Niahrin seguía encontrándose mal a media mañana, y por orden de Moragh permaneció recluida en cama. La reina viuda quiso llamar a un médico para que se ocupara de ella, pero la bruja se negó. Esto era de esperar, dijo, tras una operación mágica tan prolongada y difícil; siempre había que pagar un precio cuando se recurría a los poderes de esta manera, pero los efectos no tardarían en desaparecer. Además, los médicos tenían ideas y métodos extravagantes, y ella no quería ser víctima de sus experimentos. Un día de ayuno y algunas pociones hechas con hierbas no tardarían en ponerla bien.
Así pues Moragh la dejó para que se recuperara a su aire, tras conseguir de Grimya la promesa de que la avisaría si la bruja empeoraba. No obstante, aunque tuvo buen cuidado de no dejar que Niahrin lo advirtiera, la reina viuda estaba preocupada. Al día siguiente era la víspera de la boda; el tiempo les pisaba los talones y les quedaban menos de dos días para plantear el último paso de su plan. Moragh no podía hacer otra cosa que rezar fervientemente para que estuvieran preparados.
La atmósfera de Carn Caille empezaba a volverse exuberantemente febril a medida que se acercaba el gran día. El hecho de que ni la novia ni el novio tuvieran parientes conocidos ni viejos amigos en las Islas Meridionales a los que invitar no importaba en absoluto; todos los habitantes de la ciudadela asistirían y lo festejarían con ellos, y la fiesta sería todo un acontecimiento. La actividad se había vuelto frenética mientras se atendían los detalles de última hora, se remediaban pequeños descuidos y aquellos que tenían un papel activo que representar ensayaban su parte. Índigo era el centro de atención, rodeada desde el alba al atardecer de una bandada de mujeres excitadas decididas a asegurarse de que tuviera el mismo aspecto que una novia de la realeza. Ella se rindió a sus servicios con un cierto aire de perplejidad, pero el cada vez más activo bullicio que la rodeaba no le dejaba tiempo para reflexionar. No es que quisiera pensarlo mejor, se decía con energía, ni que tuviera dudas. Ella quería casarse con Vinar, lo deseaba más que cualquier cosa en el mundo. Cuando hubiera sucedido y los festejos hubieran finalizado, se irían, y ella podría por fin olvidar Carn Caille y los terribles recuerdos de su estancia allí.
Y olvidar las pesadillas...
Su único alivio, no obstante su insignificancia, era que no había habido repercusiones a su horripilante episodio de sonambulismo. En un principio había vivido aterrorizada por la idea de que la bruja, Niahrin, la delatara; no había duda de que la había reconocido en el pasillo, y una palabra suya habría resultado desastrosa. Pero estaba claro que la mujer había decidido callar, y ni siquiera había abordado a Índigo en privado; lo cierto es que apenas si habían intercambiado una palabra desde aquella noche. Índigo no comprendía. Niahrin no le debía favores; ¿por qué, pues, no había hablado? Y el cuchillo era otro misterio; sin duda debían de haberlo encontrado en el dormitorio de Brythere, así que ¿cómo era que no se había producido ningún alboroto, ni siquiera un murmullo, sobre un intento de asesinato? Y la pregunta más enigmática y aterradora, la que la perseguía a todas horas, era: ¿por qué había actuado así? ¿Qué poder monstruoso había surgido de las tinieblas de su perdida memoria, y la había obligado a intentar
asesinar a Brythere?
No había vuelto a andar dormida. Cada noche tomaba una poción sedante —una que los criados le habían proporcionado y para la que había sido fácil inventar una excusa— y eso parecía haber sido suficiente para mantenerla a buen recaudo en la cama. Pero la pócima no eliminaba los sueños, y cada vez eran peores. Violentas pesadillas, intensas y ominosas, en las que flotaba como un espectro por los corredores de Carn Caille, en busca de alguien o algo que jamás localizaba. O a veces se veía cabalgando por un paisaje desolado que sabía era la tundra meridional, luchando frenéticamente por dejar atrás un horror invisible e innominable. Dos veces había vuelto a ver a las dos siniestras figuras, inmóviles a los pies de su cama, y, creyéndose despierta, había gritado; pero entonces las figuras se habían desvanecido de nuevo en el reino de las pesadillas. Y los sueños iban siempre seguidos por una voz dentro de su cabeza, ronca, íntima, que le musitaba una y otra vez: «Ahora, mi amor. Ahora, mi amor. Ahora, mi amor».
Por un momento, había considerado la idea de hablar con la loba, pero pronto la había desechado. Según Vinar, Grimya sabía muy poco de la historia de Índigo y nada de su familia; había dicho que las dos habían estado juntas unos pocos años y que Índigo no era más que un marinero a sueldo. No había motivos para que el animal mintiera... e, incluso aunque supiera más de lo que estaba dispuesta a revelar, Índigo no quería oírlo. Cuando ella y Vinar habían dejado Amberland, ella estaba decidida a encontrar a su familia y recuperar su perdida historia, sin importar el tiempo que tardara en conseguirlo. Eso había cambiado. Ahora ya no deseaba recuperar la memoria; mejor que permaneciera enterrada en el pasado y no volviera a levantarse para perseguirla. Dos días más, y Grimya, Niahrin, Carn Caille y los sueños quedarían atrás y olvidados. Una nueva vida, un nuevo comienzo. Nada, rezaba Índigo con fervor, absolutamente nada podía interponerse en su camino ahora.
Por la tarde Niahrin estaba muy recuperada, y con energías suficientes para tomar la sustanciosa comida que Jes le llevó en una bandeja. El bardo también le llevaba un mensaje de Moragh: Perd había desaparecido del sótano.
Cómo lo había conseguido, no lo sabían, pero en algún momento entre la marcha de ellos tres y la hora del desayuno había despertado de los efectos del somnífero y había huido; sin duda, había dicho Moragh, de regreso al bosque. Niahrin se sintió alarmada, pero Jes parecía pensar que no había motivo de preocupación. Como indicó, era una suerte que se hubieran librado del viejo, ya que su presencia en la ciudadela no habría podido permanecer en secreto mucho más tiempo. Perd había realizado su servicio, y cualquier otro papel que tuviera que representar estaba ahora en las manos de otros poderes.
Grimya se sintió especialmente feliz de ver al bardo. Durante todo el día había estado preocupada por averiguar los detalles de lo sucedido por la noche, pero Niahrin no se encontraba en situación de responder a sus preguntas. Jes le contó toda la historia, y además le relató la esencia de otra corta conferencia mantenida con la reina viuda aquella mañana. Perd —seguían sin poder pensar en él como Fenran— les había proporcionado una pista de vital importancia cuando, en los últimos instantes antes de empezar a desvariar otra vez y tener que ser sedado por la fuerza, había dicho: «Haz que interprete el aisling, y entonces recordará». Estaba claro, dijo Jes, lo que debían hacer. La magia de los aislings era la clave para abrir la memoria de Índigo, y el que debían utilizar estaba dentro del arpa de Cushmagar. Un sueño del pasado, un sueño de Carn Caille como había sido cincuenta años atrás, y de lo que podría haber sucedido entre sus muros, si Anghara hubiera escogido un camino distinto. El arpa había estado esperando, como Cushmagar había insinuado en la visión aparecida entre las llamas. Y, cuando las manos de Índigo tocaran las cuerdas, el aisling despertaría.
Niahrin frunció el entrecejo, pensativa, mientras con una mano acariciaba el cuello de Grimya.
—Pero ¿se la podrá persuadir para que toque? Todo depende de su cooperación...
Jes le dedicó una fría sonrisa.
—Su alteza comparte tus dudas, y ha encontrado un modo. —De la bandeja que había llevado tomó un pequeño rollo de delicado pergamino—. Esto es para ti. Los otros ya han sido entregados.
Niahrin desenrolló el pergamino. Con letra elegante, rematado con la propia firma y sello de la reina viuda, decía:
De acuerdo con las tradiciones de las Islas Meridionales, su alteza la reina viuda Moragh ruega a Vinar Shillan, a su novia, Índigo, y a sus padrinos, que se unan a ella en solemne acatamiento de la bendición nupcial la víspera del enlace matrimonial. Se ruega vuestra presencia en el Salón Menor una hora antes de la puesta del sol del día indicado.
Por orden de Moragh.
—¡Oh! —exclamó Niahrin, y su boca hizo una mueca.
Jes sonrió de oreja a oreja.
—Me avergüenza decirlo, pero había olvidado completamente esa vieja tradición. Ha caído casi en desuso, ¿no es así? Pero era común en los viejos tiempos, y su alteza recuerda todos los detalles de la ceremonia. Así que aquí tenemos el modo perfecto de asegurarnos de que Índigo esté donde nosotros la queremos, y que tú y yo como padrinos tengamos un motivo para estar presentes.
La bruja asintió despacio; luego, bruscamente, su expresión cambió.
—Pero, Jes, Vinar estará allí. —Levantó los ojos con expresión ansiosa—. ¡Y no sólo Vinar! Tú y yo somos sus padrinos, pero ¿a quién ha escogido Índigo como padrinos?
—Ah. Existe una complicación, me temo. Su alteza es uno... pero el otro es la reina.
—¿La reina...? —Los ojos de Niahrin se abrieron asombrados—. Por la gran Diosa, Jes, ¿en qué estáis pensando? Si la reina Brythere está presente mañana por la noche...
—¡Espera, espera! —Jes alzó ambas manos para acallarla—. ¡Su alteza y yo nos hemos devanado los sesos, pero no hay modo de evitarlo! Ordenar a Índigo que asista a la bendición es la única forma de asegurarnos de que no encuentre el medio de evitarnos. Ya desconfía de ti, lo que no me extraña ya que sabe que la viste en la torre de la reina esa noche, y no creo que confíe en mí, tampoco. Si su alteza la invitara simplemente a sus aposentos con algún pretexto trivial, entonces en cuanto nos viera buscaría alguna excusa, fingiría una indisposición quizá, para marcharse. No podemos correr ese riesgo. No debe haber lugar para la sospecha, y ésta es la única forma. Niahrin, escucha... —Se sentó en la cama y le cogió ambas manos entre las suyas—. Su alteza considera que con toda seguridad el rey y la reina no tardarán mucho en descubrir lo que trama. El rey ya ha empezado a hacer preguntas incómodas. Al final se les tendrá que contar la verdad y..., bueno, si lo descubren de esta forma, tal vez sea mejor. —Hizo una mueca irónica—. Desde luego me evitará el duro trabajo de tener que dar explicaciones largas y complicadas más adelante.
Niahrin meditó sobre esto último durante un rato. Tuvo que admitir que había cierta lógica en ello; y comprendía el punto de vista de Jes sobre la forma de conseguir la conformidad de Índigo. Pero la idea de que Brythere, con todos los fantasmas y horrores que la perseguían, fuera testigo de lo que podía suceder...
—Su alteza ha invitado también al rey —siguió Jes con voz pausada—. En cierto sentido eso empeora las cosas, ya lo sé, pero al menos él estará allí para cuidar de la reina si es necesario.
Primero la reina, ahora el rey... Lo siguiente sería la mitad del servicio de la ciudadela, pensó Niahrin. Apartó de sí aquel ramalazo de ira —era indigno, e injusto con Moragh— y dijo:
—Bien, da la impresión, como tú dices, de que no hay forma de evitarlo. Pero no me gusta en absoluto la idea. Y... ¡Oh, Jes! —De improviso mostró una expresión afligida—. ¿Qué pasará con el pobre Vinar? Si el aisling da resultado, ¿qué le hará a él? ¿Qué es lo que hará?
—No lo sé, Niahrin —respondió el otro con un profundo suspiro—. Ninguno de nosotros puede saberlo, ni predecirlo.
—Pero, si ella recupera la memoria, ese pobre hombre inocente... ¡Él la ama tanto! ¡Oh, Jes, es demasiado cruel!
Jes meneó la cabeza, intentando encontrar respuesta a lo que no la tenía; pero fue Grimya quien dijo en voz baja:
—Niahrin, sé cómo te sssientes. Pero ¿no sería más cruel dejar que Vinar se casara con Índigo? ¿No es eso lo que hemos dicho desde el principio, y no es cierto? —Lanzó un gañido—. Me pa... parece a mí que, si éste es el único modo de evitar que suceda, debemos utilizarlo.
Niahrin se secó el ojo con la manga mientras se decía que había sido una tonta al dejar que los sentimientos la dominaran a su edad.
—Tienes razón, desde luego, Grimya —reconoció, avergonzada—. Y es eso lo que dijimos desde el principio. Simplemente me estoy comportando de forma ridícula, supongo, ahora que ha llegado el momento de llevar a la práctica mi teoría. No me hagáis caso. —Les dedicó una débil sonrisa, primero a la loba y luego a Jes—. Y no temáis que os defraude. No lo haré. —Hizo una pausa y, en voz tan baja que Jes no consiguió entender del todo sus palabras, añadió—: Pero, oh, ese pobre, pobre hombre...
Moragh, entretanto, sostenía otra pelea con Ryen.
—¿Una bendición nupcial? —El rey se pasó ambas manos por la cabeza como si sintiera un fuerte escozor en ella—. ¡No seas ridícula, madre! ¡Esa costumbre ya se consideraba historia cuando yo era un niño, y revivirla ahora es absurdo!
—Es mi deseo que se observe esa costumbre —insistió Moragh, tozuda—. Y quiero que tanto tú como Brythere estéis presentes.
—¡Maldita sea, ya hemos hecho suficiente por Vinar e Índigo, más que suficiente, en mi opinión, sin tener que resucitar además rituales pasados de moda! En primer lugar, simplemente no hay tiempo para esta charada, y en segundo lugar no estoy obligado a acceder a todo lo que quieras sencillamente porque tú lo quieres. ¡Puedes hacer lo que te plazca, pero no esperes que Brythere o yo hagamos nada más!
Moragh comprendió que había escogido muy mal momento para sacar a colación el tema, pero era demasiado tarde para retractarse ahora. De modo que dijo con firmeza:
—Lo siento, Ryen, pero tú y Brythere tendréis que estar presentes, porque ya he enviado las invitaciones a los otros interesados.
—¿Que has hecho qué? —Los ojos de Ryen lanzaron chispas—. ¿Sin siquiera consultarme a mí? —Un músculo de su mandíbula se contrajo con violencia—. ¡Madre, esto ha ido demasiado lejos! ¡No sé qué frívolos caprichos se han apoderado de ti desde que Vinar e Índigo llegaron a Carn Caille, pero estoy empezando a hartarme sinceramente de todo este asunto! ¡Esos dos han alterado nuestras vidas desde que pusieron los pies aquí, y, cuanto antes se casen y se vayan, tanto mejor para todos nosotros!
La cólera de Moragh salió entonces a la superficie. Había decidido no dejar escapar ni un indicio de sus auténticos propósitos, pero las palabras brotaron antes de que pudiera meditarlas.
—Ojalá —le espetó— pudiera darte la razón. ¡Pero me temo, Ryen, que estás equivocado!
—¿Qué quieres decir? —El rey la miró con fijeza.
«Diosa bendita —pensó Moragh—, he hablado demasiado...»
—Madre... —Ryen cruzó la distancia que los separaba en dos zancadas y la agarró del brazo—. Madre, aquí hay más de lo que salta a la vista, ¿no es así? Sabes algo que no me has dicho. Algo sobre Índigo. —Sin ser apenas consciente de lo que hacía, la zarandeó—. ¡Dímelo!
Ella se desasió con un brusco tirón.
—¡No me trates como si fuera un sirviente!
—Lo siento, lo siento... —Luchó por dominar su enojo; luego suspiró—. Lo siento de verdad, madre. No quería... —La frase se desvaneció en un gesto de impotencia—. Pero hace tiempo que sospecho que se trama algo que me has estado ocultando. En nombre de la Diosa, ¿no es ya hora de ser sinceros?
Quizá lo era, pensó la reina viuda. O al menos tan sincera como pudiera sin ponerlo todo en peligro...
Aspiró con fuerza, antes de empezar.
—Muy bien. Supongo que no hay forma de evitarlo. Tienes toda la razón, Ryen. Algo va a suceder, y te lo he estado ocultando.
—Entonces, en nombre de...
—Por favor, escúchame hasta el final. —Le era imposible mirarlo directamente a los ojos—. Existe un buen motivo por el que no sería aconsejable contarte toda la historia ahora. Para empezar, no hay suficiente tiempo para una explicación completa y, puedes creerme, tendría que ser muy completa. Ni siquiera estoy..., ni siquiera estoy segura de que lo creyeras, no aún... Pero mañana por la noche, si todo sale según lo planeado, averiguarás la verdad. Tú y Brythere. Y Vinar.
—¿Vinar? ¿Quieres decir que tampoco él sabe nada de todo esto?
—Así es. No podría contárselo de ninguna manera; sería... demasiado brutal. Pero la verdad tendrá que salir a la luz, y debe hacerlo antes de la boda. Es por eso que he organizado la bendición, Ryen. Para asegurarme de que todos los que tienen algo que ver estén reunidos, en privado, antes de que sea demasiado tarde.
Durante un larguísimo momento Ryen observó con detenimiento a su madre, y, en la inexpresiva máscara de su rostro, percibió algo de la confusión que rodeaba su mente en este momento. Sabía muy bien que él no era el más sensible de los hombres, pero...
—Madre... —volvió a adelantarse, pero en esta ocasión la tocó con suavidad—, me pides que confíe en ti un poco más, ¿no es eso?
Moragh asintió; tenía las pestañas húmedas.
—Sí; eso es lo que pido.
—Muy bien. —La besó ligeramente en la frente—. Haré lo que quieres, y también Brythere.
Moragh volvió a asentir.
—Gracias.
—Pero todavía no comprendo —dijo él, retirando la mano— por qué no podrías habérmelo dicho antes, y pedido mi cooperación. ¿Crees que me habría negado? ¿Realmente crees que soy tan tozudo y estúpido hasta ese punto?
—No —respondió Moragh—, no creo eso, y no era mi intención insultarte. Pero no podía estar completamente segura de tu reacción; y, en el caso de que hubiera habido la posibilidad, la más mínima posibilidad de que pudieras haberte negado, yo..., yo no podía correr ese riesgo, Ryen. Esto es demasiado importante.
—¿Importante para quién? ¿Para Índigo?
—No tan sólo para ella. Creo que puede ser de la más vital importancia para todos nosotros. —Moragh aspiró con fuerza por la nariz; luego, bruscamente, flexionó los hombros en un rápido gesto, como si se sacudiera de encima un peso invisible—. Gracias, Ryen. Ahora veo que debería haber confiado en ti desde el principio. —Le dedicó una débil sonrisa—. Gracias por otorgarme el beneficio de la duda ahora.
Empezó a dirigirse a la puerta, pero la voz de su hijo la detuvo.
—Madre, sólo una pregunta más. ¿La responderás si te es posible?
—Desde luego, hijo mío. —Moragh se volvió.
—¿Es Índigo lo que en un principio pensamos que era? ¿Crees que está realmente emparentada con el rey Kalig y su familia?
Por un momento la reina viuda miró al suelo.
—Sí —repuso al fin—. Índigo está emparentada con Kalig. Pero, en cuanto a tu otra
pregunta..., te diré esto, Ryen, pero debo rogarte que no me pidas que revele más antes de mañana por la noche. —Pareció endurecerse—. Ella no es lo que habíamos pensado que era. Sin duda que no lo es.
La puerta golpeó suavemente a su espalda cuando abandonó la habitación.
La víspera de la boda amaneció sin una nube y calurosa, y a la hora del desayuno se acordó con júbilo y por unanimidad que se trataba del primer día de auténtico verano. Desde primeras horas de la mañana Niahrin se sentía tan nerviosa como un gatito recién nacido, y se sintió agradecida cuando una enérgica costurera hizo su aparición para efectuar la prueba definitiva del vestido que Moragh había decretado que debía lucir. Desfilar frente a un espejo, con Grimya enredándose entre sus pies y la costurera rezongando con la boca llena de alfileres, hizo que la bruja volviera a estar en contacto con la realidad y consiguió en gran manera aliviar los retortijones de su estómago, y al atardecer ya estaba lista para enfrentarse a la prueba que se avecinaba, si no con compostura al menos sin demasiados terrores.
El Salón Menor se encontraba en el ala oeste de Carn Caille. Servía a la vez de salón público para las actividades oficiales de menor importancia y de estancia donde la familia real podía recibir a sus invitados personales o amigos cuando su número era demasiado grande para poderlos acomodar en sus aposentos privados. Niahrin y Grimya llegaron temprano, y se encontraron con que Moragh y Jes ya estaban allí. Moragh inspeccionaba la mesa que había sido dispuesta con comida y vino, mientras que Jes se hallaba sentado ante un arpa de tamaño natural, con la cabeza inclinada y los ojos cerrados en concentración mientras ensayaba una pieza de música. Niahrin sintió que el corazón le daba un vuelco al ver el arpa, pero el bardo le dirigió una sonrisa tranquilizadora.
—Éste es mi propio instrumento, no el de Cushmagar. El suyo —señaló con la cabeza de modo significativo hacia la ventana— está ahí.
La bruja observó que se había disfrazado la forma del arpa bajo una funda que la cubría; cualquiera que acertara a mirarla no podría reconocerla. —¿Has traído tu flauta? —Moragh levantó la vista de donde se encontraba ocupada disponiendo un arreglo que no era totalmente de su agrado. Se la veía elegante y tranquila, pero su voz era tensa. — Sí, señora.
Niahrin la sacó y luego examinó con más atención lo que la rodeaba. La habitación estaba dispuesta como una miniatura del gran salón; había una tarima en un extremo y una chimenea amplia en el otro, y altas ventanas de múltiples paneles de cristal en la pared oeste para capturar la luz de la tarde. Esta noche, sin embargo, daba la impresión de que cada palmo de espacio disponible estaba lleno de plantas. Tiras de hojas trenzadas adornaban las paredes, guirnaldas de flores cubrían las ventanas, y sobre la repisa de la chimenea ramas de hojas perennes creaban un marco exuberante a las llamas del hogar. La mesa misma, sobre la tarima, era un mar de brillantes colores primaverales entre los cuales los platos y jarras apenas resultaban visibles. Niahrin lo contempló todo con asombro, y al ver la sorpresa y deleite de su mirada Moragh sonrió débilmente.
—Es la tradición, querida. Ha requerido una gran cantidad de duro trabajo, pero me pareció más seguro seguir lo que mandaba la costumbre. —Entonces las comisuras de sus labios se curvaron hacia abajo—. Los otros no tardarán en llegar. Ocupa tu lugar; aquí, junto a la silla dispuesta para Vinar. —Dirigió una rápida mirada Jes—. Será mejor que dejes el arpa y te sientes a la mesa.
Niahrin ocupó su asiento, con Jes a su lado. El corazón de la bruja martilleaba con fuerza, y cuando observó la exhibición de comida su estómago protestó ante la idea de comer algo. Tendría que intentarlo, al menos para cumplir con las formalidades, y conseguir que Índigo no se percatara de nada, antes de que se llegara al auténtico motivo de la reunión. Y, pasara lo que pasara, se recordó Niahrin con vehemencia, no debía emborracharse.
—Grimya —Moragh dedicó una sonrisa a la loba—, ven y siéntate aquí, a mi lado. — La loba hizo lo que le decían, y saltó sobre el taburete que le habían preparado. La reina viuda paseó una última y evaluativa mirada por la mesa—. Bien, pues. Si no estamos preparados ahora, no lo estaremos nunca. De modo que..., que la Diosa nos dé buena suerte y éxito.
La primera parte de la celebración bordeó el desastre. Los culpables fueron Ryen, Índigo, Grimya y —como ella misma fue dolorosamente consciente— la misma Niahrin. Por mucho que la bruja intentara desterrarlo, el fantasma de Vinar la perseguía. No Vinar tal y como era ahora, alegre y eufórico con un brazo alrededor de los hombros de Índigo y alzando con el otro su copa en múltiples brindis por todo el mundo y por cualquier cosa, sino Vinar como podría llegar a ser —como sin duda sería— al finalizar la noche. La idea le destrozaba la conciencia y el corazón, y no podía soportar que sus ojos se encontraran con los del scorvio ni responder a su buen humor. Ryen, también se sentía incómodo; sin dotes para la actuación, se movía torpemente entre un silencio reticente y una jovialidad exagerada, y también estaba bebiendo demasiado a pesar de las frecuentes miradas de advertencia de Moragh. E Índigo y Grimya se comportaban ambas como si la otra no existiera.
Fue gracias a Jes que la atmósfera acabó por mejorar. Niahrin percibió el desesperado esfuerzo de las manipulaciones del bardo, pero por fin, como un capitán habilidoso que conduce su barco por aguas tempestuosas hasta buen puerto, consiguió cambiar el humor de la reunión y todos empezaron a relajarse. Con una expresión de profunda aprobación en la mirada, Moragh sirvió más vino a todos; luego, como la mujer de más edad de entre los presentes, se levantó para pronunciar la bendición tradicional, deseando que la generosidad de la tierra, del sol y de la lluvia cayeran sobre los novios y rogando a la Madre Tierra que bendijera su unión. Había lágrimas en sus ojos mientras pronunciaba las palabras del ritual, y Niahrin y Jes, que conocían el auténtico motivo de éstas, bajaron los ojos, incómodos, hacia las propias manos que mantenían entrelazadas. Finalizada la bendición, todos se pusieron en pie para el brindis del compromiso, que implicaba vaciar las copas de un trago —el vino, observó Niahrin con satisfacción, no era fuerte—, tras lo cual Jes, como padrino de Vinar, pronunció un breve y gracioso discurso dando las gracias al rey, a la reina y a la reina viuda por su amabilidad y hospitalidad, y anunciando que la ceremonia había concluido y había llegado el momento de dar comienzo a la fiesta.
Vinar llevaba bastante rato lanzando miradas pensativas al arpa de Jes, y, cuando se inclinó para susurrar algo al oído de Índigo, Moragh lo advirtió e hizo una seña significativa a Niahrin. Índigo pareció indecisa pero al cabo sonrió y se encogió de hombros, y, mientras Jes se levantaba para ir a sentarse ante el instrumento, Vinar se recostó en su asiento con una sonrisa de satisfacción. Se giraron las sillas para colocarlas de cara al arpa, y el bardo inició un alegre popurrí de música de baile cuyo compás muy pronto todos, incluso Ryen, siguieron con el pie. A esto siguieron dos canciones marineras, a cuyo estribillo se unieron todos, y entonces Jes extendió una mano hacia la bruja.
—Niahrin tiene una voz muy bonita, y también es una consumada intérprete de caramillo. Le ruego que se una a mí ahora.
Niahrin fingió poner reparos alegando no ser digna —tal y como habían acordado, para marcar el ejemplo que debía seguir Índigo— y Moragh, representando su parte, insistió hasta el punto de conducirla personalmente junto a Jes. Ambos interpretaron una canción de guardabosques; luego la bruja tomó su flauta para ejecutar dos bailes a corro y un baile de marineros. Mientras tocaban, la bruja observó que Índigo se bebía otras dos copas de vino, como para darse ánimos. Cuando el baile de marineros terminó, Moragh aplaudió con una sonrisa deslumbrante.
—¡Eso ha sido precioso, Niahrin! Ahora, Índigo. —Se inclinó hacia la pareja—. Tengo entendido que tú también eres música. ¿Podemos persuadirte de que interpretes algo para nosotros?
—Yo... ah...
—Vamos, Índigo —interrumpió Vinar—. ¿Qué te dije, hace sólo un momento? Te dije que no debías ser tan tímida; ¡deberías tocar, como lo hiciste esa vez en la taberna de Rogan y Jansa!
—Eso fue diferente —replicó Índigo, pero sin auténtica convicción—, Ante un público como éste, y con un bardo tan dotado como Jes... ¡no podría! —¡Desde luego que podrías, querida! —afirmó Moragh—.
¡Todos somos amigos, y no hay más formalidades aquí que en cualquier pueblo! No nos desilusiones... ¡Después de todo, ésta es la última oportunidad que tendremos de oírte antes de que nos dejes!
Índigo sonrió indecisa, primero a Vinar y luego a la reina viuda.
—Bueno, si alguien más toca conmigo...
—¡Ésa es mi Índigo! —Vinar le dio un sonoro beso—. Toca esa canción que oímos en la fiesta del pueblo. Ya sabes, la que también tiene una flauta; así Neerin podrá tomar parte también. La conoces, te he oído tararearla.
—Es para tres instrumentos, no dos... —empezó Índigo.
Jes casi sin poder creer en tanta suerte, se incorporó de un salto.
—¡Entonces serán tres instrumentos! —anunció, y dedicó a Índigo una sonrisa de una ingenuidad tal que la muchacha no sospechó nada—. Si he de ser sincero, había esperado que pudiéramos tocar juntos, así que pedí que trajeran otra arpa. Aquí está. —
Encaminándose a la ventana, cogió un extremo de la funda que cubría el arpa de Cushmagar y la retiró.
El repentino silencio fue roto por una aguda exclamación ahogada de Ryen. Moragh dio un frenético puntapié en el tobillo a su hijo por debajo de la mesa, y le sujetó la mano con fuerza al ver que parecía a punto de ponerse en pie. El rey le dirigió una mirada de perplejidad; junto a él, Brythere había palidecido y su boca se abría como para protestar. La reina viuda sacudió la cabeza con energía, mientras sus ojos suplicaban silencio; dándose cuenta entonces, Ryen fingió toser y dijo en voz alta:
—¡Vaya, vaya! Esa vieja reliquia... ¡No creí que volviera a verla en acción jamás!
Índigo volvió la cabeza. Tenía el entrecejo fruncido, pero más en actitud perpleja que de duda. Moragh le sonrió.
—El abuelo de mi esposo tenía esta vieja arpa; aunque debo decir que en él se desperdiciaba. No era músico, según decían todos, de modo que jamás la tocó.
«Muy ingeniosamente expresado», pensó Niahrin. En cieno modo, Moragh no había contado una mentira.
La reina Brythere, recuperándose de la sorpresa, empezó a decir:
—Pero sin duda...
La reina viuda la interrumpió con suavidad.
—Pero sin duda debe de haber sido muy laborioso volver a afinarla después de todos estos años; sí, estoy totalmente de acuerdo —dijo, sin dar a Brythere la oportunidad de añadir nada más—. Ha sido muy generoso por tu parte tomarte tantas molestias, Jes.
—Un placer, alteza. —El bardo le dedicó una reverencia—. Como único arpista de Carn Caille, no disfruto con frecuencia de la posibilidad de tocar con otro colega. — Acercó un taburete al instrumento—. Índigo, siéntate aquí. Ahora ¿puedes tararear las primeras notas de la melodía?
Índigo lo hizo —aunque seguía contemplando el arpa con el entrecejo fruncido, y la arruga de la frente era más profunda ahora, como si algo intentara abrirse paso desde el fondo de su mente— y Jes asintió con la cabeza.
—La conozco bien. ¿Toco yo como primera arpa, y tú como segunda?
—Sí. Sí, gracias.
Índigo se sentó pero no tocó las cuerdas. Algo la molestaba claramente ahora, observó Niahrin. Pero ese algo no se había afianzado aún con fuerza suficiente; la muchacha seguía queriendo unirse a ellos en la interpretación. «Sólo unos instantes más —rezó en silencio la bruja—, sólo unos instantes más...»
Jes extrajo un ondulante arpegio de su instrumento, y Niahrin tomó su flauta. También ella conocía bien la melodía, pero, mientras se iniciaba el solo de arpa y ella aguardaba su entrada en el segundo verso, no dejaba de observar al bardo de reojo, alerta a la señal convenida con anterioridad. Arpa y flauta empezaron a entretejer sus melodías, y no obstante su aprensión, que la aguijoneaba ahora con mucha insistencia, Índigo se sintió seducida por la música. Flexionó las manos involuntariamente, las extendió, y los dedos tocaron las cuerdas.
Por primera vez en cincuenta años, las magníficas notas del arpa de Cushmagar sonaron en Carn Caille. Niahrin sintió como si una mano gigantesca y helada se hubiera posado sobre su espalda; la flauta titubeó y desafinó antes de que pudiera recuperar la serenidad. En la mesa, Ryen estaba rígido; Brythere, boquiabierta y con una mano aferrada a la manga de su esposo. Grimya se mantenía agazapada, con los ojos rojos de miedo, y Moragh permanecía inclinada hacia adelante; tenía los nudillos blancos mientras sujetaba con fuerza el borde de la mesa, y los ojos le brillaban con una luz ávida casi fanática. Vinar, sin sospechar nada, se limitaba a sonreír a Índigo con afectuoso orgullo; e Índigo, por su parte...
Algo no iba bien. Ella lo sabía, lo sentía. Algo no iba bien en el arpa. La percibía extraña bajo sus dedos, casi como si fuera parte de un sueño y en absoluto real. Pero el sonido que brotaba de ella era hermoso, cautivador; jamás había escuchado un instrumento tan rico y delicado... ¿O sí lo había escuchado?
Su visión se oscureció de improviso —¿qué les había sucedido a las luces?— y, sobresaltada, levantó la cabeza. ¿Por qué la miraban todos de aquella forma? Sus expresiones eran extrañas, fijas; había sombras en sus rostros, y Vinar... ¡Pero él ya no era Vinar! Era otra persona, otra persona... Y el rey parecía mayor, con la barba y los cabellos diferentes, y la mujer sentada a su lado no era la reina Brythere.
—Nnn... —El sonido, inarticulado, surgió de su propia garganta pero no consiguió transformarlo en palabras, ya que la lengua no quería obedecer.
»Nn... aaah... —«No», quería decir. «No, parad, paradlo, antes...»
Jes comprendió, e hizo la señal a Niahrin. Al instante la música cambió, y la conocida canción de las Islas Meridionales se metamorfoseó en la lenta y obsesiva melodía del aisling. Niahrin vio cómo los ojos de Índigo se abrían desorbitados por el horror. Reuniendo todo su poder, la bruja consiguió capturar su sobresaltada mirada y, sosteniéndola, se volvió completamente de cara a la muchacha. La boca de Índigo se abría y cerraba sin emitir sonido alguno, y sus manos tocaban ahora la melodía sobre las cuerdas del arpa, moviéndose por voluntad propia mientras seguían impotentes a donde los otros las conducían. Las notas ascendían y descendían, ascendían y descendían, hipnóticas e irresistibles, repitiéndose una y otra vez... Índigo lanzó un grito; un grito de dolor, miedo y pena que se elevó agudo hasta las vigas del techo. Vinar se puso en pie al instante, pero Ryen se lanzó sobre él y lo arrastró de nuevo a su asiento.
—¡No! —gritó el monarca—. ¡Déjala, amigo! ¡Déjala sola! En ese momento, inopinadamente, un viento helado recorrió la sala. Todas las lámparas y velas se apagaron, dejando a los reunidos a oscuras, y la música volvió a cambiar. Jes y Niahrin escucharon el cambio y dejaron de tocar como si los hubieran pinchado. La flauta de Niahrin resbaló de sus manos y chocó contra el suelo, y Jes agarró con fuerza su propia arpa, que había empezado a balancearse violentamente. Pero Índigo siguió tocando. Tenía la cabeza echada hacia atrás, la espalda doblada como si fuera víctima de un dolor terrible, y sus dedos volaban sobre las cuerdas de la gran arpa mientras del pasado, de la oscuridad, del mundo de lo que «podría haber sido», el otro y más poderoso aisling, el legado de Cushmagar y su advertencia, penetraba tumultuoso en su interior y la atravesaba con una fuerza impresionante y terrible.