Con secreto alivio para Niahrin, Moragh no puso objeciones cuando Grimya los siguió en silencio fuera de la habitación y fue cojeando tras ellos por los pasillos. Aunque no había tenido oportunidad de hablar con la loba, Niahrin sabía que habría problemas si intentaba dejarla atrás; y por su parte, además, deseaba que Grimya acompañara al grupo. El animal no diría nada, desde luego, y además tenía la seguridad de que Niahrin no traicionaría su secreto. Pero, fuera cual fuera la revelación que les aguardara, Niahrin experimentaba la sensación de que era de vital importancia que Grimya se hallara presente.
El paseo por Carn Caille inquietó a la bruja. Los pasillos estaban mal iluminados y no parecía haber nadie por allí, de modo que la ciudadela daba la impresión de encontrarse extrañamente vacía y abandonada. Se escuchaban sonidos ahogados, sin duda procedentes del gran salón, pero la lejana fiesta parecía irreal. La realidad eran pasos que resonaban y sombras fantasmales, y corrientes de aire que se deslizaban entre aberturas de las antiguas piedras para helarles la sangre mientras avanzaban en la penumbra. Traía a la mente la lóbrega atmósfera de un cortejo fúnebre, y Niahrin deseó haber pensado en ponerse el chal.
Jes Ragnarson, a la cabeza del pequeño grupo, los condujo al ala sur, que Niahrin no había visitado antes. Y por fin se detuvieron ante la puerta que conducía a una serie de aposentos.
Este era el lugar que en una ocasión había sido el refugio privado del rey Kalig y su familia. Durante los dos primeros años de su reinado, el abuelo de Ryen, el primer rey Ryen, lo había hecho suyo, pero al cabo de un tiempo empezó a sentirse como un intruso. En esta habitación todavía parecían sonar las voces de Kalig, de Imogen y de su hijo e hija, cuyos descendientes, de no haber sido por la trágica plaga, habrían seguido viviendo aquí, y así pues el nuevo rey había abandonado los aposentos y había decretado que se deberían conservar tal y como habían estado en tiempos de Kalig como muestra de respeto hacia el difunto monarca y su familia. Desde entonces se los había cuidado y limpiado y mantenido en condiciones, pero no se habían vuelto a ocupar. Cathlor, padre de Ryen, había hecho lo mismo, y Ryen lo había imitado. Pero, aunque los viejos aposentos reales se hallaban vacíos, no se los consideraba ni mucho menos terreno prohibido. La puerta no estaba cerrada con llave; se abrió a un empujón de Jes, y el bardo se hizo respetuosamente a un lado para dejar que Moragh y Niahrin —y Grimya— lo precedieran.
Penetraron en el interior sin hacer ruido. Justo al otro lado de la puerta había siempre dispuesto un farol con pedernal y yesca junto a él; tanteando en la oscuridad, Moragh no tardó en localizarlo y levantó el tubo de cristal para encender la mecha. El farol era un objeto de gran belleza, que no pertenecía a la artesanía de las Islas Meridionales sino que había sido traído del este hacía mucho tiempo; uno de los muchos artículos que Kalig y su familia habían dejado tras ellos. Una luz ambarina teñida aquí y allá de tonos de un rosa rojizo se filtró a través del cristal y sacó a la habitación de su oscuridad; Jes cerró la puerta, y la reina viuda indicó en voz baja:
—Por aquí.
Iluminados por el farol, que bañaba de una luz rosácea los encerados paneles y el elegante mobiliario antiguo, atravesaron la habitación exterior y llegaron a una puerta interior que Jes se adelantó para abrir. La habitación situada al otro lado no tenía nada de extraordinario; era sencillamente un pequeño lugar privado donde Kalig y su esposa habían tenido por costumbre sentarse y disfrutar de la mutua compañía. Durante el día la luz penetraba a raudales por una ventana alargada, que ofrecía una espectacular vista al sur en dirección a los bosques y la tundra. Ahora, en la oscuridad, la vista resultaba invisible y el gélido aire que soplaba siempre del sur creaba corrientes de aire que helaban los tobillos de Niahrin. Pero aquí había dos objetos que Moragh quería que su huésped viera.
En el centro de la pequeña habitación descansaba un arpa. Ninguna mano la había hecho sonar desde hacía medio siglo, pero sus cuerdas brillaban y la madera relucía con el brillo de una limpieza frecuente y cuidadosa. Tanto a Moragh como a su hijo les gustaba pensar que, si el tiempo pudiera retroceder y sacar de la tumba a su antiguo dueño, éste se sentiría satisfecho de lo que encontraría.
Niahrin vio el instrumento y se detuvo, el ojo muy abierto. Aunque la luz de la linterna era vacilante, la reina viuda observó su reacción y esbozó una débil sonrisa.
—Es hermosa, ¿verdad? Perteneció a un hombre llamado Cushmagar. Era un bardo del rey Kalig, el predecesor de mi padre político.
Grimya, apretándose contra las piernas de Niahrin, profirió un ahogado gañido. La bruja miró a Moragh.
—Ése es el rey Kalig que...
—Que murió con su familia durante la plaga de hace cincuenta años, y que de esta forma elevó a mi familia al trono. Sí. —Moragh se acercó al arpa pero no hizo intención de tocarla—. Según la lista de honor de Carn Caille, Cushmagar fue el mejor y más divinamente inspirado de los de su clase que haya honrado las Islas Meridionales en muchas generaciones.
—¿Qué fue de él? —inquirió Niahrin.
—Fue uno de los pocos que sobrevivieron a la plaga. Vivió para ocupar un lugar preeminente en la corte de mi padre político. De hecho murió el día que nació mi esposo Cathlor. —Los ojos de Moragh se nublaron por unos instantes—. Pero dice la leyenda que, desde que la Madre todopoderosa llamó a Cushmagar al descanso eterno, el arpa se ha negado rotundamente a emitir una sola nota bajo los dedos de ningún otro instrumentista. La historia explica que cualquiera que intente tocarla no conseguirá más que producir un terrible sonido disonante.
Mentalmente, Niahrin escuchó melodías espectrales, y vio unas manos en las llamas. Tragó saliva.
—¿Se ha puesto a prueba la leyenda, alteza?
—Por lo que yo sé, nadie ha aceptado el reto. —Moragh miró de soslayo al bardo—. Ni siquiera Jes.
Unas manos envejecidas, pensó Niahrin. Sarmentosas y atacadas por la artritis, pero que aun así conferían el toque seguro de un maestro. Cushmagar había sido un anciano cuando murió. Y, si era tan bueno como atestiguaba la leyenda, habría sabido cómo
crear un aisling...
Levantando más el farol, de modo que el arpa volvió a hundirse entre las sombras, Moragh se acercó a la chimenea situada al otro extremo de la habitación. El hogar estaba vacío, la parrilla limpia y en su sitio, y no había polvo sobre la repisa. Pero encima de ésta, enmarcado por unas colgaduras de terciopelo Índigo, pendía un retrato. Jes había seguido a la reina viuda, y Niahrin se acercó para colocarse junto a ellos.
Cuatro personas los contemplaron desde el marco de la pintura. Un hombre de cabellos castaño rojizos, algo canosos en las sienes, ataviado con las ropas tradicionales de la corte de una época pasada. A su lado, una mujer patricia, el sonriente rostro sereno. Y, sentados sobre taburetes bajos ante la elegante pareja, un muchacho y una muchacha con un claro parecido a su progenitor. Niahrin observó el rostro de la muchacha, y se quedó sin respiración.
—Por lo que sabemos —dijo Moragh con voz muy calmada—, éste es el único retrato jamás pintado del rey Kalig y su familia. Sin duda se finalizó como mucho pocos meses antes de que se desencadenara la plaga.
Niahrin no contestó sino que se limitó a seguir mirando el cuadro, petrificada. La reina viuda y Jes intercambiaron una inquieta mirada. Al fin, obligando a las palabras a pasar por la atenazada garganta, Niahrin musitó:
—¡Diosa bendita! La muchacha... ¡es Índigo! —El parecido es extraordinario, ¿no es así? —Moragh mantenía la voz bajo un férreo control—. Pero no es Índigo. La muchacha del cuadro es Anghara, la hija de Kalig, y lleva muerta más de medio siglo. —Bajó el farol y se volvió a mirar a la bruja—. Creo que ahora comprendes por qué estamos tan ansiosos por averiguar la verdad sobre este misterio.
Niahrin lo comprendía. Las imágenes se amontonaban en su cerebro, como piezas de un rompecabezas que aún no encajaban pero que poco a poco iban formando un dibujo todavía no muy claro. El ensueño, el tapiz, los sueños de Índigo y Brythere, sus propias adivinaciones... Y las obsesiones de un anciano loco...
Dejó escapar el aire retenido en una lenta y vacilante exhalación.
—Señora —dijo—, perdonadme si hago suposiciones pero... ¿estáis sugiriendo que creéis que Índigo es un descendiente de la familia del rey Kalig?
Incluso bajo la favorecedora luz del farol el rostro de Moragh apareció macilento y envejecido. —Sí —reconoció—. Eso es lo que creo. No había necesidad de dar muchos detalles, Niahrin sabía lo que la otra había dejado sin decir, y preguntó vacilante:
—¿Lo sabe el rey?
—Lo sabe, sí. —Moragh sostuvo la mirada de la bruja con franqueza—. Lo cierto es que sospecha que ése es el motivo por el que estás aquí, Niahrin. Ryen cree que las mujeres sabias pueden haber adivinado la posibilidad de una nueva pretendiente al trono de Carn Caille, y que tal vez tú eres su emisario venido a emitir un juicio en su nombre.
Niahrin estaba anonadada.
—Os aseguro, señora, que no soy nada de eso —protestó. —. Esto... —indicó el cuadro con un desvalido gesto de la mano—, ¡resulta totalmente nuevo para mí!
—Sin embargo, conocías el nombre de Índigo. Sabías que era uno de los marineros del naufragio de Amberland, y que la loba domesticada que rescataste le pertenecía. Si tus poderes te permitieron descubrir todo eso...
—¡No lo hicieron! Fue... —Niahrin contuvo sus palabras al darse cuenta de que, irreflexivamente, había estado a punto de revelar el secreto de Grimya. Compungida, pensando que la loba estaba junto a ella, bajó la mirada.
Grimya no se encontraba allí. —Grimya... —Olvidada la actual
situación, Niahrin escudriñó preocupada la habitación—. ¡Se ha ido! Pero... —Se escabulló fuera de la habitación hace unos minutos —dijo Jes Ragnarson—. Vi cómo se iba; creo que nos espera en la puerta exterior. Probablemente no le gusta el frío que hace aquí dentro —añadió, sonriente—. ¿Voy a buscarla?
¿Qué había dicho que había provocado que Grimya se escabullera? Niahrin sintió un extraño escalofrío atávico en lo más profundo de su ser; entonces, dándose cuenta de que Jes aguardaba una respuesta, reprimió esa sensación.
—Ah... no, gracias, no hay necesidad. Deja que se quede donde está. —«Tierra querida», pensó, «esto es cada vez más misterioso. Más misterioso.»
«Alteza... —se volvió de nuevo a la reina viuda y se dirigió a ella de manera formal y respetuosa—, no puedo explicaros cómo descubrí el nombre de Índigo y su conexión con Grimya, porque estoy... obligada a no revelarlo. Pero os doy mi solemne palabra de que no sabía, y todavía no sé, nada más sobre ella. Absolutamente nada.
La reina viuda le sostuvo la mirada con firmeza durante algún tiempo, y al fin asintió con la cabeza.
—Muy bien. Sé que no está en la naturaleza de las brujas el mentir... Acepto tu palabra. —Forzó una sonrisa dolorida—. La verdad, querida, es que vi tu sorpresa al mirar por primera vez el cuadro. No dudé de ti ni por un momento. Pero comprenderás que debía hacer la pregunta.
—Desde luego, señora. La reina viuda se apartó de la repisa de la chimenea; Niahrin la vio estremecerse como si una ráfaga de viento helado hubiera atravesado la habitación. Al cabo Moragh volvió a hablar.
—Creo —dijo— que ahora te debes de dar cuenta, Niahrin, de por qué necesitamos tu ayuda.
—Deseáis que utilice mis poderes, señora, para descubrir... —Niahrin dejó la frase sin finalizar.
—La verdad sobre Índigo. Nada más y nada menos. —A la luz de la lámpara, los grises ojos de Moragh centellearon—. Si posees el poder de crear aislings...
—Pero no lo tengo, señora. Eso era lo que intenté deciros cuando vinisteis a mi habitación. No poseo ese don; jamás lo he poseído. Yo no lo llamé y tampoco lo creé. Pero creo saber quién lo hizo.
La postura de la reina viuda se tensó, y ésta dirigió una rápida mirada al bardo.
—Jes es un buen arpista. Pero...
—No, señora, no fue Jes. Lo cierto es que sospecho que no se trató de nadie que... resida todavía entre estas paredes.
Niahrin se volvió hacia el lugar donde descansaba la vieja arpa. La luz centelleaba sobre las cuerdas; el brillo de la madera recordaba el brillo del ámbar tallado.
—Alteza —continuó—, dijisteis que el viejo bardo del rey Kalig sobrevivió a la plaga
y siguió viviendo. Y que poseía la inspiración divina.
Moragh guardó silencio. Jes se removió inquieto.
—No puedo decir que comprendo lo que puede haber movido la mente de tan gran hombre —siguió Niahrin—. Eso sólo puede saberlo la Madre Tierra. Pero, si un descendiente del rey Kalig sobrevivió en verdad a la peste, ¿quién por encima de todos los demás podría haberlo sabido?
La reina viuda permaneció totalmente inmóvil.
—Sí... —musitó—, sí. El bardo, el sirviente de más confianza del rey... Si, por ejemplo, hubiera habido un hijo bastardo... —Sus labios se crisparon bruscamente, y lanzó una débil carcajada—. Es una sospecha poco caritativa, pero sería poco realista negar la posibilidad. —Levantó los ojos—.
Sin embargo, ¿puede un hombre muerto hablarnos a través del tiempo?
—No lo sé con certeza, señora —respondió Niahrin. Pero esta noche, algo... o alguien... me habló a través d arpa y de un aisling. —Se acercó más al arpa, resistiendo el impulso de extender la mano y posarla sobre sus suaves y brillantes curvas. «No es para ti, Niahrin, ¡no es ti!»
«Alteza... —De improviso su voz sonó extraña a sus propios oídos, incorpórea y muy, muy lejana. Las palabras surgían como por voluntad de otra persona—. Alteza, ¿os ha contado Vinar que también Índigo es una arpista del grandes facultades?
—¿Índigo? —La reina viuda contuvo la respiración con tanta fuerza que resonó por la silenciosa habitación; Jes Ragnarson murmuró un juramento en voz apenas perceptible—. No. No, no dijo nada de eso.
Niahrin percibió cómo la sensación se iniciaba en la punta de sus dedos, igual que había sucedido cuando ella y Vinar habían hablado fuera de sus aposentos. Un escozor, un hormigueo; una señal que conocía y en la que confiaba. Otra parte del extraño legado de su abuela... —Vinar dijo que esperaba que se pidiera a Índigo que tocara en el gran salón esta noche. —De nuevo las palabras surgían involuntariamente, fuera de su control—. Dijo que esperaba que eso la animaría. Pero yo creo que no será así, porque el instrumento que tocará no será el adecuado. No será... —Extendió la mano; al darse cuenta de lo que había estado a punto de hacer la retiró, aunque pareció costarle un terrible esfuerzo, como si estuviera soñando—. No será esta arpa.
Por un instante sólo una imagen del tapiz que había tejido pareció imponerse sobre la escena que tenía delante, y vio a Moragh y a Jes como a través de los dibujos que su conjuro había creado sobre el telar. Las enormes puertas de Carn Caille habían tomado la forma de un arpa, y las cuerdas del arpa se hacían a un lado para dejar pasar la procesión al interior de sus envolventes muros... —El arpa de Cushmagar ha estado esperando —añadió Niahrin, y su voz se estremeció, cargada de una tremenda emoción que no comprendió—. Ha estado esperando a Índigo.
Grimya percibió que Niahrin dormía, pero de todos modos esperó lo que juzgó casi toda una hora antes de levantarse con cautela de su lecho y cojear hasta la puerta.
El cerebro de la loba estaba confuso. Cuando los tres humanos abandonaron finalmente el conjunto de habitaciones Niahrin la había encontrado acurrucada y entristecida junto a la puerta exterior, y, cuando Moragh y Jes se marcharon y las dos pudieron hablar en privado otra vez, Grimya había rechazado todos los esfuerzos de la bruja por averiguar qué sucedía. No es que no confiase en Niahrin. Confiaba; después de Índigo la bruja era la mejor amiga que Grimya había tenido jamás. Pero no podía confiar el secreto que había llevado consigo durante cincuenta años; ni a Niahrin, ni a nadie. Mucho tiempo atrás —varias vidas atrás, si hubiera sido una loba normal— había hecho una promesa. Lo que fuera en lo que Índigo se hubiera convertido, lo que fuera que le hubiera sucedido a su mente para separarla de ella, Grimya no rompería esa promesa.
Así pues, cuando Niahrin intentó sondearla con dulzura, la loba le giró mente y rostro y se negó a responder a sus preguntas. La bruja sabía que había más en su silencio de lo que saltaba a la vista, pero también conocía a Grimya lo suficiente para darse cuenta de que, a menos que ella decidiera confiarse por voluntad propia, no habría forma de convencerla.
El pestillo de la puerta estaba lo bastante bajo para que Grimya lo alcanzase, y no le costó empujarlo hacia arriba con el hocico; cayó hacia atrás con un ahogado chasquido que no consiguió penetrar en los sueños de Niahrin y la puerta se abrió unos centímetros. La loba se escabulló por ella.
Aunque no sabía con exactitud dónde se encontraba la habitación de Índigo, algo que había oído que Vinar decía a Niahrin le había dado una pista sobre la dirección que debía tomar. El instinto y el olor harían el resto, y Grimya se puso en marcha por el oscuro pasillo. Qué haría cuando encontrara a Índigo, no lo sabía; carecía de un plan específico. Pero, después de lo sucedido esta noche, tenía que reunirse con su amiga sin dilación y —si Índigo le daba la oportunidad— advertirle de lo que se tramaba. Siguió cojeando en la oscuridad, y el irregular golpeteo; de sus patas era el único sonido en la silenciosa noche. En algún lugar del lado este, había dicho Vinar, cerca de la torre con el racimo de pequeños torreones en la esquina de la ciudadela. La lluvia había cesado y las nubes se abrían; la luz de la luna parpadeaba intermitentemente al otro lado de las ventanas ante las que pasaba, proyectando con toda claridad la sombra de la loba. Entonces, el pulso de Grimya se aceleró al detectar su hocico los primeros indicios de un olor conocido. Se veía una arcada algo más adelante, en la pared situada a su izquierda; al atisbar en su interior descubrió un corto pasillo lateral que terminaba en un tramo de escalera. En lo alto de la escalera había una puerta, y Grimya supo que había encontrado lo que buscaba.
Empezó a andar ansiosa pero de súbito se detuvo, desmoralizada al darse cuenta de que no sabía qué hacer. Desde luego que podía arañar la puerta, gañir y gemir hasta despertar a Índigo y obligarla a investigar el ruido, pero ¿qué conseguiría con eso? ¿Qué podía decir a la muchacha que lograra romper la barrera alzada entre ellas? Todo lo que obtendría serían palabras airadas, a lo mejor incluso un coscorrón, por molestar. Desde el lastimoso fracaso de lo que debería haber sido su reencuentro, Índigo se había negado a acercarse a ella; ¿por qué tendría que cambiar su actitud ahora, en medio de la noche? Y, aun cuando su amiga se mostrara más receptiva, razonó Grimya, ¿qué podría decirle? ¿Que había visto un cuadro pintado medio siglo atrás, y que una de las figuras del retrato era la mismísima Índigo? Era una locura. Índigo no la creería, y con eso sólo
conseguiría ensanchar el abismo entre ambas.
La loba lanzó un débil gemido de tristeza al comprender lo desesperado de su dilema. La pata le dolía; la había forzado demasiado hoy y ahora le daba punzadas con un dolor sordo e implacable que le hacía desear girarse y eliminar a mordiscos el origen de dicho dolor. No debería haber ido allí. Debería haber tenido la sensatez de esperar, aguardar a que llegara un momento más propicio en el que pudiera empezar a ganarse la confianza de Índigo. Esto no haría más que empeorar las cosas. Con paso torpe ahora, las orejas y la cola gachas por el cansancio y la desilusión, se dispuso a regresar junto a Niahrin.
La puerta en lo alto de la escalera crujió.
Grimya giró en redondo, a tiempo de ver cómo se abría la puerta. No surgió luz de la habitación situada al otro lado, pero una sombra se movió en el umbral, claramente más oscura contra el negro fondo. Luego, despacio, apareció la figura de una mujer.
—Indi..
Pero el ansioso grito se ahogó en la garganta de la loba cuando, bajo un repentino y fugaz destello de luz de luna procedente del pasillo a su espalda, vislumbró el rostro de la mujer. No era Índigo, sino una mujer anciana, casi una vieja decrépita, con los trenzados cabellos totalmente blancos y la piel arrugada. Parecía llevar una túnica o vestido oscuro, y su rostro, de una palidez enfermiza por encima de sus pliegues, mostraba una expresión de pura maldad.
Horrorizada por esta visión Grimya retrocedió rápidamente fuera de la arcada, pero, aunque la vieja tuvo por fuerza que oír el arañar de sus zarpas sobre el suelo de piedra, no pareció advertir la presencia de la loba. ¿Quién era aquella mujer?, se preguntó Grimya desesperadamente.
¿Qué hacía en la habitación de Índigo? Con el corazón latiéndole con fuerza, contempló, hipnotizada por el miedo, cómo la figura se acercaba arrastrando los pies. Y entonces, cuando la luna volvió a aparecer y su brillo iluminó el corredor, el rostro de la figura cambió y Grimya vio a Índigo que avanzaba hacia ella.
La loba se quedó paralizada por la sorpresa. ¡Esto no era posible! Apenas momentos antes la vieja había estado allí; ella la había visto con sus propios ojos, y ahora...
Índigo llego hasta ella. Pasó justo al lado de donde Crin ya se acurrucaba sin moverse, pero hizo caso omiso de la loba; tema la mirada fija al frente con unos ojos que parecían sobrenaturalmente abiertos y brillantes Su rostro mostraba una sonrisa peculiar, y Grimya comprendió de improviso que la muchacha... buscó frenéticamente la palabra en su cerebro andaba sonámbula. Inconsciente, dormida, pero moviéndose y actuando como si tuviera un objetivo.
El borde del camisón de Índigo —¿cómo podía haber confundido la blanca ropa de hilo con un traje oscuro? se pregunto Grimya— rozó el suelo a pocos centímetros del hocico de la loba, quien emitió un débil gemido angustiado al sentirse invadida por el desconcierto. ¿Qué debía hacer? ¿Que podía hacer? ¿Era peligroso despertar a una persona sonámbula? ¿Era incluso posible? El sobre salto provocado por la visión de la vieja fue barrido por este nuevo temor, y se incorporó con dificultad. Si ladraba, si la llamaba, ¿que sucedería? ¿Despertaría a Índigo y a lo mejor daría un tropezón y caería, o sencillamente seguiría adelante sin darse cuenta de nada?
Entonces, antes de que pudiera empezar siquiera a buscar una respuesta a la pregunta, Grimya descubrió lo que a muchacha sostenía en la mano izquierda, y el corazón le dio un vuelco.
¿Qué significaba esto? De la rígida inmovilidad, el cuerpo de la loba paso a estremecerse desde el hocico hasta la cola No comprendía, pero en su mente se iba abriendo paso una sensación de terrible peligro, de... Sí, utilizaría la palabra, porque era la correcta: de maldad. Percibía algo maligno aquí, algo que Grimya temía nombrar pero que percibía en sus huesos con la misma certeza que si pudiera verlo, escucharlo y tocarlo. Y en su esencia, en su corazón, era...
El hilo de su pensamiento se rompió cuando a lo lejos mas allá de los muros de Carn Caille, un lobo solitario dejó escapar un aullido.
Mientras el melancólico sonido se apagaba, los cabellos del lomo de Grimya se erizaron y una sensación eléctrica y hormigueante le recorrió todo el cuerpo. Los lobos salvajes... lo sabían, ¡y lanzaban su advertencia!
El terror inundó a Grimya como una ola gigante. Era incapaz de articularlo, incapaz de entenderlo por completo, pero era una sensación perentoria y no podía vencerla, Índigo se alejaba, con un andar extraño y tieso pero decidido, y al pasar junto a la segunda ventana un rayo de luz de luna convirtió el cuchillo que sostenía en la mano en plata centelleante.
Grimya avanzó tambaleante. No podía correr, no podía moverse a otra cosa que no fuera un paso irregular y ladeado, pero forzó todos sus músculos, maldiciendo en silencio su lesión mientras pugnaba penosamente por llegar hasta Niahrin y despertarla.