CAPÍTULO 1


—De modo que ahora lo ves. —El fornido marinero scorvio movió el brazo en un gesto que abarcaba todo el cielo oriental, y su agradable rostro curtido por el sol se arrugó en una mueca de satisfacción—. Nubes altas que pasan a toda velocidad, como colas de caballo, con las otras nubes grandes detrás... ¿cómo dices que las llaman en tu idioma?

La mujer que se encontraba junto a él ante la barandilla del barco le devolvió la sonrisa.

—Cúmulos.

—Cúmulos. Sí. Uno de estos días lo recordaré. —Le dio una palmada amistosa en el hombro que la hizo tambalearse hacia atrás—. Bueno, sea como sea, lo ves. Colas de caballo arriba, cúmulos abajo, y todas moviéndose contra el viento. Eso quiere decir que ahí está. Gran tormenta, vendaval, lluvia, todo. —Su sonrisa se ensanchó como si disfrutara vivamente con la perspectiva—. Te apuesto algo, ¿eh? ¿Cuánto tardará el patrón en correr bajo cubierta y gritarnos que aseguremos las escotillas y nos ocupemos de que las escotas estén bien sujetas? Apuesto veinte karns. ¿Eh? ¿Aceptas mi dinero?

La muchacha contempló el mar. Las condiciones de navegación resultaban idílicas; una buena corriente, un viento uniforme que los empujaba en dirección sudeste hacia su destino situado ahora ya a sólo un día de viaje. Para un marinero de agua dulce la situación habría resultado inequívocamente simple, pero los marinos experimentados sabían por amarga experiencia que tales condiciones acostumbraban durar poco, y reconocían las señales que indicaban problemas a la vista. Años atrás —muy atrás en el tiempo, aunque eso era algo de lo que jamás hablaba con ningún ser viviente excepto uno— también ella habría reconocido al punto las señales, tal y como lo había hecho su compañero. Pero el tiempo había erosionado los recuerdos y las viejas enseñanzas. Habían sucedido demasiadas cosas en el intervalo, y ahora no podía hacer más que confiar en los conocimientos del scorvio.

Una sombra le nubló los ojos, pero pasó demasiado veloz para que él lo advirtiera antes de que ella contestara con una carcajada.

—Ya me has ganado demasiados karns durante este viaje, Vinar. Acepto tu palabra. —Arrugó la frente—. ¿Llegaremos a salvo al puerto?

Vinar era marino desde que había cumplido los diez años; un eterno filibustero pero no obstante nacido para el mar y perteneciente a esa raza apreciada por todos los patrones de barco, a quienes entregaba su temporal pero sincera lealtad. Había visto lo mejor y lo peor con lo que el mar ponía a prueba a sus siervos, y no tomarlo en serio era un concepto ajeno a su naturaleza.

—No lo sé —respondió—. Habrá problemas, eso es seguro. A lo mejor tendremos que hacer escala en alguna bahía pequeña, no en el puerto de Ranna como está planeado, o a lo mejor la dejaremos atrás y atracaremos sin problemas antes de que se presente lo peor. Si pasamos el cabo Amberland antes de que descargue, no habrá problema. Si no... —Se encogió de hombros—. Entonces estaremos en las manos de la Madre del Mar, y será ella quien juzgue si estamos preparados para salir con bien. Al menos en este viaje llevamos un barco lo bastante grande como para resistir casi todo

tipo de temporales.

Era cierto. El Buena Esperanza, junto con sus naves hermanas Buen Animo, Buena Voluntad y Buen Humor, era uno de los cargueros de mayor tamaño que recorría las rutas comerciales de los océanos terrestres. Su puerto de origen era Huon Parita, en las costas del continente oriental, pero no podían existir muchos puertos de aguas profundas en este mundo que no lo hubieran albergado en alguna ocasión. La nave, con su inmenso casco parecido al hocico de un toro y los cuatro altísimos mástiles que sostenían sencillas velas de color marrón, resultaba más funcional que hermosa —no se parecía en absoluto a los elegantes navíos para pasajeros de Khimiz o Davakos— y estaba sucia de proa a popa a causa de los muchos años que llevaba transportando todos los cargamentos imaginables, desde ganado hasta madera pasando por mineral de hierro. Pero, como su nombre indicaba, se trataba de una buena nave, resistente y segura, por la que toda la tripulación sentía un gran afecto.

Vinar volvía a estar apoyado sobre la barandilla, contemplando el banco de nubes que se formaba poco a poco y pensando en sus cosas. La mujer observó su rostro de reojo y sintió un ligero malestar interior. Conocía esa expresión; sabía lo que significaba. El hombre se estaba armando de valor; intentaba encontrar una forma de efectuar la pregunta que había tratado de hacer, y que ella había esquivado en tantas ocasiones anteriores.

Lo escuchó aspirar con fuerza de repente y luego romper el silencio.

—Índigo, escucha. Tengo algo que decir. Algo sobre mí y sobre ti.

—Vinar, no creo...

No la dejó terminar.

—No, yo creo, y lo voy a decir. Estamos a menos de un día de distancia de las Islas Meridionales, y cuando atraquemos en Ranna tú estarás en casa, por primera vez en... ¿cuántos años?

—Suficientes. —No quiso mirarlo a los ojos.

—Muy bien; a lo mejor lo has olvidado o no quieres decírmelo. No importa. Bien; llegas a tu hogar, y lo primero que querrás hacer es ver a tu familia. Tienes familia aquí, lo sé.

—Sí. —Había dicho esa mentira tantas veces que ahora le salía con toda facilidad.

—Exacto. Bueno, yo no sé quién es el cabeza de familia, si tu padre, tu abuelo, un hermano..., pero quiero conocerlo. Y, cuando lo haga, le diré que quiero casarme contigo, y a ver qué dice. —Le dirigió una mirada triunfal—. Ya está. ¿Que te parece eso?

—Oh, Vinar...

Había intentado muchas veces hacérselo comprender sin emplear palabras crueles, pero debería haber sabido que eran imprescindibles. Eran compañeros de navegación desde hacía tres meses; tiempo suficiente, aun en un navío del tamaño del Buena Esperanza, para conocerse bien el uno al otro. Eran amigos, buenos amigos; pero para Vinar aquello se había convertido en algo más. A pesar de su aspecto rudo y sus insolentes modales scorvios él era un idealista, un romántico incluso. No perseguía a las prostitutas de los muelles que ofrecían sus encantos en los embarcaderos de todos los puertos de escala; durante la mayor parte de sus treinta y cinco años de vida las únicas mujeres para él habían sido su madre y sus dos hermanas, y hasta que murieron sus padres y sus hermanas se casaron y se trasladaron a los barrios de sus maridos a él no le había importado permanecer soltero. Todo esto se lo había contado a Índigo en pequeñas dosis, a medida que iba desapareciendo su timidez, cuando coincidían en la misma guardia nocturna y conseguía apartarla de los otros miembros de la tripulación que querían que les cantase o tocase el arpa. Ahora que la conocía mejor —o así lo creía— y le había confiado sus secretos, Vinar estaba enamorado profundamente enamorado. Y lo peor de todo era que Índigo no tenía la menor duda de que sus sentimientos eran sinceros.

La joven había intentado, con toda dulzura, disuadirlo. Pero, además de ser un idealista y un romántico, Vinar era también un hombre muy tozudo y optimista. Aceptaba sus corteses negativas y no intentaba coaccionarla, pero las palabras de la muchacha se deslizaban sobre sus hombros como una ola que barriera la cubierta del barco; una molestia momentánea a la que no había que prestar demasiada atención. Un día ella cambiaría de idea. Lo creía tan firmemente y con tanta sencillez como creía en la poderosa Madre del Mar, y según lo veía él, todo lo que se necesitaba para ganarse a Índigo era mucha paciencia.

Para cualquier otra mujer que se encontrara en la situación de Índigo, lo que Vinar tenía que ofrecer habría sido difícil de rechazar. Era cariñoso, honrado, inteligente, leal y —una ventaja extra— incluso apuesto, muy alto, recio y con una espesa melena de cabellos rubios. Como marinero independiente ganaba mucho más que un marinero cualquiera; su nombre y reputación eran bien conocidos, y los capitanes inteligentes pagaban muy por encima de las tarifas habituales para tenerlo en sus viajes. Poseía casa propia en Scorva, con tierras de labranza suficientes para poder vivir desahogadamente cuando dejara la mar. Como esposo, proveedor y padre potencial de muchos hijos no se le podía objetar nada.

Y quería a la única mujer que no podía responder a todo lo que él tenía que dar, que era incapaz de hacerlo.

—Escucha. —La viva imaginación de Vinar empezaba a hacerse con el control, y él empezó a entusiasmarse con el tema—. Voy a hacerlo todo como es debido, igual que hacemos en Scorva. ¡Nada a escondidas, no yo! Hablaré con tu padre, abuelo, quien sea, y le pediré permiso. —Le dirigió una sonrisa de oreja a oreja—. Luego tú me das tu respuesta, ¿eh?

Era eso lo que él creía; ¿que lo rechazaba porque no tenía aún el permiso del cabeza de familia? Pese a su desconcierto, Índigo sonrió.

—No es así en las Islas Meridionales. A lo mejor Scorva es diferente, pero... en mi país una mujer elige por sí misma cuando llega a la mayoría de edad. O al menos...

La recorrió un estremecimiento y se mordió los labios. Había estado a punto de decir: «O al menos así era como se hacía». Pero no podía revelar ese secreto. A lo mejor las cosas habían cambiado en las Islas Meridionales. Vinar lo sabría mejor que ella, ya que había visitado su país muchas veces desde que había empezado a navegar, mientras que ella no había pisado aquella tierra tan entrañable desde hacía cincuenta años...

Vinar no había observado su repentina expresión contrariada, y de todos modos se

mostraba impávido.

—No importa —dijo—. Soy scorvio; hago las cosas a la manera scorvia. Sólo lo que es justo y correcto. Conseguiré aprobación del jefe de tu familia, conseguiré gustarle. — Le dedicó de nuevo su contagiosa sonrisa ingenua—. Puedo hacerlo. Luego también te gustaré a ti, más que ahora. Y entonces... —Chasqueó los dedos, y rió entre dientes de buena gana—. Cambiarás de forma de pensar. No me rindo fácilmente... ¡Esperaré, y un día no muy lejano cambiarás de idea!

Un discordante estruendo metálico procedente de la popa los sobresaltó mientras Índigo intentaba desesperadamente encontrar una respuesta. Vinar levantó la cabeza con rapidez, y sus pálidos ojos azules se iluminaron.

—¡Oye, ése es el gong de la cocina! —Extendió la mano y la cogió del brazo—. Vamos. Todos los alcatraces y pájaros bobos se reunirán allí en un momento. ¡Lleguemos antes para obtener los mejores bocados!

La tripulación diurna empezaba ya a converger en la escotilla de la cocina, de la que surgía un aroma apetitoso que rivalizaba con los olores de alquitrán, lona, madera seca y agua salada. Resultaba un grupo variopinto: rubios habitantes del continente oriental con sus aguileñas facciones; menudos y jactanciosos hombres y mujeres davakotianos con los cabellos cortados casi al ras y piedras preciosas incrustadas en las mejillas; hombres de piel oscura procedentes de las Islas de las Piedras Preciosas; algunos scorvios y también marineros de las Islas Meridionales e incluso unos pocos reclutas de lo más profundo del continente occidental. Y entre ellos, deslizándose con agilidad por entre las piernas para llegar a la cabeza de la cola, un cuerpo peludo moteado de gris y una cola que no cesaba de agitarse ansiosa, apenas visibles entre la multitud.

—¡Eh, Grimya! —La voz de Vinar podía atravesar una pared de roca cuando la elevaba, y todas las cabezas se volvieron—. Deja algo para nosotros pobres esclavos humanos, ¿de acuerdo?

Se escucharon risas, y el animal de pelaje gris giró la cabeza y le dedicó una sonrisa lobuna mientras dejaba que la lengua se balanceara por una de las comisuras. Un mensaje entusiasmado penetró en la mente de Índigo.

«¡Carne! ¡Todos tenemos carne! ¡Sólo falta un día para llegar a tierra, de modo que han abierto el último barril de tasajo y el cocinero ha preparado estofado!»

Grimya, la loba, su mejor amiga y compañera desde hacía medio siglo, se mostró tan bulliciosa como un cachorro en su primera cacería al correr hacia Índigo, y saltó en el aire para dar mayor énfasis a su mensaje telepático.

«¡Será tan estupendo volver a comer carne! ¿Cuánto tiempo ha pasado, Índigo? ¿Cinco días? ¿Más? Parece como si fueran más. ¡Estoy harta de comer pescado!»

Índigo lanzó una carcajada y alborotó el pelaje de la loba, mientras que Vinar se agachaba para acariciarla con cariño.

—El olfato de Grimya nos gana a todos —dijo—. Ahora lo percibo y es estofado. Auténtico estofado. Nos aseguraremos de que pueda repetir, ¿de acuerdo?

Índigo asintió. Vinar no conocía el secreto de Grimya; no se daba cuenta de que el animal era un mutante que comprendía y podía hablar la lengua de los humanos. Y el vínculo telepático que Índigo y la loba compartían era algo que, quizá, no habría entendido. A pesar de ello, Vinar y Grimya se habían hecho buenos amigos durante el viaje, y ahora la loba se dedicó a abrir paso al scorvio por entre la masa de marineros hambrientos hasta la escotilla, donde la cocinera davakotiana se dedicaba a entregar humeantes cuencos de madera con la comida del mediodía al tiempo que chillaba a voz en grito a los presentes:

—¡Esperad vuestro turno, que la Madre del Mar se os lleve a todos, esperad vuestro turno!

Vinar regresó hasta donde esperaba Índigo, realizando increíbles malabarismos para transportar tres cuencos rebosantes en dos manos mientras intentaba que una Grimya babeante y apretada contra sus piernas no le hiciera dar un traspié. Los primeros en obtener sus raciones empezaron a desperdigarse por la cubierta, y ellos tres encontraron un lugar donde sentarse con la espalda apoyada contra el palo de mesana y disfrutar de la comida.

—¡Demos gracias a la Madre todopoderosa por tener una buena cocinera en este barco! —A modo de homenaje, Vinar alzó su primera cucharada de suculento estofado picante hacia el cielo, antes de introducírsela en la boca con aire agradecido—. ¡Más valiosa que toda una brazada de oro y piedras preciosas; puedes creerme, porque sé lo que digo! —Engulló lo que tenía en la boca, se pasó la lengua por los labios, y clavó la mirada en Índigo—. ¿Tú sabes cocinar, o no? No importa; ¡si tú no sabes, yo lo haré! —

Y su risa resonó con fuerza por la cubierta—. Un día de éstos; un día de éstos. Cambiarás de idea. ¡Espera y verás!

Terminada la comida, el capitán Brek, con la prudencia del buen marino, hizo saber que a partir de aquel momento todas las guardias se doblarían hasta que el Buena Esperanza estuviera a buen recaudo en el puerto. Sí, sabía que eso significaba más trabajo y menos descanso para todos, pero si el tiempo cambiaba para dar paso a una tormenta como la que presentía en los huesos, todos le darían las gracias por su previsión. En esas latitudes las tormentas primaverales eran violentas y podían desatarse en cuestión de minutos: cuantos más miembros de la tripulación estuvieran despiertos y vigilantes en cada turno, y listos para enfrentarse al momento con lo que fuera que los elementos les lanzaran, mucho mejor.

Se realizó un precipitado reajuste de los turnos, e Índigo se encontró destinada a las guardias de la tarde y el amanecer mientras que Vinar iba a parar al turno de medianoche apodado, junto con varios otros epítetos más vulgares, el Festejo del Cadáver. Tras recibir órdenes de descansar mientras pudieran, la muchacha y los otros miembros de su guardia descendieron por la escalera de cámara hasta el dormitorio comunitario, situado en una de las cubiertas inferiores y compuesto por tres hileras de hamacas colgadas entre puntales de hierro, Índigo escogió una hamaca en la hilera inferior y se tumbó, mientras Grimya se enroscaba sobre una manta doblada. El dormitorio carecía de portillas y estaba iluminado tan sólo por un farol humeante que se columpiaba al compás del suave balanceo del barco y proyectaba sombras soporíferas. La mayoría de los marineros se durmieron enseguida; durante un buen rato Grimya permaneció en silencio, observando los dibujos proyectados por las sombras; luego levantó la cabeza

con cierta cautela e irguió una oreja.

«No duermes.» No era una pregunta sino una afirmación, y su voz mental tenía un tono de reproche.

Índigo suspiró y se removió en la hamaca.

«No; no duermo», transmitió a su vez.

«Deberías hacerlo. La próxima, guardia será agotadora, con tan sólo una pequeña pausa, y necesitas descansar.»

«Lo sé, cariño, lo sé. Pero...»

«Se trata de Vinar, ¿verdad?», la interrumpió Grimya. «Ha vuelto a trastornarte, y todavía no sabes qué hacer con respecto a él.»

«Exacto.» No tenía sentido negarlo, a pesar de que durante los últimos minutos había estado realizando un decidido esfuerzo por pensar en cualquier cosa menos en Vinar. «Está resultando tan difícil, Grimya. Es una persona amable, un buen hombre, y sé que me ama.» Calló un instante. «Cuando lleguemos a puerto, tendré que tomar una decisión. O bien lo miro a la cara y le digo que lo odio y desprecio, me molestan sus insinuaciones y no quiero volver a verlo jamás...»

«Lo cual», interrumpió Grimya de nuevo, con suavidad, «sería una mentira.»

«Sí. Sí, lo sería. Me gusta Vinar, aunque no en la forma en que él desea, y no quiero herirlo a menos que sea imprescindible. Pero mi única otra opción es contarle la verdad... y, si lo hiciera, se negaría a creerme.»

Grimya profirió un débil gemido ahogado. Lo comprendió Vinar, como cualquier hombre razonable, encontraría imposible aceptar que Índigo no fuera lo que parecía; que no fuera una mujer en la flor de la vida, sino un ser proscrito que durante más de medio siglo había arrastrando la carga de la inmortalidad sobre sus espaldas. Sin envejecer, sin cambiar, incapaz de morir, desde aquel día de un pasado lejano en que había abierto una puerta prohibida y sacado a la luz un secreto largo tiempo olvidado...

«Quiere conocer a mi familia», comunicó Índigo con amargura. «¿Cómo puedo decirle que no tengo familia, que todos Llevan muertos cincuenta años y que fui yo quien los mató?»

«Tú no lo hiciste...», empezó a protestar Grimya, pero Índigo la acalló.

«Lo hice, cariño; de nada sirve negarlo. Directa o indirectamente, yo fui responsable de sus muertes.»

El tiempo había cicatrizado muchas de las heridas y difuminado el recuerdo de Índigo, pero, aunque su padre, madre y hermano no eran ahora más que sombras apenas recordadas, algunas veces sentía la sensación de culpa por lo que había hecho como un agudo dolor físico en su interior. Al iniciarse este viaje había tenido la esperanza de que, al regresar a su país para enfrentarse a aquellos fantasmas tras cincuenta años de exilio, podría encontrar una forma de exorcizarlos y hacer las paces con su pasado. Pero, a medida que la nave se acercaba más y más a las Islas Meridionales, la esperanza se había ido esfumando y la aprensión había ocupado su lugar. Se habría amilanado; habría saltado del barco en cualquiera de la docena de puertos en los que había atracado durante el largo viaje por el norte, y huido por tierra, por mar, a cualquier parte con tal de interponer una distancia infranqueable entre ella y su antiguo hogar... de no haber sido por una cosa: sabía —no; creía, aunque, en esto, no se podía separar la fe del conocimiento— que de todos aquellos que había conocido y amado hacía tanto tiempo, uno no estaba perdido. Ni perdido, ni muerto, sino vivo, inmutable, y esperándola. Para liberarlo del limbo en el que estaba retenido desde hacía cincuenta años, estaba dispuesta a enfrentarse a cualquier prueba. Y ésa era la verdad que Vinar no podría jamás comprender, el motivo por el que jamás podría amarlo. Ella tenía otro amor, y regresaba a casa en su busca.

«Debería haberle contado algo más cercano a la verdad», dijo a la loba. «Habría sido tan sencillo decir: "Estoy comprometida a otro, Vinar, y cuando lleguemos a puerto él estará en el muelle para darme la bienvenida". Él habría aceptado esa, pero en lugar de ello inventé una mentira deliberada, sobre parientes y una pequeña granja. Mi intención era evitar que se volviera demasiado curioso o suspicaz, pero todo lo que he conseguido es una maraña de la que no puedo escapar sin herirlo.»

«Eso es cieno», asintió Grimya, «pero ¿cómo ibas a saberlo? Al principio Vinar sólo quería, ser tu amigo. ¿Cómo podías saber que te convertirías en mucho más para él?»

«No podía. Pero debiera haber sido más cuidadosa, y ahora es demasiado tarde.» Se removió de nuevo en la hamaca, inquieta y desgraciada. «Tendré que hacerlo, Grimya. Por cruel que resulte, tendré que volverme contra él y desdeñarlo. No existe otro modo... y con el tiempo me olvidará, aunque jamás me perdone.»

Grimya no estaba tan convencida. Poseía la habilidad de ver un poco más allá en las mentes de los otros que su amiga humana y había visto hasta dónde llegaba la dedicación de Vinar por Índigo. A lo mejor olvidaría... pero ella sospechaba que no sería así. Y, aunque nada la habría inducido a decirlo, estaba segura de que se necesitarían más que palabras, por muy duras y definitivas que fueran, para convencer al scorvio de que no tenía un lugar en la vida de Índigo.

Volvió a proferir un débil gruñido y apoyó el hocico sobre las extendidas patas delanteras.

«A lo mejor no será tan duro como temes», dijo en tono alentador. «A lo mejor encontraremos la forma de hacer lo que debe hacerse sin herir a nadie. Pero, sea como sea, no creo que te vaya a ayudar el darle vueltas ahora. Vinar y el capitán Brek tienen razón: el tiempo está cambiando. Lo huelo, y no me gusta la sensación que produce en mis huesos. Intenta dormir, Índigo. Por favor, inténtalo mientras puedes.» Su nariz se estremeció inquieta. «Quizás es nuestra última oportunidad antes de que nos encontremos con problemas.»

Índigo consiguió dormir por fin, aunque fue un sueño ligero e inquieto, hasta que el estruendo de la campana que anunciaba el cambio de turno la despertó con un sobresalto. Mientras abandonaba la hamaca con ojos empañados aún por el sueño, tuvo por un insensato momento la sensación de que la cubierta inferior estaba en llamas, ya que el dormitorio era un caos de haces de luz y de sombras, y figuras imprecisas se movían a su alrededor en aparente confusión. Pero a medida que su visión se aclaraba comprendió que los bamboleantes haces de luz los creaba el farol que se balanceaba violentamente en su gancho, y que las figuras que saltaban no eran más que el resto de la tripulación, despierta ya y amontonándose en dirección al pasillo y a la escalera de cámara situada algo más allá. La cubierta oscilaba bajo sus pies como un borracho mientras el Buena Esperanza cabeceaba en un mar encrespado, y comprendió que los «problemas» que Grimya había pronosticado ya habían empezado.

La mayoría de los marineros despertados estaban ya fuera del camarote y corriendo en dirección a la cubierta superior; un rezagado, un scorvio menudo y arrugado que no hablaba la lengua de Índigo, se detuvo en la puerta para volver la cabeza hacia ella, hacer una mueca y realizar una pantomima de un violento ataque de vómitos antes de desaparecer en pos de los otros. Índigo buscó a Grimya con la mirada y vio que seguía bajo la hamaca, de pie pero vacilante.

—Quédate aquí, cariño —dijo—. No hay nada que puedas hacer para ayudar en nuestra guardia, y estarás más cómoda bajo cubierta.

La loba agachó la cabeza, aliviada. Según su propia opinión no era mala marinera pero jamás le habían gustado los temporales.

«Cuídate», transmitió. «Te esperaré.»

Índigo le dedicó una sonrisa tranquilizadora y corrió hacia la escalera.

Al llegar al exterior se dio cuenta de que comenzaba a oscurecer; era una lóbrega oscuridad prematura que el banco de nubes que ahora cubría todo el cielo hacía aún más amenazadora. El viento no era todavía más que ráfagas violentas y aún no había empezado a llover, pero el mar ya daba sobre la tripulación del Buena Esperanza, una buena advertencia de lo que iba a venir. La marea era muy alta, y las olas golpeaban en un ángulo peligroso contra el lado de estribor. El capitán Brek había ordenado que todo el mundo fuera a las cuerdas, para orientar las inmensas velas de modo que la nave mantuviera el rumbo el mayor tiempo posible hasta que el peligro de que ésta girara de costado contra el oleaje resultara demasiado grande. Índigo añadió su peso y habilidad al grupo situado en la driza de la vela mayor, consciente, a pesar de la poca luz, de la presencia en su puesto del timonel, tranquilo pero alerta, mientras la nave avanzaba decidida. Todo había quedado perfectamente bajo control y todavía no existía peligro, pero la tensión se palpaba entre la tripulación. El capitán Brek se paseaba a grandes zancadas por entre sus lilas, sin hablar demasiado pero en constante vigilancia. Era davakotiano y ejemplar típico de los de su raza; había escogido personalmente a su tripulación y confiaba en ella, pero la responsabilidad última recaía en él y nada lo convencería de aflojar la vigilancia un solo momento. Menudo, moreno, de una eficiencia tremenda, con sus cabellos cortados casi a ras y dos rubíes resplandeciendo como un segundo par de feroces ojos en las afiladas mejillas, daba una orden aquí, una palabra de ánimo allí, hasta que poco a poco el nuevo turno de guardia fue adoptando un ritmo de trabajo más seguro. El mar estaba encrespado, dijo Brek, pero aún pasaría un tiempo antes de que la tormenta estallara y el auténtico trabajo empezara. Reconfortados por su tranquilidad, la tensión aflojó, y no tardaron en escucharse las acostumbradas peticiones de canciones y relatos para ayudar a pasar las horas. En principio, el capitán fingía no aprobar tales frivolidades, pero en la práctica se divertía tanto con ellas como el resto y poseía una buena voz de barítono para sumarse a las salomas. A medida que el atardecer daba paso a la oscuridad y ésta a la noche cerrada, la tripulación fue cantando a voz en grito sus canciones predilectas como Mares embravecidos y Las muchachas del norte y del sur, y, como había sucedido ya tantas veces, se persuadió a Índigo para que relatara una historia al típico estilo de los bardos que tanto cautivaba a su auditorio. El Buena Esperanza siguió navegando, y por fin la campana volvió a sonar y la muchacha regresó bajo cubierta para reunirse con Grimya y disfrutar de algunas horas preciosas en su hamaca antes de la guardia del amanecer, mientras Vinar y los otros subían, entre burlas bien intencionadas, para hacerse cargo del Festejo del Cadáver.

Esta vez Índigo estaba tan agotada que se quedó profundamente dormida sin apenas tiempo de dedicar un segundo a sus propios problemas. Ni soñó ni movió un músculo... hasta que, varias horas antes de que le tocara el turno de la guardia del amanecer, tres hombres empapados, despeinados y con la mirada extraviada se precipitaron en el interior del camarote.

—¡Despertad! —Incluso por entre una neblina de semiinconsciencia Índigo reconoció el estentóreo rugido de Vinar mientras era arrancada del sueño y devuelta a la realidad—. Moved el esqueleto, todos..., ¡todos!

La potente voz del scorvio denotaba auténtica alarma, y los dormidos hombres y mujeres de la tripulación se despertaron e incorporaron de un salto. El camarote se balanceaba violentamente; en el mismo instante en que los sorprendidos ojos se abrían y las piernas se movían instintivamente para obedecer la orden, un tremendo bandazo los lanzó a todos de costado y varios cayeron de las hamacas y se estrellaron contra el suelo en un revoltillo de brazos y piernas. La voz de Vinar se abrió paso entre la confusión como una espada de doble filo.

—¡Ha estallado la tempestad, y es mucho peor de lo que nadie esperaba! El timón se ha roto; no podemos mantener el rumbo, ¡y estamos siendo arrastrados hacia el cabo Amberland! ¡En pie, zopencos, arriba...! ¡TODO EL MUNDO A cubierta!

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