índigo.

Niahrin se sintió avergonzada en lo más profundo de su corazón. La noche anterior el instinto la había instado a confiar en Moragh. Pero luego Índigo se había embarcado en aquella casi calamitosa excursión nocturna, y se había encontrado el cuchillo, y por la mañana Grimya había realizado su terrible confesión de la verdad... y Niahrin se había puesto nerviosa. La lógica había aplastado el instinto; temía confiar en Moragh, temía lo que la reina viuda podía hacer, y así pues se había refugiado en el secreto. Tendría que haber sido más sensata. Por encima de todo, debería haber sabido que a Moragh no se la engañaba ni eludía con tanta facilidad.

Niahrin bajó los ojos hacia Grimya. No sabía lo que la loba pensaba, aunque percibía una oleada de tristeza y temor en su mente. Pero, lo que fuera que quisiera Grimya, no había elección ahora.

—Alteza, yo estaba equivocada. —Reunió todo su valor para mirar a Moragh e intentó no acobardarse ante su inquietante mirada fija—. No debería haber intentado ocultaros esto. Pero temía que...

—Temías que sacara conclusiones precipitadas y actuara según éstas. —La sonrisa de Moragh regresó, y ahora se trataba de una sonrisa amable—. Sí, querida, te creo, y no te culpo. En tu lugar creo que habría hecho lo mismo. —Bruscamente se inclinó al frente y posó una mano arrugada pero firme sobre el brazo de la bruja—. Pero ahora ya no deben existir más recelos por ninguna de las dos partes. Tienes que confiar en nosotros, de modo que podamos trabajar todos juntos.

Los ojos de Niahrin se llenaron de inquietud.

—¿«Nosotros», alteza?

—Jes y yo. Nadie más. No he contado ni al rey ni a la reina nada de todo esto, y no pienso hacerlo. Ryen es un buen hombre y un buen gobernante pero no vería las cosas exactamente como yo; mientras que Brythere... Bien, Brythere padece ya demasiados temores sin que añadamos más. No vio el cuchillo (Ketrin es muy lista) y sólo piensa que Índigo andaba sonámbula y de algún modo encontró el camino a la torre. Puede que al final tengamos que contárselo a ella y a Ryen, pero hasta que ese momento llegue esto seguirá siendo un secreto entre nosotros tres... o cuatro. —De nuevo dirigió una enigmática mirada a Grimya, que se negó a mirarla a la cara—. En Jes se puede confiar absolutamente —continuó la reina viuda—. Y a lo mejor resulta ser de gran valor. Es un gran arpista, como oíste por ti misma en el salón esta noche. Si vas a invocar el aisling

otra vez, quizá tengas motivos para darle gracias por su música.

—Sí. Sí, alteza. —Un curioso escalofrío de excitación le recorrió la espalda, y, por fin, también ella consiguió esbozar una sonrisa—. Gracias.

Moragh quitó importancia a sus palabras con un gesto que quería devolver la atención al asunto que llevaban entre manos. Empezó a incorporarse; Niahrin se apresuró a ponerse en pie para ayudarla, y la reina viuda se sacudió las ropas.

—Por muy meticulosos que sean los criados, siempre hay polvo... Supongo que sabes cómo encender un fuego y hacer que arda con rapidez. —Perpleja, Niahrin asintió—. Estupendo. Entonces, mientras esperamos el regreso de Jes con el arpa, entre las dos podríamos encender la leña dispuesta en la chimenea.

El ojo sano de Niahrin se abrió desmesuradamente, y la reina viuda rió en voz baja.

—Serbal, eglantina y sauce. ¿No son los ingredientes correctos para un fuego productor de sueños? Y manzano, para la bendición que creo que todos necesitamos.

Niahrin comprendió que Moragh debía de haber conocido sus intenciones desde el principio, y había hecho lo que ella no podía hacer. Un fuego dispuesto para el aisling...

La bruja meneó la cabeza, y un sonido como de risa contenida se quebró en su garganta.

—Sí, alteza —repuso con mansedumbre—. Lo que ordenéis.

Ya empezaba. Niahrin percibió el primer cambio sutil en la atmósfera; el aroma — carecía de otra palabra para ello— de la magia, mezclándose con la suave fragancia embriagadora del fuego de los sueños. Las llamas ardían con fuerza, calentando la habitación y proyectando amistosas sombras, y su luz convertía en brillante aureola los cabellos castaños de Jes, que estaba sentado con su pequeña arpa en el regazo. Tenía la cabeza inclinada y sus dedos se movían veloces y ágiles sobre las cuerdas del instrumento, interpretando una suave música. Más allá, envuelta en sombras, Moragh contemplaba el fuego con fijeza; tenía los ojos entornados y el anguloso rostro bañado por la luz de las llamas. Mientras Niahrin tejía un contrapunto con el arpa, la flauta desgranaba una melodía. La música que emitía era hipnótica; el cuerpo de la bruja se columpiaba suavemente al compás y una sensación parecida a un trance se iba apoderando de ella, como si una puerta largo tiempo olvidada se hubiera abierto en su mente y ella flotara a través de ese portal para pasar a otro mundo más místico. Allí donde posaba los ojos, veía un centelleante halo de luz mortecina. Perfilados por este reluciente halo, Jes y la reina viuda parecían extraños y maravillosos y no del todo humanos, e incluso sus propias manos parecían pertenecer a alguien hermoso y fantástico, muy distante de la fea, terrenal y casera Niahrin que conocía.

Entonces las llamas del fuego de los sueños empezaron a crecer y a balancearse con la música. Niahrin vio cómo iniciaban la danza, escuchó cómo la reina viuda contenía levemente la respiración y vislumbró la ansiosa luz en los ojos de Jes mientras éste cambiaba su melodía, siguiendo el compás del fuego. El rostro del bardo aparecía absorto en una alegría casi parecida al dolor; sacudió la cabeza, y la luz del fuego centelleó en sus cabellos. Niahrin dejó de tocar y la flauta cayó sobre su regazo; éste era el momento del joven bardo, y la magia, el aisling, se acercaba en respuesta a su llamada. El arpa siguió brillando... y muy despacio, de forma gradual, el sonido de una segunda arpa, más potente y rico y profundo, surgió del aire a su alrededor para mezclarse con la melodía de Jes.

Y, en el fuego, las llamas adquirieron la forma de unas manos sarmentosas y viejas, y un rostro, arrugado, marchito y con los ojos cegados por las cataratas, apareció tras las manos como un espectro.

Jes ahogó un grito, y su interpretación se detuvo con una nota disonante. En el fuego, el rostro del anciano —el rostro de Cushmagar— sonrió. Era gris, como si incluso el tiempo hubiera dejado a su fantasma sin color, pero sus manos de fuego se movían con una pericia antigua y certera. Y Niahrin sintió como un aliento en la nuca cuando, a su espalda, la gran arpa que había permanecido sin tocar durante cincuenta años dejó escapar un suave y quejumbroso acorde.

Jes contuvo la respiración sobresaltado, y una voz seca como las hojas caídas, suave como la hierba nueva, susurró: —Existió una época, una época antiquísima, antes de que los que vivimos ahora bajo el sol y el firmamento empezáramos a contar el tiempo. Así es como se inició la leyenda, y así es como se le contó a Anghara cuando empezó a anhelar algo más de lo que el futuro parecía guardar para ella. Pero para cada uno de nosotros el tiempo posee un significado distinto, y para cada uno de nosotros existe una leyenda diferente. Anghara buscó su leyenda en la Torre de los Pesares. Anghara tenía el poder de soñar, y en sus sueños era capaz de alcanzar y atrapar aquella parte de su espíritu donde ! los sueños se convierten en realidad, y de este modo la puerta se abrió y la elección se presentó ante ella. Esa es otra leyenda y no puedo contarla, pues mi tiempo ha pasado y yo ya no estoy, y el final de su historia aún no se ha contado. La torre se ha derrumbado y su puerta está cerrada, pero todavía puede descorrerse el cerrojo y levantarse la tranca. Y, aunque estos viejos ojos están ciegos, existen otros ojos que pueden abrirse y ver los hilos de lo que ha sucedido, y de lo que podría haber sido, y de lo que podría llegar a ser. El relato no ha finalizado aún; el tiempo tiene aún que pasar; y la llamada del aisling recibirá una respuesta. Ya que existió una época, una época antiquísima, antes de que los que vivimos ahora bajo el sol y el firmamento empezáramos a contar el tiempo...

Como un sueño que se desvanece lentamente a medida que el durmiente empieza a despertar, la melodiosa voz se fue apagando hasta que con un último suspiro desapareció. Las llamas de la chimenea se balancearon con suavidad, como al ritmo de una tranquila respiración, pero el fantasma de Cushmagar se había evaporado en un parpadeante recuerdo de luz y humo. Por un momento la fragancia del fuego penetró con fuerza en la nariz de Niahrin, y a ésta le pareció escuchar una melodiosa cadencia musical, aunque las manos de Jes yacían inmóviles y sin fuerza sobre el regazo del bardo. Luego el aroma fue perdiendo intensidad y únicamente el tranquilo chisporroteo de la madera rompió el silencio.

Niahrin sabía lo que debía hacer. De forma indirecta, Cushmagar le había dicho en qué forma el aisling podía proporcionarles las respuestas que necesitaban, y, sin atreverse a mirar otra vez a Jes o, detrás de él, al lugar donde Moragh permanecía sentada totalmente aturdida, se llevó una mano al parche que ocultaba su ojo izquierdo. Por un instante su mente regresó violentamente a la realidad y sintió una punzada de vergüenza al pensar que iba a revelar la horrible verdad a sus compañeros, ya que, durante todos los años transcurridos desde que había aceptado la deformidad como el precio que debía pagar por su don de visionaria, jamás la había mostrado a nadie. Para mitigar su miedo quiso decir algo divertido, irónico, pero eso habría resultado inapropiado y grotesco. El orgullo no cabía aquí, y rápidamente, antes de que el gusanillo de la tristeza que tenía en su interior la hiciera cambiar de idea, levantó el parche.

Moragh y Jes vieron lo que el parche había ocultado, pero ninguno dejó escapar el menor sonido, si bien Niahrin no se habría dado cuenta, aun cuando lo hubieran hecho. En el mismo instante en que retiró el parche, los dos mundos se enredaron y se convirtieron en uno ante ella. Las paredes parecieron crecer, desvanecerse, crecer otra vez, y las curiosas aureolas de extraños y cambiantes colores que había visto antes como en un sueño de improviso se intensificaron, como si se hubiera añadido una nueva dimensión a la estancia para que resultara más nítida. En los ojos de Niahrin la escena centelleó brevemente.

Y una figura apareció ante la chimenea.

Tenía la estatura de un niño. No llevaba más que un sencillo tabardo gris, y su rostro quedaba enmarcado por una aureola de suaves cabellos plateados. También sus ojos eran de color plata, salpicados de azul violáceo, y cuando sus labios se entreabrieron Niahrin vio que tenía unos diminutos dientes afilados, como los dientes de un gato pequeño.

—Soy Anghara —dijo la criatura.

Y Niahrin reconoció al ser que Grimya le había descrito y al que había dado el nombre de Némesis.

Némesis sonrió con una sonrisa triste y melancólica. La habitación volvió a centellear, y súbitamente aparecieron dos figuras donde antes sólo había habido una. Niahrin conocía también a este ser, ya que Grimya había descrito a la criatura a quien suponía el emisario de la Madre Tierra y el instigador de la pesada carga de Índigo. Al clavar la mirada en los ojos del ser, de un dorado blanquecino, Niahrin estuvo segura de conocer la verdad mejor que Grimya, y cuando la entidad dijo, en voz baja y triste: «Yo también soy Anghara», ésa fue la confirmación definitiva.

De pronto la visión volvió a transformarse, y una tercera figura hizo acto de presencia. Niahrin abrió la boca asombrada y estuvo a punto de chillar: «¡Grimya!», pero se dio cuenta de su error. Grimya seguía agachada a su lado, y el pelaje de esta loba era más claro, menos moteado, y sus ojos no tenían el tono ambarino de los ojos de Grimya sino un extraño tono azul. O Índigo...

La loba dijo con suavidad y en una voz perturbadoramente humana:

—Yo también soy Anghara. Las tres somos sus hermanas. Somos parte de lo que ella ha sido.

Con rapidez, como enloquecida, Niahrin miró de reojo a sus compañeros. Jes estaba inclinado hacia adelante y tenía los ojos muy abiertos, pero con sorpresa más que temor. Moragh, en cambio, estaba rígida, y su rostro aparecía gris y tenso por la sorpresa.

—Las veo —musitó con voz ronca; un violento escalofrío le recorrió todo el cuerpo, y su mirada pasó violentamente de Niahrin a los tres fantasmas—. ¡Pero no comprendo!

La princesa Anghara está muerta; ¡lleva muerta cincuenta años! Y era humana, mientras que vosotras...

—¡Anghara no murió! —la interrumpió Némesis; aunque su voz era suave, ahogó las palabras de la reina con tanta efectividad como si las hubiera acallado a gritos—. Está aquí, en Carn Caille. Nosotras somos ella; ella es nosotras. Y hay otro más.

Los labios de Moragh empezaron a temblar.

—No entiendo... —Pero su tono sugería que sí comprendía, y se sentía aterrorizada por ello—. ¿Dónde está Anghara? ¿Quién es?

—Es Índigo. Y es nosotras. Todas somos parte de un único espíritu.

La reina viuda profirió un terrible sonido estrangulado, y Jes se volvió hacia ella alarmado.

—Alteza...

—No... —Lo rechazó, apartando la solícita mano que le tendía—. No, Jes, estoy bien. —Hizo una pausa—. ¿Las ves? ¿Oíste lo que..., lo que... dijeron?

El rostro del bardo estaba desolado.

—Sí, alteza, lo oí.

Moragh tragó saliva e hizo un esfuerzo por recuperar la calma.

—Mi hijo te... tenía más razón de lo que pensaba. —El labio inferior volvió a temblar; lo mordió con fuerza y miró a Némesis otra vez—. Pero ¿cómo es posible que un espíritu vivo esté en poder de espectros?

—Su alteza —terció Niahrin—, no son espectros. Son... —Buscó una palabra y ésta surgió, al parecer de la nada—. Son aspectos.

Némesis volvió a sonreír melancólica. Luego, como si la bruja hubiera parpadeado momentáneamente, las tres figuras se convirtieron de repente en una sola criatura ágil y peluda, una curiosa mezcla de humano y animal, con cabellos plateados y ojos blanquecinos. Y una voz compuesta dijo:

—Somos todas parte del total, como veis. Pero no estamos completas, y no podemos estarlo hasta que nuestra hermana esté curada. Os necesitamos. Necesitamos vuestra ayuda, o Anghara se perderá para siempre y nuestra larga misión habrá sido en vano.

—¿Vuestra misión? —inquirió Niahrin.

—Una misión. Una búsqueda. Un viaje. —La criatura extendió las elegantes manos terminadas en zarpas en un gesto que parecía dar a entender una súplica—. Durante mucho tiempo hemos recorrido un largo camino, y el viaje casi ha terminado. Pero ahora nuestra hermana nos ha olvidado, y los hilos que nos ligaban se han roto. Índigo tiene que recordarnos; tiene que recordarnos y aceptarnos y ser completa otra vez, ser Anghara otra vez, de modo que los últimos hilos del tapiz puedan tejerse.

—¿Y si no se tejen? —preguntó la bruja en voz baja, terriblemente trastornada por la metáfora escogida por la criatura—. Si Anghara no se cura... ¿qué sucederá entonces? —No se atrevió a mirar a Moragh.

—Si no se cura, no puede existir una auténtica vida para nosotras —suspiró el ser—. No seremos más que sombras. Sólo sombras.

Niahrin sintió que se le ponía la carne de gallina al percibir, a un nivel mucho más profundo de lo que su conciencia podía interpretar, que al decir «nosotras» el ser no se

refería simplemente a él y a Índigo. Pensó en la reina Brythere y en las pesadillas que cada vez se volvían más peligrosamente reales. Pensó en el rey y su evidente alejamiento de su esposa. Pensó en la reina viuda, temerosa de lo que el futuro pudiera deparar... «Sólo sombras.» Y pensó en alguien más...

De repente se encontró hablando. Las palabras le llegaban de improviso e involuntariamente, tomaban forma en su cerebro según los dictados de una parte de ella misma en la que una sabiduría más antigua permanecía dormida, una sabiduría que se había alzado en muy pocas ocasiones durante su vida. El don de la abuela poseía muchas facetas...

—Os ayudaremos. —Su voz adoptó una especie de sonsonete, como si hubiera caído en trance—. Pero si hemos de ayudaros también hemos de comprender. Debemos conocer la historia de Anghara, vuestra historia, y debemos saber cómo se entrelazan en su tapiz los hilos de otras vidas. —Se interrumpió al sentir que un impulso intuitivo hormigueaba en su cabeza; luego, cediendo a éste, añadió—: Y una vida en particular.

—Sí. —Los ojos del ser se clavaron brevemente pero con intensidad en ella sola, y vio percepción, respeto y un atisbo de complicidad mezclándose en la mirada—. Sí, comprendemos. Te refieres al hombre que conocéis como Perd Nordenson.

La hormigueante sensación regresó, y Niahrin sintió como si por sus brazos y pecho corrieran innumerables arañas. Una frase; una única frase le dio la pista...

—¿El hombre que «conocemos» como Perd? —repitió con mucha calma.

La aparición volvió la cabeza y miró a la loba, que permanecía agazapada junto a Niahrin, temblando, contemplando la escena en mudo desconsuelo.

—Grimya percibe la verdad, aunque conscientemente no lo sepa —dijo el ser, con simpatía y afecto en la voz—. Ha percibido la aureola de maldad que rodea a Perd Nordenson, y su juicio es acertado. —Los extraños ojos, con el color plata y el Índigo agitándose ahora en sus blanquecinas profundidades, contemplaron de nuevo a la bruja—. Anghara sabe que Fenran no murió hace cincuenta años. Cree que ha estado prisionero de los mismos demonios que ella liberó, en un agonizante limbo del que no puede escapar, aguardando hasta que ella venza al último de esos siete terrores y lo libere. En cierto sentido Anghara está en lo cieno en su creencia; Fenran está vivo, está prisionero de demonios, atrapado en el limbo, y sólo ella posee el poder para liberarlo. Pero los demonios son demonios que él mismo ha creado, y su prisión es la prisión de su propia mente. Ha estado esperando a Anghara, pero no en la Torre de los Pesares, no en algún mundo astral, sino aquí, en Carn Caille. Es un anciano ahora; ha cambiado su nombre y olvidado el antiguo, y ha perdido la cordura. Pero Fenran, o, como vosotros lo conocéis, Perd Nordenson, sigue esperando a Anghara.

Al fondo, a su derecha, detrás de Jes, Niahrin oyó cómo la reina viuda lanzaba un débil y extraño gemido. La curiosa figura compuesta que era Índigo y a la vez no lo era vaciló, y rápidamente, rezando para que Moragh controlara sus emociones, la bruja dijo:

—Entonces la reina que Perd ama no es la reina Brythere sino...

—Él ama a Anghara. Anghara no estaba destinada a ser reina; sin embargo, si otros morían...

Niahrin comprendió al fin. El trance que había hecho andar sonámbula a Índigo, el mortífero cuchillo... y una fugaz visión, una visión que había desestimado por considerarla una ilusión óptica, de Perd Nordenson aguardando en las sombras al pie de la torre de Brythere. El loco Perd, que guardaba en su interior un viejo amor y un viejo rencor tan enredados y fusionados ahora entre sí que ya no podía separar el uno del otro. Perd, en cuyo cerebro estaba sepultado el conocimiento de que amaba a la reina, y que había visto tras las máscaras de otros rostros la sombra de su auténtico amor, cuyo lugar creía que habían usurpado. Anghara... que no estaba destinada a ser reina. «Pero si otros morían...»

De repente Niahrin empezó a sentirse mareada, y el mareo creció hasta que la habitación pareció dar bandazos a su alrededor como la cubierta de un barco en medio de una tormenta. Conocía las señales; la magia empezaba a agotarla, como siempre sucedía, y la energía que fluía de su interior y daba fuerza a su ojo de vidente disminuía con rapidez. Por segunda vez la figura de la entidad vaciló y amenazó con desvanecerse. Parecía estar hablando, pero ella ya no podía oír las palabras; si se debilitaba mucho más perdería el poder, y el frágil hilo de contacto se rompería. Pero ¡había tantas otras cosas que necesitaba saber!

Alguien la sujetó por el brazo y por entre su borrosa visión vio a Jes a su lado. Éste se había dado cuenta de lo que sucedía e intentaba prestarle su propia energía. Niahrin realizó un tremendo esfuerzo, aferrándose al poder y obligando a sus labios a formar las palabras.

—¡Por favor! —La voz sonó ronca y desagradable en sus oídos—. Queda poco tiempo, me fallan las fuerzas... Por favor, ¡decidnos qué debemos hacer!

La respuesta del ser llegó en débiles y resonantes oleadas.

—Existe un demonio más. Uno más, y el más peligroso de todos, porque se oculta dentro de ellos. Sigue los hilos que conducen a lo que habría sido o a lo que podría haber sido... Ése es tu talento, y el camino más seguro para ti.

—Pero ¿cómo? —inquirió, desesperada—. ¿Cómo puedo encontrar el hilo?

—Fenran tiene la llave. Abre la puerta de su mente. Ésa es nuestra única esperanza. Por favor, Niahrin. Por favor, por...

La voz se interrumpió bruscamente, y al mismo tiempo la imagen del ser compuesto se esfumó. El fuego de la chimenea llameó... y, con una exclamación ahogada, Niahrin se dobló al frente y cayó al suelo desvanecida.

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