Después de una violenta tempestad siempre hay cosas que recuperar a lo largo de la costa que rodea Amberland, y en los días siguientes a la galerna mucha gente descendió a las playas y ensenadas durante la marea baja para peinar la costa en busca de cosas que salvar. Nadie buscaba sacar provecho de la desgracia de otros, pero para los aldeanos de la zona, educados según los principios del ahorro y la frugalidad, los desechos procedentes de un naufragio proporcionaban muchas cosas de valor, desde madera para usar como combustible en invierno hasta pedazos de cuerda, trozos de velamen y, bastante a menudo, los restos de cargamentos perecederos inútiles ahora para sus propietarios pero un gran hallazgo para una familia pobre.
Casi todo el raque lo realizaban los niños y aquellas personas demasiado ancianas o enfermizas para realizar un trabajo regular, y durante los dos días siguientes a la tempestad, mientras el mar se tranquilizaba poco a poco, personas solas y grupos patrullaron la orilla, exploraron cuevas y treparon por entre las rocas en busca de lo que fuera que la última marea alta hubiera arrastrado. Conscientes de que en los lugares de más fácil acceso ya no quedaría nada, algunos de los recolectadores más ágiles probaban suerte y arriesgaban el cuello en ensenadas menos accesibles y lejanas, y fue en una de tales calas, una mañana luminosa pero helada cuando la marea estaba en su punto más bajo, que dos jóvenes hermanos vieron algo que se movía entre un montón de algas de la playa.
Esk, que con sus diez años era el más joven de los dos, hizo caso omiso de la advertencia de su hermano mayor Retty de que tuviera cuidado, y corrió hacia allí sin pensarlo, para luego detenerse en seco a pocos metros del montón de algas.
—¡Es una foca! —gritó, pero enseguida agregó—: No, no lo es... Es... —Su voz se apagó y miró por encima del hombro con ojos asombrados—. ¡Es un perro!
—¡No lo toques! —advirtió Retty—. Si está herido puede atacarte. Quédate donde estás... Iré a echar una mirada.
Con el saco de lona rebotando sobre la espalda corrió a reunirse con su hermano menor, deteniéndose en el camino para recoger un palo de madera que le serviría para mantener al perro a raya si resultaba peligroso. Pero, cuando alcanzó a su hermano y juntos se acercaron despacio al animal, se dieron cuenta de que éste no estaba en condiciones de atacarlos. Desgreñada y cubierta de barro, con el empapado pelaje pegado al cuerpo de forma que le daba un aspecto esquelético, la criatura yacía en medio de las algas, moviendo débilmente la cabeza y una de las patas delanteras pero demasiado agotada para hacer nada más. Tenía los ojos entrecerrados, la lengua le colgaba a un lado y su respiración era jadeante y penosa; al acercarse más los muchachos escucharon un débil gemido que escapaba de su garganta.
—No es un perro —dijo Retty de improviso—. Es un lobo.
—¿Un lobo? —Esk se mostró incrédulo—. ¿Cómo ha ido a parar al mar un lobo?
—No lo sé. —Se encogió de hombros—. A lo mejor se cayó del acantilado, o algo así.
—Los lobos no se caen de los acantilados.
—Pues a lo mejor la galerna lo tiró de él. Pero sin duda es un lobo; mira la forma de
la cabeza, y las patas tan delgadas. Y esa cola. Eso es un lobo.
—¿Qué vamos a hacer? —Había compasión en la voz de Esk—. No podemos dejarlo aquí o se ahogará cuando vuelva a subir la marea. ¿Crees que podríamos ponerlo en pie?
Su hermano negó con la cabeza. —Me parece que tiene las patas traseras rotas. Mira... Las tiene dobladas al revés. ¿Ves cómo están? No puede andar, y no me gustaría intentar llevarlo en brazos, no sea que aún le hagamos más daño.
—A lo mejor incluso nos mordería —apuntó el pequeño en tono práctico.
Se quedaron contemplando en silencio el patético montón de pelo. Si el lobo se había dado cuenta de su presencia no lo demostraba; los gemidos habían cesado ahora, los ojos del animal estaban cerrados y era imposible decir si seguía respirando o no.
Al cabo de unos segundos, Esk levantó los ojos con preocupación. —¿Se ha muerto?
—No lo sé. —Su hermano estaba a punto de agacharse y extender una mano para tocar al lobo, cuando una voz los llamó desde lo alto. —Retty..., Esk..., ¿todo va bien ahí abajo? Los niños levantaron la cabeza y vieron una figura, recortada contra el brillante cielo, que saludaba desde lo alto del acantilado.
—¡Es el abuelo! —gritó Esk, ansioso—. ¡Él sabrá qué hacer! —¡El abuelo no sabe nada de lobos! —protestó Retty, pero Esk corría ya playa arriba en dirección al acantilado, agitando los brazos con energía.
—¡Abuelo, abuelo, baja! ¡Hemos encontrado un lobo, está herido! ¡Baja!
Desde lo alto su abuelo no podía oír lo que gritaba Esk, pero la urgencia de la llamada quedaba muy clara, de modo que el anciano se acercó al borde y empezó a descender con cuidado. Retty apretó los dedos e hizo una mueca, temeroso de la cólera de su madre si el anciano —de quien mamá decía que era demasiado mayor para ir trepando y saltando por las rocas, y «vosotros, niños, no os atreváis a animarlo a hacerlo»— caía y se hacía daño. Pero el abuelo llegó al pie del acantilado sano y salvo y, con Esk tirándole de la mano, se acercó a ver el descubrimiento por sí mismo.
—Bien, bien —dijo, con un tono de asombro en la voz—. Es un animal grande, más grande que la mayoría de los lobos que tenemos en esta región. Es más parecido a un animal de la tundra que a una de nuestras razas del bosque.
—¿Está muerto, abuelo? —preguntó Esk.
El anciano se inclinó para tocar al lobo y palpar bajo el collarín, cubierto de sal y casi seco ahora.
—No, no lo creo; pero está malherido.
—Tiene las patas traseras rotas —le informó Retty, sombrío—. No puede andar; si se queda aquí se ahogará cuando suba la marea.
El abuelo de los muchachos se irguió y estudió la situación del lobo herido. Matar animales para comer era una cosa; la carne era algo necesario para sobrevivir, y siempre le había gustado la caza tanto como a cualquiera. Pero ningún habitante honrado de las Islas Meridionales mataría a un animal por otro motivo, o lo dejaría sufrir sin necesidad. Tanto animales como humanos eran criaturas de la Madre Tierra, y los isleños respetaban a los lobos en particular, no como competidores sino como compañeros de caza por derecho propio. A lo mejor, pensó, ese lobo ya no podía salvarse, pero no estaba seguro. Merecía una oportunidad... y, de todos modos, no creía tener el valor para despacharlo, aunque fuera en un acto de misericordia. Además, hoy era día de mercado, ¿no era así? Eso podría cambiarlo todo...
—Retty —dijo, indicando el acantilado—, vuelve a subir; luego corre todo lo rápido que puedas hasta el pueblo y consigue que vengan dos hombres. Diles que traigan algo de cuerda, y una plancha resistente de mimbre para hacer una camilla. Después, cuando lo hayas hecho, quiero que vayas a Ingan.
—¿Ingan? —Retty estaba perplejo. Ingan era la ciudad grande más cercana, situada unos ocho kilómetros tierra adentro. El niño apenas si había estado en la ciudad dos veces en toda su vida—. ¿Para qué, abuelo?
—Es día de mercado —respondió el abuelo—. Existen muchas probabilidades de que Niharin esté allí. Si lo está, quiero que le pidas, ¡con toda educación, sobre todo!, si puede venir a ver qué puede hacer por el lobo.
Esk, que escuchaba con sumo interés, torció el rostro en una mueca.
—¿Niahrin? ¡Puf! Es una bruja horrible..., ¡es repugnante! El anciano se volvió furioso hacia el pequeño. —¡Ya es suficiente, muchacho! Niahrin no puede evitar el aspecto que tiene, y sabes tan bien como yo que las brujas del bosque son mujeres buenas y sabias, ¡de modo que no toleraré que se la insulte! —Mientras Esk enrojecía avergonzado, el abuelo se dirigió de nuevo a Retty—. Di a tu madre que tienes mi permiso para ir, y que puedes coger prestado el poni del herrero; le dices que ya le pagaré más tarde. Ahora, ponte en camino, y date prisa. La marea empieza a subir ya y no tenemos mucho tiempo.
Alentado por la responsabilidad que su abuelo depositaba en él, y también por el pensamiento de que a lo mejor podían salvar al lobo, Retty asintió con la cabeza. —Sí, abuelo. ¡Haré todo el camino corriendo! El anciano y el niño de menor edad lo siguieron con la mirada mientras ascendía por el acantilado y desaparecía por encima de la cumbre tras agitar rápidamente un brazo en señal de despedida. Luego devolvieron su atención al lobo. La criatura parecía haber recuperado el conocimiento otra vez pero estaba demasiado débil y atontada para intentar moverse. Sus nublados ojos ambarinos los contemplaban con impotencia; con la punta de la lengua se lamía las mandíbulas pero sin coordinación. El anciano consideró la posibilidad de intentar enderezar las patas traseras dañadas, pero se decidió en contra temeroso de que sus bienintencionadas pero inexpertas manos no fueran a empeorar las cosas. Era mejor esperar la llegada de la hechicera, aunque, si no había ido al mercado de Ingan hoy, sólo la Madre sabía lo que harían ellos entonces. El pueblo tenía su propio médico, desde luego, pero la forma en que Niahrin trataba a los animales era una leyenda en la región. La gente rumoreaba incluso que, en una ocasión, había devuelto la vida a un caballo...
Una mano diminuta se introdujo repentinamente en la suya, y vio a Esk que lo contemplaba ansioso.
—¿Podrá Niahrin salvar al lobo, abuelo? —El chiquillo se disculpaba así de forma indirecta por lo que había dicho minutos antes, y el anciano sonrió para darle a entender que estaba perdonado.
—Tendremos que esperar y ver, muchacho. Pero, si alguien puede, es ella.
Era pasado el mediodía cuando Retty regresó de Ingan en el poni prestado, con la bruja Niahrin montada a la grupa detrás de él.
Todos los habitantes de la zona conocían a Niahrin, pero, pese a la larga amistad, los aldeanos aún la miraban con una mezcla de curiosidad y compasión al saludarla. Niahrin probablemente no tendría más de cuarenta años de edad, y de espaldas, con su figura elegante y ligeramente rolliza y los cabellos de un negro azabache arrollados alrededor de la cabeza en dos trenzas, se parecía a cualquier aldeana madre de familia, incluso aunque sus ropas fueran viejas y un poco extrañas y sus colores a veces no combinaran demasiado. Pero, cuando se daba la vuelta y mostraba el rostro, esa ilusión se desvanecía.
El ojo derecho de Niahrin era de un castaño límpido y cálido, la mejilla derecha mostraba un rubor saludable bajo el efecto bronceador del viento, y el lado derecho de la boca era carnoso y casi bello. Pero el ojo izquierdo estaba tapado por un parche de colores, hecho con un pedazo de tapiz viejo, y la piel que quedaba debajo aparecía arrugada por viejas cicatrices de un color gris blanquecino que descendían hasta la mandíbula como las marcas de las zarpas de un animal, tirando hacia abajo de la comisura izquierda de la boca y dando una terrible contorsión a su sonrisa. Nadie sabía qué accidente había provocado tal desastre, y Niahrin se negaba a hablar de ello. Pero un rumor persistente afirmaba que la desfiguración era el resultado de una maldición lanzada sobre ella por su abuela cuando Niahrin no era más que una criatura. Nadie recordaba a la vieja bruja ahora, ni se acordaba de su nombre siquiera, pero todo el mundo coincidía en que una mujer que podía ser tan cruel con alguien de su propia sangre debía de haber sido una criatura llena de pura e implacable maldad. Unos pocos temían que Niahrin hubiera heredado algunos de los rasgos de su abuela, pero los hechos hablaban mejor que las palabras; Niahrin era una herbolaria experta y utilizaba la vieja magia sólo para el bien, y la gran mayoría de las personas no sólo la respetaba sino que sentía afecto por ella.
Como ella misma ya había explicado al niño, Retty había tenido mucha suerte al encontrarla ese día en el mercado. Como tantas de las brujas de las Islas Meridionales, Niahrin prefería la vida solitaria en el bosque a la atmósfera más mundana de una ciudad o pueblo. Tenía su hogar en la gran zona boscosa que se extendía entre la costa de Amberland y la fortaleza del rey en Carn Caille. Cultivaba sus propias verduras e hierbas y los habitantes del bosque la abastecían de carne, de modo que sus visitas a Ingan eran pocas y espaciadas. Lo cierto es que había estado a punto de no acudir ese día, y únicamente una intuición de que hallaría algo de particular interés la había convencido de dirigirse a la ciudad. A lo mejor, dijo a Retty al tiempo que se golpeaba un lado de la nariz y le dedicaba un guiño conspirador con el ojo bueno, el lobo la había llamado pidiéndole ayuda, tal como a veces hacían los animales con los humanos que los comprendían...
Retty no podía evitar que le gustase Niahrin, a pesar de su aspecto desconcertante. Durante el viaje de vuelta desde Ingan la mujer lo había entretenido con historias de los bosques, de partidas de caza y de animales y de habitantes de los bosques, y de aquella ocasión en que el mismo rey había pasado a caballo acompañado por la reina y toda su corte, y de cómo al pasar el monarca le había dedicado una inclinación de cabeza como si ella fuera una dama de la nobleza. La reina era muy joven y hermosa, dijo Niahrin, pero tenía un aspecto delicado y abatido, aunque la bruja añadió que probablemente no era nada que una botella de su propio tónico de hierbas no hubiera subsanado si ella hubiera tenido el valor de ofrecerla.
Finalmente llegaron a la casa de Retty, situada cerca del puerto, y al sonido de los cascos del poni la madre y el abuelo del muchacho salieron a la puerta. Se intercambiaron los cumplidos de rigor, y se condujo a Niahrin a través de la casa hasta el fregadero de la parte trasera de la casa, donde yacía el lobo herido sobre un montón de sacos. La familia se amontonó en la pequeña habitación detrás de ella, e incluso Esk fue lo bastante osado ahora en presencia de la bruja como para atisbar desde detrás de las faldas de su madre.
—El chico dice que le parece que las patas traseras del animal están rotas. —Niahrin se agachó junto a los sacos y pasó una mano firme pero suave sobre el lomo del lobo y luego sobre los costados. Un espasmo reflejo crispó el cuerpo del animal, y la bruja meneó la cabeza afirmativamente—. Mmmm... bueno, no estoy tan segura. Puede existir una fractura, pero si así es se trata de una fractura limpia, y ella todavía tiene sensibilidad en el lomo. El daño no es irreparable.
—¿Es una hembra? —El abuelo miró por encima del hombro a Niahrin con sorpresa—. Parece tan grande... Y esas cicatrices en el hocico... Pensaba que sólo eran los machos los que se metían en peleas.
Niahrin lanzó una risita ahogada.
—Oh, te sorprenderías. Los lobos no son tan diferentes de nosotros los humanos; las mujeres siempre pueden hacer pasar un mal rato a los hombres cuando se trata de una buena escaramuza. Bueno —introdujo la mano en un pequeño morral que le colgaba del hombro—. Primero, le daré un poco de mi elixir especial. Tiene dolor, ¿sabéis?, de modo que unas gotitas ayudarán a aliviárselo. También tiene algunas heridas; necesitaré un poco de agua hirviendo para preparar una cataplasma; luego entablillaré y vendaré las patas, lo justo para llevármela a casa sin que sufra más daños.
—¿A tu casa? —Retty estaba consternado—. Oh, pero yo pensé que nos la quedaríamos.
Su madre lanzó un bufido de sorpresa, y Niahrin negó con la cabeza.
—No, querido, eso no estaría bien, y no sería lo mejor para ella. Necesita cuidados adecuados y que todo cicatrice bien; no es mi intención ofenderos, buena señora, pero estoy segura de que tenéis trabajo más que suficiente sin que además tengáis que ocuparos de un animal enfermo. —Sonrió por encima del hombro a la madre de los niños—. Si tenéis algunas tiras de ropa o de lona y un par de pedazos de madera no muy largos que me podáis dar, eso es todo lo que os pido.
—Desde luego. —La mujer, con Esk pegado a ella, salió a toda prisa a buscar lo que le habían pedido. Al ver el rostro alicaído de Retty, Niahrin le sonrió.
—No te inquietes. Te iré enviando noticias de sus progresos, y, si tu madre y tu abuelo te autorizan, podrás venir a visitarla dentro de un tiempo. Más o menos después de la próxima luna nueva; para entonces estará en condiciones de recibir visitas.
—¿Puedo, abuelo? —Retty levantó la vista esperanzado. —Sí, claro, si tu madre está de acuerdo. Niahrin volvía a examinar a la loba. —Bueno, no tiene leche, de modo que no hay cachorros huérfanos de los que preocuparnos. —Hizo una pausa—. ¿Decís que la encontrasteis en la playa? ¿Arrastrada por la marea?
—Eso es lo que parece —le dijo el abuelo—. Aunque cómo fue a parar al mar y, aún más, cómo se apartó tanto del bosque, es algo que sólo la Madre sabe.
—Sí; vagabundean, claro, pero suelen ir hacia el sur en dirección a la tundra, no al norte. La verdad es que dudo que se trate de uno de nuestros lobos locales. No recuerdo haberla visto antes, y con esas cicatrices y el pelaje moteado no es un animal que yo olvidaría fácilmente. Mientras hablaba, Niahrin había ido pasando una mano sobre el hocico de la loba en tanto que la otra trazaba menudos y rápidos signos en el aire por encima de la frente del animal; de improviso se detuvo y se inclinó para estudiarlo con más atención—. Empieza a despertar.
La loba lanzó un gañido y se estremeció. Retty intentó mirar, pero su abuelo lo obligó a retroceder dos pasos.
—Déjale sitio, muchacho. Demasiados rostros extraños todos a la vez la asustarán.
Niahrin canturreaba en voz baja ahora mientras permanecía inclinada sobre el animal, palabras que ni el anciano ni el chiquillo comprendieron. Muy despacio, los ambarinos ojos de la criatura se abrieron. Estaban nublados y miraban sin ver; el animal parecía hacer grandes esfuerzos por respirar. Entonces, tan débilmente que sólo la bruja pudo oírlo, una voz apagada pero clara brotó de su garganta.
—¿Don... dónde está Índigo? Qui... quie... ro a Índigo...
Niahrin aspiró con fuerza, alarmada. ¡Madre Todopoderosa, la criatura hablaba!
—¿Pasa algo? —El abuelo se adelantaba, y la intuición de Niahrin envió a su mente una veloz advertencia.
—No —respondió al momento—. No, no pasa nada.
Las mandíbulas de la loba volvieron a abrirse y la mujer colocó una mano sobre el moteado hocico. No quería que ni el anciano ni el niño supieran lo que había visto y oído; había algo muy extraño aquí que todavía no podía comprender y, hasta que lo hiciera, sería más sensato mantener para sí lo que había descubierto.
—Toma, vamos. —Obligó a sus palabras a recuperar un tono normal y con gran cuidado separó los labios de la loba, para luego introducir el cuello de la botella de elixir entre los largos dientes—. Puede tragar el licor, y eso la hará dormir de nuevo e impedirá que sienta dolor. —Observó con atención mientras una buena dosis descendía por la garganta del animal—. Bien, ¿está lista el agua? Lo mejor será que le echemos un remiendo lo más deprisa posible, y así podré marcharme y llegar a casa con ella antes de que oscurezca.
Le ofrecieron un poni y una carreta para que ella y su paciente regresaran al bosque, pero Niahrin no quiso aceptar. No estaba acostumbrada a manejar caballos, dijo; montar a la grupa era una cosa pero si la dejaban sola se metería en un lío, y además no tenía ningún sitio donde instalar al poni durante la noche. Agradeciéndoselo de todo corazón, prefería mucho más tomar prestada una carretilla que podría devolver más adelante; la loba estaría bastante cómoda, y la caminata no era nada para ella. Antes de partir recetó unas pócimas para la tos de un vecino y para el hijo de otro que empezaba a sacar los dientes, entregó a la madre del muchacho un paquete de hierbas para cocinar, y muy amablemente aceptó cuatro pescados salados, un pesado pastel y una cesta de huevos recién puestos en pago de sus servicios. También volvió a prometer que Retty podría visitar a la loba cuando ésta estuviera recuperada, lo que disipó un poco la tristeza del chiquillo mientras la veía marchar colina arriba empujando la carretilla hasta desaparecer de la vista siguiendo la carretera de Ingan.
Los aldeanos ofrecieron escoltarla, pero Niahrin había decidido que nadie debía acompañarla en el trayecto de regreso a casa. Por una parte quería mantener para sí el secreto que había descubierto; y, por otra, el solitario paseo le proporcionaría tiempo para reflexionar sin distracciones sobre aquel misterio.
La loba yacía en la carretilla, tan cómoda como era posible tenerla en un lecho de sacos y paja. El animal se encontraba sumido en un profundo sueño, parecido a un trance —Niahrin le había suministrado más cantidad del licor de la que era estrictamente aconsejable, pero tenía sus ramones—, y, mientras se ponía en marcha con pasos largos y decididos, con la carretilla traqueteando y bamboleándose delante de ella, la bruja empezó a revisar mentalmente lo poco que sabía.
Un lobo que hablaba el lenguaje humano. ¿Había oído jamás algo parecido? Rememoró las historias que su madre le había contado, luego retrocedió aún más hasta las enseñanzas y los conocimientos locales recibidos de su abuela, y decidió que no. Y la criatura había sido arrojada a la playa por el mar. Por norma los lobos no se aventuraban cerca del mar; parecían sentir un temor o aversión instintivos por él, y sabía con seguridad que ninguno vivía a menos de dos kilómetros o más de la costa. ¿Existiría, se preguntó de improviso, alguna conexión con el barco embarrancado frente al cabo Amberland durante el temporal del día anterior? Las noticias viajaban veloces en la región, y el naufragio había sido el tema de conversación en el mercado de Ingan. Había muchos supervivientes, por lo que había oído (y había que dar gracias a la Madre por ello), que se estaban recuperando en uno de los poblados de Amberland situados más allá a lo largo de la costa. A lo mejor podría enviar un mensaje con uno de los hijos de los guardabosques, para preguntar si había habido una loba a bordo del barco. No era muy probable, pero Niahrin había aprendido hacía ya tiempo que no era prudente descartar ni siquiera las conjeturas más extravagantes.
Luego estaba la cuestión de lo que había dicho la loba. Algo sobre que quería a Índigo. ¿Qué era Índigo? ¿Una persona?, ¿un lugar?, ¿un objeto? ¿O lo había entendido todo mal, y la pobre criatura había estado intentando decir «me quiero ir» o algo parecido? Sí, eso tendría sentido. Pero Niahrin tenía el presentimiento de que no lo había entendido mal.
Contempló meditabunda el lamentable montón de pelaje gris, seco ahora pero todavía sucio, que descansaba en el interior de la carretilla. Primero lo primero: comodidades y cuidados era lo que importaba por encima de todo, y esas cosas ella podía proporcionarlas en grandes cantidades. Pero, cuando hubiera hecho todo lo que estaba en su mano... bien, entonces habría tiempo para investigar más a fondo.
Niahrin llegó al bosque una hora antes de anochecer, lo que la satisfizo. Los días eran cada vez más largos a medida que la primavera se estiraba hacia el verano; muchos de los árboles mostraban ya los brillantes colores de las jóvenes hojas nuevas como una neblina verde, y la hierba en los claros brotaba exuberante y vigorosa. Tendría una buena cosecha de escalonias en su parcela de las verduras cualquier día de éstos, y era casi el momento de sembrar judías y raíces de verano. Una época de cultivo y también una buena época para curar heridas. Con una extraña y pesarosa sonrisita, se dijo que era también una buena época para volver a despertar una vieja magia, una que hacía muchos años que no utilizaba. La idea le produjo un escalofrío nada agradable, pues en lo más profundo de su mente todavía la temía como siempre había hecho, y le devolvía recuerdos que habría preferido no recuperar. No obstante, un don existía para ser utilizado. Y el don que su abuela le había entregado, veinticinco años atrás, era tal vez el único medio de resolver este enigma...
Su casa se encontraba a media hora de camino desde el linde del bosque, en un claro entre robles, fresnos y abedules que en pleno verano formaban un agradable dosel moteado. Al igual que otras casas de los alrededores, estaba construida en madera con un tejado de turba, y se erguía firme y cuadrada en el interior de su propia parcela vallada con mimbre. No tenía más que un piso y dos habitaciones, pero siempre había sido lo bastante amplia para las necesidades de Niahrin.
La mujer empujó la puerta —no había cerraduras, pues ningún isleño osaría jamás penetrar en la casa de una bruja sin ser invitado— y encendió dos velas antes de arrastrar la carretilla hasta el umbral y levantar en brazos a la loba que dormía en su interior. El animal era pesado, y, pese a su buena forma física y su fuerza, Niahrin dio gracias que la criatura no estuviera despierta para sufrir tan torpe maniobra. Por fin, consiguió depositar a la loba sobre un jergón relleno de heno junto a la chimenea, y empezó a encender el fuego que había dejado dispuesto aquella mañana. Lo primero que haría sería colocar su comida a calentar, pues nadie trabajaba bien con el estómago vacío, y mientras el cazo hervía tendría tiempo de tratar adecuadamente los entablillados y vendajes de la loba y de añadir uno o dos conjuros, que no había podido realizar bajo la mirada de los aldeanos, para infundir poder curativo.
Cuando terminó, del cazo del trébedes se elevaba un olor apetitoso y la habitación estaba caliente y bien iluminada por la luz del hogar, desafiando a la oscuridad exterior. Mientras se servía una generosa ración de estofado de conejo en un bol y cortaba un pedazo de grueso pastel como postre, Niahrin entonó una dulce canción, en parte para calmar a la dormida loba y en parte para crear la atmósfera soporífera que permitiría a su mente realizar la transición desde una realidad a la otra. Comió despacio, de forma casi ritual; luego se sirvió un vaso de agua de una jarra, lo bebió y fue a sentarse con las piernas cruzadas en el lado opuesto de la chimenea al que se encontraba la loba. Durante quizás un minuto todo permaneció en silencio; entonces, desde algún punto en las profundidades del bosque, un búho lanzó su solitario y lúgubre grito, y Niahrin supo que era el momento oportuno.
Se llevó una mano al parche que le cubría el ojo izquierdo, y lo levantó. Desde que le habían hecho aquello, había dejado de tener espejos, pero recordaba muy bien la expresión de horror en los rostros de aquellos a quienes se había mostrado; el asco, la repugnancia, la compasión por una mujer condenada a la soltería por el don de su abuela.
Ella era especial, eso era lo que su abuela había dicho. Niahrin no le guardaba rencor, pues aun entonces había comprendido que la anciana tenía razón y había aceptado el don de buen grado; incluso había querido más a la abuela por ello. ¿Qué importaba si ningún hombre iba a mirarla jamás a no ser con expresión de repugnancia? Estaba casada con su arte, y eso era algo que aquellos que la compadecían no podrían entender nunca.
El ojo izquierdo de Niahrin era el ojo de una monstruosidad. Sin pestañas, la piel arrugada como una pasa a su alrededor, su color convertido en un horrible gris cadavérico, cuyo iris parecía difuminarse en el blanco del ojo y fundirse en él. Y la mirada era fija e inmóvil, desviada a un lado en una espantosa mirada estrábica; una expresión de auténtica demencia.
Pero Niahrin distaba mucho de estar loca. Y este ojo, este don, por grotesco y horrible que pudiera ser, le proporcionaba algo que era totalmente suyo.
Niahrin empezó a canturrear otra vez en voz baja. El terrible ojo bizco parpadeó una vez, y sobre la imagen de la habitación iluminada por las llamas empezaron a aparecer nuevos paisajes, que se materializaban despacio pero con claridad, otras realidades que se fusionaban con su agradable mundo. Pasado, presente y futuro, uniéndose como los hilos del telar de un tejedor. Lo que fue; lo que podría haber sido; lo que podría ser. Y en su mente, como fantasmas susurrantes, las voces del podría y del pudo y del si empezaron a hablarle...