CAPÍTULO 21


La luna llena cabalgaba muy alta en el cielo veteada por delgadas nubes que pasaban veloces, y los haces de su luz barrían el paisaje con inconstantes y siempre cambiantes dibujos de negro y plata. El color plata perfilaba las crines y las erguidas orejas del caballo gris oscuro mientras éste galopaba, y el retumbar de sus cascos era un trueno ahogado que resonaba en el silencio de la noche. Índigo estaba doblada sobre el cuello de la montura, con la melena suelta, ondeando como un estandarte. Sentía el mordisco del viento en el rostro, el rítmico movimiento de los músculos del animal bajo su cuerpo, y el recuerdo de otro momento, otra época, otra cabalgada igual, ardía en sus venas como el fuego. Ella había sido joven entonces, joven e impetuosa y temeraria; y la cita a la que había acudido aquel día terrible había desencadenado la catástrofe. Pero ahora iba a ser diferente. Ahora, el tiempo del remordimiento y la aflicción había finalizado, porque esta noche aquella antigua tragedia quedaría borrada y sus consecuencias enmendadas. Esta noche volvería a encontrarse con su destino... y sería un destino muy diferente del que la había perseguido durante cincuenta años.

Las lágrimas le resbalaban por el rostro, mientras espoleaba al caballo para que corriera aún más. Lágrimas por los viejos recuerdos de su familia, sus amigos y todo lo que se había perdido; lágrimas por ella misma y la carga que había llevado sobre sus hombros durante medio siglo de vagabundeo. Lágrimas, también, por Vinar, a quien había injustamente engañado sin haber deseado jamás herirlo. Pero, bajo las lágrimas, estaba la alegría de saber que el largo, larguísimo tiempo pasado entre esperanzas, esperas y anhelos tocaba casi a su fin. Su viaje había terminado. Fenran aguardaba, y ella regresaba a casa.

Frente a ella, muy al sur, un pálido resplandor frío brillaba en el horizonte. El corazón de Índigo dio un vuelco, pues sabía que este espectral fantasma era la luz de la luna que se reflejaba sobre las inmensas tierras polares, las tierras donde la nieve jamás se fundía y el mundo estaba hecho de hielo. En lo alto, por encima del hielo, parpadeaban espejismos sobrenaturales en el firmamento; las misteriosas luces de los faros de un país de sueños, un mundo en el que las pesadillas podían adquirir forma corpórea... Pero ya no habría más pesadillas, porque su punto de destino estaba cerca.

Y creía haber conquistado a su último demonio.

Por fin la vio. Una mancha borrosa de oscuridad en la luz de la luna que brillaba ante ella, una sombra que era más que una sombra, angulosa y anómala entre los otros contornos más suaves de las rocas, los matorrales y los guijarros. El caballo cabeceó de repente e intentó retroceder, pero ella acortó las riendas y hundió los talones con fuerza en sus ijares, mientras su mente instaba al animal a seguir como si con la sola fuerza de voluntad pudiera darle alas. La sombra fue aproximándose más y más; entonces las nubes cruzaron brevemente ante la luna, y de improviso la sombra desapareció y se encontró cabalgando a ciegas. Aterrorizado por la repentina oscuridad, el caballo lanzó un agudo relincho, y el ritmo del golpear de sus cascos se trocó en un chacoloteo caótico cuando el animal giró y se levantó sobre sus cuartos traseros, a punto casi de desmontarla. Aferrándose a las ondulantes crines, Índigo aulló su rabia y frustración al caballo, al tiempo que luchaba por conseguir dominarlo. Entonces el viento se llevó la nube, y la luna brilló sobre la tierra otra vez... y la Torre de los Pesares se alzó lúgubre e inhóspita ante ella.

El caballo volvió a levantarse sobre sus cuartos traseros, y las herraduras de hierro levantaron chispas en el pétreo suelo cuando las patas delanteras descendieron con un violento impacto. Índigo salió despedida de su lomo, pero no había soltado las riendas y, nada más aterrizar, tiró con fuerza del bocado. Por un momento pensó que iba a ser pisoteada, pero por fin el caballo se calmó y se quedó quieto, bufando y temblando, la cruz salpicada de sudor. Había un arbusto no muy lejos, una pobre planta atrofiada pero bien arraigada en el suelo, y, conduciendo al caballo asta allí, ató las riendas a una rama. El corazón le martilleaba con fuerza y el estómago parecía un mar encrespado; sus dedos se mostraron algo torpes con el nudo pero finalmente consiguió hacerlo. Y el caballo quedó relegado al olvido en cuanto se giró para enfrentarse a la culminación de sus sueños.

Cincuenta años atrás, la Torre de los Pesares se había alzado intacta en su solitario aislamiento sobre la tundra. Ahora se encontraba en ruinas. El techo había desaparecido y las paredes se habían desplomado hasta quedar convenidas en irregulares pináculos rotos que se recortaban claramente contra el cielo. Los escombros cubrían una amplia zona alrededor del pie de la torre, e Índigo empezó a abrirse paso con cuidado por entre los cascotes; ella sabía muy bien cómo y por qué estaban allí. Incluso había rastros de fuego en algunas de las piedras aplastadas...

Vio la puerta cuando se encontraba a sólo doce o quince pasos de las ruinas, y se detuvo mientras nuevos recuerdos regresaban en tropel a su mente. La puerta era un simple rectángulo de madera, tan vieja que casi estaba petrificada. No había cerradura —lo sabía, y no la buscó— pero rastros de óxido indicaban el lugar donde antes había habido un pestillo de metal, que ahora se había podrido por completo. Índigo permaneció muy quieta durante unos instantes. Podía oír el débil sonido del caballo mordisqueando el arbusto; luego también se escuchó un raspar y tintinear del hierro cuando el animal se agitó inquieto, pero ella no se volvió.

No tenía más que abrir la puerta. Sólo abrirla, y él estaría allí...

Dio un paso al frente, y estiró la mano...

—¡Índigo!

El grito fue tan repentino e inesperado que el corazón de la muchacha pareció ir a saltar de su pecho a causa del sobresalto. Giró en redondo con tal brusquedad que casi perdió el equilibrio cuando un pie patinó sobre una piedra, y sus ojos se abrieron de par en par.

Grimya se encontraba a pocos pasos de ella, con la cabeza baja y los ojos brillantes por el reflejo de la luz de la luna.

Grimya... —Una oleada de emociones contrapuestas asaltó a Índigo— ¿Qué estás haciendo? ¿Qué quieres?

La loba le devolvió la mirada, y ahora sus ojos eran suplicantes.

—No po... podía dejarte ir sola.

Las manos de Índigo se cerraron con fuerza a sus costados.

—¡No deberías estar aquí! Esto es algo que debo hacer sola...

—Qui... zá lo es. Pero crrrreo que aquí te espera una elección, y sé cuál será tu elección. ¡No quiero que elijas eso!

—¿Una elección? No, Grimya, no hay elección. Ninguna.

—La hay. Lo sé. He vis... visto, Índigo. He visto lo que habría sido de ti si no hubieras abierto esta puerta hace mucho tiempo. Y sé que lo que vi sucederá en realidad, si la vuelves a abrir ahora.

El pulso de Índigo latía con fuerza en sus venas. Se sintió repentinamente confusa, y la confusión engendró cólera.

—¿Cómo puedes saberlo? —exigió—. ¡No lo sabes..., no puedes! ¿Qué has «visto» que me ha sido ocultado?

—Todo lo que Niahrin me mostró. En qué se ha convertido Fenran.

—¿Fen...? —En ese momento la cólera de Índigo se inflamó—. Maldita sea tu insolencia, ¿qué es lo que sabes de Fenran? Nada. ¡No sabes absolutamente nada de él, y tampoco tu condenada bruja!

—¡Pero sí lo sabemos! —replicó Grimya, lastimera—. ¡Hay más cosas de las que tú sabes, más de lo que comprrrendes! ¡Índigo, por favor, escúchame! Dame la oportunidad de ex... explicar, y entonces tú...

—¡No! —Sacudió la cabeza con violencia, negándolo, negando incluso la posibilidad de que algo estuviera mal, y miró a la loba furibunda—. Grimya, ¿por qué haces esto? ¡Todos nuestros años juntas, toda esta búsqueda, toda esta espera, y ahora en el último momento te vuelves contra mí! ¡No tienes derecho a decir lo que estás diciendo! ¡No tienes derecho a seguirme o a interferir! Pensaba que eras mi amiga y ahora...

—¡Es porque soy tu amiga que lo he hecho! —gimió Grimya con desesperación—. ¡Porque eres mi amiga y te quiero! ¡Índigo, hemos estado equivocadas! ¡Equivocadas con respecto a Fenran, equivocadas con respecto a la torre, equivocadas con respecto a todo! Niahrin me ha mostrado...

De la oscuridad a su espalda surgió una nueva voz.

—Niahrin te ha mostrado muchas cosas, loba. Pero ahora ya nada puede cambiar.

—¡Fenran! —Índigo giró en redondo... y se quedó helada.

El había abierto la puerta en silencio y había salido de la torre sin que ninguna de ellas se diera cuenta de su presencia. Pero sus cabellos eran blancos y su figura demacrada y el rostro arrugado por la edad. El hombre a quien Carn Caille había conocido como Perd Nordenson sonrió, y a la luz de la luna su rostro era duro como la piedra.

—¿No me reconoces, mi amor? ¿Después de todos estos años, ya no me reconoces?

Grimya gimió, e Índigo dio un paso atrás.

—Tú..., tú no eres... Tú no puedes ser Fenran...

El viento agitó los delgados mechones del cabello de Fenran.

—Medio siglo prisionero de demonios produce cambios. Pero mi encarcelamiento no fue como tú lo habías imaginado, Anghara. Era otra clase de limbo; un limbo vivido en este mundo, envejeciendo y volviéndome loco sin ti, y siempre esperando, mientras que la esperanza resultaba cada vez más difícil de mantener a medida que transcurría el tiempo. Los demonios que me poseían eran los demonios de la demencia. Yo estaba loco; ahora lo sé, y creo que incluso entonces lo sabía, en mis pocos momentos de

lucidez. Pero todo este tiempo he estado aguardando a que regresaras para que pudiéramos realizar esa elección otra vez... y esta vez realizarla juntos.

Índigo había empezado a temblar sin control, y no podía parar. Era incapaz de creer que este hombre fuera su amor perdido; aunque, en una parte enterrada y oscura de su psiquis, algo empezaba a despertar... —No comprendo... —dijo, con voz apenas audible. —No. Pero lo harás. Tenemos una oportunidad, Anghara. Tenemos una oportunidad de enmendar todos los antiguos errores, y ser tal y como éramos en los viejos tiempos. Antes de la llegada de los demonios. —Extendió una mano, llamándola—. Ven, amor. Entra otra vez en la torre. Los demonios se han ido. Tú los derrotaste. Ahora, tú y yo eliminaremos al último de ellos.

—¡Índigo, no! —gritó Grimya, y Fenran le dirigió una mirada malévola.

—¡Ah!; la voz de tu conciencia. He odiado a los lobos durante mucho tiempo, y ahora comprendo por qué. Márchate, loba. Regresa a tu bosque y ocúltate ahí. No queremos saber nada más de ti.

Índigo se había dado la vuelta en respuesta a la súplica de Grimya, y ahora volvió a mirar en dirección a Fenran con repentina duda.

Grimya no quiere hacernos daño! Ella simplemente no... —Las palabras se interrumpieron de improviso. El anciano había desaparecido, y en su lugar se encontraba Fenran tal y como ella lo había conocido y amado: joven, inalterado, vivo—. ¡Oh, por la gran Diosa...! —Se llevó un puño a la boca—. ¡Oh, dulce Madre Tierra!

—Anghara. —Él extendió los brazos, y su voz era cálida—. ¿Tengo que esperar aún más tu regreso? Una demoledora oleada de emoción estalló en el interior de Índigo y la muchacha corrió hacia él, olvidadas sus duras palabras, olvidada Grimya, olvidado todo lo que no fuera el vertiginoso júbilo de su reencuentro. Sintió cómo sus brazos la envolvían, y el calor y la energía de su cuerpo cuando él la aplastó contra sí; percibió los aromas dolorosamente familiares de sus cabellos, su piel, sus ropas. Su boca buscó la de él con frenética avidez y su mente y su corazón se ahogaron en su beso.

—¡Regresa, Anghara, mi amor! —Su voz era un susurro apremiante y apasionado, que provocaba un estremecimiento por todo su cuerpo—. Regresa... ¡Ayúdame a hacer retroceder el tiempo y a ser joven otra vez! La torre..., la torre tiene la llave y el poder, ¿no lo ves, no lo comprendes? Entra en la torre conmigo, y ella dará forma a nuestros sueños y a nuestro destino como lo hizo antes; ¡ sólo que esta vez no habrá demonios ni separación!

Grimya escuchó sus palabras, y supo que sus esperanzas se habían desvanecido. Índigo estaba atrapada, porque el recuerdo de un amor con una antigüedad de más de cincuenta años era demasiado fuerte para que cualquier otro poder pudiera desafiarlo. Sin importar lo que pudiera ser de ella, lo que sin duda sería de ella, Índigo seguiría a Fenran a donde él quisiera. De regreso a la Torre de los Pesares, a enfrentarse con su destino y a elegir su camino una vez más. Fenran le ofrecía la oportunidad de volver atrás el tiempo, de borrar el pasado y empezar de nuevo; y para él eso significaría una nueva vida, un retorno a la juventud y la recuperación del lugar que en una ocasión había ocupado, tanto en su corazón como a su lado. Durante cincuenta años Índigo se había aferrado a sus recuerdos de él, y su imagen había constituido una joya preciosa que debía recuperarse, el único objetivo que le había proporcionado fuerzas y esperanza durante sus días más sombríos. Pero el tiempo y la distancia habían alterado esos recuerdos, y el hombre a quien Índigo había venido a buscar no era el auténtico hombre, no era el auténtico Fenran. Grimya había visto al auténtico Fenran, con todos sus defectos y flaquezas: ávido de autoridad, ávido de poder, celoso y resentido contra cualquiera que se interpusiera entre él y sus deseos. Fenran tenía las ambiciones de un rey, y la joven Anghara, como hija de un rey, había sido el primer paso en su camino para realizar esas ambiciones.

Pero Índigo estaba ciega. No podía ni quería ver la verdad que Perd había mostrado a Grimya y a sus amigos en Carn Caille. Todo lo que ella sabía era que su largo exilio había finalizado; la vieja promesa estaba cumplida, y su amor había vuelto a ella.

Dándole la espalda a Grimya, se encaminaron a la puerta de la torre, entrelazados como si en cualquier momento fueran a fundirse el uno en el otro y convertirse en uno solo. El corazón de Grimya dio un agonizante vuelco. No podía dejar que Índigo se marchara de esta forma. Por inútil que pudiera ser, tenía que hacer un último intento...

—¡Índigo! —gritó como enloquecida.

Índigo se detuvo, y volvió la cabeza. La loba estaba de pie, temblando desde la cabeza hasta la cola.

—Índigo —suplicó—, ¡por... por favor, escúchame! —Fenran volvió la cabeza enojado; apretó a la muchacha con más fuerza e intentó llevársela otra vez. Desesperada, Grimya aspiró con fuerza, y gritó—: ¡Haz esto por mí, por favor! Aunque no quieras hacer nada más, haz esto, por nuess... nuestra amissstad. ¡Pregúntale, pregunta a Fenran, pregúntale qué será de ti! ¡Pregúntale en qué os habréis convertido los dos, dentro de cincuenta años!

Por un momento Índigo permaneció inmóvil. Un leve fruncimiento apareció en su frente, y la esperanza regresó a Grimya. Pero entonces la expresión de la muchacha se aclaró. Sonrió, pero su sonrisa era de lástima y carecía de auténtico significado.

—Siento que esto deba terminar así para ti, Grimya —dijo—. Has sido una buena amiga para mí, y no te olvidaré. Pero éste es el final de mi viaje. Adiós, querida Grimya. Yo te bendigo.

Se dio la vuelta, y penetró con Fenran en la Torre de los Pesares.

Grimya no emitió el menor sonido. Se limitó a contemplar la desmoronada torre, los ojos fijos en el negro agujero rectangular de la entrada, abierto allí como la boca de un profundo y terrible pozo. Las figuras de Índigo y Fenran penetraron en esa boca, se fundieron con la oscuridad, desaparecieron, y el ruido de la puerta al cerrarse pareció resonar por la tundra con hueca y terrible irrevocabilidad.

Durante quizás un minuto la noche permaneció en un completo silencio. Luego éste fue roto por un lóbrego sonido resonante cuando la loba alzó el hocico y lanzó un solitario aullido de pena y desolación, un lamento por la verdad que Índigo no comprendía y se negaba a escuchar.

Fenran era el séptimo demonio de Índigo... y con mucho el más poderoso de todos.

—¿Duerme? —Jes penetró silenciosamente en la habitación y contempló la rubia

cabeza de Vinar que descansaba sobre la almohada.

—Sí; por fin.

El rostro de Niahrin se llenó de compasión al recordar los sollozos, la congoja, el desconcierto mientras permanecía sentada junto al lecho y sostenía las manos de Vinar e intentaba llevar algún alivio a un alma que no podía ser consolada. Había contado a Vinar todo lo que podía —él lo había deseado así, había suplicado saber, y ella no podía negarle lo que pedía— pero, aunque él había hecho un esfuerzo por comprender, seguía aún demasiado abrumado por la pena. Con el tiempo, quizá, la pena se desvanecería y comprendería, pero no aún. No durante mucho tiempo.

—Me pregunto si podrá perdonarla alguna vez —reflexionó Jes en voz baja.

—¡Oh, sí! —respondió la bruja, levantando la cabeza—. Vinar no es de esa clase de hombres; no está en su naturaleza ser rencoroso, y yo diría que ni siquiera sentirse amargado. Creo que ya la ha perdonado. Simplemente no soporta su pérdida.

—En ese caso nos avergüenza a todos. —El bardo se acercó a la ventana y apartó la cortina—. Bien, todos lo saben ahora. Su alteza y yo hemos contado a Ryen y a Brythere toda la historia. —Con gesto fatigado se pellizcó el puente de la nariz—. No fue fácil. Pero están preparados, ahora, para lo que pueda suceder. Y en cuanto a eso... —¿En cuanto a eso? Jes dejó caer la cortina.

—Niahrin, ¿quieres venir conmigo? Hay algo que tengo que hacer en la sala. —Sus ojos centellearon con un curioso brillo bajo la luz de las velas—. Por favor...

Ella comprendió que había algo más detrás de la solicitud, y asintió.

—Desde luego. —Volvió la cabeza para echar una ojeada a Vinar—. No despertará durante un rato. La pena lo ha agotado...

Abandonaron la habitación juntos y recorrieron con pasos quedos los pasillos desiertos. Carn Caille estaba envuelto en un manto de silencio; hacía tiempo que los criados estaban en la cama, y la única luz de la ciudadela era un apagado resplandor que se filtraba desde detrás de las cortinas cerradas de los aposentos privados de Moragh, al otro extremo del patio. El farol que Jes llevaba proyectaba un reconfortante haz de luz, pero incluso así Niahrin sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo cuando el bardo abrió la puerta del Salón Menor y penetraron en su interior. La sala estaba tal y como ellos la habían dejado: platos y copas sin retirar, el fuego encendido aún, aunque ahora sólo quedaban rescoldos. En medio de las parpadeantes sombras, las tiras de flores y hojas parecían incongruentes; casi, pensó Niahrin, obscenas...

—Se trata del arpa —dijo Jes en voz baja mientras cruzaban la habitación—, el arpa de Cushmagar. No me parece... decente, por alguna razón, dejarla tirada donde cayó, y esa idea me ha estado molestando desde hace más de una hora. —Se volvió hacia la bruja y le sonrió avergonzado—. ¿Te parece estúpido? Ella sonrió, pero con cierta inquietud. —No; no me lo parece.

Se acercaron a la ventana. El arpa de Cushmagar yacía en medio de una mancha de luz de luna que se filtraba por entre las guirnaldas. Al acercarse, Niahrin distinguió un destello de algo más pequeño sobre el suelo: su flauta. Se inclinó para recogerla, acarició la suave madera, y se reunió con el bardo, que estaba inmóvil junto a la tumbada arpa.

—No es tan pesada como parece —dijo Jes—. Si los dos...

Se interrumpió. Los dos lo habían oído: el débil eco de un sonido, como un suave quejido.

—Ha salido del arpa... —El rostro de Jes palideció.

Niahrin no respondió. Desde el momento en que Jes le había pedido que lo acompañara hasta aquí, ella había sentido que algo como esto iba a suceder. Y el arpa de Cushmagar... sí, ¡era el médium perfecto! A través de los años, a través del abismo de la muerte, el anciano bardo volvía a enviarles una advertencia...

—¡Jes! —exclamó—. Coge el arpa... ¡Rápido, ayúdame a levantarla!

De repente sabía exactamente lo que debía hacerse. Como si su ojo vidente se hubiera abierto otra vez por sí mismo, el pasado y el futuro y los mundos de lo que podría haber sido despertaban y se fusionaban de nuevo. Agarró el instrumento y tiró con todas sus fuerzas; Jes, impelido por la certidumbre de la bruja, lo sujetó por el otro extremo. El arpa se levantó, se balanceó, y por fin se quedó quieta... y las cuerdas se estremecieron violentamente mientras una terrible y estrepitosa disonancia resonaba en la sala. Niahrin saltó hacia atrás asustada, pero las manos de Jes seguían aferradas al instrumento.

—¡Niahrin! —Había pánico en su voz—. ¡Niahrin, no puedo soltarme! ¡No puedo soltarme!

Se debatía, y los pies resbalaban sobre el suelo de piedra, pero era como si otras manos invisibles se hubieran apoderado de sus dedos y los sujetaran con una fuerza sobrenatural. El arpa se balanceó otra vez, violentamente, y emitió un nuevo estrépito aterrador. De improviso, Niahrin comprendió.

—¡Jes, déjala tocar! —gritó—. ¡Deja que toque a través de ti! Eso es lo que quiere, eso es lo que está intentando decirnos. ¡Toca, Jes!

El rostro del joven bardo estaba perlado de sudor. Girando en redondo, Niahrin agarró el taburete colocado junto al arpa del joven, situada un poco más allá, y lo empujó hacia él.

—¡Toca! —volvió a instarlo.

Él no podía hacer otra cosa más que obedecer. Incluso mientras sus piernas se doblaban y se desplomaba sobre el taburete, sus dedos se movían ya y el desafinado estruendo del arpa se tornó de improviso en música. Una música veloz, enojada, casi desesperada, al tiempo que el poder del aisling brotaba de nuevo y fluía a sus manos. También las manos de Niahrin se pusieron en movimiento y arrancaron el parche de su ojo. No había tiempo para razonar, ni espacio para la lógica; sencillamente sabía lo que debía hacerse, y con toda su fuerza de voluntad obligó a su poder de vidente a surgir en su interior. Sombras deformes parpadearon por la sala cuando su visión terrena y la sobrenatural chocaron; había rostros en las sombras, rostros y personas, pero no podía distinguirlas con claridad, pues el poder no era suficiente...

—¡Abuela! —gritó Niahrin con voz aguda—. ¡Si es que alguna vez amaste a tu nieta, ayúdame! ¡Préstame tu fuerza y tus habilidades, y ayúdame ahora!

Sintió la irrupción de algo impetuoso, como un helado viento del sur; luego, de repente, la escena que tenía delante cambió y se convirtió en un pandemónium. Un patio enorme lleno de hombres y mujeres, una masa hormigueante de seres humanos que luchaban por sus vidas mientras, en una oleada interminable tras otra, caía sobre ellos una legión sacada de un mundo de pesadilla: monstruos alados, horrores babeantes, habitantes de un infierno inimaginable. Negras columnas de humo se elevaban ondulantes por encima de las altas murallas, y había llamas en el humo; y, al otro lado del repugnante velo de humo que lo envolvía todo, el sol y la luna chocaban en el cielo. El sol era negro y la luna de color bronce, y el aullante estrépito de la batalla sacudía las piedras y el aire, mientras sitiados y sitiadores por igual luchaban, chillaban y morían.

Y en lo alto de la muralla las vio: dos figuras humanas, que reían a carcajadas mientras instaban a los demonios a una mayor destrucción. La vieja y el loco, la reina y su consorte: Indigo y Fenran...

Niahrin chilló como un alma poseída, y levantó ambas manos para cubrirse el rostro. No podía mirar, no podía presenciarlo; era algo demasiado horrible para soportarlo...

—¡Niahrin!

El mundo en el que se desarrollaba la batalla se hinchó como un globo, se hizo añicos, y la calma cayó sobre ella al desvanecerse la visión. Se encontraba caída boca abajo y Jes, agachado a su lado, intentaba incorporarla. El arpa lo había soltado y estaba silenciosa, aunque los últimos ecos de su salvaje música todavía resonaban en los oídos de la bruja. Niahrin se dio la vuelta con dificultad y se sentó en el suelo; miró al bardo a los ojos y supo que también él había visto —y comprendido— lo que el aisling había revelado.

—Niahrin... —El rostro de Jes estaba blanco como el papel, y su respiración era débil y entrecortada—. Niahrin, ¿era cierto? ¿Es eso lo que sucederá, si...?

—Si Índigo vuelve con Fenran. Si entra en la torre y hace retroceder el tiempo, sí. — Niahrin trató de sentarse erguida, y tosió. La boca se le llenó de saliva pero no pudo tragarla—. Los demonios regresarán, Jes. Antes, cincuenta años atrás, eran los demonios de Índigo; los deseos, las emociones y las flaquezas que había en su interior, con los que había de enfrentarse y reconciliarse si deseaba realizarse como persona. Pero esta vez... —Volvió a toser, y todo su cuerpo se estremeció—. Esta vez son los demonios de Fenran, y poseen un poder terrible, porque Fenran no había conquistado a sus demonios en la forma en que Índigo lo ha hecho con los suyos. En lugar de ello, él los ha..., los ha alimentado, los ha buscado, y ellos se han apoderado de él. A lo mejor jamás habría podido ser de otra manera. Quizá Fenran sencillamente carece del... del valor que Índigo tuvo; el valor para realizar el viaje que habría reconciliado a la oscuridad y la luz que hay en su interior. No lo sé, Jes. No lo sé. Pero, si Índigo escoge el camino de Fenran, su sendero, entonces los demonios regresarán, y la visión se realizará. El bardo se incorporó de un salto. —¡Niahrin, tenemos que impedirlo! De alguna forma, hemos de...

—¡No podemos! No tenemos el poder... No podemos obligar a Índigo a hacer la elección correcta. ¿No lo comprendes? Ella ha llegado a su noche más oscura, pero es su oscuridad. ¡Tiene que escoger libremente!

—¡No! —insistió Jes—. ¡No, estás equivocada! ¿Cómo puede Índigo elegir libremente cuando ni siquiera comprende lo que está eligiendo? Ella no lo sabe, Niahrin; ella no sabe la verdad sobre Fenran; ¡nadie se la ha contado, nadie se la ha

mostrado!

Con una sacudida que era como un puñetazo en la boca del estómago, Niahrin comprendió que él tenía razón. Índigo no podía elegir libremente, porque su información estaba desvirtuada por viejos recuerdos falsos. Ella no se daría cuenta de adonde conduciría su camino. No había nadie para mostrarle la auténtica naturaleza de su último demonio...

Jes vio la comprensión y el horror que se pintaban en el rostro de la bruja, y la sujetó con fuerza por los hombros.

—¡Niahrin, tiene que haber una forma! Tiene que existir! Si cogiéramos los caballos más veloces y cabalgáramos tras ella...

—Llegaríamos demasiado tarde. Tal vez ya es demasiado tarde. Jes, no hay nada que podamos hacer para detener a Índigo, nada que... —Sus palabras se interrumpieron bruscamente.

—¿Qué? —inquirió Jes, apremiante—. ¿Qué es, qué has pensado?

Grimya... —Apartando las manos del bardo, Niahrin se puso en pie con dificultad—. Grimya fue tras ella, a la torre.

—Pero no podemos llegar hasta Grimya.

—Ella tiene poderes telepáticos. —La bruja le dirigió una veloz mirada—. ¿No lo sabías? Claro, ¿cómo podías saberlo? Pero ella me lo contó.

—¿Puedes llegar hasta su mente? —Los ojos del bardo se iluminaron.

—No. Yo..., yo jamás he poseído ese talento. —Sin embargo, pensó, ella y la loba habían llegado a ser tan íntimas... ¿Sería posible? ¿Podría ella romper la barrera?

—Inténtalo. —Jes la sujetó de nuevo por los hombros—. Por favor, Niahrin, inténtalo. ¡No hay nada que perder! El poder del aisling había sido tan grande... Seguramente podría existir alguna posibilidad. De improviso, los dedos de Niahrin empezaron a cosquillear. Era la vieja señal, la señal de que la magia despertaba...

Sin perder un minuto, tomó una decisión. Se apartó de Jes y atravesó la sala en dirección a la chimenea. Sur..., sí, era el sur. Y el fuego, que todavía ardía débilmente, podría proporcionarle el impulso que necesitaría.

Se dejó caer en cuclillas sobre la piedra de la chimenea, y la voz surgió siseante de su garganta. —¡Grimya! Grimya, escúchame! Grimya, escúchame! El moribundo fuego chisporroteó y pareció emitir un débil quejido... como el gañido de un lobo. Niahrin se aferró a eso, lo sujetó con fuerza en su mente. —¡Grimya! Grimya, escúchame! ¡Grimya! Una ligera nube de chispas voló hacia arriba. Chispas, como los ojos de un lobo... —Grimya. Grimya. Mira, Grimya. Mira. Lejano, muy débil, llegó un sonido a su cerebro, una voz que conocía.

«Niahrin..., Niahrin. Te percibo, pero no puedo oír. No puedo oír, no puedo ver...»

Niahrin cerró el ojo derecho, para suprimir todo su entorno físico, y concentrarse desesperadamente en aquel delgado hilo de voz.

¡Grimya! ¡Escúchame, Grimya! ¡Inténtalo! ¡Ayúdame! «No es suficiente..., no es suficiente...» Entonces Niahrin comprendió que sólo existía una forma para concentrar todo el poder y darle la fuerza que necesitaba. Una oleada, un momento, sería suficiente. Una acción, que la impulsara sobre el abismo y la uniera con la loba...

Se concentró en la visión con toda la intensidad de que fue capaz; reunió valor...

¡Grimya! ¡Mira, Grimya! ¡MIRA! —Y hundió las manos en el fuego.

El dolor la inundó mientras hundía los dedos profundamente en las abrasadoras ascuas. Un montón de chispas salieron despedidas hacia arriba; algunas se prendieron en sus cabellos, humeantes; y, con un sobresalto que casi eclipsó el dolor físico, sintió cómo el poder brotaba como un torrente de ella y se perdía en la noche en una única y abrumadora oleada. —¡Niahrin!

Jes corría ya hacia ella; le apartó las manos del fuego y la arrastró lejos de la piedra de la chimenea hasta un lugar seguro. Ella se dejó caer contra él y se mordió el labio inferior para soportar el dolor que de repente la invadía con toda su fuerza. Sus enrojecidas manos, cubiertas de ampollas, se abrían y cerraban impotentes mientras intentaba en vano deshacerse de aquel dolor insoportable, y su rostro estaba desencajado por la conmoción sufrida. Pero, incluso en medio de su agonía, se volvió hacia él.

—Funcionó... —Su voz era un débil graznido—. Llegué hasta ella... Conseguí hacerlo. —Llenó los pulmones de aire con un desagradable sonido—. Pero, ¡oh, Jes!, duele..., ¡no sabes cómo duele!

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