CAPÍTULO 6


Era un entretenimiento tosco, improvisado sin pensar, pero aun así se reunió una buena multitud para disfrutar de la diversión. El día había sido cálido —desde luego, el más cálido de la estación hasta el momento— y prometía seguir igual durante un tiempo, de modo que, terminada la tarea diaria, con el sol hundiéndose por el oeste y el aire lleno de los aromas de las flores de espino y de la hierba fresca, la plaza del pueblo empezó a llenarse de gente. Habían desmontado los corrales de ovejas para tener sitio donde bailar, y se había arrastrado una carreta fuera del establo comunitario para que sirviera de improvisado escenario a los músicos. El público se las ingenió para encontrar asiento; algunos sobre fardos de heno del año anterior sacados del establo, otros en bancos sacados de la taberna de Rogan Kendarson, ubicada enfrente, mientras que otros se acomodaron sencillamente en el suelo, que resultaba bastante seco si se escogía el lugar con cuidado. Amigos y vecinos del poblado y de granjas remotas intercambiaban saludos y conversaban en tonos que el fragante aire transportaba por toda la plaza; los gritos y risas de los niños resonaban por todas partes, y a medida que oscurecía se iban encendiendo antorchas y faroles, lo que convirtió la plaza en un oasis acogedor y brillante.

Como ocupantes de dos de las habitaciones de huéspedes de la taberna de Rogan, Índigo y Vinar ocupaban puestos privilegiados sobre un banco colocado en el exterior, donde podían apoyarse cómodamente contra la pared de piedra y tener una buena vista de todo lo que ocurría. Vinar había ordenado una jarra de sidra y una bandeja de empanadas de cordero, que alegremente y con liberalidad compartía con todos los que tenía cerca. El acompañante de Índigo se sentía entusiasmado ante la idea del espectáculo de aquella noche, en especial porque tenía la esperanza de que la música podía tener éxito allí donde otras estrategias habían fracasado, y volver a abrir las cerradas puertas de la memoria de la muchacha. Esta se hallaba sentada a su lado, feliz en apariencia y animada mientras departía con sus vecinos y con la esposa de Rogan, Jansa, pero Vinar sabía que se trataba de una máscara superficial. Bajo ésta, Índigo sufría lo indecible. La había observado esperanzado con atención durante los últimos días, y a menudo cuando ella pensaba que su atención se encontraba en otra parte él había visto cómo los ojos de la muchacha se ensombrecían confundidos y su rostro se tensaba mientras se esforzaba inútilmente por recordar algo, cualquier cosa, que pudiera hacer girar la llave. Al mirarla ahora, Vinar sintió una aguda punzada al recordar la insignificante y, secreta alegría que había sentido durante los primeros días que siguieron al naufragio, cuando había comprendido lo que la pérdida de memoria de Índigo podía significar para él. No es que se hubiera alegrado de que hubiera sucedido, de ninguna manera... Pero, puesto que era así, la tentación de aferrarse a tan inimaginable oportunidad de realizar aquello que más deseaba había sido tal que Vinar no pudo resistirse.

La alegría no duró, sin embargo. Su conciencia se había ocupado de ello, pues Vinar era esencialmente demasiado honrado para seguir engañando a Índigo, que confiaba totalmente en él. Se daba cuenta de que la muchacha se sentía trastornada por sus propios sentimientos; ella creía haberlo amado en una ocasión y se entristecía al no poder recordar ese amor y no sentir ninguna chispa en su interior. Vinar no podía vivir con aquella mentira... pero tampoco podía reunir el valor necesario para confesar la verdad, al menos no aún. Admitir lo que había hecho significaba arriesgarse a perderla para siempre, y la posibilidad era demasiado horrible. Finalmente decidió que no existía más que una única línea de acción que pudiera seguir honorablemente: tenía que hacer todo lo que estuviera en su poder para devolver a Índigo la memoria perdida; entonces, y sólo entonces, podría conquistarla de forma honrada. La conquistaría. Por mucho tiempo que necesitara, por mucho que tuviera que luchar, lo haría. Luego, cuando ella lo amara tanto como él la amaba, podría contarle la verdad sin temor a las consecuencias.

Así pues, alentado por su resolución, Vinar había convencido a Índigo de que lo acompañara en un viaje de descubrimiento. Estaba convencido de que, en algún lugar de las Islas Meridionales, la familia de ella aguardaba para darle la bienvenida a casa, y no podía resultar tan difícil para un hombre ingenioso el encontrarla. Podían permitirse viajar, ya que los supervivientes del Buena Esperanza habían recibido la paga que les correspondía de manos del capitán de puerto de Ranna que llevaba las cuentas de los armadores del barco en Huon Parita. Podrían vivir durante tres, posiblemente cuatro meses, lo que sin duda sería suficiente; y, mientras buscaban, el tirón subconsciente de la familiaridad de su país de origen podría ser suficiente para hacer girar la llave fundamental en la mente de Índigo.

Llevaban viajando dieciocho días ya y, por el momento, las islas no habían obrado el esperado milagro. Pero los acontecimientos de esta noche, pensó Vinar, podían alterar eso. Índigo adoraba la música y había tocado a menudo su arpa para la tripulación del Buena Esperanza durante el viaje hacia el sur, y, aunque él no podía afirmar en absoluto ser un experto, creía que la muchacha poseía un raro e inusual talento. El arpa se había perdido pero el talento debía de seguir ahí. Y esta noche, según le había dicho Rogan Kendarson, un arpista local figuraba entre los músicos del festejo...

Un grito procedente del otro lado de la plaza y un amago de aplausos hizo que las cabezas giraran de improviso, y Vinar miró junto con el resto en dirección al establo. Un hombre delgado de aspecto vigoroso acababa de subir a la carreta y reclamaba silencio; uno o dos bienintencionados pitidos lo saludaron, seguidos de una aclamación cuando anunció el primer baile. Un violinista, dos flautistas y una muchacha con un tambor se encaramaron junto a él, y las parejas se colocaron en el ruedo despejado para iniciar el baile denominado Novios cortejándose.

Nada más iniciarse la música, Vinar posó una mano sobre la de Índigo y le preguntó con una mueca divertida: —¿Quieres bailar?

Ella le devolvió la sonrisa, pero cautelosa y con la indecisión que ya se había convertido en algo muy familiar. —No conozco los pasos. —¡Tampoco yo! Pero nos apañaremos, ¿eh? —Bueno... —Su mirada violeta se desvió a un lado—. Este no, Vinar, quizá más tarde.

—Muy bien, lo que tú quieras. —Disimuló su decepción—. Será mejor escuchar la música un rato, ¿no te parece? Veremos si estos músicos son buenos.

Ella asintió, al parecer aliviada de que él no fuera a insistir, y Vinar volvió a llenar sus copas mientras se arrellanaban para contemplar el espectáculo. El baile era sencillo y agotador, los músicos alegres y competentes aunque nada excepcional, y cuando la primera interpretación finalizó se escucharon gritos en demanda de viejas tonadas favoritas. La improvisada banda no dudó en complacer a su público e interpretó con ritmo El secreto del cornudo, Arando el surco y varias otras cuyos nombres Vinar no captó; luego la multitud exigió a voz en grito Cerdos en el huerto, una frenética giga en la que cada compás finalizaba con dos filas de bailarines que se dejaban caer a cuatro patas entre gruñidos, bufidos y chillidos mientras fingían olfatear manzanas caídas de los árboles. Vinar, que jamás había presenciado tal danza, se desternillaba de risa, y con otro vaso más de sidra en su interior también Índigo reía a carcajadas. Cuando la hilaridad general dio paso finalmente a una salva de aplausos, Vinar se puso en pie y agarró a Índigo de la mano. —Eso es absurdo —declaró con energía—; no puedo quedarme aquí sentado mirando... ¡Tengo que bailar, y tú conmigo!

Desde lo alto de la carreta, el que pregonaba las canciones anunciaba en aquellos momentos El capricho de la hermosa doncella, en la que las mujeres escogían y cambiaban de pareja y ningún hombre se atrevía a discutir su elección. Mientras Índigo empezaba a ponerse en pie de mala gana, una muchacha de negros cabellos y ojos seductores, que llevaba rato observando a Vinar, se deslizó hasta la mesa que ocupaban y extendió los brazos.

—¡Te elijo a ti!

Dedicó a Índigo una mueca traviesa para demostrar que no existía malicia en su petición. Vinar vaciló, pero Índigo sonreía ya a la muchacha y volvía a ocupar su asiento, dejándolo sin demasiada elección. La jovencita tiró de él hasta el grupo de bailarines, y mientras se iniciaba la música Índigo se dedicó a contemplarlos. Resultaban una pareja desigual; Vinar se elevaba por encima del menudo cuerpecillo de la muchacha, y desde luego no era el mejor de los bailarines. Pero en una ocasión como ésta a nadie le preocupaba la elegancia ni la exactitud del paso; la diversión era todo lo que importaba. La música era muy alegre e Índigo seguía el ritmo con el pie, los dedos de una mano tableteando inconscientemente sobre la rodilla al ritmo de la música. No debería haber enturbiado el buen humor de Vinar con su renuencia a bailar, pensó; era cruel e injusta ya que él no quería más que hacerla feliz. Cuando terminara este baile lo compensaría. Se uniría a él de buena gana y bailaría toda la noche si era eso lo que él quería. Era tan buena persona, tan cariñoso y solícito... Por centésima vez deseó angustiada poder despertar otra vez los sentimientos que creía haber tenido por él. Le gustaba, lo respetaba, sentía aprecio por él... pero sus emociones eran como las que tendría por un hermano, no por un novio y futuro esposo. Vinar lo comprendía, había dicho, y había prometido a la muchacha que las cosas cambiarían con el tiempo. Pero Índigo aún no estaba convencida. Si tan sólo pudiera recordar algo...

Y entonces, por un instante, así fue.

La melodía de la danza carecía de palabras, pero de improviso unas palabras aparecieron en su cabeza, encajaron con tal facilidad en la melodía y ritmo de la música que estuvo a punto de entonarlas en voz alta.

«¡Todos a una bailad y cantad; esta alegre danza con nosotros bailad!»

No, se dijo, no era exactamente así. La melodía no era ésta, y las palabras... No era «todos a una» sino un nombre, el nombre de alguien. Fe..., pero no le venía a la cabeza. Fen...

—¡Ahhhh!

Índigo dio una violenta sacudida cuando por un fugaz instante el nombre vino a su memoria, pasó por su mente como un relámpago, y se desvaneció. Con el codo volcó su jarra, y el licor de manzana se derramó por la mesa, salpicándola a ella y vertiéndose sobre un anciano sentado en el banco junto a ella.

—Lo siento... oh, lo siento mucho. Sus ropas... —Sobresaltada y temblorosa, Índigo tartamudeó mientras intentaba disculparse.

—No es nada que no se vaya a secar —le aseguró el anciano; luego le dedicó una astuta mirada llena de curiosidad—. ¿Estás bien, chica?

—Sí, sí, gracias, yo... Algo debe de haberme sobresaltado...

—Un tábano, seguro —opinó sabiamente otro abuelo también sentado en el banco—. Una auténtica lata en esta época del año. Me han picado más veces de las que puedo contar, ¡y algunos en lugares que no me atrevería a mostrar ni a mi vieja! —Sonrió de oreja a oreja, mostrando tres dientes amarillentos en unas encías arrugadas.

Se escucharon nuevas risas y los reiterados intentos de Índigo por disculparse fueron desechados con una sonrisa. Jansa salió al exterior con un paño para secar el líquido derramado, e Índigo pidió una nueva jarra para compartirla. El incidente había mitigado su sobresalto, cosa que agradeció, pero también había relegado el momentáneo atisbo de un recuerdo a su escondite y por mucho que ahora lo intentaba no conseguía recordar el nombre que había estado a punto de venir a ella. Desconcertada y sintiéndose un poco mareada, empujó a un lado sus pensamientos y se obligó a concentrarse en cuestiones más inmediatas. El capricho de la hermosa doncella tocaba a su fin; Vinar hizo una reverencia a su pareja y, dándose la vuelta, se abrió paso decidido por entre la multitud en dirección al banco mientras la banda iniciaba los acordes de Verdes, verdes son los sauces. Con los brazos en jarras se plantó frente a Índigo, y dijo con una amplia sonrisa:

—Vamos. No me interesan otras muchachas. ¡O bailo con mi Índigo, o no bailo con nadie!

Índigo se puso en pie. Querido Vinar. Aprendería a quererlo. Aprendería.

Le dedicó la sonrisa más radiante que jamás le había dedicado y permitió que la condujera hasta los otros bailarines.

Era casi medianoche cuando los últimos intransigentes admitieron finalmente su derrota y permitieron que los exhaustos músicos descansaran. Pero los festejos de la noche no habían terminado ni mucho menos. Daba la impresión de que todos los presentes en la plaza habían llevado consigo bolsas o cestas de comida, y pronto todos compartían pan, queso, fruta, pasteles y empanadas, mientras Rogan Kendarson y su hijo mayor sacaban rodando un nuevo barril de cerveza y anunciaban que todos podían servirse a su gusto. Finalizado el improvisado festín, unos cuantos juerguistas se marcharon y unos cuantos más se quedaron dormidos allí donde estaban, pero los restantes, fortalecidos y sin ganas de irse aún a la cama, exigieron más música y canciones que cantar. Esto era lo que Vinar había estado esperando, y su pulso se aceleró cuando vio cómo varios músicos nuevos se acercaban a la carreta-escenario, entre ellos un hombre joven con una pequeña arpa de regazo bajo el brazo.

—Eh, Índigo. —Le dio un codazo—. Mira. Rogan me dijo que tenían un arpista. Apuesto a que no es ni la mitad de bueno que tú.

Algo achispada después de tanto bailar y tanta comida, Índigo atisbo con los ojos entrecerrados y sonrió.

—¡No soñaría en tomar tu dinero!

Él no había dejado de repetirle una y otra vez que ella había tocado para la tripulación a bordo del barco, pero sus alabanzas eran tan desorbitadas que la joven estaba segura de que exageraba. De todos modos, flexionó los dedos como tañendo cuerdas invisibles. ¿Existía un reflejo en sus manos, un talento que no se había evaporado junto con sus otros recuerdos? Sus dedos mostraban antiguos callos que sugerían que había tocado a menudo, pero había perdido el arpa y —como le sucedía con tantas otras cosas— sólo tenía la palabra de Vinar de que había sido una intérprete competente; más aún: con talento.

No obstante, se inclinó al frente y observó con atención mientras el arpista y el que tocaba el caramillo se acomodaban sobre la carreta. Se escuchó una breve salva de aplausos, y luego los dos músicos iniciaron una alegre y rítmica melodía. El arpista era bueno, se dijo Índigo; al menos eso le parecía a ella, aunque ahora no tenía patrón por el que juzgar. Mejor, al menos, que el que tocaba el caramillo, quien había dejado escapar más de una nota falsa y era algo torpe, aunque nadie parecía darse cuenta o darle importancia. Acabada la melodía, el dúo interpretó una canción que los aldeanos parecían conocer, y el sonido de sus voces unidas elevándose en el silencioso aire nocturno resultaba curiosamente conmovedor. Vinar, dirigiendo una mirada de soslayo a Índigo, descubrió un revelador brillo en sus ojos. No sabía si era simplemente el canto lo que la impresionaba o si la canción misma tiraba de algo olvidado, pero le produjo una cierta tristeza a la vez que renovadas esperanzas. La canción terminó, y, mientras los reunidos pedían más a gritos, Vinar se inclinó hacia el extremo del banco donde Jansa observaba desde la puerta de la taberna.

—Índigo también toca el arpa —le confió en un susurro—. Y canta. Tiene una voz preciosa.

Jansa conocía la historia de Índigo; sabía lo que ella y Vinar buscaban, y comprendió al instante la intención de éste. Se agachó hasta colocar el rostro junto al de él y murmuró:

—Entonces ¿por qué no la convencemos para que toque? Los nuevos talentos son siempre bien recibidos en estas reuniones, y ¿quién sabe lo que puede salir de esto? Podría ayudarla a recordar. O incluso podría haber alguien entre los reunidos que reconociera un rostro o una voz.

—¡Esto es exactamente lo que yo pensaba! —Vinar le dedicó una mirada agradecida.

—Déjamelo a mí, entonces. Hablaré con la persona apropiada y le daremos una sorpresa; a Kess no le importará prestar su arpa. —Hizo una pausa—. Pero si yo fuera tú me ocuparía de que ella bebiera una jarra o dos antes, o no conseguirás que acepte.

Vinar siguió tan buen consejo, e Índigo se encontraba tan absorta en la música y los cantos que no se dio cuenta cuando él volvió a llenarle la copa dos veces más. Se sentía relajada como no se había sentido desde el naufragio; inquietudes, confusión y tristeza se desvanecían bajo la sedante influencia del licor, y su mente empezaba a sentirse agradablemente embriagada. Hasta tal punto que, cuando descubrió a Jansa de pie a su lado y pidiéndole si complacería a los reunidos interpretando una canción, se limitó a mirar sorprendida a la mujer sin saber de qué le hablaba.

—¿Una canción... ?

—Exacto. Vinar nos ha dicho que eres una gran arpista y una espléndida cantante. — Jansa hizo como si no viera el ansioso gesto de cabeza de Vinar y añadió una mentira piadosa—: Y es la tradición aquí que nadie con talento musical permanezca callado en una de nuestras reuniones.

—Pero ¡yo no sé tocar! —protestó Índigo, consternada—. ¡O, si podía, he olvidado cómo y he olvidado también las canciones que conocía!

—No, no es verdad —interpuso Vinar—. Te enseñé dos, estos últimos días desde que abandonamos Ranna. —Dedicó una sonrisa a Jansa—. Las hemos estado cantando en la carretera, ella y yo juntos.

Jansa le devolvió la sonrisa.

—¡Muy bien, entonces no hay excusa! Vamos, Índigo; no permitiremos que nos desilusiones.

Índigo empezó a darse cuenta de que estaba atrapada y realizó un último esfuerzo desesperado.

—Pero si no puedo tocar, si lo he olvidado...

Jansa descartó la protesta antes de que pudiera terminar de hablar.

—¿Tienes miedo de hacer el ridículo? ¡Tonterías! ¿Quién lo sabría o le importaría si lo hicieras? —Estiró el brazo, agarró a Índigo de la mano, y la obligó a ponerse en pie— ¡Vamos, y se acabó la discusión!

Comprendiendo que no le permitirían escapar, Índigo se volvió suplicante hacia Vinar.

—¡Tendrás que cantar conmigo!

—De acuerdo, lo haré. Los dos juntos, ¿eh? —Su sonrisa se tornó más amplia aún—. Los dos juntos.

Mientras avanzaba junto a Vinar en dirección a la carreta, con los ojos curiosos de los reunidos siguiendo sus pasos, Índigo no podía quitarse de la cabeza la sensación de que toda aquella escena era irreal. El arpista, Kess, esperaba y le entregó el instrumento con una sonrisa de ánimo mientras ella se encaramaba a la carreta. Tras acomodarse en el pescante, Índigo dejó que las manos acariciaran suavemente la madera del arpa. ¿Estaba bien hecha, bien afinada? No lo sabía; pero sí percibió una sensación de familiaridad, y cuando se arrellanó en el pescante el arpa pareció aposentarse en su regazo por sí sola. Tocó una cuerda; resonó y se trataba de la nota que había esperado. De momento, todo iba bien.

Abajo, entre el público, alguien carraspeó, y al bajar la mirada desde su privilegiada posición Índigo comprendió que la gente empezaba a cansarse de esperar. Se apresuró a hacer una señal a Vinar con la cabeza y, al ver que estaban a punto de empezar, el

público les dedicó un educado aplauso.

Índigo posó los dedos sobre las cuerdas del arpa y, no sin cierta sorpresa por su parte, empezó a tocar.

—¡Fue delicioso, delicioso! —Jansa rebosaba satisfacción mientras depositaba dos jarras llenas a rebosar sobre la mesa—. Los dos poseéis unas voces espléndidas; se entrelazan tan bien... E, Índigo, Vinar tenía razón: ¡eres una arpista muy buena!

El festejo nocturno había finalizado por fin, y la muchedumbre, borracha de cerveza y vino, feliz y exhausta, se había ido encaminando con paso vacilante hacia sus casas abandonando la silenciosa plaza. Oficialmente, la taberna había cerrado hacía una hora, pero Vinar e Índigo insistieron en ayudar a sus anfitriones a quitar y lavar los montones de jarras y platos dejados por los juerguistas, y a cambio Jansa había insistido en que debían tomar una última copa juntos antes de irse a sus respectivas camas. El fuego en la enorme chimenea se había convertido en rescoldos, y con tan sólo dos lámparas para iluminar el bar la atmósfera resultaba agradablemente soporífera.

—No había oído nunca esa primera canción —dijo Rogan al tiempo que surgía de detrás del mostrador y se unía a los otros en la mesa—. ¿Es una balada scorvia, Vinar?

—Sí —respondió éste—. Una canción marinera scorvia. Mi padre me la enseñó y ahora yo se la enseño a Índigo.

Había una curiosa irritación en el humor de Vinar, pero nadie parecía haberlo advertido.

—Todos conocíamos la segunda, desde luego —continuó Rogan—. Calculo que las voces se elevaron hasta el cielo cuando todos se unieron al coro.

—Ya, bueno. Yo enseñé ésa a Índigo, también. Era una que ella acostumbraba cantar en el barco, hasta... bueno, hasta que sucedió aquello. —Vinar tomó un buen trago de su jarra y se quedó contemplando su interior como si buscara algo que no estaba allí.

Índigo le tocó el brazo con suavidad.

—¿Sucede algo, Vinar?

—¿Eh? No, no; no sucede nada. Ha sido una buena noche, una buena noche.

La muchacha no se sintió muy convencida pero estaba demasiado cansada para insistir.

—Bien —dijo, poniéndose en pie—, si todos me perdonáis, me voy a la cama. — Dirigió un vistazo a la ventana—. La luna hace rato que se ha puesto. Debe de estar a punto de amanecer.

—Aún faltan una hora o dos. —Jansa le dedicó una sonrisa—. Pero no os preocupéis; nos ocuparemos de que no os molesten hasta que decidáis despertar. Buenas noches, Índigo. Y gracias otra vez.

Todo quedó en silencio unos minutos tras su marcha. Rogan empezó a dar cabezadas y Jansa sofocó un bostezo. Entonces, inesperadamente, Vinar dijo:

—Ella era mucho mejor que eso. Mucho mejor.

Rogan dio un respingo ante el sonido de la voz, y Jansa miró a Vinar con curiosidad.

—¿Mejor?

—Sí; con el arpa.

—Pero su interpretación fue...

—Fue buena, lo sé. Lo bastante buena para complacer a cualquiera, tal vez buena incluso para los salones de un rey. Pero antes del naufragio, antes de que se golpeara la cabeza, era mejor. Como... —Vinar se esforzó por encontrar la palabra adecuada en una lengua con la que aún no se sentía cómodo, y sus manos empezaron a gesticular en el aire—. Como si hubiera... magia en sus dedos. —Lanzó un bufido, repentinamente cohibido, y sus azules ojos se pasearon veloces por sus dos compañeros—. Pensáis que soy alguna especie de tonto demente, al decir cosas así...

—No —aseguró Jansa—, no lo pensamos. —Una sonrisita curvó una de las comisuras de sus labios—. O, si lo eres, entonces también lo somos nosotros y todos los que habitan en las Islas Meridionales. Creemos en la magia, Vinar, ya lo creo que creemos. Y puede existir magia en la música, aunque es algo excepcional. Algunos de los antiguos bardos poseían el don; algunos a lo mejor aún lo poseen. De modo que creemos en ti, Vinar. —Suspiró—. Si al menos hubiera salido algo de su interpretación de esta noche. Si alguien hubiera reconocido su rostro, o su voz...

—Habrían conocido de antes su forma de interpretar —dijo Vinar sin ambages—. No la habrían olvidado. Nadie podría.

Rogan y Jansa intercambiaron una rápida mirada. Aun teniendo en cuenta su evidente prejuicio, Vinar podía muy bien estar en lo cierto; y, si lo estaba, eso convertía el enigma del pasado de Índigo en algo aún más extraño. Una mujer cuyo nombre era el color del luto, que poseía el talento de las brujas, el don de los bardos... Alguien así sin duda sería conocido y recordado en las Islas Meridionales. Y, si había cambiado su nombre a causa del dolor por una tragedia, ¿cuál podría haber sido esta tragedia? No había habido plagas, ni epidemias, durante muchos años; e incluso si la pena hubiera sido algo menor, relacionada sólo con un clan o una familia, los buhoneros y trovadores y otros mercaderes ambulantes que recorrían los caminos para ganarse la vida habrían conocido y propagado la historia tal y como hacían con las noticias y cotilleos más insignificantes. Sin embargo, nadie sabía nada en el cabo Amberland, ni en Ranna, ni en ninguna de las ciudades, pueblos y aldeas por las que Índigo y Vinar habían pasado durante dieciocho días de búsqueda. Resultaba misterioso, pensó Jansa.

En voz baja, como si tuviera miedo de que Índigo pudiera oírla desde su habitación del piso superior, preguntó:

—¿Se te ha ocurrido consultar a las brujas del bosque, Vinar?

—¿Brujas? —Vinar se mostró perplejo.

—Sí; tienen formas, sus propias formas, de buscar lo que se ha perdido. Aun cuando no tengan el poder de devolver la memoria a Índigo, podrían tener alguna manera de encontrar a sus familiares.

—Puede que sea una buena idea, pero ¿cómo las encuentro? No sé por dónde empezar.

La mujer le sonrió con dulzura.

—No te preocupes. Nosotros podemos ponerte en el buen camino; y además, si Índigo posee el don que tú crees que posee, existen muchas posibilidades de que ellas la estén buscando en estos mismos instantes. Conocen y cuidan a los suyos. —Se puso en pie y recogió las tres jarras que habían utilizado con un tintineo que sonó muy fuerte en medio del silencio del bar—. Por el momento, de todos modos, creo que estamos demasiado cansados para pensar o hablar más. Vayamos a la cama, y meditemos sobre lo que sea mejor por la mañana.

Tiró de Rogan para ponerlo en pie y ambos permanecieron el uno junto al otro, rodeándose con los brazos en un gesto tan cariñoso que hizo sufrir interiormente a Vinar en silencio. Este asintió con la cabeza.

—Sí. Sí, tienes razón. Volveremos a pensar por la mañana. —Hizo una reverencia, la espasmódica y afectada reverencia cortés peculiar de Scorva—. Sois los dos muy amables; os doy las gracias. ¡Y ha sido una fiesta estupenda!

Mientras subía a su diminuta habitación bajo el alero de la taberna, Vinar se detuvo unos instantes en el descansillo frente a la puerta de Índigo. No se oía ningún sonido en su interior, y la punzada de dolor regresó al intentar no imaginarla dormida en su solitario lecho. Pensó, como lo había hecho durante varias de las noches anteriores, que si hubiera ido a ella la muchacha no lo habría rechazado; que le habría dado la bienvenida, se habría aferrado a él de buena gana, como a un amigo y un amante, para erradicar la soledad y dar consuelo y seguridad. Pero Vinar no podía hacerlo, ya que no era ésa su forma de actuar. Unicamente cuando todo fuera como tenía que ser, únicamente cuando tuviera la bendición de su familia, podría permitirse ser para ella lo que tanto ansiaba ser. Hasta entonces —y el día llegaría— la cuidaría y la protegería, la defendería y sería su amigo. Pero nada más. Por el bien de ella, y por el suyo propio.

Rogan y Jansa conversaban en voz baja en el piso de abajo mientras se preparaban para seguirlo por la crujiente escalera de madera, y sus voces eran como el ahogado zumbido de las abejas en un campo de tréboles. Vinar se llevó la punta de los dedos a los labios y lanzó un beso, silencioso pero sentido, en dirección a la estancia en la que dormía su amor, y se alejó de puntillas. A poca distancia del extremo de la plaza del pueblo, en la zona de labrantío donde no había casas sino sólo campos, un joven que había finalizado más deprisa de lo que pensaba la larga caminata desde Ranna intentaba encontrar un lugar donde dormir en el seto que discurría junto a la pedregosa carretera. Al entrar en la plaza la halló oscura y desierta; la taberna estaba cerrada, y, aunque llevaba dinero en el bolsillo, no era tan arrogante como para aporrear la puerta y enfrentarse a la cólera del propietario a una hora tan poco civilizada. Había sido un estúpido al intentar cubrir la distancia entre este pueblo y el anterior en una tarde; estúpido y optimista. Cualquiera con una pizca de sentido común habría comprendido que llegaría demasiado tarde para encontrar alojamiento. De todos modos no faltaba demasiado para el amanecer, y por el aspecto del cielo el tiempo iba a permanecer seco, por lo que volvió sobre sus pasos por la carretera bordeando el seto hasta encontrar un saúco prometedor bajo el cual la hierba crecía abundante y mullida y prometía una cierta comodidad. Dando gracias a la Madre Tierra porque la noche fuera tan cálida, desenrolló la delgada manta que llevaba y se arrastró, entre bostezos, al interior de su improvisada cama, contento de poder dormir lo que pudiera antes de que el sol lo despertara. Muy pronto, el joven aspirante a marino que llevaba el mensaje del capitán Brek empezó a soñar un sueño extraño y particularmente vivido.

Загрузка...