CAPÍTULO 11


—Jamás me lo dijo. Eso es lo que no comprendo. Todo ese tiempo navegando, ¡y jamás me dijo nada! —Vinar paseaba por la habitación como un león enjaulado, hasta la ventana, hasta su sillón, hasta la puerta, de nuevo hasta la ventana... Por fin se detuvo y miró a Niahrin en muda súplica—. ¿Por qué no me lo dijo? No puedes contestar a eso y yo tampoco; ¡no tiene sentido!

La bruja estaba acuclillada junto a la carretilla, acariciando la cabeza de Grimya con un movimiento suave y regular en un intento de ofrecer a la loba su mudo consuelo. Grimya se había sumido en un profundo silencio, negándose a hablar tras su arrebato y rehusándose ahora a encontrarse con la mirada de ninguno de los dos humanos.

Comprendiendo que sus esfuerzos no servían de nada, Niahrin suspiró y se incorporó penosamente.

—Tienes razón —dijo pesarosa—. No puedo responder a la pregunta, y con toda honradez no creo que sea yo quien deba intentarlo. —Dirigió una ojeada a la loba—. Puede que Grimya desee contarte más cosas en su momento; no lo sé. Pero, por ahora, todo lo que podemos hacer es esperar.

Por un instante pensó que Vinar protestaría, pero tras unos segundos de silencio éste se encogió de hombros en impotente asentimiento.

—Sí; sí, supongo que sí. —Regresó junto a la ventana, intranquilo—. No veo el patio desde aquí. Maldita sea, ¿adonde ha ido?

Niahrin deseó saberlo. La precipitada huida de Índigo los había sobresaltado a todos, pero lo que había sucedido después había sido una sorpresa aún mayor. Vinar, recuperada la serenidad, había abandonado corriendo la habitación en pos de Índigo, pero ésta ya había desaparecido y el marino había chocado contra Ryen cuando el rey salía inesperadamente de un pasillo lateral. Niahrin se sintió estupefacta cuando los dos hombres regresaron juntos a la habitación, pero sus incoherentes intentos de realizar una reverencia se desvanecieron cuando Ryen les indicó con energía que permanecieran donde estaban. Él conocía los pasillos de Carn Caille mucho mejor que ellos; él personalmente encontraría a Índigo y la convencería para que regresase.

Niahrin no podía pretender comprender lo que se ocultaba tras la evidente preocupación del rey por los asuntos de Vinar e Índigo, y Vinar estaba demasiado nervioso para responder a las mil preguntas que ella deseaba hacer, pues lo cierto es que él también tenía sus propias preguntas. ¿Cómo era que Grimya hablaba? ¿Cómo era eso posible? ¿Cuánto tiempo hacía que poseía ese poder? ¿Lo había sabido Índigo? ¿Cuánto tiempo hacía que lo sabía? Y, por encima de todo, ¿por qué ninguna de ellas había confiado en él lo suficiente para contarle algo tan importante? Durante toda esta diatriba, mientras él oscilaba turbulentamente entre la cólera y la súplica, Grimya se negó a pronunciar una sola palabra más, y, aunque Niahrin se esforzó por explicar lo poco que podía, lo cierto es que sus conocimientos eran tan insuficientes como los de Vinar.

—De una cosa estoy seguro —dijo Vinar de improviso dándose la vuelta otra vez—. Aquí pasa algo, algo que yo no sé..., que quizá nadie sabe. Pero, sea lo que sea, Índigo tiene que ver con ello.

Niahrin dirigió una veloz mirada a Grimya. La loba desvió rápidamente los ojos, y la bruja supo al instante que sus sospechas eran ciertas. Grimya podía explicar mucho de todo este misterio si quería hacerlo, y Niahrin sintió que un escalofrío premonitorio le recorría la espalda al recordar el tapiz mágico que había tejido y lo que había vislumbrado en su interior. Se sintió tentada de contar a Vinar lo que pensaba, pero la cautela prevaleció. No lo conocía y, aunque la intuición le decía que era un buen hombre, se sentía reacia a revelar sus pensamientos a un extraño.

—Puede que sea así —repuso, evitando una respuesta directa—. Pero no puedo pretender saber lo suficiente aún para encontrar una explicación. —«Tantas preguntas sin respuesta», pensó otra vez, y añadió en voz alta—: La memoria de Índigo, por ejemplo. En medio de todo este embrollo he comprendido lo suficiente para darme cuenta de lo que le ha sucedido. No tenía ni idea, y tampoco Grimya. —Señaló a la loba, que seguía negándose a levantar los ojos—. Es por eso que está tan trastornada, creo, y por lo que no quiere hablar ahora. Tengo entendido que ella e Índigo eran muy buenas amigas.

—Sí, lo eran. —La boca de Vinar se crispó entristecida—. Pero yo no sabía cuán íntimas eran, ¿verdad? —Pasó junto a Niahrin para acercarse a la carretilla y miró a Grimya—. Eh, Grimya, ¿por qué no quieres hablarme? Sé tu secreto ahora, de modo que ya no hay motivo para tanto misterio. ¿No somos amigos, también?

Extendió la mano mientras hablaba, lo que impidió que la loba pudiera hacer caso omiso de él. Con gran consternación por su parte, se encontró con que Grimya le mostraba los dientes, amenazadora.

¡Grimya! —La voz de Vinar sonó estupefacta, y Niahrin se apresuró a intervenir.

Grimya, ¿qué sucede, cariño? ¿Qué pasa? —La duda la embargó repentinamente—. ¿Este hombre es el verdadero Vinar?

Sssí. —La respuesta surgió de forma tan brusca, tan inesperada, que la sorprendió, como también lo hizo el veneno presente en el tono de voz de la loba. Ésta levantó los ojos hacia ella por fin—. Sssí, éste es Vinar. ¡Pero ya no es mi amigo! —Su cabeza se volvió, y el animal lanzó una mirada feroz y acusadora al scorvio—. ¡Has dicho mentiras! ¡Has dicho a la gente que estás prometido a Índigo, pero yo sé que no!

Vinar se sobresaltó en lo más profundo de su ser. Retrocedió, con una mano alzada a modo de protesta.

Grimya, no es cómo tú dices —intentó argüir—. Yo no digo mentiras, no de la forma que tú quieres decir. Índigo y yo...

¡No! —lo interrumpió Grimya con furia—. ¡No Índigo y tú! Ella no ha dicho que va a casarse contigo. ¡No lo dirá, no puede decirlo! ¡Lo sé..., lo sé!

Niahrin había olvidado el pequeño incidente con el centinela de la puerta, pero, ante este arranque, el hecho regresó con claridad a su memoria. El hombre había mencionado al prometido de Índigo sin darle demasiada importancia, como si fuera algo del dominio común en Carn Caille, y Grimya se había mostrado horrorizada. ¿Qué era lo que había dicho? «Ella no está comprometida a nadie, no puede estarlo.» Casi las mismas palabras que ahora utilizaba con Vinar, y en ellas se percibía un aire de desesperación —casi de terror— que hizo sonar todas las alarmas de la psiquis de Niahrin. «No puede —

pensó—. ¿Por qué no puede? ¿Qué secreto me oculta aún Grimya »

Vinar intentaba de nuevo protestar y explicarse, todo al mismo tiempo, y ella lo interrumpió.

—Espera —dijo—. Esperad los dos. No pretendo saber qué sucede, pero no ganaremos nada riñendo, ni ahora ni en ningún otro momento. —Se sintió un poco sorprendida al escuchar el tono autoritario de su voz, más parecido al de su abuela que al habitual en ella, pero se sacudió la extraña sensación—. Hemos de hablar... — declaró— todos nosotros. —Esto fue acompañado de una firme mirada en dirección a Grimya, retándola a poner objeciones—. Pero éste no es el lugar, y desde luego no es el momento. Cuando su majestad encuentre a Índigo...

—¡No! —Grimya y Vinar hablaron a la vez, apremiantes. Niahrin vaciló.

—Por favor, señora —imploró Vinar—. No digas a Índigo lo que dijo Grimya. Al menos no de momento..., no hasta que pueda explicarme.

La loba gruñó por lo bajo.

—¡Tiene rrrrazón! —Parecía reacia a admitirlo, reacia a estar de acuerdo con Vinar en nada—. No la ayudaría, no tal como está ahora. Y no le digas a nadie más lo mío. No debes. No aún.

Superada en número, Niahrin suspiró e hizo un gesto de asentimiento.

—Muy bien. Pero creo que los tres deberíamos...

Alguien llamó a la puerta, y todos se volvieron.

Jes Ragnarson, el joven bardo, entró en la habitación y dedicó a todos una sonrisa cordial pero distraída a modo de saludo.

—Por favor, perdonad la repentina intrusión, pero tengo un mensaje del rey. Índigo se ha ido. Cogió un caballo de los establos y abandonó Carn Caille; la historia no acaba ahí, pero eso puede esperar. Su majestad ha ido tras ella; sabe la dirección que tomó y no tardará en atraparla. Me pidió que os transmitiera el mensaje.

Vinar se encaminó a la puerta.

—¡Yo iré también! Índigo puede estar en peligro...

El bardo lo sujetó del brazo.

—No, Vinar, es mejor que no. Me atrevería a apostar a que no eres buen jinete, de modo que no harías más que molestar. Nada le sucederá; el rey y sus hombres la traerán de vuelta sana y salva.

Vinar admitió el razonamiento y cedió ante él.

—Eres muy amable, Jes Ragnarson —dijo Niahrin—, al traernos el mensaje del rey. Esperaremos aquí nuevas noticias.

Jes era un auténtico bardo y se dio cuenta de que pasaban muchas más cosas por la mente de Niahrin de lo que ésta estaba dispuesta a revelar, al menos a él. Hizo una reverencia.

—Gracias, señora. Con la buena voluntad de la Madre, la espera no tiene por qué ser excesivamente larga.

—Lo siento, mi señor, pero sencillamente no se me ocurrió preguntar si tenía permiso para coger el caballo. —El caballerizo mayor de Carn Caille abrochó la brida del alazán

y empezó a empujar hacia atrás al animal para sacarlo de su establo, mientras dedicaba una veloz e inquieta mirada al rostro de Ryen—. La verdad, yo..., bueno, no me atreví a poner en duda su orden. Fue la..., la actitud de ella, señor. Parecía conocer los establos tan bien como si fueran suyos, y como no sabía quién podía ser pensé que no era yo quien debía ponerle objeciones. Luego salió al galope en dirección sur, en la misma dirección en que mi señora la reina se marchó un poco antes...

—Sí, sí; comprendo.

Ryen se hizo a un lado para dejar pasar al caballo, al tiempo que intentaba que su preocupación, ya que no su impaciencia, no se reflejara en su voz. Los cuatro hombres que había escogido para cabalgar con él estaban ya montados y él se sentía ansioso por partir sin más retrasos; ya se había perdido demasiado tiempo registrando Carn Caille en busca de Índigo.

—Tú no tienes la culpa, Parrick —añadió conciso—. Lo único que lamento es que nadie pensó en decirme que a la reina también se le había metido en la cabeza salir a cabalgar sin escolta. —Entonces se refrenó al darse cuenta de que su tono empezaba a mostrar un imprudente enojo. Sus problemas con Brythere no eran culpa ni responsabilidad de Parrick. Con menos brusquedad, inquirió—: ¿Qué caballos cogieron?

—Su majestad se llevó su favorito, la yegua blanca, y la otra dama pidió el caballo gris oscuro. —Parrick frunció el entrecejo—. Lo cierto, mi señor, es que ella insistió en el gris oscuro; no aceptaba ningún otro. Ésa fue otra razón por la que pensé que debía de tener permiso, señor.

Ryen lanzó un gruñido. No le interesaban las razones para la elección de caballo de ninguna de las dos mujeres; sólo qué animales debía encontrar la expedición de búsqueda. Se hallaban ya fuera en el patio, y, no obstante el aguacero, cada vez más torrencial, el alazán se agitaba inquieto, ansioso por ponerse en marcha. Ryen lo tranquilizó con una palmada y subió a la silla. Mientras se hacía con las riendas escuchó unas veloces pisadas y una voz familiar que pronunciaba su nombre.

—¡Ryen! ¿Qué sucede?

La reina viuda Moragh, cubierta con una capa y con la capucha subida para protegerse de la lluvia, corría hacia ellos. Parrick se retiró diplomáticamente a los establos, mientras los hombres a caballo saludaban y clavaban los ojos en algún punto situado más adelante. Moragh se detuvo junto al caballo y levantó los ojos hacia su hijo.

Ryen relató lo sucedido en unas pocas frases, y Moragh apretó los labios.

—Ya veo. Pensaba que Brythere había estado descansando estas dos últimas horas... No hay duda de que alguien ha sido muy descuidado. —Suspiró fastidiada—. Si vas tras ella será mejor que te pongas en marcha. En cuanto a Índigo...

—También la traeremos de vuelta, si podemos encontrarla. Pero Brythere es más importante.

—Sí, sí, desde luego. Pero ¿sabes qué dirección tomó?

—Parrick la vio dirigirse al sur.

—Bueno, eso es algo; al menos no es tan estúpida como para dirigirse al bosque, con ese maldito loco andando suelto por ahí. —La reina viuda se apartó del caballo; luego, como si se le acabara de ocurrir, dijo—: ¿Dónde está Vinar?

—En la antesala oeste detrás del gran salón. La bruja ha llegado con la loba domesticada de Índigo... Fue algo durante esa reunión lo que provocó todo este embrollo, creo, aunque no he tenido tiempo de averiguar exactamente qué ocurrió.

—Qué extraño... Daré instrucciones a Jes para que les sirvan alguna cosa y les ofrezcan una explicación. —Sonrió con cierta tristeza—. Ese pobre scorvio... Parece que hemos convertido en una costumbre el padecer inesperadas crisis. Debe de pensar que estamos locos.

Con la lluvia resbalando por los bordes de la capucha, Moragh contempló cómo Ryen y su grupo cabalgaban hacia las puertas, las atravesaban y se alejaban por el prado situado más allá. Dejando escapar un débil y cansado suspiro, dio media vuelta y regresó al interior de la ciudadela.

No fue hasta encontrarse a casi dos kilómetros de Carn Caille cuando Índigo se dio cuenta de lo insensato de su actuación. Tiró bruscamente de las riendas, obligando al caballo a pasar de un galope impetuoso a un medio galope, luego a un trote y, por fin, a un agradecido paso rápido.

Volviéndose sobre la silla Índigo miró a la ciudadela, ahora apenas una masa borrosa bajo la lluvia, unas piedras grises recortándose en un cielo gris. Un tranquilo razonamiento regresaba a su mente tras el turbulento arrebato, y se sintió ridícula y avergonzada. ¿Qué se había apoderado de ella para reaccionar como lo había hecho ante una loba que hablaba? Era comprensible que la sobresaltara..., ¿a quién no le habría sucedido?, pero la abrumadora emoción que había brotado de su interior era mucho más intensa. Había sentido una sensación de auténtico pánico, y con ella una inexplicable pero terrible punzada de dolor y desorientación. No le había importado más que una cosa en aquel momento: huir de los muros que la encerraban y poner entre ella y Carn Caille tanta distancia como le fuera posible.

¿Por qué se había sentido tan aterrada? La mano que sujetaba las riendas descansaba inerte sobre el pomo de la silla y, al percibir la ausencia de control, el caballo se detuvo por completo y empezó a arrancar bocados de hierba primaveral. Índigo siguió sentada sin moverse, sin apenas darse cuenta de la lluvia que le empapaba las ropas y corría por sus cabellos, mientras seguía con la cabeza vuelta en dirección a la ciudadela. Todo el asunto parecía absurdo ahora, y un nuevo motivo de vergüenza era el recuerdo de la temeridad —casi arrogancia— con que había irrumpido en los establos y exigido un caballo. No cualquier caballo, además, sino el gris oscuro. ¿Por qué este animal y no otro? Recordó que, por un instante, su enmarañado cerebro la había convencido de que el caballo era de su propiedad, un viejo y conocido amigo. Pero eso era imposible. No poseía un caballo propio, y lo cierto es que le resultaba una nueva sorpresa el darse cuenta de que sabía montar. Era marino, y lo lógico era que nunca se hubiera sentado sobre un caballo; pero, cuando saltó sobre la silla del animal, un seguro instinto había aflorado a la superficie y se había alejado al galope como si hubiera nacido sobre una silla de montar.

Nacido en una silla de montar... A lo mejor, pensó un poco alterada, lo que Vinar había sugerido medio en broma era cierto. Tal vez sí tenía alguna olvidada conexión con Carn Caille. En el instante en que la loba le había hablado le había dado la impresión de que en efecto existía un lazo, y algo se había agitado en las profundidades de su subconsciente. Ese había sido el motivo de su temor, comprendió ahora; no la loba misma sino algo que la loba, por un efímero momento, había parecido representar o recordarle.

Pero, si ella había tenido parientes aquí, o incluso si su nombre había sido simplemente conocido, ¿por qué no había aparecido nadie a reclamarla? Ese enigma insinuaba algún desagradable secreto, algo oculto o que se le ocultaba a ella de forma deliberada. Pero ¿por qué? ¿Por qué?

Sus ojos se concentraron de nuevo en la lejana mole de la ciudadela. Lo más probable era que alguien no tardaría en salir tras ella. Vinar estaría frenético, exigiría una búsqueda... pero Índigo no deseaba regresar todavía. Necesitaba más tiempo antes de enfrentarse al inevitable cúmulo de preguntas, explicaciones y disculpas. Tiempo para estar sola. Tiempo para pensar.

Volvióse al frente otra vez y obligó al caballo a levantar la cabeza, a la vez que le golpeaba los ijares con los talones para que se pusiera al trote. Llevaba una buena delantera a cualquiera que saliera en pos de ella; seguiría cabalgando un poco más a paso tranquilo, se concedería la oportunidad de tranquilizar sus alterados nervios y razonar un poco sobre la situación. Con el sol invisible tras las nubes de tormenta resultaba difícil saber la dirección que había tomado al salir de Carn Caille, pero el terreno que se extendía ante ella parecía fácil, aunque yermo. Espoleó al caballo a un medio galope rápido y se dirigió a la cima de una pequeña loma que tenía delante. Desde lo alto podría girar a la derecha, donde una delgada franja de árboles que se extendía desde el bosque situado más allá de Carn Caille ofrecía a la vez refugio y un lugar donde ocultarse. Regresaría a la ciudadela antes del anochecer, y, si Vinar y sus anfitriones estaban enojados, sencillamente se disculparía lo mejor que pudiera, y esperaría ser perdonada.

El caballo aminoró el paso al llegar a la cima de la loma, resoplando por el esfuerzo de esta última ascensión, corta pero empinada, y se detuvo en lo alto de la escarpadura, una pendiente de unos quince metros que terminaba en un terreno de maleza reseca. Este debía de ser el borde de la gran tundra meridional; Índigo sabía que detrás de ella se extendían las vastas y vacías llanuras de hielo polares donde ningún ser humano se aventuraba jamás...

«Excepto...»

El pensamiento pasó de forma repentina y asombrosa por su mente, y se le puso la carne de gallina. «¿Excepto quién?» No pudo responder a la pregunta, pero en ese momento el miedo volvió a atenazarla furioso. Había algo allí fuera, algo en la tundra... «Una larga sombra, y una puerta, y no debo, no debo, NO DEBO...»

Se vio liberada violentamente del terror que la paralizaba cuando el caballo relinchó de improviso con un relincho fuerte y prolongado, los flancos temblando bajo ella. El animal miró hacia la derecha; sus patas golpearon el suelo y enviaron una lluvia de piedras sueltas rodando por la ladera, e Índigo vio lo que había atraído su atención. Se acercaba otro caballo, que ascendía con cuidado por la loma. Era una criatura totalmente blanca, y sobre su lomo había una mujer joven, menuda y delgada, coronada. por una

brillante melena de cabellos rojo dorados.

Índigo sólo había visto a la reina Brythere en una ocasión —y apenas por unos instantes— en el gran salón, pero el llamativo cabello era inconfundible. Brythere contemplaba a Índigo con atención y se percibía un claro aire agresivo en su postura mientras espoleaba a su montura hacia adelante. En cuanto se encontró al alcance de la voz, gritó:

—¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres? —Su voz sonaba aguda y enojada. Índigo tenía aún los nervios alterados por la repentina punzada de terror, y mentalmente se puso en guardia.

—¿Qué queréis decir? —Tensó las riendas con dedos torpes, y el caballo agitó la cabeza nervioso—. ¡No quiero nada!

Brythere detuvo su montura en seco, y su ofendida mirada acribilló a la extranjera que había osado dirigirse a ella con tan poco respeto.

—¿Te han enviado desde Carn Caille a espiarme? —exigió.

—¡No, no me han enviado! —replicó Índigo—. No tengo interés en vos. ¿Por qué habría de tenerlo?

Brythere se mostró claramente sobresaltada. Luego profirió una carcajada nerviosa.

—¡Encuentro tus modales muy impertinentes, señora! ¿Sabes quién soy?

—Sí. —Índigo estaba más tranquila ahora, y su voz no mostraba emoción—. Sois la esposa del rey. —Se preguntó de improviso por qué había dicho aquello; «la esposa del rey», no «la reina». Curioso.

Brythere frunció la menuda y bien dibujada boca.

—Sí, soy la reina Brythere. ¿Y tú eres...?

—Me dicen que mi nombre es Índigo.

—Oh... —La expresión y porte de Brythere cambiaron—. Oh... la mujer que lleva el nombre del color del luto. La que ha perdido la memoria. —Hizo una pausa, miró con atención al caballo y luego con mayor atención aún el rostro de Índigo—. Estabas en la audiencia pública ayer, ¿verdad? Con ese hombre rubio, el marinero scorvio. Os vi, justo antes... —Entonces decidió no finalizar la frase. Una extraña sonrisita, casi una mueca, asomó a las comisuras de sus labios, y bruscamente pareció tranquilizarse—. No, ellos no te habrían enviado a ti a seguirme. Muy bien, pues; puedes acompañarme. Cabalgaremos juntas de regreso a Carn Caille.

El veloz cambio de actitud desconcertó a Índigo, quien negó con la cabeza.

—No quiero regresar —anunció—. Aún no.

—¿Qué? ¿Prefieres cabalgar bajo esta lluvia torrencial, y arriesgarte a coger un resfriado o algo peor? —Haciendo caso omiso del hecho de que ella misma había hecho precisamente lo mismo, Brythere volvió a reír. La carcajada resultó artificial—. ¡Qué tontería! Además, el caballo que montas es uno de los míos, y no pienso permitir que se exponga al mal tiempo de forma innecesaria. Regresaremos juntas.

La cuestión del caballo obligó a Índigo a ceder, pues, a menos que estuviera dispuesta a regresar a pie a la ciudadela, no estaba en posición de discutir. Cedió de mala gana, y los dos animales giraron para regresar a casa. Durante unos minutos ninguna de las dos mujeres habló; luego, inesperadamente, Brythere preguntó:

—¿Qué hacías en la loma?

—Nada importante. —Índigo la miró de reojo.

Tuvo la impresión de que Brythere no la creía.

—Me diste la impresión de estar mirando algo —dijo la reina.

—Sólo el paisaje..., lo poco que podía ver de él.

—¿La tundra?

—¿Por qué?

La pregunta mostraba ahora un tono afilado, e Índigo arrugó la frente.

—¿Debería tener un motivo especial?

—No; pero parece una elección curiosa. Después de todo no es lo que pudiéramos llamar una vista atractiva. —La reina realizó un curioso gesto que parecía estar a medio camino entre un encogimiento de hombros y un escalofrío—. Pero lo cierto es que incluso el más desolado de los paisajes puede resultar más agradable que la otra elección.

Unos dedos helados rozaron la espalda de Índigo.

—¿La otra elección? —repitió con cautela.

—Soportar las pesadillas que frecuentan las paredes de Carn Caille... —Por un momento el tono de Brythere fue pesaroso; luego, bruscamente, sus modales cambiaron otra vez y reapareció en su rostro la brillante y poco convincente sonrisa—. Al fin y al cabo —dijo con estudiada indiferencia—, hay momentos, ¿no es así?, en los que cualquier sitio puede resultar tedioso. Aun el propio hogar.

Índigo la miró sorprendida. Entre una frase y la siguiente la reina había borrado el impacto de su primera observación, retorciéndola hasta convertirla en un comentario inofensivo. Era como si hubiera descartado —o incluso olvidado— que por un instante había revelado por completo sus más íntimos pensamientos. Pero, al hacerlo, había provocado en Índigo una turbadora sacudida.

Desde su primer y breve encuentro, la muchacha había tenido muy claro que había algo muy raro en la joven reina. No sabía exactamente el motivo de la reyerta del día anterior en el gran salón, ya que, cuando los hombres que luchaban irrumpieron en el interior, Vinar la había empujado detrás de él para que estuviera a salvo y su enorme mole le había impedido ver nada, y en medio de todo aquel escándalo no había conseguido entender lo que gritaba el intruso. Pero había visto cómo se llevaban a Brythere de la sala, al parecer desmayada, y luego por la noche había escuchado los lejanos gritos que la habían devuelto a la realidad después de la terrible pesadilla sufrida, gritos que, según había descubierto, procedían de los aposentos de la reina. En ese momento Índigo se hallaba demasiado aturdida para percibir demasiados detalles; había salido al pasillo, pero un criado que pasaba corriendo le había asegurado que no había nadie herido y que no había nada de que preocuparse.

Esta mañana, sin embargo, había averiguado el resto de la historia. Estas perturbaciones, al parecer, sucedían con regularidad, pues la reina se veía atormentada por pesadillas frecuentes y periódicas. El locuaz criado que le había ofrecido tal información insinuó alguna forma de neurastenia, e Índigo se había preguntado en un principio si Brythere no estaría loca. Pero la idea desapareció en cuanto el sirviente dejó escapar inadvertidamente la naturaleza de los terrores de la reina: noche tras noche, Brythere soñaba que alguien intentaba asesinarla.

Escogiendo las palabras con cuidado, y sin dejar de observar a la reina de reojo, Índigo dijo:

—Habéis hablado de padecer pesadillas, señora. Yo también tuve una pesadilla anoche. Tengo entendido que fue... parecida a la vuestra.

Brythere volvió la cabeza violentamente.

—¿Parecida?

—Un asesino. Con un cuchillo.

La boca de la reina se movió unos instantes, como si hubiera estado a punto de gritar. Luego echó hacia atrás la cabeza, haciendo volar gotas de lluvia de la empapada masa de sus cabellos.

—Lo que acabas de revelar no me sorprende, Índigo. —Sus labios hicieron una nueva mueca—. Desafiaría a cualquiera a vivir un tiempo entre esas paredes sin soñar tales cosas. —Hubo una larga pausa, mientras los caballos seguían avanzando al trote—. Pero no debes preocuparte por ello. Tú no tienes nada que temer. Ése, creo, es mi privilegio.

La nota de amargura había vuelto a aparecer en su voz. Perpleja, y un poco desconcertada, Índigo quiso preguntar qué era lo que Brythere había querido decir con su enigmático comentario, pero antes de que pudiera formular una pregunta la reina volvió a hablar.

—Preferiría no hablar más del tema de los sueños —declaró con firmeza—. No es ni divertido ni agradable. ¿Me explico con claridad?

—Sí. Aunque... —respondió Índigo con un suspiro.

¡No! —El tono de Brythere era firme, casi feroz—. Por favor. Nos limitaremos a cabalgar, y a no decir nada más. —Sacudió las riendas de su yegua—. ¡Oh!, una cosa más. Es probable que el rey haya enviado hombres a buscarme, y puede que encontremos a la partida de búsqueda antes de llegar a las puertas. Si es así, no quiero que repitas una palabra de esta conversación a nadie.

—Como deseéis.

Índigo comprendió que de nada servía intentar discutir con ella. Brythere no se dejaría convencer para revelar el secreto que se ocultaba bajo sus sueños. Pero las palabras de la reina la obsesionaban. «Desafiaría a cualquiera a vivir un tiempo entre esas paredes sin soñar tales cosas.» Tal vez, pensó Índigo, el secreto tenía menos que ver con Brythere que con el mismo Carn Caille.

Apartó ese pensamiento de su cabeza y se concentró en el sendero que seguían. Los dos caballos habían acelerado el paso sin que los instaran a ello, presintiendo que se dirigían a casa y ansiosos por la comodidad y abrigo de sus establos. Por entre la lluvia, Carn Caille se alzaba cada vez más cerca, sólido y un tanto lúgubre, mientras que a lo lejos, a su izquierda, el bosque se extendía en una enorme mancha de color gris verdoso. Al mirarlo, Índigo percibió una débil resonancia que podría haber sido un recuerdo perdido —un mar encrespado extendiéndose de horizonte a horizonte, y el balanceante trote de su montura como el bamboleo de la cubierta de un barco— y, como había hecho en tantas ocasiones anteriores, intentó atrapar la atormentadora insinuación y obligarla a mostrarse con claridad. Pero su cerebro se resistió a sus esfuerzos, como siempre hacía, y el recuerdo se negó a materializarse. Volvió a suspirar, y estaba a punto de desviar la mirada cuando vio algo que salía del linde del bosque y se dirigía a Carn Caille. Por un momento, desdibujado por el mal tiempo, dio la impresión de que uno de los árboles se había separado de sus compañeros y se deslizaba por el prado en dirección a la fortaleza; luego, bruscamente, se detuvo, e Índigo comprendió que quienquiera que fuera las había visto.

Señaló el prado, atrayendo la atención de Brythere. —Si el rey ha enviado gente a buscarnos, señora, creo que uno de ellos al menos nos ha descubierto.

Brythere dio un tirón a las riendas de su montura, la cual se paró en seco resbalando sobre el suelo mojado. —¿Dónde? —Atisbo en la penumbra—. No veo a nadie. —Ahí —señaló Índigo—. A mitad de camino entre Carn Caille y el límite del bosque. —La lejana figura era la de un hombre, como pudo comprobar ahora; estaba envuelto en una capa y era imposible distinguir ningún detalle de su cuerpo o rostro, pero su figura y forma de andar no eran las de una mujer. Y volvía a moverse ahora—. Nos ha visto. Viene hacia nosotras.

La yegua de Brythere se sacudió de repente, y la reina dio un violento tirón a las riendas.

—¡Quieta, bestia estúpida! —Luego dirigió una amplia sonrisa a Índigo—. Apenas puedo distinguirlo. Debes de poseer una vista excelente, supongo que por haber pasado la vida en el mar. ¡Ah, bien!, seguiremos adelante. No puede tratarse de Ryen porque iría a caballo, y no pienso dejarme intimidar por criados. Vamos.

Espoleó a la yegua al frente de nuevo y ambas echaron a trotar sobre la hierba. La lejana figura seguía dirigiéndose hacia ellas, aunque ahora su trayectoria parecía algo irregular, como si el camino se hubiera vuelto accidentado.

Y, aunque no podía estar segura, a Índigo le pareció escuchar que el viento transportaba un sonido ahogado que se superponía al constante siseo de la lluvia. El sonido de alguien que gritaba...

—Montas muy bien para ser un marino, Índigo. —La voz de Brythere interrumpió de repente los pensamientos de la joven—. Supongo que no puedes recordar, ahora, dónde aprendiste...

—No. —Índigo clavó los ojos en los de la reina.

—Es una lástima. Podría haber...

No terminó de hablar. Había vuelto a tirar de las riendas, obligando a la yegua a ir al paso a su pesar, e Índigo siguió adelante varios metros antes de darse cuenta y hacer lo propio para mirar a su espalda, perpleja.

—¿Señora...?

Brythere tenía los ojos fijos en la figura que se acercaba, y que ahora seguía una trayectoria que les cortaría el paso antes de que llegaran a Carn Caille. La reina temblaba violentamente.

—¡Detente! —siseó—. ¡Deprisa!

Índigo obligó a su montura a detenerse, controlándola con firmeza cuando ésta

intentó resistirse. La reina permanecía rígida en su montura.

—¿Quiénes? —exigió Brythere, la voz ronca por el miedo—. ¿Quién es?

—No lo sé. —Curiosa, y desconcertada por su tono de voz, Índigo la miró de soslayo—. Un hombre, pero no puedo distinguir detalles desde aquí.

—¡Viene hacia nosotras! —Brythere empezó a temblar otra vez—. ¡Se está colocando entre nosotras y la ciudadela!

Confusa, Índigo intentó tranquilizarla.

—Pero... no es más que un solo hombre, como dijisteis; probablemente uno de vuestros propios criados.

—¡No! —exclamó Brythere—. ¡No, es él ¡Sé que es él!

De pronto, espoleó los costados de su yegua con violencia y lanzó al animal a un galope continuado. Demasiado sobresaltada para reaccionar, Índigo vio cómo la yegua blanca, una mancha en la lluvia, volaba sobre el terreno a una velocidad suicida mientras la reina cabalgaba desesperadamente en dirección a las puertas de Carn Caille. Intentaba ganar a la figura tambaleante que ahora giraba para interceptarla; a trescientos metros de la ciudadela sus caminos se cruzaron, e Índigo vio que los brazos del hombre se agitaban en el aire intentando atrapar a Brythere. Llegó demasiado tarde. La reina pasó al galope a menos de tres pasos de sus manos; éstas se cerraron en el vacío, y el hombre se desplomó pesadamente sobre el suelo.

Alarmada, Índigo espoleó su caballo hacia la figura caída. Brythere se detuvo algo más adelante e hizo girar el caballo para mirar atrás; su voz cubrió la distancia entre ambas, aunque Índigo no pudo oír lo que gritaba. Todo lo que pensaba era que el extraño podía haber chocado con el caballo de la reina y estar herido, pero al acercarse vio que se movía y se ponía en pie vacilante. Cuando estuvo lo bastante cerca para verlo con claridad comprendió qué era lo que le sucedía. El hombre no estaba herido... pero sí borracho. De nuevo en pie, se balanceaba como un arbolillo en un vendaval, y se esforzaba por sacar de entre los pliegues de su mugrienta capa un odre de vino sin tapón; derramó su contenido sobre sí mientras luchaba neciamente, sin dejar ni un momento de farfullar en una ininteligible voz sin expresión. No obstante su estatura, mayor de lo normal, Índigo se dio cuenta de que era un anciano. Mechones de grasientos cabellos blancos se escapaban de debajo de la capucha de su capa, y las manos que se aferraban al odre estaban arrugadas y deformadas, Índigo sintió una oleada de repugnancia pero fue incapaz de seguir galopando y dejarlo ahí en ese peligroso estado. Hizo girar la cabeza de su montura y empezó a acercarse a él.

—¡Índigo! —La voz de Brythere aulló enloquecida desde la distancia que las separaba—. ¡Índigo no, no!

En el mismo instante en que la reina gritaba, Índigo vio que detrás de ella las puertas de Carn Caille se habían abierto y salían varios jinetes. Brythere volvió a gritar, y un hombre voceó una respuesta; la voz parecía la de Ryen, y al dirigir una veloz mirada a la ciudadela Índigo vislumbró al rey a la cabeza de los jinetes que se acercaban. El anciano también había visto a los jinetes, y proferido un alarido sorprendente, casi el gañido de dolor de un animal. Sus manos se inmovilizaron de golpe; el odre de vino cayó al suelo, y su contenido se derramó sobre la hierba. Luego, en lo que pareció ser un arranque de terror o rabia o ambas cosas, una voz cascada y frenética surgió de debajo de la capucha y chilló a los hombres que se aproximaban.

—¡Regresad! ¡Dejadme! ¡DEJADME EN PAZ!

Con una velocidad y agilidad sorprendentes, el anciano dio media vuelta y echó a correr, Índigo estaba detrás de él; el hombre no la había visto, y el caballo levantó las patas delanteras cuando el hombre se precipitó directamente contra ellos. Profiriendo un nuevo gañido, el anciano se desvió a un lado a tiempo de evitar la colisión, pero perdió el equilibrio, dio un traspié y estuvo a punto de caer. Mientras agitaba los brazos violentamente para recuperar el equilibrio, la capucha de la capa cayó hacia atrás, y, justo antes de que se enderezara y echara a correr como una liebre, Índigo pudo verle el rostro.

Y la sorpresa la sacudió como un mazazo al reconocer al hombre que, la noche anterior en sus sueños, había intentado asesinarla.

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