CAPÍTULO 20


Desde el extremo opuesto de la sala, una voz compuesta habló en voz baja pero a la vez con abrumadora y dramática claridad.

—ANGHARA...

Las manos de Índigo se separaron violentamente de las cuerdas, y la muchacha cayó hacia atrás, resbaló del taburete y fue a chocar contra el suelo. Durante varios segundos se produjo un silencio agorero en la sala. Aturdida, Índigo empezó a incorporarse despacio.

—ANGHARA... ¿NOS RECUERDAS, ANGHARA?

El fuego de la chimenea llameó con fuerza, obligando a las sombras a retroceder, y del interior del hogar, materializándose de entre las llamas, surgieron tres figuras que avanzaron hacia Índigo. Némesis iba delante; detrás de la criatura de cabellos plateados iba la figura de los ojos lechosos, y el lobo de pelaje pálido la seguía. Némesis sonrió con tristeza y extendió una mano como si intentara una conciliación.

—¿No quieres recordarnos, hermana? ¿No quieres recordarnos, y regresar?

—No... —El cerebro de Índigo se rebeló—. No..., no os conozco...

—Claro que nos conoces, hermana. Nos conoces a todas. —Némesis dio un paso al frente, luego otro, y otro, y los otros dos fantasmas la siguieron—. Ven, Anghara. Ven. Volvamos a ser uno solo otra vez.

Índigo retrocedió, y chocó con el arpa de Cushmagar. Las cuerdas vibraron, emitiendo un gemido sobrenatural.

—¿Qué queréis de mí? No os conozco; ¿no comprendéis? Manteneos lejos de mí... ¡Manteneos apartadas! —Y giró en redondo, al tiempo que su voz se elevaba desesperada—. ¡Vinar! ¡Vinar, por favor, ayúdame!

Con un rugido de miedo y rabia, Vinar se desasió de la mano del rey y se lanzó al frente; Ryen intentó sujetarlo, pero él se le escapó y corrió hacia Índigo.

—¡Detenedlo! —gritó Moragh con desesperación—. ¡Que alguien lo detenga...! ¡Grimya!

Lo que sucedió en los segundos que siguieron ocurrió tan deprisa que dejó a Niahrin aturdida. Una mancha gris surgió veloz de detrás de la mesa, y Grimya se lanzó sobre Vinar con un poderoso salto. Chocó contra él con todo su peso, y el hombre se vino abajo con un rugido, agitando brazos y piernas. Ryen empezó también a gritar, mientras Brythere emitía agudos chillidos mezcla de sorpresa y temor, y con un veloz y grácil movimiento los tres fantasmas corrieron hacia Índigo. Una luz cegadora brilló de repente en toda la sala, como si un rayo hubiera iluminado las ventanas, y el sobresalto los inmovilizó a todos de golpe. Vinar se encontraba tumbado en el suelo, perplejo; Ryen y Brythere estaban tan desconcertados que eran incapaces de decir nada; Jes y Moragh permanecían petrificados como figuras de un cuadro viviente. Niahrin, por su parte, descubrió que se había arrojado al suelo e intentaba instintivamente cubrirse la cabeza con las manos. Y los tres fantasmas habían desaparecido...

Índigo, de pie y sola en medio de la sala, se balanceó de repente, y un sonido ahogado borboteó entre sus labios. Llamándola por su nombre, Vinar se incorporó con dificultad y empezó a acercarse a ella... pero se detuvo cuando la muchacha se volvió y lo miró. El

rostro de Índigo mostraba una expresión de perplejidad, pero su porte de notaba una confianza nueva y desconocida. En una voy que no parecía la de la Índigo que todos conocían, preguntó con calma:

—¿Quién eres tú?

Los ojos de Vinar parecieron a punto de estallar por la sorpresa.

—¿Quién...? Índigo, ¿qué estás diciendo? ¿Qué quieres decir? Soy yo, Vinar, ¡Vinar! —Intentó acercarse a ella, pero Grimya volvió a gruñir y desistió. El tono de su voz se tornó azorado, patético—. Índigo...

—Vinar —Moragh se encontraba a su lado y lo tomaba del brazo—, creo que será mejor que te sientes.

—Pero...

—Mírala, Vinar. Mírala con atención.

Así lo hizo, y descubrió lo que ella, Niahrin y Jes ya habían visto. El aspecto físico de Índigo, así como su forma de actuar, habían cambiado. Sus ojos habían perdido su familiar color y adquirido un tono lechoso; mechas plateadas brillaban en sus cabellos; y, cuando inclinó a un lado la cabeza y le dedicó una sonrisita, había algo lobuno en su expresión.

—Lo siento —dijo con afabilidad pero sin emoción—. No creo que hayamos sido presentados.

—Pero... —musitó de nuevo Vinar. Por mucho que se esforzaba, no conseguía encontrar las palabras para formar las preguntas. Como un niño, dejó que Moragh lo condujera de vuelta a su asiento, mientras Índigo lo contemplaba alejarse; una vez ante su silla, Vinar se dejó caer en ella y hundió el rostro entre las manos.

Moragh se irguió. Tras dirigir una veloz mirada a Niahrin, dijo:

—Índigo ¿sabes quién soy?

Los blanquecinos ojos de Índigo se volvieron de color plata.

—¿Os dirigís a mí, señora? —inquirió—. Perdonadme, pero creo que habéis cometido un error. Mi nombre no es Índigo.

—Entonces ¿cuál es tu nombre? —Moragh sostuvo su mirada con firmeza.

—Yo soy Anghara.

Brythere emitió un sonido estrangulado y nervioso, y la silla de Ryen arañó el suelo al resbalar hacia atrás.

—¿Anghara? Eso no es...

—¡Ryen, permanece en silencio! —lo instó Moragh, apremiante—. No la interrogues; no discutas. —Lanzó otra mirada a Niahrin, esta vez a modo de súplica—. Niahrin, ¿qué hemos de hacer?

Antes de que la bruja pudiera pensar, y mucho menos responder, Índigo se volvió para mirarla con curiosidad. Fue un movimiento lento, como si la muchacha no estuviera muy segura de sí misma. Luego la curiosa sonrisa regresó.

—Recuerdo haberte visto en algún lugar antes. ¿No estabas en...? —La sonrisa fue reemplazada por una expresión pensativa—. No. Eso no. Eso no podría haber sucedido...

Mientras hablaba sus ojos cambiaban continuamente de color; ahora plateados, ahora blanquecinos, ahora ambarinos. Por fin volvieron a ser de color azul violáceo. Grimya gimoteó y se apretó contra la pierna de Niahrin; el sonido y el movimiento llamaron la atención de Índigo, que bajó la mirada.

—Me gustan los lobos —dijo—. Pero nunca antes había visto uno en Carn Caille. ¿Es tu mascota?

—No —respondió Niahrin—. Ella es mi amiga... y tu amiga, también. ¿No la recuerdas? ¿No recuerdas a Grimya?

Grimya... No, creo que no. Había una... pero no. Eso fue un sueño. Sólo un sueño.

Jes había ido a colocarse junto a Niahrin; en voz baja, la bruja le susurró de forma que sólo él pudiera oírla:

—Empieza a recordar algo, Jes. Advierte a su alteza; dile que no diga nada. Voy a intentar hacer girar la llave.

El bardo asintió y se retiró en dirección a la mesa. Índigo lo siguió con la mirada.

—¿Es ese joven un bardo? —preguntó.

—Es un bardo.

—¡Ah! Ya lo pensé. Tiene el aspecto... Nosotros teníamos un bardo, pero era mayor. Su nombre era..., era...

Seguía observando a Jes, y con cuidado, mientras su atención estaba distraída, Niahrin levantó una mano y apartó el parche de su ojo izquierdo. Sabía que debía actuar en el momento preciso y, sin hacer ruido, dio dos pasos al frente que la acercaron más a Índigo.

—Su nombre era Cushmagar —dijo en voz baja pero nítida.

—¿Qué? —Índigo volvió la cara... y la mirada de bruja de Niahrin la atrapó—. No... —musitó la muchacha—. No, no..., no quiero...

—Silencio.

La voz de Niahrin adoptó al punto el hipnótico sonsonete con el que había lanzado su hechizo sobre Perd. Pero esta noche no necesitaba de una cuerda de nudos para dar vida a la magia. El poder dormido del hechizo empezaba a despertar; no dentro de ella, sino dentro de Índigo. Al descubrir su ojo, Niahrin no había hecho más que abrir la puerta; lo que la puerta revelaba sólo podía verlo Índigo.

—Anghara. Anghara. Anghara. —Niahrin levantó muy despacio su mano derecha mientras repetía el auténtico nombre de Índigo tres veces. Estiró el brazo en dirección al anonadado rostro de la muchacha, y sus dedos pulgar y corazón se extendieron en una antigua señal de hechicería—. Mírame, Anghara, porque yo poseo el don de la visión, y el pasado y el futuro están en mi ojo. Mira, Anghara. Mira.

La sala estaba totalmente en silencio. Índigo clavó los ojos, hipnotizada, en el rostro de la bruja. No podía volver la cabeza; Niahrin la había atrapado como un pájaro en una trampa, y de improviso le pareció que la bruja cambiaba y se convertía en otra persona, en alguien que ella conocía bien...

—¿Imyssa...? —Sin darse cuenta, Índigo pronunció el nombre de su vieja nodriza. La imagen del arrugado rostro de Imyssa fluctuó y por un instante una mejilla desfigurada y un ojo horrendo aparecieron en su lugar; pero enseguida eso se desvaneció, y la nodriza le sonrió con cariño.

«Ya está, hijita, acabado; ¿y quién se atreverá a decir que no eres la cosa más linda que jamás se ha sentado a la mesa de un rey?» La voz surgía no del mundo físico sino de algún lugar en su interior, espectral, repitiendo un lejano recuerdo. «¿Qué canción interpretarás para tus queridos padres esta noche, mi princesa?»

—¡Oh, no...! —exclamó Índigo en voz alta y temblorosa—. No, no. Eso no...

Pero otras voces se unían ya a la primera.

«¿Qué canción, Anghara? ¿Qué canción será esta noche? Toca para nosotros, Anghara. Toca para nosotros como has hecho tantas veces antes.» Índigo intentó no oírlas, pero crecieron como una marea, chocando contra sus oídos, contra las paredes de su cerebro. «¿Qué canción será esta noche? ¿Qué canción será esta noche?»

Y una voz entre todas ellas, una voz anciana pero cálida, potente y amable, dijo:

«Mi arpa está aquí, princesa, y aguarda. Vamos, Anghara. Vamos.»

Como en sueños, se dio la vuelta. El arpa estaba allí, su arpa, el arpa de Cushmagar, de pie donde siempre había estado junto a la tarima del rey. La luz de las llamas se reflejaba sobre la brillante madera, otorgándole un resplandor ambarino. Y estaban todos allí, con ella: su familia, sus amigos, todos aquellos espíritus queridos y amados que compartían su vida...

Los siete silenciosos espectadores de la sala apenas se atrevieron a respirar por temor a interrumpir la quietud mientras Índigo avanzaba despacio, a ciegas pero sin titubear, hacia el arpa de Cushmagar. Incluso Vinar había levantado la cabeza y contemplaba la escena, aunque su rostro estaba poseído por una expresión de pena indecible. Un leve roce de seda rompió el silencio cuando Índigo se sentó. Sonrió a los presentes, pero sus ojos estaban cerrados y lo que veía mentalmente era una escena de otra época y otro lugar. Entonces apoyó la mejilla contra la suave madera tallada del arpa, y empezó a tocar.

Mucho más tarde, Niahrin averiguó que la música que Índigo extrajo del arpa de Cushmagar esa noche no había sido escuchada nunca antes en el mundo mortal, y jamás volvería a serlo. Era, realmente, un aisling; pero un aisling tan extraño, hermoso y melancólico que se introdujo en su propio espíritu, para abrirlo como una flor y a la vez desgarrarlo con una emoción tal que era casi demasiado fuerte para que su mente y su cuerpo lo soportaran. Débilmente, mientras la exquisita y desgarradora melodía se elevaba y ondulaba e inundaba la sala, la bruja escuchó el sonido de una mujer que lloraba, pero no podía decir ni saber si esa mujer que sollozaba con tanto sentimiento era Moragh, Brythere o ella misma. Índigo siguió tocando, las manos moviéndose febriles, el rostro extasiado y rígido, enmarcado por la masa de sus cabellos. Tenía los ojos abiertos ahora, aunque miraba como alguien poseído a un mundo que los otros jamás podrían ver, y su delgada figura estaba envuelta en una aureola plateada que se enroscaba a su alrededor como el humo.

Entonces, en el extremo opuesto de la sala, el fuego empezó a cambiar. Las llamas danzaban, se balanceaban a medida que el ritmo de la música se tornaba más turbulento, pero de improviso Niahrin se dio cuenta de que perdían color. Comenzaron a mezclarse y fundirse, su tono se hizo cada vez más pálido, más pálido, y su brillo aumentó hasta que el hogar pareció lleno de un deslumbrante círculo de luz blanca.

Y del centro de la luz, con la solemnidad de una extraña cabalgata sobrenatural, surgió una procesión de figuras humanas.

Kalig iba a la cabeza; un hombretón alto con la corona de las Islas Meridionales centelleando sobre sus cabellos castaño rojizos. Cogida de su brazo iba Imogen, su patricia y hermosa reina procedente de Khimiz, en el continente oriental; miraban a su alrededor, e inclinaban las cabezas regiamente, y sonreían como aceptando la adulación de una gran muchedumbre invisible.

La cabalgata se detuvo. Por un momento las fantasmales figuras permanecieron inmóviles; luego Kalig e Imogen se adelantaron solos. En la mesa, Ryen y Brythere estaban de pie. La joven reina se aferraba a su esposo aterrorizada, pero aunque quería mirar a otro lado no podía volver la cabeza, no conseguía apartar la mirada de los silenciosos y elegantes fantasmas que desfilaban lentamente hacia ella. El rostro de Ryen era un suplicio de emociones en conflicto; asombro, miedo y pesar, todos ellos compitiendo por obtener prioridad. A medida que Kalig e Imogen se acercaban, él empezó a apartarse de la mesa, como si tuviera intención de ir a su encuentro... o como si, temiéndolos, quisiera dejar paso a una reivindicación más antigua y poderosa...

Pero los espectrales soberanos no llegaron hasta la tarima. En lugar de ello giraron a un lado, hacia donde Índigo seguía tocando, inmersa en el hechizo, sin darse cuenta de nada. Al aproximarse al arpa sus figuras se fueron encogiendo hasta tener apenas el tamaño de muñecos; entonces pasaron bajo el arco de la gran estructura de madera, parecieron fundirse por un instante con las temblorosas cuerdas, y, como un fuego fatuo, desaparecieron. Y Niahrin recordó su tapiz junto a la chimenea, enmarcada en el resplandeciente círculo de luz, la procesión volvió a ponerse en marcha. Ahora a su cabeza marchaba el príncipe Kirra, hijo de Kalig y hermano de Anghara; un joven en lo mejor de la vida con todo el aspecto de una energía vibrante, que reía, o eso parecía, con un acompañante invisible. Tras él avanzaba una anciana, menuda, afable y vigorosa como un arrugado reyezuelo, que agitaba un dedo y sonreía y, en silencio, regañaba cariñosamente. Luego venían otros: sirvientes, cazadores, guardabosques, cogidos del brazo, sonrientes, gastando bromas, saludando con la mano a amigos situados más allá que sólo sus ojos podían ver. Uno a uno y de dos en dos desfilaron a lo largo de la sala, se dieron la vuelta, se encogieron, y desaparecieron en el interior de la melodiosa y plañidera arpa.

Y entonces la naturaleza de la procesión empezó a cambiar. Primero apareció un capitán de barco, con una mujer fornida de aspecto temible a su lado. Luego un hombre y una mujer de más edad, él de rostro cansado y aspecto nervioso, ella adornada con un tocado de tintineantes discos de cobre, y con ellos un joven que avanzaba con un contorneo arrogante. Tras ellos seguía una muchacha que sujetaba con fuerza un broche de estaño en forma de ave, y que lloraba de vergüenza por su rostro, desfigurado por la enfermedad; con ella iba un hombre alto y enjuto, los revueltos cabellos grises sujetos en un racimo de trenzas y los ojos llenos de furiosa pena. Detrás, un hombre de piel morena y sensual belleza, y una mujer de su misma raza cuya expresión mostraba una triste melancolía; entre ambos conducían a un muchacho de cabellos rubios y a una menuda y hermosa niña de cabellos dorados. Pisándoles los talones, avanzaba pavoneante una mujer de pequeña estatura con los cabellos muy cortos y las mejillas con joyas incrustadas en ellas, lo que la señalaba como marinero davakotiano. Todas estas figuras atravesaron el arco del arpa unas tras otras, mientras Índigo, inconsciente a todo, seguía interpretando la melancólica melodía.

En ese momento se produjo un revuelo de movimientos más frenéticos en el círculo de luz. La música del arpa varió y se volvió más veloz, más alegre; y de la chimenea surgió un revoltijo de gentes que reían a carcajadas, desde una niña pequeña hasta un hombre de mediana edad. Todos poseían llameantes cabelleras rojas; uno lanzaba al aire palos de malabarista, otro realizaba un vertiginoso torbellino de volteretas hacia atrás, en tanto que los otros, tomados de la mano, giraban en alegre baile. Aunque sus bufonadas eran mudas, Niahrin casi podía oír el golpear del tambor y el misterioso campanilleo del organillo mezclándose con el arpa; casi escuchaba los gritos de una muchedumbre que aplaudía y pedía más. Pero los comediantes no se quedaron; al igual que el resto se fundieron con el arpa, se fundieron con los recuerdos de Índigo, y bruscamente la música volvió a cambiar para convertirse en una lenta y extraña modulación al aparecer la siguiente visión.

Este fantasma no era humano. Un enorme tigre de piel blanquecina emergió, solitario y silencioso, del brillante círculo. No miró ni a derecha ni a izquierda sino que avanzó con la gracia y la seguridad del poder indiscutido; sobre su cabeza y a lo largo de todo el lomo centelleaban unos copos de nieve. Tras él, a respetuosa distancia, andaba una mujer cuyo rostro quedaba oculto bajo una capucha de piel; luego tres hombres jóvenes, uno de los cuales resultaba curiosamente familiar a Niahrin, y dos mujeres también jóvenes, y por último un hombre anciano ayudado por otra mujer que parecía intentar consolarlo. También éstos desaparecieron, y surgieron más mujeres, de piel de ébano y escasamente vestidas, con los brazos y rostros brillantes de sudor. Dos de ellas, una alta y de rostro duro la otra más baja, casi rechoncha, parecían discutir. Las si guió — Niahrin parpadeó sorprendida ante el espectáculo una hilera de niños saltarines que parecía interminable, hasta que por fin apareció su guardián, persiguiendo a los últimos rezagados para que siguieran adelante. El guardián era una figura imponente, con una boca menuda de labios carnosos que parecía fuera de lugar en un rostro tan sombrío, pero al atravesar la sala sonrió con una sonrisa tan dulce que podría haber derretido las piedras.

Los niños y su benefactor se encogieron y desaparecieron en el interior del arpa, e Índigo siguió tocando aún. Pero ahora sus ojos ciegos estaban llenos de lágrimas, y el aisling volvía a cambiar a una melodía agitada que suspiraba y lloraba y parecía traer esperanza y desesperación al mismo tiempo. Y una visión más penetró en la sala. Apareció en el interior del círculo de luz como un hombre surgido de las profundidades de un sueño. Chispas plateadas centelleaban en su negra cabellera cuando salió del hogar y se detuvo, mirando a su alrededor, con el entrecejo ligeramente fruncido. Al contrarío que los espectros aparecidos antes, él parecía consciente de la existencia de la sala y de sus paralizados espectadores. Entonces vio a Índigo... —¿Anghara?

La voz produjo un escalofrío a Niahrin, pues reconoció el familiar timbre de Perd Nordenson. El arpa quedó brusca y repentinamente muda, e Índigo levantó la cabeza

con un violento gesto. Sus ojos lo vieron, y el sonido que emitió al aspirar con fuerza resonó por toda la estancia mientras los últimos ecos del aisling se desvanecían. — Fenran... —El arpa se estrelló contra el suelo con un fuerte estrépito, e Índigo se incorporó de un salto—. ¡FENRAN!

Corrió hacia él con los brazos extendidos. Niahrin oyó cómo Vinar lanzaba un grito de angustia cuando Índigo y el espectro de su amante se abrazaron. Se produjo un forcejeo en la tarima, y se escucharon voces airadas y un golpe sordo; pero Índigo y Fenran sólo eran conscientes de la presencia del otro. Por fin se separaron.

—Fenran... ¡oh, mi amor...! —El rostro de Índigo brillaba de alegría. Pero Fenran sonrió, y era la misma sonrisa desdeñosa y cruel que Niahrin había visto en el rostro de Perd en el sótano.

—No —dijo él—. Aún no, aún no. ¿No lo comprendes, Anghara? ¡No ha terminado todavía!

Se volvió. Sus ojos grises abarcaron la tarima y a sus anonadados ocupantes, y se echó a reír.

—No hemos acabado con vosotros —anunció, y entonces su mirada se clavó en la bruja—. Sólo queda un demonio, Niahrin. ¿No es eso lo que me dijiste? Bien, querida mía, tenías razón. Los dos sabemos su nombre ahora; pero ¿tienes el valor de decir el nombre en voz alta?

Y Fenran desapareció.

—¡No! —Índigo se tambaleó hacia atrás, y sus manos arañaron el aire—. ¡No, No! ¡FENRAN!

Se lanzó en dirección a las puertas de la sala. Jes, recuperando la serenidad más deprisa que los otros, gritó:

—¡No, no la dejéis marcharse! —Echó a correr tras ella, seguido de Niahrin, pero Grimya fue más rápida. Adelantó a Índigo y se detuvo en seco, para luego girar en redondo y cerrarle el paso hasta la puerta.

—¡Índigo, espera! —jadeó, ronca por el esfuerzo y la emoción—. ¡Espera, p... por favor!

Los otros corrían ahora tras Niahrin y Jes; al escuchar la voz de la loba, Brythere agarró el brazo de su esposo.

—¡Ryen, ha hablado! ¡El animal ha hablado!

Índigo bajó los ojos hacia su vieja amiga.

Grimya...

La voz le temblaba; parecía confundida. De improviso, la barrera mental que había mantenido sus mentes separadas desde el naufragio se desplomó, y en una especie de torbellino Grimya escuchó sus atormentados pensamientos.

«¡Oh, Grimya, oh, mi amor! ¿Qué me ha sucedido? ¿Que he hecho?» Y se cubrió el rostro con las manos, mientras las lágrimas le resbalaban por la cara.

—¡Índigo! —Era la voz de Vinar, quien, haciendo a un lado a Niahrin y a Jes, corrió junto a la muchacha—, Índigo, ¿qué ha sucedido? —La sujetó e intentó rodearle los hombros con el brazo—, Índigo, ¡no comprendo! Por favor...

Ella lo miró, y sus manos la soltaron al leer la verdad en sus ojos.

—Ha regresado —dijo ella en voz baja, y había una clara nota trágica en su voz—. Mi memoria ha regresado. Lo recuerdo todo, absolutamente todo. Y..., y... —Pero no había palabras para explicárselo, nada que pudiera permitirle comprender.

Los otros empezaban a reunirse a su alrededor ahora. Rostros desconocidos, ansiosos, preocupados, asustados, Índigo no soportaba mirarlos. El dolor que sentía en su interior era demasiado terrible; todo lo que deseaba era correr, huir.

«Huir...»

«¡Fenran!» Grimya percibió el torrente de emociones que inundaba la mente de su amiga, y supo lo que ésta pensaba hacer.

«Índigo, no, no puedes...»

«¡Sí, Grimya! ¡Sí, debo! ¿No lo ves, no lo recuerdas? ¡El me espera! ¡Espera en la Torre de los Pesares!» Índigo giró en redondo, de cara a los que la miraban, de cara a Vinar.

—Por favor —dijo en voz baja y temblorosa—. Ahora sé por qué vine aquí, y sé lo que debo hacer. Por favor, no intentéis impedírmelo. No puedo hacéroslo entender, y no hay tiempo para intentarlo. Tengo que irme.

—¡No, Índigo! —gritó Vinar—. No, no puedes. Tú...

—Vinar...

Su voz era tan dulce y apenada que lo acalló a mitad de la frase. Lo miró a los azules ojos, vio la herida que le había provocado, y aquello casi le partió el corazón.

Pero ahora no podía ofrecerle nada. Tenía que decirle la verdad, por amarga que fuera.

—Vinar, no puedo casarme contigo. Habría estado mal, terriblemente mal, y nos habría traído la ruina a ambos. Lamento tanto haberte provocado..., el haberte provocado tanto... —Aspiró con fuerza y de forma entrecortada—. Gran Diosa, lo siento tanto; ¡lo siento tanto!

—Índigo... —Moragh se adelantó, con las manos extendidas—. Querida, si pudiéramos...

—No. —Índigo retrocedió rápidamente fuera de su alcance—. No, su alteza. No hay nada que decir; nada podría cambiarlo. Debo marcharme... El me espera, Fenran me espera. ¡Debo encontrarlo!

Esquivando a Grimya, llegó a la puerta y su mano se posó sobre el tirador antes de que nadie pudiera detenerla. La puerta se abrió violentamente; con el rostro pálido y los ojos llorosos, Índigo dirigió una última mirada a Vinar.

—Lo siento... —repitió, y desapareció; el sonido de sus pasos a la carrera se fue perdiendo por el pasillo.

Durante varios segundos todos los presentes en la sala estuvieron demasiado aturdidos para hablar o moverse. Luego, bruscamente, el rey dijo en un estallido de cólera:

—¡Maldita sea! Pero ¿quién se cree que es...?

—¡Ryen, no! —La voz de Moragh resonó con fuerza mientras él se encaminaba a la puerta para ir tras Índigo. Ryen se detuvo y la miró enojado, y ella añadió—: Déjala ir.

—¿Dejarla ir?

—Sí. —El rostro de la reina viuda estaba blanco y muy serio—. Esto está fuera de nuestras manos ahora.

—Pero ella va... —Ryen se interrumpió al darse cuenta de que no sabía lo que Índigo había hecho, o lo que pensaba hacer, o siquiera quién era en realidad. Hizo un gesto de total impotencia en dirección a Vinar, que permanecía inmóvil como un muerto, con los ojos fijos en la puerta—. ¿Qué pasa con él? ¡Por él, aunque no sea por otro motivo, hemos de traerla de vuelta!

—Mi señor... —Era Jes quien hablaba ahora— Su alteza tiene razón. —Se apartó de Niahrin y se encaró con el monarca—. Lo que Índigo, o quizá debería decir ahora Anghara, piensa hacer es algo que le concierne a ella y sólo a ella. No podemos ayudarla, ni podemos hacer nada por Vinar. —Hizo una pausa—. Creo, con todo respeto, que lo que hemos presenciado aquí esta noche es prueba suficiente de ello.

—Tú lo sabías. —Los ojos de Ryen se entrecerraron—. Lo sabías desde el principio, y no me lo dijiste...

—Sí, mi señor, lo sabía —reconoció Jes, cabizbajo—. Sólo puedo pedir vuestro perdón.

Durante un buen rato Ryen lo contempló fijamente. Luego giró sobre sus talones y miró a Niahrin con dureza.

—Tú eres una mujer sabia, y está claro por lo sucedido esta noche que tú también eras uno de los conspiradores principales en este enloquecido asunto. Muy bien, dejémoslo así. ¿Qué dices tú que debemos hacer?

Niahrin observaba a Grimya con inquietud.

—Estoy de acuerdo con su alteza, majestad —respondió con calma—. Hemos de dejar marcharse a Índigo. No tenemos otra elección. Además... —Vaciló y buscó la mirada del rey—. Creo que regresará a Carn Caille antes de que transcurra mucho tiempo.

La reina viuda se adelantó y tocó la mano de su hijo con suavidad.

—Ryen, no se gana nada permaneciendo aquí de pie discutiendo entre nosotros. Hay todavía muchas cosas sobre este asunto que ni tú ni Brythere sabéis. —Dirigió una ojeada a su hija política, que tenía el entrecejo fruncido y parecía absorta en sus pensamientos—. Y también debemos intentar hacer algo por el pobre Vinar, quien ha sufrido una conmoción mayor que ninguno de nosotros. Vayamos a mis aposentos, y Jes, Niahrin y yo os explicaremos lo que podamos.

—Pero Índigo... —Ryen seguía sin estar muy dispuesto a abandonar la idea de ir en su busca—. ¿Sabes adonde ha ido?

Moragh y Niahrin intercambiaron una breve mirada muy elocuente.

—Eso creo —repuso la reina viuda—. Pero también creo que no sería sensato seguirla. —Con destreza y firmeza pasó el brazo alrededor del de su hijo y con la otra mano atrajo a Brythere hacia ella—. Venid, queridos. Será lo mejor, y no hay nada más que podamos hacer de momento.

Una puerta más pequeña situada detrás de la tarima conectaba directamente con los aposentos reales privados, y Moragh condujo a Ryen y a Brythere hacia ella. Jes convenció con suavidad al aturdido Vinar para que los siguiera, y los cinco abandonaron la

sala. Al ver que Grimya no iba tras ellos, Niahrin se agachó junto a la loba.

—¿Qué sucede, cariño? —preguntó en voz baja.

Grimya lanzó un gañido y la miró con ojos preocupados.

—No pu... puedo quedarme —respondió con voz ronca—. Niahrin, tengo que ir tras Índigo. Sé lo que dijiste, pero... yo no puedo dejarla ir sola. Tengo miedo por ella, y... y es mi ammm... amiga.

La bruja comprendió. Y era consciente del resto, de aquello que Grimya no decía ni quería decir. La loba sabía que sobre ellos se cernía una amenaza mucho mayor que el simple peligro que corría Índigo. La bruja también lo sabía, pero, por el momento al menos, guardarían ese secreto entre las dos.

La mujer no habló; se limitó a extender los brazos para rodear con ellos a la loba, y la abrazó con fuerza unos instantes. Grimya le lamió el rostro y, mientras Niahrin se volvía a poner en pie, se dirigió hacia la puerta principal y, deslizándose al otro lado como una sombra, desapareció. Niahrin cerró el ojo sano y sus dedos realizaron un dibujo mágico en el aire.

—Que la Madre te otorgue buena suerte, querida mía —musitó.

Unas leves pisadas sonaron a su espalda, y Niahrin giró veloz.

Jes estaba de pie junto a la mesa de la tarima. Al ver la expresión consternada de la bruja sonrió, y se acercó despacio.

—No temas; no diré nada a nadie. —Señaló con la cabeza en dirección a la puerta—. ¿Ha ido tras Índigo?

—Sí. No..., no creo que hubiera podido detenerla...

—Niahrin vaciló unos instantes y añadió—: Incluso aunque hubiera querido hacerlo.

El bardo volvió a asentir.

—Probablemente es lo mejor. —Se produjo una larga pausa— Niahrin... —dijo al cabo—, esto no ha terminado aún, ¿verdad?

Era la pregunta que Niahrin había estado intentando no pensar. Se estremeció, comprendió que Jes había percibido su escalofrío, y volvió la cabeza.

No —repuso con calma—. No sé lo que sucederá, qué forma tomará. Pero sé adonde ha ido Índigo, y creo comprender ahora qué es ese lugar y qué tiene el poder de hacer. —Por fin volvió los ojos hacia él—. Esto no ha terminado, Jes. No para Índigo, y tampoco para nosotros.

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