CAPÍTULO 2


No era más que un pequeño puesto de vigía de entre muchos alineados a lo largo de las costas del territorio continental de las Islas Meridionales, pero los centinelas que se ocupaban de los faros situados en lo alto de los farallones del cabo Amberland sabían por larga y amarga experiencia que eran ellos, más que cualquiera de los otros, los que tenían más probabilidades de ser llamados a sus puestos durante las violentas tempestades de primavera u otoño.

Los hombres de guardia no habían dejado de escudriñar el cielo atentamente desde el amanecer del día anterior, y en cuanto el velo de la noche empezó a deslizarse por el firmamento desde el este, y el viento comenzó a soplar y el mar a rugir y gemir, los hombres de la torre de vigía salieron al exterior, encorvados para poder resistir los embates del viento del noroeste, a encender las hogueras que advertirían del peligro a cualquier barco que se acercase.

La noche era ya bastante cerrada, con jirones de nubes recorriendo veloces el cielo y oscureciendo la luna, y en las achaparradas torres de piedra que servían de faro el viento aullaba como un alma en pena por entre grietas y aberturas, haciendo repiquetear los prismas de cristal que protegían las hogueras y aumentaban su luz. Cuando la noche cayó por completo, los tres faros, situados a kilómetro y medio de distancia entre sí, ardían con fuerza, atendidos por dos hombres cada uno, mientras en las torres de vigía que se alzaban entre los faros, otros mantenían una helada vigilia con catalejos y sirenas. Abiertas las rutas marítimas apenas hacía un mes, tras un invierno particularmente crudo, gran número de buques se dirigían a Ranna y a los otros puertos de menor importancia de aquellas costas; se esperaba en cualquier momento la llegada de cargueros procedentes de Scorva, del País de los Caballeros y del golfo de Aghantine, y era probable que cualquier nave atrapada entre las islas exteriores cuando estallara la tormenta intentara llegar hasta un puerto del territorio continental por delante de la tempestad. En tales circunstancias, todo lo que los isleños podían hacer era rezar para que no sucediera lo peor al tiempo que se aseguraban de que, si sus plegarias no obtenían respuesta, ellos estarían preparados.

La noche se cerró aún más y la tempestad creció en virulencia. Tremendas ráfagas de lluvia se precipitaban contra la costa procedentes del mar, y la creciente marea tronaba ensordecedora al estrellarse las enormes olas contra la orilla. Las gentes de los pueblos y poblaciones pesqueras aseguraban las casas para protegerlas de la tormenta y rezaban fervientemente para que la mano protectora de la Madre del Mar condujera a todos los navegantes sanos y salvos hasta la orilla, mientras, al otro lado de las atrancadas ventanas, el viento aullaba y gemía y hacía que las casas se tambalearan en sus cimientos, y lluvia y mar al unísono barrían los muelles en un ataque demoledor.

Nadie supo qué hora era cuando se avistó la primera bengala frente a los acantilados de Amberland. Un diminuto y débil punto luminoso en la oscuridad se elevó hacia el cielo y, tras sólo un segundo o dos, se extinguió por la tormenta. En la torre de vigía más grande, el centinela se puso en pie de un salto y alertó a sus dos compañeros. Tras abrocharse bien los abrigos de cuero, los tres unieron sus fuerzas para empujar la puerta, consiguieron abrirla y salieron al exterior en medio del torbellino. Con los cabellos ondeando al viento y la lluvia azotándoles el rostro mientras se inclinaban para luchar contra los elementos, los tres hombres escudriñaron el mar.

¡Allí! ¡Otra!

El grito del vigía resultó inaudible en medio del rugir de la tormenta, pero todos habían visto cómo la segunda señal atravesaba el espacio y llameaba momentánea y desesperadamente antes de apagarse.

Los tres hombres no perdieron un segundo. Se dieron la vuelta; uno, entre bandazos y traspiés, marchó corriendo en dirección al fantasmal resplandor del faro más cercano, situado a medio kilómetro, mientras que el segundo tomaba un sendero que se perdía tierra adentro en dirección al pueblo más próximo. El tercer hombre corrió a colocarse a sotavento de la torre de vigía donde la pared de piedra proporcionaba una cierta protección contra la violencia del viento y la lluvia, y forcejeó con una bolsa de cuero que llevaba sujeta al cinturón. De esta bolsa sacó un tubo hueco de madera, de unos dos palmos de longitud y perforado por agujeros. El tubo llevaba sujeta una cadena gruesa y el hombre empezó a balancear dicha cadena, primero de un lado a otro y luego, a medida que tomaba más impulso, en un amplio círculo por encima de su cabeza. El viento, azotando la pared desde el otro extremo, golpeaba y tiraba de la cadena, pero el hombre la sujetó con fuerza, haciéndola girar más y más, y de improviso el estruendo de la tormenta se vio eclipsado por un aullido sobrenatural parecido al alarido de un alma atormentada cuando la sirena se hizo oír. Era un sonido increíble, que se alzaba incluso por encima del estrépito de la galerna y del mar y que, para cualquiera que conociera su espantoso son, resultaba inconfundible. Minutos más tarde, una segunda sirena respondió desde el faro más cercano, luego a lo lejos se escuchó un tercer lamento al transmitirse la señal, siguiendo un recorrido que la llevaría de faro a granja y por fin al pueblo. El hombre resguardado tras la casa de vigía dejó caer la sirena y volvió a introducirla en la bolsa antes de darse la vuelta y acuclillarse junto a la pared, con los hombros encorvados al frente para protegerse de la lluvia y los ojos fijos en el sendero que se perdía tierra adentro. Pronto —en cuestión de minutos, si todo iba bien— distinguiría los primeros destellos de los faroles de los hombres del pueblo pesquero que acudían a la llamada cargados de cuerdas y arneses. Hasta entonces, todo lo que podía hacer era esperar... y rezar para que, cuando el barco en apuros chocara contra los arrecifes de Amberland —cosa que no podría evitar—, pudieran salvar a la tripulación antes de que perdieran la vida en las embravecidas aguas.

Los hombres de la orilla divisaron por vez primera al Buena Esperanza justo minutos antes de que se estrellara contra las rocas situadas frente al cabo Amberland. Cual un fantasma monstruoso la nave surgió de entre las rugientes tinieblas, con el palo mayor y el de mesana rotos y los jirones de las velas ondeando enloquecidos en medio del vendaval. No se veían luces a bordo, pero, bajo el resplandor de los faros que lanzaban su silenciosa advertencia desde lo alto de los acantilados que se alzaban sobre la bahía, los vigilantes distinguieron figuras humanas que se movían como hormigas frenéticas por la cubierta mientras el enorme casco se abatía sobre las aguas.

Algunos forcejeaban todavía valientemente con las drizas en un último y desesperado esfuerzo por hacer girar la nave y mantenerla alejada de la costa, pero la mayoría de sus camaradas habían abandonado toda esperanza de que el navío consiguiera salvarse y se esforzaban por bajar los botes.

La nave golpeó de costado contra el arrecife, con un estallido lento y chirriante que resultó aún más aterrador en medio del bramar de la tempestad. Los dos mástiles que aún quedaban enteros se balancearon violentamente, uno de ellos se partió por la mitad y la parte superior fue a estrellarse contra la cubierta, arrastrando velas, jarcias y crucetas en su caída. Uno de los botes recibió el impacto de los escombros y salió despedido por encima de la borda, con media docena de tripulantes; el grupo de rescate de la playa los vio luchar con las olas pero no pudo hacer nada por ayudarlos. En aquel mar ni siquiera los nadadores más resistentes y valientes se atrevían con los arrecifes; hasta que la marea arrastrara más cerca de la orilla a los hombres que intentaban mantenerse a flote, éstos tendrían que arreglárselas como pudieran.

En el poco tiempo del que habían dispuesto entre su peligroso descenso por el sendero del acantilado hasta llegar a la playa batida por la tormenta y la aparición del barco en apuros, los lugareños habían hecho todo lo posible por prepararse para el rescate. Cuatro jóvenes, despojados de botas y abrigos y atados a cuerdas de salvamento, temblaban bajo unas mantas mientras esperaban para zambullirse en el mar en cuanto vieran aproximarse el primer cuerpo. Tras ellos, cada cuerda de salvamento estaba a cargo de una docena de pares de brazos fornidos, listos para tirar de los nadadores en contra de la poderosa resaca, mientras otros luchaban por ensamblar sogas y aparejos, esperando el milagro que les permitiera aparejar una boya de salvamento hasta el zozobrante Buena Esperanza antes de que las rocas rompieran su lomo.

Entonces, apenas audible en el rugir del vendaval y el tronar del mar, se dejó oír una voz.

—¡ Va a volcar!

Resonaba aún la advertencia en el aire cuando se escuchó un segundo golpe atronador, y el Buena Esperanza empezó a inclinarse. Los mástiles que aún quedaban en pie se ladearon peligrosamente en dirección a la playa como árboles derribados, y luego, con un sonoro estrépito, la nave volcó sobre uno de sus costados. Escucharon cómo el casco se hacía añicos contra los arrecifes, y chorros de espuma se elevaron hacia el cielo mientras mástiles y velas se hundían en el mar, y se alzaba una ola colosal que empujó a los aspirantes a rescatadores hacia la orilla. La tripulación no tuvo la menor oportunidad; el violento impacto lanzó a los marineros fuera del barco como desvalidos muñecos de trapo y los arrojó al embravecido mar. Palos y barriles y los restos de los botes cayeron sobre ellos, y una segunda ola gigantesca arrastró peces y cuerpos en dirección a la playa. Nada más levantarse la ola, los jóvenes atados a las cuerdas de salvamento corrieron a su encuentro, se arrojaron a la resaca y nadaron con todas sus fuerzas para llegar hasta los marineros que luchaban por mantenerse a flote. Un hombre fue lanzado directamente a la orilla y se desplomó, aparentemente sin vida, boca abajo sobre los guijarros. Unos cuantos hombres corrieron a arrastrarlo fuera del agua antes de que la siguiente ola cayera sobre él; luego volvieron a introducirse en el mar para recoger un segundo cuerpo que se acercaba en medio de una masa de espuma y pecios. De repente dio la impresión de que cada ola traía con ella nuevos náufragos; los cuatro nadadores jóvenes eran arrastrados de vuelta a la orilla cargados con cuerpos inertes y empapados para volver de inmediato al agua a medida que se divisaban más y más miembros de la tripulación del Buena Esperanza debatiéndose entre las embravecidas aguas, y aquellos que no se ocupaban de tirar de las cuerdas vadeaban entre las olas para prestar toda la ayuda posible, o, a salvo de la marea al abrigo de los acantilados, iniciaban la urgente tarea de intentar reanimar a aquellos que habían conseguido sacar del mar. Pero muchos no llegarían jamás a la playa ya que habían sido arrastrados por las corrientes y mareas cruzadas. El grupo de salvamento había visto a un perro entre aquellos infortunados; el animal estaba vivo y consciente y nadaba valientemente en un esfuerzo por llegar a la orilla, pero también él se había visto arrastrado. El mar arrojaría a la mayoría de los cadáveres a lo largo de la costa durante los próximos días, pero por el momento los hombres de la orilla no tenían tiempo para llorar a los muertos. Lo que importaba ahora era auxiliar a los vivos.

A algunos, no obstante, ya no se los podía ayudar: tres davakotianos, dos hombres y una mujer; varios hombres procedentes del continente oriental; un anciano y arrugado scorvio, y un gran número de otros, algunos ahogados, algunos destrozados contra las rocas antes de ser arrastrados a la orilla por las olas. De entre los supervivientes tres estaban malheridos, entre ellos una mujer cuya embarrada melena de cabellos castaño rojizos cubría la señal de un terrible golpe en la cabeza, pero los restantes habían sufrido menos golpes, y mientras sacaban al último hombre del agua uno o dos empezaron a dar señales de recuperar el conocimiento.

El vendaval empezaba ya a amainar. Su aullido se había convertido ahora en un silbido hueco que se entremezclaba con el rugir del mar para silbar con fuerza en los oídos, y en aquellos momentos era casi imposible mantenerse erguido sin ser doblado por el viento. Por el este, una fina y maliciosa cuchilla de fría luz blanca que se abría paso por una abertura entre las nubes indicaba la llegada del amanecer, y a medida que la luz adquiría fuerza se fue haciendo más patente el alcance del naufragio. El Buena Esperanza yacía sobre los arrecifes, con el casco partido en dos y los mástiles aplastados extendidos en dirección a la playa como dedos que intentaran desesperadamente encontrar un asidero. La playa estaba cubierta de restos; no tan sólo palos y maderas procedentes del barco mismo sino también restos de su carga, barriles, fardos y caías, y grandes pedazos de hierro balanceados por el mar con el mismo descuido que si fueran astillas. En medio de los desechos y los montones de algas que cubrían los guijarros de la playa se veían una docena o más de pequeños grupos de hombres, cada grupo trabajando obstinadamente para reanimar a un superviviente del naufragio. La marea había cambiado y empezaba a descender, aunque las olas seguían bullendo y rugiendo; y, a medida que el terror y el tumulto del rescate también disminuían, aparecía la consabida fatiga. Mientras el alba daba paso al nuevo día llegó otro grupo procedente del pueblo; formando parte de él iban algunas mujeres que llevaban mantas y frascos de reconstituyentes a base de hierbas. Se abrigó convenientemente a los exhaustos nadadores, se los condujo por el sendero del farallón de regreso a casa a comer y descansar, y se dispusieron improvisadas camillas para trasladar al pueblo a las víctimas del naufragio. Dos —un davakotiano y un scorvio grandullón y fornido— estaban totalmente conscientes y podían andar con un poco de ayuda, y poco a poco rescatadores y rescatados fueron abandonando desordenadamente la playa. En menos de una hora la última camilla iniciaba el ascenso por el camino del acantilado, menos peligroso ahora que el vendaval había amainado. Nadie del grupo de rescate volvió la cabeza para contemplar el destrozado casco encallado en los arrecifes que había sido el Buena Esperanza. La playa quedó a merced del azote del viento, de la atronadora marea que empezaba a descender y de las gaviotas carroñeras.

—¡Sí, ya sé; ya sé lo que dices, y lo comprendo! —Vinar agitó las manos con fuerza como si al hacerlo pudiera dar a su súplica mayor énfasis—. Pero lo que quiero saber es si ella se pondrá bien. ¡Quiero saberlo!

—¡Vinar, déjalo estar! —El capitán Brek posó una mano sobre el brazo del corpulento marinero—. El médico hace todo lo que puede por Índigo, lo sabemos. No ha transcurrido ni un día; no puedes esperar que despierte necesariamente ya.

—De todos modos, es mejor para ella que no recupere todavía el conocimiento —dijo el médico, un hombre de mediana edad y cabellos castaños—. La mejor respuesta a un golpe como éste es dormir. —Dedicó una ojeada a Vinar, luego a Brek, cuyos ojos revelaban su extremo agotamiento—. Los dos deberíais regresar a vuestros alojamientos y a vuestras camas. Os avisaré en cuanto haya algo que contar, pero hasta entonces no podéis ayudarla ni a ella ni a los otros esperando aquí.

La mano de Brek se cerró con más fuerza sobre el brazo de Vinar.

—Vamos. El médico tiene razón; no hacemos más que molestar. Ven conmigo, y nos tomaremos una copa o dos, ¿eh? Luego los dos seguiremos el consejo de este buen hombre y nos iremos a dormir.

A pesar de doblar a Brek en tamaño, Vinar cedió ante la autoridad de su capitán. Sus azules ojos dedicaron una última mirada a la puerta cerrada tras la que yacía Índigo.

—De acuerdo, iré —repuso con un suspiro—. Pero si ella muere...

—Estoy seguro de que no tienes por qué temer eso —contestó el médico con una sonrisa—. El golpe ha sido fuerte, pero no se ha roto el cráneo y no hay señales de que se haya acumulado sangre bajo la herida. Creo que todo lo que ella necesita ahora es descanso, y cuidados y prudencia cuando despierte.

Vinar no se sentía satisfecho, pero dejó que Brek lo sacara de allí y lo condujera a la casa donde ambos se alojaban. Los habitantes del pueblo de pescadores habían acudido rápida y generosamente en ayuda de los supervivientes, y casi cada casa alojaba ahora de forma temporal a uno o más de los tripulantes del Buena Esperanza. Habían transformado una de las casas en enfermería, y allí los tres marineros malheridos, junto con varios otros que padecían conmoción y los efectos del agua y el frío, habían quedado al cuidado de dos médicos locales. La tempestad se había extinguido por fin alrededor del mediodía, y, en medio del extraordinario silencio que a menudo sigue a tales tormentas, los hombres del pueblo habían descendido a la bahía para rescatar todo lo que pudieran del navío encallado en la playa. Ahora la oscuridad había vuelto a caer, con un cielo despejado y una luna llena; los grupos de rescate habían regresado, los médicos habían hecho todo lo que podían por los heridos, y todo lo que quedaba era aguardar y esperar que poco a poco se recuperaran por completo.

El capitán Brek calculaba que más de la mitad de su tripulación había sobrevivido. Era, como había explicado al medico, poco menos que un milagro, y aunque lo afligía profundamente la pérdida de vidas humanas, no por ello dejaba de dar fervientes gracias a la Madre del Mar por haber permitido que se salvaran tantos. Se había enviado un mensajero al puerto de Ranna para comunicar el desastre y el número de supervivientes, y habría literas disponibles en otros barcos para todos los que las quisieran una vez que estuvieran en condiciones de zarpar en dirección a sus países de origen. Brek sabía que algunos desdeñarían tal idea y simplemente se contratarían con otros patrones; él mismo tenía intención de regresar a Huon Parita, donde estaba seguro de que se le ofrecería un nuevo barco. Ningún armador inteligente culpaba a un capitán —en especial a un capitán davakotiano, y uno con tanta experiencia como Brek— por la pérdida de una nave; era uno de los peligros del mar y un riesgo que debía correrse. Brek no sería denigrado ni caería en desgracia por el hecho de que sus esfuerzos por salvar el Buena Esperanza hubieran sido vanos. Pero le quedaría el recuerdo, y éste siempre lo perseguiría.

Curiosamente, una de las cosas que más lo entristecía era la pérdida de Grimya. Tanto él como toda la tripulación se habían encariñado con la loba durante el viaje, y también era muy consciente del vínculo que existía entre ella e Índigo. Resultaría una triste tarea dar la noticia a Índigo, quien sin duda lo tomaría muy mal. Sin embargo, no existía la menor duda de que Grimya se había ahogado; si los hombres más fuertes no habían podido hacer nada ante aquel mar embravecido, ¿qué posibilidades de supervivencia podría haber tenido un animal?

Brek y Vinar llegaron a la casa donde se hospedaban y entraron. La esposa de su anfitrión se encontraba allí; tras meter en la cama a sus hijos, les entregó recipientes de caldo caliente junto con hogazas de pan de avena. Luego, sin hacer caso de sus protestas, los condujo a la habitación que compartían bajo el alero, y respondió a las nerviosas súplicas de Vinar con la promesa de que lo despertaría en cuanto el médico hiciera llegar noticias de la mujer. Brek se sumió al momento en un pesado y atribulado sueño, pero Vinar, por su parte, permaneció un rato sentado ante la pequeña ventana, contemplando la tranquila noche mientras lo corroía la preocupación. Por fin, ni siquiera él pudo resistir la influencia del agotamiento; su cabeza cayó al frente hasta reposar sobre sus brazos cruzados, y fue hundiéndose en una inquieta inconsciencia.

La luna se ponía ya cuando Índigo despertó. Al empezar a moverse, murmurando y dando vueltas en su jergón, la muchacha que había estado velándola toda la noche se puso en pie rápidamente y cruzó la habitación para contemplarla a la luz de una vela protegida por una pantalla. Lo que vio la hizo abandonar de inmediato la habitación para despertar al médico.

En cuanto recuperó el conocimiento, lo primero que advirtió Índigo fue un sordo dolor punzante en la cabeza. ¿Había bebido demasiado?, se preguntó vagamente. No..., no era bebida; no recordaba haber bebido. Alguien había irrumpido en su habitación — no, no en su habitación, no era eso—, pero habían entrado gritando y...

y..... —¿Índigo? —Una voz de hombre sonó con suavidad cerca de ella—. ¿Eres

Índigo, verdad?

Ella no comprendió qué quería decir. Su mente estaba confusa, la cabeza le dolía. Y estaba oscuro. Entonces se dio cuenta de que tenía los ojos cerrados todavía y, con un esfuerzo, consiguió que se abrieran.

La luz que le cayó sobre los ojos parecía intolerablemente brillante, pero el hombre situado junto a ella dijo algo y la fuente de luz se alejó un poco. Índigo distinguió entonces los vagos contornos de una habitación, aunque su visión estaba aún demasiado empañada para distinguir detalles y juzgar si el lugar le resultaba o no familiar. En ese momento una sombra cayó sobre ella. La joven desvió la cabeza ligeramente e hizo una mueca de dolor cuando el zumbido de su cabeza se transformó en una breve pero aguda punzada; por fin consiguió distinguir con claridad el rostro inclinado sobre ella.

No lo conocía, pero tenía un aspecto bondadoso y sereno y eso la tranquilizó.

—Me llamo Olender —dijo él con dulzura—. Soy médico. Estás a salvo ahora, Índigo, y todo está bien. No —extendió una mano para evitar que se incorporara—, no intentes levantar la cabeza. Tu cabeza ha recibido un golpe terrible y es mejor que permanezcas tumbada y sin moverte. Jilia ha ido en busca de una poción que eliminará el dolor. —Calló unos instantes y luego continuó—: Bien, esto puede parecerte una petición extraña pero te ruego que me complazcas. ¿Ves mi mano? —La levantó ante ella, y la muchacha asintió con un movimiento apenas perceptible—. Estupendo. ¿Cuántos dedos tengo extendidos?

En algún lugar de la memoria de Índigo un recuerdo fragmentario se agitó; conocía esta prueba. —Tre... tres —musitó.

—¿Y ahora? —La mano desapareció, volvió a aparecer. —Dos.

—Muy bien. —Olender se volvió hacia alguien situado detrás de él—. La conmoción no es grave, creo.

La persona que estaba con él dijo algo de lo que Índigo captó la palabra «Vinar», pero no significaba nada para ella.

—Sí, prometí avisar. Pide a Jilia que vaya una vez que haya preparado la poción. — Olender se volvió de nuevo hacia la cama—. Bueno, Índigo, ¿recuerdas lo que te sucedió? ¿Qué es lo último que recuerdas?

Recordar... ¿Había habido un barco, sin duda? ¿No había estado ella a bordo de un barco? Y... y...

—Naufragio... —La palabra surgió tan apagada que Olender casi no la oyó—. Tormenta..., había una tormenta...

Olender asintió con la cabeza en dirección al otro hombre.

—Sí, lo recuerda, aunque no en detalle. No diremos nada más sobre ello por ahora, hasta que esté más recuperada.

—Pero... —dijo Índigo.

El médico se dio la vuelta.

—¿Sí?

—¿Cómo...cómo me llamaste...?

—Te llamas Índigo, ¿no es verdad? —Olender frunció el entrecejo—. Me dijeron...

La muchacha profirió un extraño gemido que lo interrumpió en mitad de la frase, y antes de que pudiera impedírselo intentó incorporarse en el lecho.

—¡Túmbate! —le ordenó con ansiedad, obligándola a permanecer echada. Ella levantó una mano y se aferró a la muñeca de él.

—¡Dilo otra vez! ¡La palabra, el nombre!

—¿Índigo?

El miedo la atenazó, y los ojos se le abrieron repentinamente, desorbitados. Hurgaba desesperadamente en su mente, buscando, rastreando, pero la información que deseaba no se encontraba allí: quién era, de dónde venía, dónde había estado... Todo había desaparecido, y en su lugar no había más que un vacío, una enorme y profunda extensión de nada.

—¡No sé mi nombre! —El miedo se transformó en pánico, «Índigo, Índigo...», se repetía en silencio, una y otra vez, pero no era más que una palabra sin significado para ella—. ¡Ha desaparecido, todo ha desaparecido, no puedo encontrarlo! —Su voz se transformó en un agudo chillido aterrorizado—. ¡No sé quién soy!

—No podemos hacer otra cosa que aguardar y tener confianza. —Olender miró de soslayo al corpulento scorvio sentado lleno de desánimo frente a él y suspiró comprensivo—. Ya sé que eso no te sirve de consuelo, Vinar, pero me temo que es lo mejor que yo o cualquier otro podemos ofrecer. Físicamente se recuperará por completo, loada sea la Madre; pero si recuperará o no la memoria es algo que no puedo pronosticar. — Aguardó una respuesta y, al ver que Vinar no contestaba, añadió, en un intento de animarlo—: Me he tropezado con esto en más de una ocasión; se sabe que sucede a veces después de un golpe en la cabeza. En la mayoría de los casos la memoria regresa...

—Pero no siempre, ¿verdad? —Vinar levantó los ojos.

Olender se sintió incapaz de mentir.

—No, no siempre.

Se produjo un largo silencio. El médico no lo sabía, pero Vinar luchaba interiormente consigo mismo, como había hecho desde que le habían comunicado la noticia de la amnesia de Índigo. Olender sabía que él e Índigo habían sido buenos amigos, y había intentado hacer preguntas que pudieran ayudar a los aldeanos a localizar a la familia e la joven, o al menos a alguien en las Islas Meridionales que la conociera. Hasta el momento, Vinar había eludido las preguntas, pero ahora sabía que debía dar una respuesta... y, al hacerlo, desoír su conciencia o ceder a ella en la toma de una decisión de suma importancia.

—Lamento tener que apremiarte cuando tienes preocupaciones mayores —dijo Olender con suavidad—, pero si hay algo que puedas decirnos de su familia...

—Ya —interrumpió Vinar con brusquedad.

Había tomado una decisión. Podía estar equivocada, podía ser perversa; pero él no era más que un ser humano, con debilidades humanas. Y, se dijo a sí mismo con desesperación, ello no haría ningún daño a Índigo. De hecho no le acarrearía más que cosas buenas, ya que estaba seguro, totalmente seguro, de que no hacía más que anticipar la decisión que la misma Índigo acabaría tomando.

—Ya —repitió—. Puedo ayudar. Tiene familia en las islas, me lo dijo, aunque no sé dónde. Pero los encontraré, no lo dudes. Verás, ella iba a llevarme hasta ellos, a ver a su padre. —Una sonrisa se extendió despacio por su rostro—. Ella y yo, ¿sabes?, íbamos a casarnos. De modo que ahora puedo ocuparme de ella, y tan pronto como esté mejor nos iremos juntos, encontraremos a los suyos, ¡y entonces todo irá bien para los dos!

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