CAPÍTULO 10


En los pueblos y granjas por los que pasaban, el espectáculo de Niahrin empujando su pequeña carretilla prestada, con Grimya bien arrellanada en el interior, llamaba poderosamente la atención. Las gentes salían a las puertas, sonriendo y señalando, pero las risas eran amables en general y aquellos que en un principio se horrorizaban ante el desfigurado rostro de la bruja se tranquilizaban de inmediato ante sus joviales maneras. La misma Niahrin se sentía enormemente divertida por el interés que despertaba, y, por si esto fuera poco, las personas que encontraba resultaban buenos clientes para las pociones y remedios guardados en la carretilla junto a Grimya.

—Es una lástima que no pensara en este truco antes —dijo a la loba alegremente mientras, con las monedas tintineando en el bolsillo, se despedía de la familia de otra granja más—: transportar a un animal por todo el país como un número de feriante. ¡A estas alturas ya sería una mujer rica!

—Pero también una mujer muy cansada —respondió Grimya, y su lengua se agitó para demostrar que le seguía la broma.

La loba se había encariñado con Niahrin durante el tiempo que llevaban juntas; ambas se habían compenetrado profundamente, y a pesar de sus ansias por llegar a Carn Caille y hasta Índigo sabía que se sentiría triste cuando llegara el momento de separarse de su nueva amiga.

Llevaban dos días viajando, y según los cálculos de Niahrin debían de alcanzar las puertas de Carn Caille por la tarde de su tercer día de viaje. Habrían ido más deprisa andando a campo traviesa, pero, con Grimya incapaz aún de andar bien y por lo tanto obligada a ejercer de reacia pasajera, Niahrin consideró más sensato seguir las carreteras por las que la marcha resultaría más cómoda. Cadic Haymanson, el guardabosques, no había tenido el menor inconveniente en prestar su carretilla, pues sabía que Niahrin lo compensaría escrupulosamente, ya fuera en remedios a base de hierbas o en productos de su huerto. También le había tallado y modelado un robusto bastón de madera y, no obstante sus indignadas protestas de que era muy capaz de cuidarse sin recurrir a la violencia, había insistido en que lo llevara con ella.

—Nunca se sabe qué clase de vagabundos puedes encontrar por los caminos —le había dicho con firmeza—. Y no me lo perdonaría nunca si te sucediera algo, de modo que harás el favor de aceptarlo ¡y así podré dormir tranquilo en mi cama!

Por el momento, los temores de Cadic habían resultado infundados, y Niahrin disfrutaba enormemente con su aventura. Grimya, sin embargo, no estaba tan segura de disfrutar. Fingía compartir la alegría de la bruja, pero bajo la simulación todavía la perseguía la sensación de temor ante lo que podía esperarles más adelante. No dejaba de recordarse que Carn Caille no era más que piedra y mortero y que en sí misma no podía significar una amenaza. Pero esa seguridad no conseguía tranquilizarla, pues también sabía que más allá de Carn Caille había algo más. Allá en la tundra aguardaba la Torre de los Pesares, solitaria y vetusta. Y, aunque Índigo creía que tras las desmoronadas paredes de aquella torre se hallaban su objetivo y alegría definitivos, Grimya temía que la muchacha se equivocara.

Para aumentar la inquietud de la loba, ella y Niahrin tenían una compañía inesperada

en su viaje. Los lobos salvajes tenían buen cuidado de no dejarse ver, pero tanto Grimya como la bruja eran conscientes de su presencia. Cuando la carretera discurría por un bosque se mantenían a su altura, silenciosos como sombras; cuando se encontraban en terreno abierto y no podían ocultarse se quedaban atrás y las seguían a cuidadosa distancia. Y durante la primera noche, cuando acamparon junto al camino, los lobos se agruparon justo fuera del alcance de la luz de su hoguera, exactamente, dijo Niahrin, como si montaran guardia en un velatorio. La bruja tuvo la impresión de que eran dos o tres, desde luego no más de cuatro y no necesariamente siempre los mismos individuos. Y, aunque no encontró una explicación lógica para ello, tenía la firme convicción de que los lobos las custodiaban.

—Es a ti a quien quieren proteger —explicó a Grimya durante aquella primera noche, una vez que se hubieron instalado cerca del fuego—. No sé qué es lo que saben que yo no sé, pero percibo que existe un propósito para todo esto con la misma certeza con que siempre he presentido las cosas. —Su frente se arrugó, dando a su rostro un aspecto aún más grotesco—. Ojalá pudieras comunicarte con ellos, Grimya. Ojalá pudieras preguntarles cuál es su propósito.

Grimya no respondió. Se negaba a hablar en voz alta cuando sabía que los lobos salvajes podían oírlas, ya que el viejo terror de los días de su infancia, el terror de ser diferente, de ser odiada e insultada por los de su raza, la atenazaba como una mano sofocante. No podía explicárselo a Niahrin. Ni siquiera sabía si después de cincuenta años era capaz de comunicarse en la forma en que lo hacían los lobos; las habilidades que debería haber perfeccionado habían sido abandonadas cuando su madre se revolvió contra ella y la echó, y ahora temía haberlas perdido por completo. Además, aunque no sabía más que la bruja obre los motivos de los lobos, no compartía la seguridad de Niahrin de que éstos eran totalmente benévolos.

Grimya apenas había dormido aquella primera noche, y había dado gracias cuando se hizo de día y pudieron volver a ponerse en marcha. Ahora no obstante, con el sol en el ocaso y la granja y sus simpáticos ocupantes fuera de la vista tras la cumbre de una colina, se alzaba otra vez, amenazadora la perspectiva de otra noche de inquietud, pues no era probable que alcanzaran el siguiente pueblo antes de oscurecer. Tumbada entre las mantas de la carretilla, cómoda de cuerpo pero trastornada mentalmente, Grimya observaba nerviosa el entorno e intentaba no pensar en las horas que tenían por delante.

Acamparon justo antes de que los últimos rayos de luz desaparecieran del cielo, junto al linde de un pequeño bosquecillo situado a poca distancia del camino. Niahrin ayudo a Grimya a salir de la carretilla y a tumbarse sobre la hierba, donde podía estirarse cuan larga era e incluso hacer un poco de ejercicio. Luego encendió un fuego, silbando entre dientes mientras trabajaba, y colocó su cazo de hierro sobre las llamas para preparar una infusión caliente. Vertía agua en el cazo cuando se interrumpió de repente para escuchar; luego miró a Grimya por encima del hombro y dijo:

—No hay lobos esta noche.

Grimya le devolvió la mirada, sobresaltada. Había estado tan segura de que los lobos estarían allí, siguiéndolas aún, que ni se le había ocurrido buscar ninguna señal del su presencia. Ahora, mientras sus sentidos físicos y psíquicos se adaptaban al entorno, se dio cuenta de que Niahrin tenía razón: sus silenciosos y furtivos acompañantes se habían ido.

—Eso es raro. —Niahrin se puso en pie y miró a su alrededor como si esperara ver salir las grises figuras de los lobos por entre los árboles—. Dos días o casi dos, siguiéndonos la pista, y de pronto se desvanecen sin avisar y sin un motivo aparente.

—Qui... quizás —aventuró Grimya— éste no es su territorio. —Parpadeó nerviosa—. En cuyo caso, pueden aparecer otros.

Niahrin no estaba tan segura de eso pero no se le ocurría una explicación mejor. Se encogió de hombros.

—Bueno, no dudo que tienen sus motivos, aunque no se me ocurren cuáles pueden ser. De todos modos, no nos! afectará demasiado. La infusión está casi caliente. Te serviré un plato, y un poco de carne fría y pan para acompañarla.

Se inclinó sobre el cazo e iba a coger su cuchara cuando de improviso los pelos del lomo de Grimya se erizaron.

¡Niahrin! —la voz de la loba era un siseo, una advertencia.

—¿Qué? —La bruja giró en redondo.

—¡Chissst! —Los ojos de Grimya refulgieron salvajes a la luz de las llamas; se había puesto penosamente en pie, y tenía los colmillos al descubierto y el cuerpo tenso por el instinto y la aprensión. Miraba en dirección a la carretera—. Aaaa... alguien se acerca.

Niahrin intentó atisbar en la oscuridad con el ojo sano, pero el resplandor de las llamas había deteriorado su visión nocturna y todo lo que distinguió fue una borrosa neblina gris.

Dio un paso lateralmente en dirección a la loba y se agachó.

—¿Estás segura? —musitó—. No veo nada.

—Estoy segura. Una figura en la oscuridad. Y un olor; olor humano.

Niahrin dirigió una nerviosa mirada al fuego, pero era demasiado tarde para pensar en apagar las llamas. El campamento debía de resultar claramente visible a quienquiera que se estuviera acercando.

—Tal vez se trate de un buhonero que busca compañía para pasar la noche. O un guardabosques interesado en saber cuáles son nuestras intenciones.

Sonrió pero al mismo tiempo estiró un brazo hacia la carretilla, en busca del bastón de madera que le había dado Cadic. En circunstancias normales no temía que la atacaran, pero había sentido un repentino escalofrío acompañado de una nada agradable intuición. Lo más probable era que se tratara de una simple reacción a la intranquilidad de Grimya y que no hubiera motivos para preocuparse, pero era mejor no correr riesgos.

Sus dedos se cerraron alrededor del garrote y lo sacó. Tras hacer una seña a la loba para que permaneciera en silencio, retrocedió otra vez junto al fuego y volvió a silbar, fingiendo remover el contenido del cazo.

Se escuchó un rumor sordo a pocos metros de distancia, y una sombra se movió de forma extraña. La bruja se irguió con rapidez, y su voz se dejó oír con fuerza.

—¿Quién anda ahí? —Volvió a mirar las sombras con atención—. Comparte mi fuego y sé bienvenido si así lo deseas, pero si tienes otra cosa en mente te advierto muy seriamente que te marches ahora que aún puedes.

La sombra se detuvo. No le llegó respuesta, pero Niahrin escuchó el sonido de una respiración irregular. Sintió que se le ponía la carne de gallina.

—No me gustan los jueguecitos —gritó con voz dura—. Déjate ver, o...

La interrumpió un salvaje gruñido. Grimya tenía las orejas pegadas a la cabeza y los pelos del lomo erizados como una salvaje melena rígida. Los ojos de la loba brillaban rojos de rabia y miedo a la vez, y de su garganta brotó una única palabra:

—¡demonio!

Un chillido ululante resonó espantosamente en la noche, y una figura negra surgió de la oscuridad y se abalanzó sobre ellas. Niahrin sólo pudo distinguir una capa, una aureola de cabellos alborotados, el brillo del metal; entonces el apagado acero se transformó en refulgente brillo a la luz de las llamas cuando el cuchillo del asaltante descendió violentamente en dirección a la cabeza de Grimya.

Niahrin lanzó un alarido y dio un salto al frente. Ni siquiera pensó; blandió el garrote con fuerza, sintió el impacto, y vio cómo la figura en sombras salía despedida hacia atrás para ir a estrellarse contra la maleza. Grimya, moviéndose con gran velocidad a pesar de su minusvalía, había retrocedido fuera de su alcance entre gruñidos y ladridos. La figura, entretanto, intentaba denodadamente ponerse en pie pero la capa se lo impedía; aun sin haberle visto el rostro Niahrin supo la verdad, la supo con certeza, y ese conocimiento le provocó una furia ciega.

—¡Vuelve a tocarla y te mataré!

Saltó como una gata, colocándose entre Grimya y el hombre caído en el suelo. Éste se quedó inmóvil, y ella percibió sus ojos, invisibles en su negra silueta, que la miraban fijamente. La rabia que la embargaba creció hasta casi escapar a su control.

—¡Levántate! —escupió—. No vengas arrastrándote como un asesino salido de un nido de ratas... ¡Levántate y enfréntate a mí!

Alzó el garrote y tuvo la satisfacción de ver cómo se encogía de miedo. A su espalda escuchaba la jadeante respiración de Grimya, producto del esfuerzo y la emoción, mientras renovados gruñidos amenazadores retumbaban en la garganta del animal.

Lentamente el supuesto atacante empezó a moverse. Había soltado el cuchillo al recibir el golpe del bastón de Niahrin, y el arma yacía ahora despidiendo débiles destellos a pocos centímetros de su mano izquierda. Niahrin vio cómo sus dedos se arrastraban hacia ella, y le espetó:

—¡No lo toques!

Se precipitó al frente, y alejó el arma de una patada mientras él se apartaba atemorizado. Luego la cabeza apenas entrevista se volvió de nuevo hacia ella, y el hombre habló por primera vez. Nada más oír su voz, cualquier duda que Niahrin pudiera haber albergado sobre su identidad se desvaneció.

—Pero de... debo... —suplicó el hombre con un gemido lastimero—. Debo hacerlo. ¿No te das cuenta, Niahrin? ¿No lo ves? Me matará... y te matará a ti también, si dejas que se acerque...

—Por todo lo más santo... —masculló Niahrin en voz baja; luego lanzó un fatigado suspiro—. Levántate, Perd, por el amor de nuestra buena Madre. Grimya es mi amiga y no te hará daño. Levántate, vamos. Toma una taza de infusión caliente conmigo junto al fuego, y dime qué, en el nombre de la creación, te ha traído aquí. Porque estoy segura de una cosa: esto no es una coincidencia.

—Así que ya ves: debo regresar. —Los delgados dedos de Perd Nordenson oprimían la vacía taza de hojalata como si quisiera darle una nueva y fantástica forma—. Debo, Niahrin. Debo verla. Debo hablar con ella. Debo decirle...

—Espera, Perd, espera —lo interrumpió Niahrin, anticipándose a un nuevo torrente de palabras sin sentido.

A pesar del alborotado ataque que había intentado realizar, Perd se encontraba en un estado más lúcido que de costumbre, y con tiempo y esfuerzo había conseguido obtener de él algo parecido a una sosegada coherencia. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, la esencia de sus confusas explicaciones seguía burlándola. Y la reacción de Grimya no ayudaba en absoluto. Ya había resultado bastante difícil convencer a Perd, contra todos los instintos de su mente enferma, de que la loba era una amiga y una compañera, a la que no se debía atacar, no se debía odiar, y en cuya compañía podía sentarse junto al fuego sin temer por su vida; pero, mientras que había conseguido finalmente apaciguar a Perd, no sucedió lo mismo con Grimya. Niahrin no sabía qué se ocultaba en el fondo de aquella desconfianza, pues Grimya se negaba a hablar en presencia de Perd. La loba permanecía tumbada al otro lado de la hoguera, con las orejas gachas y el pelaje erizado, contemplando al anciano con muda y temerosa desconfianza, y de vez en cuando un ahogado gruñido competía con el chisporroteo de las llamas. Niahrin, colocada entre ambos y con la terrible sensación de ser un suculento hueso por el que peleaban dos perros, estaba decidida a hacer caso omiso de la demostración de hostilidad de Grimya. Sólo con Perd ya tenía trabajo más que suficiente; por el momento al menos, Grimya tendría que ocuparse de su propio bienestar.

—Perd... —Le cogió el tazón y volvió a llenarlo, aunque sólo hasta la mitad porque el viejo ya había derramado sobre sí una buena parte del primer tazón y parecía una tontería desperdiciar más—. Perd, escúchame e intenta prestar atención esta vez. Comprendo una parte de lo que dices. Sé que quieres regresar a Carn Caille... aunque lo que hacías allí es algo que no entiendo...

—Por ella... —empezó él.

—Sí, por ella, lo sé. Pero ¿quién es ella? —Dejó caer el cucharón en el interior del cazo, y el estrépito sobresaltó visiblemente a Perd—. Eso es lo que no me has dicho.

—«Eso y muchas otras cosas», pensó, pero no lo dijo—. Sólo dime eso, Perd. Dime quién es ella.

Sus manos seguían retorciéndose febriles. Niahrin le separó los dedos e introdujo el tazón entre ambas manos. El lo contempló durante unos instantes como si jamás hubiera visto algo parecido; luego la punta de la lengua asomó por encima del labio inferior, como un niño absorto en sus pensamientos.

—Perd —instó Niahrin otra vez al ver que no respondía—. Sólo dime a quién te refieres.

Perd sonrió y levantó la mirada hacia ella; sus apagados ojos tenían una curiosa expresión ausente.

—¿Quién va a ser? La reina, claro. ¿Quién otra?

—¿La reina? —Niahrin estaba perpleja. ¿Qué conexión podía existir entre Perd Nordenson y la reina Brythere?

—No comprendo —dijo—. ¿Intentas decirme que conoces a la reina?

—¡Oh, sí! Claro que la conozco. Y yo..., y yo... la amo. —El rostro de Perd se arrugó, y las lágrimas afloraron a sus ojos—. Siempre la he amado, siempre. Pero ella..., cuando ellos..., ella...

Y de improviso se echó a llorar, con un profundo y dolorido llanto que le estremeció todo el cuerpo. Niahrin no comprendía nada; la extraordinaria revelación la había desconcertado y no sabía qué pensar ni qué hacer. Torpemente, extendió una mano y la posó sobre el hombro del anciano, en un intento de ofrecer todo el pobre y mudo consuelo que pudiera; pero, en el mismo instante en que lo tocaba, su tristeza se trocó brusca y violentamente en cólera. La apartó con furia, arañándola con las afiladas uñas, y su voz se elevó en un malhumorado chillido.

—¡Ellos me echaron! ¡Todos estos años, tantos años, y ellos me echaron, como si yo fuera un traje viejo que hay que tirar!

Le arrojó el tazón; Niahrin lo esquivó, y el tazón rebotó con un sonoro golpe metálico contra el tronco de un árbol próximo y cayó sobre la maleza. Grimya empezó A gruñir, y Niahrin gritó:

Grimya, para! ¡Él no quería hacerlo! —Apretando los dientes y respirando profundamente para tranquilizarse se volvió otra vez hacia el anciano—. Perder los estribos conmigo no nos servirá de nada a ninguno de los dos, Perd. ¡Cualquiera que sea la injusticia que hayan cometido contigo, yo no fui responsable de ella! Ahora, vuelve a intentarlo. Dime qué te sucedió en Carn Caille.

Pero Perd volvía a llorar y en esta ocasión no quería o no podía parar. Niahrin escuchó sus sollozos, consciente de que nada podía hacer ante esto. Se habían despertado viejos agravios y penas hasta ahora dormidos en las lóbregas profundidades de su enferma mente, y éstos eran tan poderosos que lo habían empujado a la corte del rey en busca de una reparación. Si juntaba lo poco que le había contado, Niahrin podía imaginar muy bien la escena en Carn Caille. No era extraño que lo hubieran echado, y si había intentado asediar a la reina en persona con alguna loca declaración de amor tenía suerte de haber escapado tan bien parado.

Sin embargo, a pesar de todo aquel embrollo sin sentido —la obsesión de Perd por la reina Brythere y todas esas tonterías sobre una pasada injusticia—, la intuición de Niahrin se había puesto en funcionamiento, advirtiéndole que no considerara toda aquella historia simplemente como los delirios de un loco. Perd estaba loco, no había duda de ello, pero intuía que lo que le había contado era al menos una aproximación a la verdad.

Y las revelaciones del tapiz que había tejido, que ahora se encontraba cuidadosamente doblado y guardado en la carretilla, eran una prueba más firme que cualquier conjetura. El poder que había guiado sus manos sobre el telar le había mostrado que Perd Nordenson tenía un papel en este extraño asunto, y ese poder no mentía.

Un sonido áspero la sacó brusca e inopinadamente de su ensimismamiento. Perd se había doblado hacia adelante y, con la cabeza sobre las rodillas, roncaba. Dividida entre la compasión, el alivio y un resentimiento un tanto divertido porque el anciano no había tenido ni siquiera el detalle de desearle buenas noches, Niahrin se levantó con esfuerzo. No podía dejarlo sentado así porque lo más probable era que acabara de doblarse al frente y cayera sobre el fuego; lo sujetó por debajo de los brazos y tiró de él hacia atrás hasta dejarlo en posición supina, tras lo cual lo envolvió bien en su capa para que no cogiera frío. Perd ni se movió, y Niahrin se dijo que dormiría profundamente hasta la mañana. Cuando lo hubo dejado tan cómodo como pudo, rodeó el fuego en silencio y fue a sentarse junto a Grimya.

—Está bien dormido —aseguró—. Puedes hablar sin temor a que te oiga.

La loba la miró con ojos entristecidos.

—No me gus... gusta este hombre —dijo con voz ronca—. He intentado estar calmada pero es muy difícil. Hay algo maligno en él. —Hizo una pausa—. Él es el que vino a tu casa. El que me asustó.

—Sí, lo es. —Niahrin acarició la cabeza de la loba con suavidad y dulzura—. Pero él no es malo, Grimya, como he intentado explicarte antes. Está enfermo, y siente un terror y odio por los de tu raza que nunca he podido comprender. Pero no es malvado. —La mano aumentó ligeramente la presión de sus caricias—. Confía en mí, cariño, por favor. Perd no te hará daño, porque yo no voy a permitirlo y sé cómo desviar su atención en sus peores momentos. Pero lo cierto es que quiero ayudarlo si puedo.

Grimya permaneció en silencio unos momentos.

—¿Quieres decir que deseas que venga con nosotras? —preguntó al cabo.

—Sí, quiero que venga con nosotras. No es sólo por él; es por mí también, aunque eso es algo que no creo comprender del todo aún. Y tal vez..., bueno, no puedo estar segura, pero quizás es también por tu bien.

—Nnno lo comprendo, Niahrin. —La loba bajó la cabeza—. Yo no quiero que venga; me da miedo.

—¡Oh, Grimya!

A Niahrin le dolía interiormente su imposibilidad de explicar a nadie, y mucho menos a esta amable amiga con su claro y directo razonamiento, la naturaleza del poder que había guiado sus manos sobre el telar y guiaba su mente ahora. Aquel poder había colocado una responsabilidad sobre sus hombros, y ella no podía rehuirla. Fuera lo que fuera lo que la aguardaba, ella debía llevarlo a cabo. —Querida mía —su voz era dulce—, por favor ten paciencia con tu amiga Niahrin. Me parece que en esto estoy tan impotente como tú. Pero sí sé una cosa: Perd tiene que venir con nosotras, porque negarle esto significaría negarle la esperanza. Y eso es algo que no le haré a ningún ser vivo.

Nubes grises empezaban a acumularse por el noroeste, y Niahrin calculó que en menos de una hora empezaría a llover. Se alegró de ver la mole de Carn Caille frente a ella, y se alegró doblemente —aunque eso fue acompañado de una sensación de culpabilidad— de que, después de todo, Perd no las hubiera acompañado en esta última parte de su viaje. El anciano había desaparecido en algún momento durante la noche mientras ella y Grimya dormían, llevándose la mitad de sus raciones y sin dejar ninguna

pista sobre la dirección tomada.

Niahrin deseó fervientemente que no hubiera regresado a Carn Caille. En realidad, el que no hubiera realizado ningún otro intento de atacar ni a Grimya ni a ella misma antes de abandonar el campamento sugería que seguía aún en un estado mental relativamente lúcido, de modo que con un poco de suerte era posible que tuviera el sentido común de evitar la fortaleza al menos por el momento. Grimya no ocultó lo que la satisfacía verse libre de él, y así pues habían iniciado la marcha con una sensación de alivio.

Pero, aunque Perd estaba ausente, Niahrin no dejó de pensar en él. Durante todo el día, mientras empujaba la carretilla por la carretera, había ido rumiando sobre el enigma de las incoherentes revelaciones del anciano. Seguían siendo tan incomprensibles a la luz del día como lo habían sido en la oscuridad de la noche, y la actitud de Grimya era un enigma más. Era comprensible que sintiera una fuerte antipatía por Perd a la vista del odio declarado de aquel hombre contra los de su raza, pero esto iba más allá de la simple enemistad y Niahrin no podía dar con la causa.

Grimya no ayudaba en nada: se limitaba a negarse a discutir la cuestión, y Niahrin acabó por dejar de lado sus meditaciones para concentrarse en la carretera.

Carn Caille se perfiló más cercana, y ahora la bruja percibió el cambio en el aire y el enfriamiento del viento que anunciaba lluvia. Apresuró el paso, disculpándose ante Grimya por las molestias provocadas por el traqueteo, pero la loba no respondió. Tenía los ojos fijos en la fortaleza y parecía como si intentara acurrucarse aún más en el interior de la carretilla, como si quisiera ocultarse de lo que la esperaba más adelante.

Se encontraban apenas a cien pasos de las abiertas puertas de acceso cuando se produjo un veloz movimiento en el interior y salió una mujer a caballo. Grimya lanzó un extraño gritito, al tiempo que erguía las orejas con ansiedad, para luego dejarse caer nuevamente en el interior al descubrir que el jinete era una desconocida. Niahrin, sin embargo, la reconoció al instante.

—¡Es la reina! —exclamó, con la voz teñida de sorpresa y alegría, y, al ver acercarse el caballo, se apartó a un lado del camino y realizó una reverencia.

La reina Brythere iba ataviada para galopar, con una falda pantalón de lana, botas de piel y un abrigo de cuero bien cerrado alrededor de la delgada garganta. Llevaba la cabeza descubierta y los cabellos de color rojo dorado sujetos hacia atrás en una severa cola. Cuando la tuvo más cerca, Niahrin pudo ver la expresión de su rostro —una extraordinaria mezcla de infelicidad, temor y determinación—, y una serie de preguntas sin respuesta se amontonaron en la mente de la bruja. La reina parecía enferma, enferma y aturdida. Su piel había perdido el color, los ojos mostraban profundas ojeras, y las manos que sujetaban las riendas estaban pálidas y delgadas como las de un fantasma.

El caballo —una yegua blanca— aminoró el paso al llegar junto a ellas, y Brythere bajó la mirada. Frunció un poco el entrecejo ante la peculiar visión de una mujer tuerta y un lobo en una carreta, pero Niahrin tuvo la clara impresión de que la reina había advertido su presencia de una manera periférica y que los pensamientos de la soberana estaban inflexiblemente fijos en otro punto. La bruja le dedicó una respetuosa reverencia y, recobrando el dominio de sí misma, Brythere le dedicó una sonrisa distraída y ausente como respuesta, antes de espolear su montura y girar en dirección al

sur y las tierras desnudas que bordeaban la tundra.

—Sin escolta, blanca como una enferma, y con una expresión en los ojos como si le acabaran de decir el día de su propia muerte... —Niahrin no se dio cuenta de que había hablado en voz alta hasta que Grimya se volvió para mirarla, indecisa.

—No esss una mujer feliz —dijo la loba—. ¿Adonde crees que iba?

—Sólo la Madre lo sabe. —Niahrin dirigió una rápida mirada al amenazador cielo—. Pero si tiene intención de cabalgar lejos todo lo que obtendrá será quedar empapada. De todos modos, eso es cosa suya; yo no soy quién para cuestionar lo que decida hacer la reina. —Volvió a empujar la carretilla hasta la carretera y se puso en marcha en dirección a las puertas de la fortaleza.

Ante su sorpresa, y con gran alivio para Grimya, las esperaban. En cuanto la bruja empezó a contar su historia, el guarda de la puerta interrumpió sus explicaciones y le indicó que pasara. Al parecer, el rey Ryen había dado instrucciones a sus centinelas para que aguardaran la llegada de alguien procedente de los bosques acompañado de una loba domesticada. Y, sí, la marinera de nombre Índigo estaba allí, junto con su prometido. Al escuchar esto Grimya emitió un sonido ahogado pero se controló enseguida, temerosa de revelar su secreto. El guarda pidió a Niahrin que esperara mientras iba en busca de alguien que las acompañara, y, en cuanto se hubo alejado lo suficiente para no poder oírlas, la cabeza de la loba giró hacia Niahrin.

—Di... dijo... prometido. —Había temor y confusión en su voz—, ¡Índigo no está prometida! ¡No está prometida a nadie! No puede, no podría...

—¡Chist! —advirtió Niahrin—. ¡Silencio, o alguien podría oírte! —Posó una mano sobre la cabeza de Grimya para tranquilizarla—. Escucha, cariño, me parece que hay muchas cosas que no sabemos aún, y lo más probable es que el centinela se haya equivocado. Ten paciencia un poco más y averiguaremos qué sucede.

Las primeras gotas de lluvia empezaban a caer cuando regresó el centinela. Lo acompañaba un hombre de cabellos castaños que Niahrin reconoció al instante como un bardo.

—Señora... —El joven vaciló un instante, pero, si el rostro desfigurado de la bruja lo desconcertó, tuvo la suficiente presencia de ánimo para disimular su reacción. Hizo una reverencia, y Niahrin vio que la evaluaba rápidamente no tan sólo a nivel físico—. Sé bienvenida a Carn Caille. Soy Jes Ragnarson, bardo del rey Ryen.

—Yo soy Niahrin —repuso la bruja.

—Sí; sí, he oído hablar de ti. —Sonrió—. Tu nombre y reputación son muy respetados por los de mi profesión al igual que por los de la tuya.

Sus palabras sorprendieron a Niahrin, quien lanzó una carcajada gutural.

—Bueno, no fingiré no sentirme halagada, Jes Ragnarson. —Señaló la carretilla—. Y ésta, como creo que ya sabes, es Grimya.

El bardo contempló a la loba unos segundos, y luego asintió.

—Hay aquí dos personas que estarán muy contentas de verla. —Se volvió otra vez hacia la bruja y le dedicó una segunda y escudriñadora mirada—. Y unas cuantas más que también estarán contentas de verte a ti. —Y, antes de que Niahrin pudiera indagar sobre tan peculiar afirmación, sus modales cambiaron de nuevo y levantó los ojos hacia el gran cuadrado de cielo enmarcado por las murallas de Carn Caille—. La lluvia arrecia; ¡has llegado justo a tiempo! Ven, pongámonos a cubierto antes de que empiece el aguacero. Vuestros amigos os esperan.

Abandonaron a toda prisa el exiguo refugio del arco de la puerta y atravesaron el patio hasta una puerta del lado oeste de la fortaleza. Niahrin vio rostros en las ventanas que los contemplaban con interés; luego franquearon la puerta y se encontraron en un salón espacioso y sorprendentemente cálido, del que partían dos amplios pasillos. Varios criados se detuvieron para dirigirles miradas curiosas; uno o dos, al ver la carretilla y la loba, sonrieron. Jes Ragnarson las condujo por el pasillo de la izquierda, a través de una sala enorme y vacía en la que resonaron sus pisadas —Niahrin supuso que se trataba de una sala de reuniones o algo parecido—, y finalmente hasta la puerta de una antesala. Llamó a ésta; durante un momento todo permaneció en silencio, pero al cabo la puerta se abrió desde adentro.

Niahrin pudo ver el interior de la habitación, y por un sobrecogedor momento tuvo la impresión de que todo un comité de recepción las esperaba. Seis personas —debía de haber seis, si no más—: un hombre fornido y rubio, una mujer de cabellos castaño rojizos, una criatura de cabellos plateados y curiosos ojos, y una impresionante figura alta de cabellos parecidos a hojas de sauce, una anciana, un...

Entonces, de improviso y de un modo sorprendente, la visión se desvaneció ante sus ojos y sólo quedaron dos personas. La bruja meneó la cabeza aturdida, con los ojos fijos en las dos personas y preguntándose qué era lo que le había sucedido, pero antes de que se hubiera serenado el hombretón rubio echó a correr hacia ellas.

¡Grimya! —Su voz cargada de acento extranjero resonó en los pequeños confines de la habitación—. Grimya, eres tú, lo eres de verdad! ¡No te ahogaste!

Niahrin estaba aún demasiado sobresaltada para advertirle que tuviera cuidado con la pata herida de la loba. Vinar se dejó caer junto a la carretilla y empezó a rascar con fuerza a Grimya entre las orejas. La loba gimoteó de placer, retorciéndose, pero su mirada estaba clavada en la mujer situada detrás de Vinar, quien hasta el momento no había dado un paso para ir a su encuentro y se limitaba a contemplarla con ojos inquietos. Utilizando su voz mental, la loba la llamó, extasiada.

«¡Índigo! ¡Estás a salvo, estás aquí! ¡He tenido tanto miedo por ti!»

Pero Índigo no respondió. Su expresión no se alteró, tampoco habló, y de su mente no surgió ninguna oleada de emoción.

«¿Índigo, qué sucede?», inquirió la loba, perpleja. «. ¿Por qué no me saludas?»

Índigo se limitó a seguir con la mirada fija en ella, y la angustia de la loba se tornó bruscamente en miedo. Sus sentidos psíquicos intentaron frenéticamente llegar hasta la muchacha, pero siguió sin recibir respuesta de su amiga. Lo cierto..., lo cierto, comprendió Grimya, es que no había nada. El vínculo mental entre ellas había desaparecido como si jamás hubiera existido.

«¡Índigo!» Grimya proyectó toda la energía que fue capaz de reunir en el silencioso grito, «Índigo, por favor, POR FAVOR.... »

—Lo siento. —La voz de Índigo interrumpió su desesperada llamada mental, y la muchacha desvió la mirada—. Lo siento, Vinar. No recuerdo. Si ésta es Grimya, y si alguna vez me perteneció, sencillamente no recuerdo nada sobre ella.

El pánico acabó con toda cautela en la mente de Grimya, y su voz —su voz física— brotó de su garganta en un grito que era mitad palabras y mitad aullido.

—Índigo, ¿por qué no me reconoces? ¿Por qué no me reconoces?

Vinar dio un salto atrás como si hubiera recibido un latigazo en pleno rostro. Perdió el equilibrio y fue a caer pesadamente al suelo, donde quedó sentado, boquiabierto por la sorpresa mientras contemplaba a la loba con incredulidad y terror. Índigo se quedó paralizada donde estaba, el rostro una máscara de aturdimiento, la boca entreabierta, mientras una sucesión de imágenes inconexas penetraban violentamente en su cerebro como cuchilladas. Lobo..., bosques y luz de hogueras..., viajes que parecían no tener fin... y una carga, una terrible carga ineludible...

—Los animales no hablan... —Retrocedió un paso, alzando las palmas de ambas manos hacia afuera como para rechazar algo demasiado terrible para enfrentarse a ello—. ¡No hablan! —Alzó la cabeza violentamente y dedicó a Niahrin una terrible mirada enloquecida—. ¡Esto es un truco, una broma que me estás gastando!

—¡No! —protestó Niahrin— Señora, os aseguro que...

—¡No te creo! —La voz de Índigo, aguda por el pánico, la interrumpió a mitad de la frase. Luego, antes de que nadie pudiera detenerla, la joven pasó corriendo junto a la carretilla y la bruja, y con un grito lleno de desesperación huyó de la habitación.

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