CAPÍTULO 18


Cinco hombres, conducidos por la reina viuda Moragh, salieron a caballo de Carn Caille aquella tarde. Llevaban ropas de caza pero sus armas no eran las de unos cazadores; sus perros se quedaron en las perreras y en su lugar iba Grimya, junto al caballo de Moragh. Evidentemente, no se trataba de una expedición corriente, pero los cinco hombres eran todos guardabosques que Moragh conocía personalmente, y sabía que podía confiar en su silencio.

Niahrin descansaba. Hasta que la reina viuda y sus acompañantes regresaran ella no podía hacer nada, y todavía se sentía débil a causa de la experiencia de la noche anterior. Se había dado instrucciones a los criados para que no la molestaran y por lo tanto se quedó en cama, con la esperanza de poder dormir y con la esperanza más ferviente aún de no soñar.

Lo cierto es que durmió, y, al despertar, descubrió con sorpresa que había dormido de un tirón desde el mediodía hasta bien entrada la tarde. Grimya no había regresado, pero al sentarse Niahrin descubrió una pizarra apoyada en posición vertical sobre la mesita de noche. Escritas en la pizarra había sólo dos palabras: «Éxito. Jes».

El corazón de la bruja dio un ligero vuelco.

Durante los días que siguieron, el rey Ryen se sintió cada vez más seguro de que su madre maquinaba alguna cosa de la que él no sabía nada. La reina viuda parecía encontrarse constantemente ocupada, y en las contadas ocasiones en que consiguió llamar su atención ésta esquivó con gran habilidad sus intentos de averiguar algo sobre sus actividades. En una ocasión Ryen intentó enfrentarse con ella, preguntando sin rodeos qué era lo que tramaba, pero Moragh se limitó a sonreír de la forma que normalmente reservaba a las amistades poco íntimas y a responder que estaba, desde luego, ocupada en la organización de la boda de Índigo y Vinar, y nada más siniestro que eso. Ryen no le creyó, pero tuvo que contentarse con su respuesta.

La boda era otra manzana de la discordia. Ryen se había sentido extrañado y, al principio, molesto por la insistencia de Moragh de que el acontecimiento debía tener lugar en Carn Caille, pero al hacer su oferta a la pareja de novios la reina viuda había forzado su mano sin remedio y el monarca no tenía otra alternativa que poner buena cara a todo el asunto. No obstante, la actitud del rey no tardó en ablandarse; aunque lo desconcertara el misterio de la procedencia de Índigo y, en realidad, habría preferido que la muchacha abandonara Carn Caille sin demora, no podía en justicia hacerla responsable por su propia situación incómoda. De modo que cedió con bastante buen talante, y los preparativos empezaron en serio.

Carn Caille se vio presa de un desasosiego de actividad en cuanto Moragh emprendió las tareas organizativas y se puso a asignar a cada uno su papel. La reina viuda se encargó de que la misma pareja, e Índigo en especial, estuvieran totalmente ocupados; y mediante una combinación de persuasión e intimidación embaucó hasta tal punto a Ryen para que participara en sus proyectos que al rey no le quedó tiempo para indeseables investigaciones en otras áreas. En esto encontró una aliada inesperada en Brythere. La reina estaba encantada con el anuncio de la boda y se lanzó a la vorágine de preparativos con sorprendente entusiasmo y energía; casi, pensó Moragh, hasta el punto de resultar una obsesión, como si esta distracción concreta de sus propias preocupaciones fuera algo a lo que aferrarse como un marinero náufrago se aferraría a un madero flotante. La reina viuda dio a su hija política plena libertad y elevó una plegaria de agradecimiento por su involuntaria pero inestimable contribución. Y entretanto, inadvertida entre el fervor general, la estrategia más profunda iba tomando forma... y en un sótano, sin utilizar desde hacía mucho tiempo y poco menos que olvidado, bajo los cimientos de Carn Caille, se preparaba a un prisionero para que se reencontrara con su pasado. La captura de Perd se había llevado a cabo con extraordinaria facilidad. Los lobos del bosque habían percibido la proximidad de los cazadores muy pronto, y el rey lobo y cinco de los miembros más veloces de su jauría los esperaban ya cuando Moragh y su grupo llegaron al punto de encuentro junto al arroyo. Los hombres quedaron estupefactos al descubrir que estas criaturas no sólo parecían comprender la naturaleza de su misión sino que testaban ansiosas por ayudarlos, pero Moragh no dio explicaciones y ellos no se atrevieron a hacer preguntas. Encontraron al anciano en la guarida que se había construido; una vieja cabaña para guardar cosas situada en un claro, que antiguamente habían utilizado los guardabosques pero que estaba abandonada desde hacía tiempo y ten muy mal estado. Tres lobas que habían estado vigilando la cabaña al abrigo de la maleza cercana se esfumaron ten cuanto el rey lobo condujo a los humanos al claro, y Moragh en persona se adelantó a caballo y lanzó un claro desafío. No hubo respuesta, y a una orden de la reina viuda tres de los hombres penetraron en la cabaña. El interior apestaba a alcohol entre otros olores más fétidos, y allí hallaron a Perd inconsciente y roncando, aferrando dos odres de vino vacíos contra el pecho como si fueran sus posesiones más preciadas. Recuperó el sentido cuando lo arrastraron al exterior, y en cuanto sus ojos nublados descubrieron a la reina viuda empezó a forcejear, a gritar y a maldecir. Pero en su estado no ofrecía ningún peligro para siquiera uno solo de los cazadores, y lo llevaron de vuelta a Carn Caille como un ciervo de primera calidad, colgado impotente sobre el pomo de una de las sillas. Con bien ejercitada habilidad Moragh había hecho arreglos para que lo introdujeran en la fortaleza sin ser visto y lo encerraran en el sótano ya preparado a tal efecto; luego, por su propia mano, mezcló una potente bebida narcótica y lo obligó a tragarla, para volverlo a dormir.

Cuatro días después de la captura Moragh y Niahrin seguían ocupadas en su secreta misión. A Perd lo habían instalado con todas las comodidades que las circunstancias permitían; el sótano gozaba de una temperatura agradable, y él tenía una cama, mantas y lámparas para iluminar la oscuridad. Niahrin incluso se había ocupado de lavarlo de la cabeza a los pies y vendar la innumerable variedad de cortes y golpes que encontró en su cuerpo. Seguía drogado, y sólo se lo despertaba de su estupor dos veces al día para que comiera y atendiera otras necesidades, pero la naturaleza de las drogas cambiaba a medida que las dos mujeres experimentaban, estudiaban, experimentaban más y anotaban los resultados de sus esfuerzos. Su primera intención fue proporcionar al anciano un buen descanso; largos períodos de sueño sin pesadillas durante los cuales los ovillos de su mente, desesperadamente enmarañados, tuvieran la posibilidad de desenredarse. Luego le administraron preparados de otras hierbas más raras, cuyo propósito era alcanzar mientras dormía los reinos guardados bajo llave de su memoria.

Y por último llego el momento del experimento de mayor importancia y el más peligroso; la droga que, si tenía éxito, daría a Niahrin, mediante magia hipnótica, el control de su conciencia al despertar.

Al cabo de seis días estaban preparadas... o, como Niahrin admitió secretamente para sí, tan preparadas como podían esperar estar. Si tendrían o no éxito en lo que iban a intentar era una pregunta que no se atrevía a contestar, pero ahora no había tiempo para echarse atrás. Mientras se con centraba en Perd, los preparativos de la boda en Carn Caille habían ido adquiriendo velocidad e impulso, y ahora la suerte estaba echada sin remedio. Dentro de tres días Índigo y Vinar se unirían en matrimonio. Tenían que actuar de inmediato o sería demasiado tarde.

Mientras se dirigía a la escalera del sótano para la cita fijada con Moragh y Jes, Niahrin se debatía entre el temor a lo que le aguardaba y el alivio de que, para bien o para mal, la tensión de la espera finalizaría pronto. Durante los últimos días habían crecido sus temores de que se descubriera su secreto; sabía que el rey sospechaba ya que se preparaba alguna cosa, y hasta el propio Vinar empezaba a mirarla con recelo. El día anterior había comentado meditabundo que ella parecía estar siempre tan ocupada que se estaba perdiendo la diversión de los preparativos para la boda. El comentario había cogido a Niahrin totalmente por sorpresa, y se había sentido enrojecer hasta la raíz de los cabellos, en tanto se esforzaba por disimular. Si Vinar había quedado convencido no lo sabía, pero lo dudaba; a pesar de sus modales bruscos el scorvio no era tonto. Por suerte no había insistido más, pero la bruja se sentiría muy agradecida cuando ya no fuera necesario andarse con subterfugios.

Grimya no estaría con ellos esta noche. Su presencia podría haber ocasionado problemas con Perd, y la misma loba se mostraba muy ambigua sobre todo el asunto. A cambio de ello, se había ofrecido a montar guardia para ellos y desviar a todo aquel que pasara demasiado cerca del lugar, y ahora se encontraba de patrulla junto a la entrada del largo pasillo estrecho que conducía a la escalera del sótano. Sus últimas palabras cuando ella y Niahrin se separaron fue un «¡Buena suerte!» roncamente susurrado.

Mientras Moragh abría con llave la puerta del sótano y penetraban en el interior, Niahrin reflexionó que realmente necesitarían toda la suerte que Grimya pudiera desearles esta noche, y mucha más. Perd, como comprobó de inmediato, estaba dormido sobre su jergón de paja. A la suave luz de los dos faroles colocados en los soportes de la pared, su rostro parecía más joven y los estragos del tiempo y la demencia, suavizados casi hasta el punto de darle una apariencia afable. Debió de ser apuesto en su juventud, se dijo la bruja; un poco salvaje y pícaro, quizá, pero muy capaz de hacer girar cabezas y conquistar corazones. La inesperada clarividencia provocó en la mujer un extraño escalofrío, y desvió rápidamente la mirada, sintiéndose como un mirón.

Moragh indicó a Jes que dejara en el suelo el frasco y las dos copas que llevaba, y sacó dos pequeñas botellas de plata de su bolso de mano.

—En primer lugar, el estimulante para despertarlo, y luego el hipnótico. —Dirigió una mirada a Niahrin—. ¿Preparo la primera dosis?

La bruja asintió e introdujo una mano en su propio bolsillo Sus dedos se cerraron sobre una bola de fino lino arrollado a su rueca y listo para ser hilado. Mientras ella lo sacaba, la reina viuda sonrió e indicó un rincón de la habitación, donde había un objeto cubierto por un chal.

—La rueda está lista —dijo, y flexionó los dedos—. Sólo espero poder decir lo mismo de mis habilidades con ella, después de tantos años.

Niahrin le devolvió la sonrisa con cierto embarazo y se acercó a retirar el chal. La rueda de hilar era antigua y pequeña pero muy bien cuidada —había pertenecido a la propia madre de Moragh, según había dicho ésta— y, mientras colocaba la rueca en su lugar, Niahrin acarició la brillante madera apreciativamente e intentó no pensar en su propia rueda, para no recordar su última experiencia en la habitación de hilar de su casa.

Jes llenó una de las copas con el contenido de su frasco y la entregó a la reina viuda, quien cruzó la habitación hasta el lecho de Perd. Apoyando la copa contra los labios del anciano dijo con voz suave pero firme:

—Perd Nordenson. Despierta, Perd. Despierta y bebe.

El anciano refunfuñó. Parecía reacio a moverse, pero había vino en la copa y Perd jamás había resistido la atracción del vino. En cuanto su olfato captó el aroma, sus manos salieron disparadas al frente, y se abrieron y cerraron en el aire.

—¡Ah, ah! —Moragh se dirigió a él como si reprendiera a un niño pequeño y apartó la copa—. Siéntate, Perd, y abre los ojos como es debido. ¡No hay que perder los buenos modos!

Los labios de Jes se crisparon en una sonrisa divertida, pero el anciano ya obedecía de modo automático. Moragh le dejó tomar dos sorbos antes de volver a retirar la copa, y poco a poco, nublados aún, sus ojos se abrieron.

—¿Niahrin? —Había visto a la bruja e intentó enfocar su rostro—. ¿Q... haces aquí? —Sacudió la cabeza como para despejarla y su pastosa voz adoptó un dejo malhumorado—. N... es tu bosque. No... deberías... estar aquí.

—No está en absoluto totalmente despierto aún —comentó Moragh en voz baja—. Pero las hierbas empiezan a actuar. Jes, toma la copa; no hay que dejar que tome más o estará despierto del todo antes de que nosotras estemos listas. Luego llena la otra copa, y añade cinco gotas de la segunda botella.

Perd emitió un grito de indignación al ver que la copa desaparecía.

—¡Vino! Dadme el vino, quiero el vino...

—¡Tendrás vino! Un vino mejor, con más fuerza, ¡pero sólo si controlas tu impaciencia! Eso es, así está mejor. —Al ver que el anciano se apaciguaba, Moragh hizo una seña a Niahrin—. Estamos listos. Creo que deberíamos empezar.

Las dos mujeres intercambiaron sus puestos, Niahrin junto al lecho mientras que la reina viuda se sentaba en el taburete frente a la rueda de hilar. Durante unos instantes, la habitación pareció particularmente silenciosa, sin otro sonido que el del vino al caer en la segunda copa mientras Jes lo servía. Perd estaba sentado en la cama ahora pero con el entrecejo fruncido, desconcertado y con un aire de desconfianza. Bruscamente, su voz rompió el silencio.

—¿Qué pasa? ¿Qué haces? Niahrin, me estás mirando fijamente. No me gusta que me

miren fijamente, sabes que no me gusta...

—¡Chist! —Niahrin lo dijo con tanta severidad que el otro calló a la mitad de la queja. El anciano parpadeó y frunció aún más el entrecejo.

—Tú nunca me hablas así, Niahrin. Nunca te he oído hablarme de este modo.

Niahrin le sostuvo la mirada, medio perpleja, medio enojada. No le contestó, pero con una mano hizo a Moragh una leve señal convenida de antemano, y la rueda de hilar comenzó a girar. Perd se sobresaltó y, siseando como un gato acorralado, volvió la cabeza violentamente.

—¿Qué está haciendo?

—Hilar, Perd. Sólo hilar.

La rueda cobraba velocidad, y sus radios eran casi una mancha borrosa ahora. A medida que el rítmico chasqui do resonaba en la habitación, un delgado y brillante hilo de lino iba tomando forma bajo las manos de Moragh.

Niahrin dirigió una rápida mirada a Jes.

—Dale el vino ahora —indicó.

—Vino... —Perd extendió ansiosamente las manos hacia la copa, que arrebató de las manos del bardo e inclinó hacia sus labios.

Jes, alarmado, hizo intención de recuperarla antes de que el otro pudiera apurarla, pero Niahrin lo contuvo.

—No, está bien. Deja que se lo beba todo. Es mejor que lo haga.

La garganta del anciano se contraía al tragar el líquido; terminó el contenido de la copa sin detenerse a respirar, y la tendió.

—¡Más! ¡Dame más!

—No, Perd.

Niahrin percibió cómo Jes se movía en silencio a su espalda para ir a colocarse entre ella y Moragh, que seguía sentada ante la rueda de hilar. El ovillo de lino iba arrollándose sobre el regazo de la reina viuda; veloz, Jes extendió una mano para tomar el extremo del ovillo y lo tendió a Niahrin. Esta lo tomó, lo dobló entre los dedos, sin dejar de mirar ni un momento el rostro de Perd. Entonces habló.

—Perd. Perd Nordenson. —Con un movimiento suave y experto hizo un nudo en el lino y lo tensó— Perd Nordenson, mírame. Mírame, Perd.

El se volvió despacio, con cautela, y sus ojos se encontraron. Niahrin hizo un segundo nudo en el lino.

—Escucha, Perd. Escucha, escucha mi voz. Observa, Perd. Observa. Observa mis manos. —Un tercer nudo, y mentalmente ensayó las palabras de la vieja canción que su abuela le había enseñado hacía mucho tiempo...

»Perd. Perd. Escucha y observa. Escucha y observa.

Hablaba siguiendo el ritmo regular de la rueda de Moragh, con voz baja y apremiante, y no obstante su reluctancia Perd no pudo resistir su atracción. Su mirada se vio atraída hacia los dedos de la bruja; durante unos momentos su boca se abrió y se cerró espasmódicamente, pero la droga empezaba a hacer efecto y no podía reunir la fuerza de voluntad necesaria para desviar la vista.

—Escucha y observa, Perd. Escucha y observa.

Niahrin lanzó una rápida mirada en dirección a Jes y el bardo comprendió; se encaminó hacia los faroles sujetos a la pared y apagó las mechas. Niahrin tuvo la impresión de que la oscuridad fluía como una sustancia viva de las paredes del sótano a medida que las luces se extinguían, y Perd, Jes, Moragh y la rueda de hilar se transformaron en meras siluetas, como marionetas de un teatro de sombras. Unicamente el débil halo de los cabellos blancos de Perd resultaba visible a la bruja; eso y un reflejo centelleante de sus ojos.

Niahrin percibió el contacto de la antigua magia, el hormigueo en sus huesos, y se llevó la mano izquierda al ojo izquierdo. Apenas audible por entre los sonidos de la rueda de hilar alguien respiraba fatigosamente. Los dedos de la bruja tocaron el parche del ojo y lo levantaron.

El rostro de Perd se destacó violentamente como iluminado desde dentro, y ya no era el rostro del anciano que conocía. A medida que la percepción normal daba paso a una forma de visión diferente y mucho más poderosa, Niahrin vio cómo los años desaparecían de él y la vitalidad del joven que había sido fluía otra vez. Pero la mirada del joven era dura y enojada, y la curva de los labios mostraba un rictus amargo y frustrado; y, aunque ella hubiera deseado que no fuera así, Niahrin vio el estigma de la locura latente y aguardando bajo la hermosa máscara.

«Así pues éste era Fenran, como realmente fue...»

Aferró el hilo de lino otra vez, y sus dedos empezaron a moverse y trenzar de nuevo mientras pronunciaba las palabras del antiguo cántico; con cada frase añadía un nuevo nudo en la cuerda.

—Tres para sembrar, y tres para segar, y tres para las aves nocturnas. Tres para la llamada, y tres para la caída, y tres a la luz de las lámparas...

Nada más pronunciar las primeras sílabas, la imagen del joven desapareció del rostro que tenía ante ella, y las familiares facciones de Perd volvieron a contemplarla. Se encontraba totalmente hipnotizado ahora, los ojos clavados en cada nudo que realizaba con una mezcla de fascinación y temor. Un débil gemido se formó y murió en su garganta. Sin dejarse conmover por su angustia, Niahrin siguió con su cántico, y mientras lo hacía Jes se adelantó para coger el pedazo de cuerda que había anudado. Luego se acercó a la cama, introdujo el extremo de la cuerda en las manos sin resistencia de Perd, y, en tanto que la bruja iba realizando más y más nudos, el bardo empezó a enrollar el trozo que ella iba soltando, muy despacio y sin apretar, alrededor de los hombros del anciano.

—Tres para la quema, y tres para la vuelta, y tres para los seres perdidos que vagan. Tres para el rescoldo, tres para el recuerdo, y tres para guiarlos a casa.

Niahrin había empezado a cantar más que recitar la rima, y su ronca voz de contralto poseía un timbre sedante, casi fascinador, hasta el punto que, pese a toda su lucidez, Jes se sintió como hundiéndose en un mundo de sueños. La rueda siguió girando; la bruja continuó anudando, y la cuerda fue saliendo, y él la fue arrollando con suavidad alrededor de la sumisa figura del lecho, atando a Perd al hechizo.

—Tres para atar, y tres para encontrar, y tres para pagar el precio. Tres para el pasado, y tres para hacerlo rápido, y tres para recuperar lo perdido.

El ojo izquierdo de la bruja pareció alumbrar con un peculiar resplandor interno, y un músculo de su rostro se contrajo. Los dedos dejaron de trenzar y tiró del último trozo de cuerda, de modo que los últimos tres nudos quedaron bien tirantes entre sus apretadas manos. El timbre de su voz cambió entonces, convertido ahora en un tono profundo y amenazador.

—Habla. —La total coacción implícita en la palabra hizo que los nervios de Jes se alteraran—. Soy la hija de la luna y el producto del sol, y el poder en cuyo nombre te doy la orden debe ser obedecido. Habla, hijo del norte. Di, hijo del norte. Dime el nombre que tus padres te dieron.

Perd empezó a temblar. Un sonido extraordinario surgió de las profundidades de sus pulmones e intentó darle forma, pero la lengua no lo obedecía. Sus hombros se contrajeron al darse cuenta de repente de la presencia de la cuerda que lo rodeaba; intentó deshacerse de ella, pero el hechizo de los nudos era demasiado fuerte y no pudo hacer más que retorcerse impotente.

—Habla —repitió Niahrin, con más dulzura pero todavía con implacable severidad—. Habla de los días pasados, hijo del norte. Habla de los días en que eras joven y el mundo no estaba corrompido para ti. Regresa, anciano. Regresa a la juventud. Regresa. Regresa.

Por segunda vez el rostro de Perd empezó a cambiar. Niahrin no supo si Jes o Moragh lo advertían y tampoco podía detenerse a especular sobre ello. Su cerebro estaba dividido entre dos niveles de conciencia; uno mundano, el otro incorpóreo que amenazaba continuamente con lanzarla a un precipicio.

—Regresa. —El poder fluía desde ella a los nudos, a través de la cuerda. Su voluntad y la de Perd estaban enzarzadas en un combate por la supremacía. El hombre poseía más resistencia de lo que había esperado y la extenuaba; sentía cómo sus reservas empezaban a agotarse. «Tiene que ceder... Diosa, ayúdame. Él tiene que...»

De improviso, el anciano —pero ya no era un anciano; volvía a ser joven, volvía a ser Fenran— se irguió muy tieso con una violenta sacudida. Hizo girar los ojos hacia arriba y profirió un débil gemido.

—La amo... —Las lágrimas empezaron a escapar de sus ojos—. Se lo dije, se lo dije, ¡pero no me dejaron verla! ¡Y son tantos, hay tantos de ellos, todos estorbando, todos ellos un obstáculo para nosotros! Muerta. Pero no lo está. Ella no murió. Nosotros no morimos. ¡Y todo este tiempo, todos estos años, he estado esperando, y ellos no me dejan verla, y no nos dejan tener lo que queremos!

Perd balbuceaba; las palabras brotaban en desorden, y Niahrin no conseguía entender aquella avalancha inconexa. Se esforzó por reunir su quebrantado intelecto, por mantenerse en el plano real sin romper el hechizo... y entonces, de modo asombroso, la voz de Perd cambió. Los familiares sonidos roncos desaparecieron, y en una voz sonora, decidida y juvenil dijo:

—¡Es legítimamente suyo, y por lo tanto legítimamente mío! Maldita sea, soy su esposo... ¡Supongo que eso cuenta para algo, incluso en este país de ignorantes!

Estupefacta, Niahrin lo miró fijamente. La transformación facial era completa: cabellos negros, piel morena, el rubor de una salud perfecta... Pero los grises ojos de

Fenran estaban entrecerrados y con expresión inflexible, y su boca mostraba un rictus enojado.

—No finjas no saber nada —dijo despectivo—. Todos vosotros lo sabéis muy bien, por mucho que afirméis lo contrario. Sabéis la verdad, y sabéis cuánto tiempo hace que esto dura. Eran sólo insignificancias al principio, ¿no es así? Pequeños insultos. La habitación de la torre; eso fue un ejemplo perfecto. Sabíais que la queríamos, lo repetimos hasta la saciedad, pero ¡oh, no! Kirra tenía el derecho a elegir primero. Kirra y su esposa. Porque Kirra será rey, y eso significa que él es el primero en todo. ¡Es siempre Kirra, maldito sea!

Niahrin había oído cómo Moragh aspiraba con fuerza al pronunciar Fenran el nombre la primera vez, pero no podía desviar su atención hacia la reina viuda. Sosteniendo la amarga mirada gris intentó mantener la voz firme cuando dijo en voz baja:

—Kirra está muerto, Fenran.

—¿Muerto? —Rió con una breve carcajada salvaje que recordaba a un ladrido—. ¡Oh, no, Kirra está vivo! —Se pasó la lengua por el labio inferior, acción que recordó desagradablemente a la bruja una serpiente contemplando a una posible víctima—. De momento, está muy vivo; él y su esposa, que se llama a sí misma reina ahora que el viejo Kalig ya no está. —Entonces, con tal rapidez que pareció como si su cerebro hubiera sido invadido de repente por una persona totalmente distinta, su expresión cambió y se volvió pensativa, casi afable.

»Ella era toda una belleza, ¿sabes? Cuando Kirra se casó con ella. Incluso nos gustaba entonces; los cuatro acostumbrábamos salir a cabalgar juntos, cazar juntos; compartíamos toda clase de pasatiempos e intereses. Desde luego no duró. ¿Cómo podía hacerlo? No tardamos en descubrir la verdad en cuanto Kalig murió; descubrimos exactamente qué clase de amigos eran. Codiciosos, terriblemente codiciosos. Todo para ellos, y nada para nosotros. Maldita sea, ¿no habíamos hecho suficiente? ¿No teníamos un legítimo puesto, como algo más que parientes del rey, que dependen de la benevolencia y favor de su magnánima majestad? —La furia regresaba; había saliva en sus labios, y su voz se elevó irritada—. ¡Deberíamos haber gobernado conjuntamente! Los cuatro. ¿Por qué no? Anghara estuvo de acuerdo. No al principio, sino luego, cuando empezó a ver lo que nos estaban haciendo; cómo nos expulsaban, cómo nos dejaban sin nada. No lo aceptaré. Migajas de la mesa del rey; dádivas y favores; aires de superioridad. No lo toleraré. Ya es demasiado. Y ahora ha perdido su atractivo, la esposa de Kirra. Mediana edad y satisfecha de sí misma; sucede a muchas mujeres. Ni belleza ni hijos. Es estéril, y ni siquiera las brujas pueden hacer nada para remediarlo, a pesar de todos sus poderes. —Otra áspera carcajada—. ¡Qué ironía! Sin hijos. ¿Quién será el heredero de Kirra, entonces? Bien, sabemos quién es el verdadero heredero. Todo el mundo lo sabe. Pero Kirra no tiene intención de morir, y nosotros estamos envejeciendo con él. No podemos hacer otra cosa que esperar, pero la espera no nos traerá ningún consuelo porque nosotros tenemos muchas probabilidades de morir antes de que lo haga él. Envejeciendo, aguardando a heredar o morir, mientras Kirra disfruta de todo. A menos que algo cambie. A menos que lo hagamos cambiar. Tú lo comprendes; claro que sí. No durará mucho más. El veneno o el puñal. O un accidente de caza.

Cosas así suceden, ¿no es verdad? Y entonces ya no habrá más insultos, ni más altanería. Se acabará la espera.

Desde las profundas sombras donde se encontraba la rueda de hilar, Niahrin oyó susurrar a Moragh.

—¡Oh, gran Madre! ¿Qué es lo que dice?

La bruja creyó saberlo, pero era vital que nada rompiera el hechizo. Su control de la mente de Perd era muy precario, y cualquier distracción podía interrumpir el contacto con la psiquis de Fenran, profundamente enterrada. Ya en estos momentos se daba cuenta de que le quedaba poco tiempo; sus energías flaqueaban, y la tensión la estaba afectando más de lo que lo había hecho la magia del aisling y la invocación a Némesis. Pero quedaba por responder una pregunta vital; era imperioso resolverla, y confirmar o refutar sus sospechas.

—Fenran... —El sonsonete regresó a su voz para volver a ponerlo bajo el control del hechizo hipnótico—. Fenran, escúchame y responde. Escúchame y responde. —Ante su satisfacción, los ojos del otro perdieron al momento la vivacidad y sus labios se curvaron en una sonrisa vaga.

—Te escucho. Responderé. Te lo contaré todo sobre ella. ¿Por qué no? Después de todo, ella es la reina ahora.

Moragh profirió un sonido inarticulado; Niahrin hizo como si no lo hubiera oído.

—¿Quién es la reina, Fenran? —Sí, ella tenía razón; en el minuto transcurrido desde que había lanzado su diatriba contra Kirra, su rostro había vuelto a cambiar. Fenran envejecía. Era un proceso gradual, pero las señales eran inconfundibles ahora: arrugas en el rostro, una pizca de blanco en los negros cabellos... y la amargura y el resentimiento se habían instalado en su boca, volviéndola delgada y cruel—. ¿Quién es la reina? —repitió ella.

—Anghara es la reina. Mi esposa. La legítima reina.

—¿Cuántos años tiene la reina ahora? ¿Cuántos años tiene tu esposa?

Él volvió a lanzar aquella peculiar y desagradable risa.

—Suficientes para saber lo que quiere. Como nos sucede a ambos. Treinta años esperamos. Treinta años hasta que se agotó nuestra paciencia. Algunas personas lo saben, claro; era inevitable. El bardo de Kirra, Helder Berisson, lo sabía. Pero Helder sufrió un accidente. Salió a navegar, a pescar; muy poco sensato con aquel mal tiempo y en un bote pequeño y poco resistente. Pobre Helder. Todos lo lloramos.

Jes lanzó una perpleja mirada a Niahrin.

—Pero ¡si yo conocía a Helder Berisson! —protestó con un siseante susurro—. No se ahogó en el mar; vivió hasta una edad avanzada, y era...

—¡Chissst! —Niahrin hizo un gesto frenético. Fenran, aparentemente sin haberse dado cuenta de la conversación, continuó hablando.

—Helder lo sabía, y hay otros. Pero ya no hablan de ello. Ya se han dado cuenta de que no deben hablar de ello, ya que nosotros tenemos muchos ojos y muchos oídos entre estas paredes. Estamos por encima de la ley, porque nosotros somos la ley. Nosotros gobernamos.

—¿Sois felices con vuestro poder? —preguntó Niahrin en voz baja—. Tú y Anghara, tú y tu reina, ¿sois felices?

—¿Felices? —Su boca se crispó en una mueca, y su envejecido rostro se tornó feo—. ¿Qué valor tiene eso?

—Para algunos, lo vale todo. ¿Os amáis tú y tu esposa, la reina?

—El amor es para los niños. Yo poseo algo mejor, más poderoso y más deseable que el amor.

«¡Ah, sí! —pensó la bruja—. ¡Ah, sí!» Acababa de revelar el meollo de la cuestión, el hilo central a cuyo alrededor se había urdido esta perversa trama de lo que «podría haber sido». Ella había captado la nota oculta en su voz, el atisbo de una desdicha indecible de la que él no era consciente, y había empezado a comprender el significado de los soles gemelos, uno amargado y el otro tapado, del tapiz que había tejido.

—Fenran. Fenran. Fenran —canturreó su nombre—. Has hilado un hilo magnífico y contado una historia excelente. Pero no es así como fue para ti.

—¡No! —Sus ojos se abrieron de par en par, llameantes—. Es...

—Silencio.

La orden resonó estridente en el cerrado espacio de la bodega, y Fenran se balanceó hacia atrás como si ella lo hubiera golpeado. Reprimiendo el ataque de escalofríos que intentaba dominarla, Niahrin aspiró con fuerza.

—Escucha y responde, Fenran. Escucha y responde. Dime adonde ha ido Perd.

—¡No existe tal persona! —Giró la cabeza a un lado con energía.

—Sí existe, Fenran. Sí existe. Dime dónde se esconde Perd. Muéstrame dónde se esconde Perd. Cuéntame la historia de Perd; la historia que fue, y no la historia que podría haber sido.

—No existe... esa historia.

—Yo sé que sí. Yo soy Niahrin, y Niahrin conoce a Perd y sabe lo que sucedió con los sueños de Perd. Porque Anghara se atrevió a cruzar el umbral de la Torre, y liberó los demonios, y por lo tanto no hubo boda para ella y para Fenran, sino sólo muerte y separación.

La voz de Fenran se transformó en un ronco aullido.

—¡Ella no murió!

—No; pero Kalig murió, y Kirra murió, y Anghara se había ido y por lo tanto no había otros excepto tú. Pero ellos no quisieron hacerte rey, Fenran. Se compadecieron de ti, pero no quisieron hacerte rey. —Niahrin apenas si se daba cuenta de lo que decía; su mente sondeaba las profundidades de la conciencia de Fenran y extraía lo que veía allí, lo sacaba de las sombras en las que había yacido durante tanto tiempo para llevarlo, entre convulsiones y gritos, a la luz. Una criatura espantosa y deforme que hubieran debido estrangular al nacer. Pero era la verdad.

»Te negaron el trono, Fenran. Ellos te negaron el poder que ansiabas, y en su lugar llegaron nuevos señores: Ryen, luego Cathlor, luego un segundo Ryen. ¿Serviste bien a tus señores? ¿Sabían ellos tu auténtico nombre y tu historia? Quizá no se lo dijiste. A lo mejor, en su lugar, esperaste.

—Nn... no...

Ella atajó implacable la protesta.

—¿Qué esperabas, Fenran? ¿Esperabas el regreso de Anghara? ¿Era la idea de su regreso la que llenaba tus sueños y obsesionaba tus días? ¿Esperabas a que regresara y reclamara sus derechos, para que tú pudieras al fin compartirlos y ocupar el trono a su lado?

—¡Ella es la reina! ¡La legítima reina!

—Pero ella te abandonó. Te dejó atrás, cuando llegaron los demonios. ¿Por qué se fue ella, Fenran? ¿Por qué huyó de su hogar y de su herencia?

—¡No tenía elección!

—Sí tenía elección. Podría haberse quedado a tu lado, penetrar contigo en el mundo de lo que «podría haber sido». Tu mundo, Fenran, de celos, intrigas, violencia y muerte. Pero Anghara eligió un sendero diferente. El sendero a la Torre de los Pesares, a los demonios de su propia mente y no de la tuya. —La bruja hizo una pausa y luchó por llenar de aire los pulmones—. ¿La has perdonado alguna vez por ello, Fenran? ¿O es eso, también, una parte de la locura de Perd: saber que Anghara era más fuerte que tú, que tuvo la valentía de buscar su propio camino y enfrentarse a sus propios demonios? Ella podría haberse ocultado en la capa de sombras con que la rodeaste, e intentar buscar lo que su corazón deseaba cediendo al poder de la muerte, como tú hiciste. Pero tú no has encontrado lo que tu corazón deseaba, Fenran. Tus demonios siguen andando detrás de ti, siguiendo tus pisadas, y cuando duermes todavía los oyes reír, porque no tienes el valor de enfrentarte a ellos. Anghara tuvo ese valor. Tú escogiste el poder de la muerte, pero ella escogió el poder de la vida. Sus demonios están ya casi vencidos ahora, y sólo queda uno. ¿Sabes su nombre, Fenran? ¿Tienes el valor de decir ese nombre en voz alta?

Fenran la contemplaba fijamente, paralizado. Un músculo de su mandíbula se movía frenéticamente, fuera de control, y parecía como si intentara hablar pero no pudiera. Niahrin sintió que la cabeza le daba vueltas. ¿Qué era lo que ella había dicho? ¿Qué era lo que había hecho? Las palabras habían brotado de ella, pero no podía recordarlas...

Sin previo aviso, la figura del lecho que tenía enfrente se disolvió, pareció resquebrajarse como una figura de yeso. Por un instante recibió una fugaz imagen aterradora de un hombre tan viejo que no era más que un esqueleto viviente, sin pelo y descarnado; luego el joven Fenran regresó... pero era un Fenran que ella no había visto nunca, de boca bondadosa y mirada cálida; un joven apuesto que no había sido corrompido por la codicia ni la crueldad ni las intrigas. El hijo del norte, amigo y amante, a quien la princesa Anghara había entregado su corazón.

—Por favor..., no comprendo... —dijo el joven, con una voz tan llena de dolor y perplejidad que arrancó lágrimas de los ojos de la bruja.

Y la máscara volvió a hacerse añicos. El anciano y demente Perd había regresado, y sus labios estaban salpicados de saliva cuando se lanzó al frente, forcejeando con sus ligaduras y gritando al rostro de Niahrin.

—Pero ¡ella comprende! ¡Ella comprende! ¡Pregúntale..., haz que te lo diga! ¡Haz que interprete el aisling, y entonces recordará, y recuperará lo que es legítimamente suyo!

Alguien había vuelto a colocar el parche sobre el ojo izquierdo de Niahrin e intentaba ahora hacer que la bruja bebiera un sorbo de vino, pero ella no quería y por fin recuperó el suficiente control de sus músculos para apartar con suavidad la copa que se le ofrecía. Impresiones y recuerdos giraban en su memoria como bolas de lino enredadas por una carnada de traviesos gatitos; recordaba vagamente haber visto a Jes sentado sobre la figura convulsa y forcejeante de Perd, inmovilizándolo mientras Moragh obligaba al anciano a tragar algo, pero el alboroto había cesado ahora y el sótano estaba en silencio. La bruja miró a su alrededor aturdida, parpadeando; entonces, para su sorpresa, escuchó cómo su propia voz decía con toda claridad:

—¿Fenran?

—Se ha ido. —Una mano, la de Jes, pensó, le tocó la frente y la voz del bardo dijo—: Creo que tiene fiebre, alteza. No me extraña, después...

—No, no. —Niahrin intentó ponerse en pie (¿cómo era que estaba sentada en el suelo con la espalda apoyada contra la pared?), pero el esfuerzo estaba más allá de sus posibilidades y volvió a dejarse caer—. Estoy bien —insistió—. No tengo fiebre. No era más que un... un eco, en mi cerebro. —Su visión se aclaraba ya y descubrió que las lámparas volvían a estar encendidas y el sótano puesto de nuevo en orden. ¿Había estado desordenado? No lo recordaba... Alguien había tapado la rueda de hilar, y no se veía ni rastro de la cuerda de lino llena de nudos.

—Perd —murmuró.

—Duerme. —Era la voz de Moragh—. No le ha sucedido nada, creo. Está agotado, pero nada más. Cuando despierte dudo que recuerde siquiera lo sucedido.

Jes seguía mirando a la bruja.

—Creo que deberíamos llevarla a su habitación, alteza —sugirió en un aparte que Niahrin captó—. Diga lo que diga, esto la ha extenuado. Tiene el rostro gris.

Niahrin intentó dar una rápida réplica festiva a eso, pero se vio atenazada de repente por unos terribles retortijones intestinales. Se dobló al frente, jadeando y maldiciendo llena de sorpresa y dolor, y Moragh apareció casi al instante junto a ella, ayudando a Jes a ponerla en pie.

—Dulce Madre Tierra... —farfulló Niahrin con los dientes muy apretados—. Me siento...

—¡Chissst! No hay necesidad de hablar. —Jes la rodeó por las costillas con un poderoso brazo—. ¿Puedes mantenerte en pie? ¿Te sostendrán las piernas? Bien, eso está bien. No tardaremos mucho; pronto te tendremos bien cómoda en cama.

—Me siento... —barbotó Niahrin otra vez; y entonces el estómago le dio un vuelco y empezó a vomitar violentamente. Horrorizada, todo lo que tuvo tiempo de pensar fue que se había deshonrado a sí misma, y que Jes y Moragh seguramente la despreciarían, antes de que el sótano pareciera dar una voltereta y, por segunda vez en cuestión de pocos días, se desmayara.

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