CAPÍTULO 15


El desayuno en Carn Caille se llevaba a cabo en el gran salón y era un acontecimiento realizado sin ningún tipo de protocolo. La comida empezaba a servirse una hora después del amanecer, pero no existía un horario establecido para comer; la gente simplemente entraba y comía según : permitían sus deberes y horarios, y las idas y venidas se prolongaban hasta bien entrada la mañana.

Niahrin llegó tarde pero lo bastante hambrienta para desear que quedaran aún muchas fuentes llenas. Había dormido como un leño al regresar a su habitación tras la excursión nocturna, y con gran alivio por su parte no la habían atormentado las pesadillas como temía. Al parecer, tanto su mente como su cuerpo sabían cuándo llegaban a su límite, y un total agotamiento le había concedido unas pocas horas de muy necesario descanso total. Ahora, sintiéndose repuesta y sólo un poco desmejorada, sería capaz de enfrentarse a la perspectiva de abordar la tarea que le esperaba. Pero se negó a pensar en ello hasta no haber tomado un buen desayuno.

Había una veintena de personas en el salón cuando entró, aunque ningún miembro de la familia real estaba presente. Los comensales eran en su mayoría hombres vestidos con ropas de calle, y Niahrin supuso que habían trabajado ya algunas horas antes de detenerse a tomar el desayuno. La lluvia había cesado, y por el ángulo que describía el sol al penetrar por las ventanas la bruja calculó que debían de ser pasadas las diez. Sonrió con un cierto aire culpable ante su propio retraso y se dirigió a las largas mesas para investigar la comida. Fiambres, judías, gachas de avena... ¡ah!, pescado; y fresco además. Esto era un raro manjar para ella, pues, aunque vivía bastante cerca del mar, la zona del bosque que habitaba estaba demasiado escasamente poblada para que resultara rentable llevar pescado fresco para vender, y ella no realizaba muy a menudo el viaje hasta los poblados costeros o el mercado de Ingan. Pero a Carn Caille el pescado llegaba casi diariamente, y se sirvió una muy generosa ración que remató con tres rebanadas de pan recién hecho. Prefiriendo la cerveza a una infusión caliente, llenó una jarra y luego transportó su botín hasta una mesa vacía. Recibió a su paso unos cuantos saludos de cabeza y sonrisas, y la satisfizo descubrir que a nadie parecía preocupar su rostro desfigurado. Sencillamente la aceptaban como a uno de ellos, y ésa era una sensación agradable.

Devoraba hambrienta el desayuno mientras pensaba en lo que llevaría a Grimya, que seguía durmiendo en la habitación, cuando llegaron dos personas más. Levantando la mirada con despreocupación, Niahrin pudo ver a Vinar y a Índigo que entraban en el salón. El rostro de Índigo aparecía ojeroso; incluso desde aquella distancia los negros círculos bajo sus ojos resultaban claramente visibles, y se sujetaba al brazo de Vinar como si fuera a caer sin su apoyo. Vinar, en cambio, tenía un aspecto totalmente diferente, y Niahrin arrugó la frente sorprendida mientras le dedicaba una segunda y más atenta mirada. Todo en él rebosaba..., bien, «entusiasmo» fue la primera palabra que acudió a la mente de la bruja. Entusiasmo, impaciencia y una alegría desmedida que parecía tener gran dificultad para reprimir. Aunque la idea resultaba ridícula, Niahrin tuvo toda la impresión de que el joven marinero se echaría a cantar a la menor excusa.

Entonces Vinar la vio. Una amplia sonrisa apareció en su rostro, y la saludó desde el

otro extremo del salón; su enorme vozarrón hizo girar las cabezas.

—¡Neerin! ¡Eh, Neerin!

Empezó a andar hacia ella, arrastrando a Índigo con él. Por un momento Niahrin pensó que el hombretón iba a levantarla por los aires y darle un abrazo de oso, pero se contuvo y en su lugar se apoderó de la mano de la bruja, que oprimió y sacudió con energía.

—¡Neerin, tenemos noticias, grandes noticias! —Tras soltarla, apretó a Índigo contra sí con más fuerza—. Y serás la primera en saberlas. ¡Índigo y yo nos vamos a casar, ahora mismo!

Niahrin lo contempló sorprendida. Su boca se abrió pero no surgió de ella ningún sonido.

—¿No es la mejor cosa que has oído en muchos días? —Sin prestar atención a su expresión contrariada, el fornido scorvio se dejó caer alegremente sobre el banco contiguo y sentó a Índigo en sus rodillas—. Anoche, mi Índigo me dijo que sí. ¡Aceptó! — El tronar de sus regocijadas carcajadas hizo volver las cabezas de los presentes por segunda vez, y algunos comensales que se encontraban de pie empezaron a acercarse a la mesa, llenos de curiosidad por lo que sucedía—. Siempre dije que esperaría hasta que halláramos a su familia y que lo haría como era debido, pero ahora Índigo dice que sí y no quiere esperar. Ya no desea aguardar más; ¿no es así, mi amor?

—No —dijo Índigo con energía—. Ya no quiero esperar, no quiero esperar más.

Vinar la abrazó, y Niahrin, que los observaba, sintió como un puñetazo en el estómago. Mientras hablaba Índigo había sonreído a la bruja, pero en sus ojos había un brillo de franco desafío y hostilidad.

Totalmente desconcertada, Niahrin no supo qué contestar.

—Pero... —consiguió articular por fin—, pero qué hay de..., de... —Entonces recordó que Índigo no sabía nada del engaño de Vinar. Dirigió al scorvio una mirada horrorizada que intentaba transmitir lo que quería decir sin necesidad de palabras.

—Todo está bien. —Vinar sonrió satisfecho—. Conté a Índigo lo que había hecho, y me ha perdonado. —Sus hombros se estremecieron con nuevas risas, que esta vez contuvo—. Te confesaré, Neerin, que no fue fácil decir las palabras y confesarlo todo, pero lo hice. De modo que ahora todo está bien y es como debe ser, ¡y yo diría que soy el hombre más feliz de las Islas Meridionales!

Algunos de los espectadores curiosos habían llegado junto a ellos ya y captado la esencia del anuncio; con gran animación ofrecieron sus felicitaciones, dando palmadas a Vinar en la espalda, haciendo bromas, interesándose por la fecha exacta de la boda. Niahrin, con la mente hecha un lío, pensó: «Dulce Tierra, ¿por qué ha hecho ella esto? Sabe lo que sucedió anoche; ¡debe de saber lo que estuvo a punto de hacer! ¿Se lo habrá contado a Vinar? Por todo lo más sagrado, ¿qué sucederá si él no lo sabe?».

Entonces volvió a mirar a Vinar y se dio cuenta de la verdad. El no lo sabía: era imposible. No era un actor, e, incluso aunque lo hubiera sido, un hombre tan honrado y decente como él jamás se habría comportado de una forma tan despreocupada tras una revelación como ésa. Índigo no había tenido reparos en relatarle el primer sueño, pero éste, al parecer, era algo que pensaba guardar para sí.

Índigo volvió la cabeza de repente y su mirada se encontró con la de Niahrin. La hostilidad de sus ojos parecía haberse intensificado, pero bajo ésta Niahrin percibió algo más que reconoció al instante como miedo. No, no era miedo; esa palabra no era la adecuada. Índigo estaba aterrada de que su secreto estuviera en peligro, y su mirada era a la vez una advertencia a Niahrin para que no dijera nada y una amenaza de lo que le sucedería si no hacía caso de su advertencia.

La bruja volvió la cabeza rápidamente. No estaba preparada para responder al desafío de Índigo, pues no sabía qué hacer. Contar la verdad a Vinar, ahora o más adelante, quedaba totalmente descartado, ya que la muchacha no tenia más que negarla. Vinar aceptaría su palabra contra la de todo el mundo si era necesario. Pero si no le advertía...

Sus pensamientos se interrumpieron con brusquedad cuando desde las puertas alguien exclamó en voz alta y con tono divertido:

—¡Mirad quién ha venido a reunirse con nosotros!

Todos los que se encontraban en las mesas y entre el grupo que rodeaba a Vinar e Índigo se volvieron y estiraron el cuello para mirar. Un hombre alto de tez oscura rió encantado.

—Es la loba domesticada... ¡Ha venido a buscar su desayuno!

Niahrin se puso en pie de un salto y vio a Grimya. La loba había entrado en el salón pero ahora vacilaba, asustada por todos aquellos rostros extraños y no muy segura de su bienvenida. Pero, mientras miraba indecisa a su alrededor, una mujer se acercó a ella desde una de las mesas de servir.

—Ven, pequeña amiga del bosque, ¡ven! —Se inclinó, extendiendo una mano y realizando gestos de ánimo. Las orejas de Grimya se irguieron al frente y su cola se agitó tímidamente, lo que provocó nuevas risas amables.

—¡Le gustas, Alinnie!

—Supongo que huele la comida. Que alguien le traiga un plato de fiambres.

—Cojea, fijaos. Tiene la pata trasera herida.

—Una de las brujas del bosque la trajo. ¿Está aquí ella, está aquí en el salón?

Recuperando la serenidad con un supremo esfuerzo, Niahrin abrió la boca para responder en voz alta: ¡Sí, estoy aquí! Lo primero que se le ocurrió fue que debía sacar a Grimya de allí a toda prisa antes de que sucediera el inevitable enfrentamiento, pero, al dirigirse a su encuentro, comprendió que era demasiado tarde: Grimya había visto a Índigo. Por un instante la loba permaneció completamente inmóvil; entonces Vinar se volvió y la vio a ella.

¡Grimya! — Dejó a Índigo en el suelo, se incorporó de un salto y giró de cara a la loba, con los brazos extendidos—. Grimya, ven a saludarnos!

Niahrin, horrorizada, sabía lo que iba a pasar y no podía hacer nada para evitarlo; la alegría de Vinar era tan grande que ni por un momento se le ocurriría no compartirla con cualquier ser vivo que apareciera dentro de su radio de influencia. Con una sensación de aterradora e impotente inevitabilidad, la bruja vio cómo la postura de la loba se relajaba un poco —fueran cuales fueran sus diferencias, Grimya sentía un gran cariño por el scorvio— y cómo el animal se acercaba a la mesa, moviéndola cola con más energía ahora pero con la mirada fija en Índigo. En cuanto llegó junto a Vinar, éste

se arrodilló y la abrazó con fuerza.

—¡Me alegro de verte, Grimya! —exclamó—. Y ahora todo va a ir bien para nosotros. —Sujetó el hocico de la loba entre las manos y la miró a los ojos, radiante de felicidad—. ¡Nos vamos a casar tan pronto como podamos!

Grimya quedó como paralizada. Luego volvió la cabeza hacia Niahrin, suplicando con desesperación con la mirada una respuesta negativa. La bruja no podía contestar en voz alta, pero su expresión revelaba la verdad.

—¡Eh, vamos, Grimya! —Vinar se sobresaltó cuando la loba se liberó de sus brazos con un violento movimiento convulso y retrocedió. Los ojos del animal llameaban—. ¡Todo va bien! ¡He contado a Índigo la verdad, y a ella no le importa! Podemos ser amigos otra vez...

No pudo seguir. Grimya no escuchaba sus palabras, ni parecía darse cuenta de su presencia. Los cuartos traseros del animal se tensaron y, ante la sorpresa de todos los presentes, saltó, gruñendo, sobre Índigo.

Cogida por completa sorpresa, la muchacha se desplomó bajo el peso de la loba. Pero la lesión hacía que Grimya se moviera con torpeza; cuando las dos cayeron al suelo juntas la loba perdió el equilibrio y aterrizó mal, y con veloz instinto de cazador Índigo rodó por el suelo fuera del alcance de sus furiosos dientes.

¡Grimya! —chilló Niahrin. Empujando a Vinar a un lado, corrió a sujetar a la loba por el collarín, y la arrastró fuera de allí al ver que intentaba volver a atacar—. ¡No, no, para! —Grimya lanzó un terrible gañido ahogado y se revolvió, pero ella no la soltó—. ¡No, Grimya, no! ¡Déjala en paz! —Y, viendo que Vinar intentaba con cierto retraso o bien ayudarla o bien atacar a la loba (no estaba segura de cuál de las dos cosas, pero no le importaba en este momento), le gritó—: ¡Maldito seas, idiota, déjamela a mí!

El scorvio retrocedió, y Niahrin empezó a tirar de la forcejeante y enfurecida Grimya en dirección a las puertas. Escuchó su propia voz, aunque parecía pertenecer a otra persona; balbuceaba excusas, explicaciones —«tantos extraños...», está muy nerviosa...», «la pata le provoca malhumor...»— y sus sentidos registraron vagamente la situación: rostros serios, murmullos ahogados, consternación y desconcierto e indignación, mientras intentaba alcanzar la puerta. Desde el umbral pudo adivinar a Índigo que se incorporaba tambaleante, a Vinar solícito y perplejo ; a su lado, antes de arrastrar a la loba fuera de la sala y retirarse en dirección al refugio que ofrecía su habitación.

—No comprendo qué le ha sucedido. —El brazo de Vinar rodeó los hombros de Índigo y apretó a la joven en actitud protectora, posesiva, contra él—. Jamás había visto a Grimya comportarse así, ni de un modo similar. —Suspiró—. ¿Sabes qué? Creo que está celosa. Yo diría que es eso lo que debe de ser.

Índigo partió un pedazo de pan y empezó a masticarlo. Vinar observó con alivio que parecía haberse recuperado con mucha rapidez de la conmoción del inesperado ataque de Grimya, y ahora que todos los que los habían felicitado se habían retirado con mucho tacto a otras mesas, permitiendo que conversaran en privado, la muchacha volvía a estar tranquila y serena.

—Celosa o no —respondió—, sean cuales sean sus motivos, eso no altera las cosas. —Volvió la cabeza, y sus ojos, salpicados de plata, se clavaron con intensidad en los de él—. No cambia nada, Vinar... y, si a Grimya no le gusta, puede buscarse un hogar con otra persona. —Sí. Sí, tienes razón.

Vinar sintió una punzada de pesar, pues quería a Grimya y le dolía haberla trastornado tanto. Pero si, como parecía inevitable, la loba estaba decidida a obligar a Índigo a escoger entre su antiguo y su nuevo amor, no podía más que sentirse satisfecho de que la elección de su prometida fuera tan firme e inequívoca. Por grande que fuera la desdicha de Grimya, pensó no sin cierta sensación de culpabilidad, no podía estropear su propia felicidad. Tal vez si esta desavenencia entre ellos no llegaba a solucionarse, la loba podría encontrar un nuevo hogar junto a Niahrin. La bruja parecía una mujer agradable, de buen corazón y desde luego muy encariñada con el animal. Quizás ella podría ofrecer a Grimya una nueva felicidad y contento si él e Índigo no eran capaces de hacerlo.

Apartó el brazo de los hombros de su amada al fin y volvió la atención a su propio desayuno. Hasta ahora había tenido poco tiempo para asimilar aquello tan extraordinario y maravilloso que le había sucedido, y, puesto que era honrado, reconoció que no sentía demasiadas ganas de examinar muy a fondo los motivos que se ocultaban bajo el repentino e inesperado cambio de parecer de Índigo. Para Vinar, las causas y los motivos no eran importantes; todo lo que importaba era que Índigo quería convertirse en su esposa, y por ello él estaría eternamente agradecido.

Ella había ido a verlo de madrugada. Había entrado en su habitación y lo había sacado de su sueño con un sobresalto; luego, tras cogerle las manos entre las suyas, le había dicho de golpe y sin rodeos que quería que ambos se casaran. Asombrado, y todavía confuso por el repentino despertar. Vinar había estado en un principio medio convencido de que soñaba. Pero el fervor y resolución de la joven habían sido tales que había acabado por atreverse a creer que aquello no era un sueño, sino la realidad: mareante y jubilosa realidad. Incluso la confesión de su engaño, que hizo titubeante y temeroso de su cólera, no significó nada para ella. El la amaba, dijo; era por ese motivo que había actuado como lo había hecho. Lo comprendía, y no había nada que perdonar. El la amaba. Eso era todo lo que importaba. Él la amaba de verdad. Debía olvidar a su familia, le dijo; olvidar Carn Caille y la búsqueda que los había llevado allí. Se casaría con él tan pronto como pudiera organizarse la ceremonia, y se irían los dos juntos, de vuelta al mar, de vuelta al hogar de él en Scorva.

Vinar no sabía nada de lo sucedido a primeras horas de esa noche. No sabía nada del sueño sonámbulo, de la visita de Índigo a la torre de la reina o del tormento que la muchacha había padecido durante las horas que siguieron. De regreso en su oscura habitación, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, Índigo se había columpiado febril adelante y atrás, abrazándose a sí misma en un esfuerzo desesperado e inútil por mantener a raya su pesadumbre y terror. La reacción llegó en estremecedoras oleadas, como una fiebre; imágenes horripilantes del crimen que había estado a punto de cometer llameaban en su cerebro, y con ellas el terror ante la propia impotencia. ¿Qué poder monstruoso se había apoderado de su mente dormida? ¿Qué horrores permanecían encerrados en su perdida memoria, que la arrastraban a pensamientos asesinos? ¿Y qué haría, qué podría hacer, si volvía a atacarla aquel impulso durante el sueño?

Y en el origen de todo ello estaba Carn Caille; Índigo estaba segura ahora de que su llegada allí —o su regreso, pues la perseguía una siniestra y terrible sensación de familiaridad dentro de estas paredes— había desencadenado algo en su cerebro. «Pesadillas que frecuentan las paredes», había dicho la reina Brythere. Índigo volvió a estremecerse. Había creído que Carn Caille podía tener la clave del legado perdido de su pasado y ahora temía haber estado en lo cierto; pero el legado que la llamaba era algo salido de una pesadilla. La loba que hablaba, el loco Perd, la alterada familia real: todos formaban parte de ello, estaba segura. Y el periódico sueño de Brythere, que ella había compartido y que ahora por una aterradora deformación había estado a punto de convertirse en trágica realidad... Índigo no quería saber nada más de todo aquello. No deseaba ahondar más en lo que fuera que se ocultaba aquí; todo lo que quería era arrojarlo lejos de sí como arrojaría a un demonio.

Balanceándose y temblando a solas en la oscuridad, había llegado a una decisión. Su único deseo era escapar de Carn Caille y del malévolo hechizo que lanzaba sobre ella, y su única esperanza, su único puntal y salvación, era Vinar. El no tenía nada que ver en esto; era tan inocente como un recién nacido, firme y seguro, un viento limpio y purificador con el poder de dispersar la neblina envenenada que empezaba a rodearla. Un buen hombre... que la amaba. Índigo sabía que sus propios sentimientos no se correspondían con los de él y que a lo mejor jamás lo harían. Pero existían muchos grados de amor. Y ella apreciaba a Vinar, lo respetaba, y él le gustaba. Sin duda eso era suficiente, y con el tiempo aprendería a amarlo de la forma que sabía que él ansiaba. Él la ayudaría, le enseñaría y, por encima de todo, la llevaría lejos de Carn Caille y la protegería de los repugnantes fantasmas de los recuerdos que la muchacha temía recuperar.

Así pues había ido a su encuentro, y había dejado que la tomase en sus brazos, y le había dicho que quería convertirse en su esposa. Ahora, ante la mesa del desayuno en el salón de Carn Caille y con su hombre, su prometido, sentado alto y fuerte y dulcemente posesivo junto a ella, era como si a Índigo le hubieran quitado de los hombros un terrible peso. Ni siquiera la reacción violenta e imprevisible de la loba mutante la había trastornado; el animal le resultaba indiferente, porque sabía que no tenía por qué tener que ver nada más con él. Tenía a Vinar ahora. Vinar se ocuparía de ella. Vinar la mantendría a salvo.

¿Por qué, entonces, por qué, se sentía como si una parte de su alma hubiera muerto?

La decisión que Grimya tomó durante la siguiente hora fue una de las más duras de su vida. En un principio se había mostrado resueltamente desafiante; no dijo nada mientras la arrastraban sin miramientos de vuelta a la habitación de invitados, no dijo nada mientras Niahrin la regañaba abiertamente por su comportamiento, y no dijo nada tampoco cuando la bruja, reducida por fin a impotente exasperación, se marchó en busca de algo que comer. Cuando se hubo marchado, Grimya se acurrucó en el suelo, los ojos clavados en la puerta cerrada con llave pero sin ver otra cosa que las imágenes que desfilaban por su cerebro; imágenes que abarcaban cincuenta años de vagabundeo, de amigos y enemigos, triunfos y fracasos, alegrías y desesperación, y por encima de todo el vínculo que Índigo y ella habían compartido durante todas sus pruebas. Ahora, el pasado se había convertido en cenizas. Índigo la había olvidado, olvidado el sueño que durante tanto tiempo se había esforzado por cumplir, y dentro de poco se asestaría el último golpe cuando rompiera los lazos de unión, y con ellos sus irrealizadas esperanzas, para siempre.

Y todavía quedaba un demonio.

Grimya no podía dejar que Índigo se fuera. Sabía que ése había sido el acicate oculto tras el ataque realizado en el gran salón, aunque ahora se daba cuenta de que había sido algo precipitado y estúpido y no había ocasionado más que daño en lugar del bien que ella deseaba. Si se hubiera detenido a pensar, en lugar de actuar llevada por un impulso temerario... Pero ahora era demasiado tarde para lamentarlo, y tampoco había la menor esperanza de convencer a Índigo para que la escuchara, y mucho menos la comprendiera. Si quería evitar la catástrofe que se aproximaba, se dijo Grimya, debía encontrar otro modo. Y para ello necesitaría ayuda humana.

Cuando Niahrin regresó, Grimya estaba decidida y dispuesta. La bruja entró en la habitación y cerró la puerta; entonces se detuvo al ver a la loba sentada muy erguida en medio de la estancia. Una cautelosa expresión interrogante apareció en sus ojos.

—¿Qué sucede, Grimya? —preguntó—. ¿No te encuentras bien?

—No es eso. —Las palabras no salieron con facilidad, pero Grimya las había ensayado y estaba decidida a decirlas—. Qui... quiero hablar contigo, Niahrin. Hay algo que debo contarte.

Por un momento Niahrin pensó que simplemente iba a disculparse, pero luego una intuición más sutil le indicó que esto era algo más. Se acercó al sillón situado ante la chimenea y se sentó, sin dejar de observar a Grimya.

—Sí —dijo con suavidad—, te escucho.

—Es... —Grimya vaciló, lanzó un gemido y volvió a reunir todo su ánimo—. Es sobre Índigo. Al... algo que no sabes. Nadie lo sabe, excepto yo. Ella... —De nuevo le falló la voz. Niahrin no la presionó sino que esperó paciente. Por fin Grimya tragó saliva, se lamió el hocico y continuó.

»¿Rrre... recuerdas las habitaciones que vimos, donde había vivido la familia del rey? Había un cuadro allí, y todo el mundo dice que la muchacha del cuadro es igual a Índigo.

—Sí —volvió a decir Niahrin.

—Hay un mo... tivo. Un motivo para que sean tan iguales.

—¿Quieres decir que conoces la verdad? —Niahrin se inclinó al frente—. ¿Índigo desciende de la familia del rey Kalig?

—No desciende. —Grimya levantó los ojos. De improviso éstos mostraron una muda súplica, y algo, una sensación que no pudo nombrar, se removió en la boca del estómago de Niahrin—. No desciende —repitió Grimya desesperadamente—, sino que son la misma persona. Índigo y la prrr... princesa... son la misma persona.

El relato tardó bastante en finalizar, y cuando hubo terminado Niahrin no habló durante un buen rato. Permaneció sentada en el sillón, inclinada todavía al frente hacia la chimenea, y, aunque el fuego no estaba encendido a esta hora del día, mantuvo las manos extendidas como si las templara al calor de unas llamas invisibles. Mentalmente veía las manos de un anciano moviéndose en las llamas, y oía los lejanos acordes de un arpa...

Por fin fue capaz de romper el silencio; lo cierto es que tuvo que romperlo, o la habría asfixiado.

—Dulce Tierra —musitó—. ¡Oh, dulce Madre Tierra!

Grimya se acercó despacio, vacilante, e introdujo el hocico en una de las manos extendidas de la bruja.

—Niahrin..., ¿no... me crees?

Los dedos de Niahrin se crisparon, y la mujer retiró las manos para llevárselas al rostro. Su piel ardía.

—Sí —respondió—. Sí, querida mía, te creo.

«¿Cómo podría no hacerlo? —pensó—. Los hilos empiezan a entretejerse. Su nombre. El vínculo con Carn Caille. El anciano bardo Cushmagar, que conocía a Anghara y sabía lo que hizo; que murió sin revelar su secreto, dejando un arpa que se niega a emitir notas. Y los motivos por los que no puede casarse con Vinar; porque es vieja, y porque existe otro que tiene un mayor derecho. El miedo del rey Ryen, y el de su alteza, están bien fundados, Índigo es la legítima reina de las Islas Meridionales, que ha regresado a casa después de cincuenta años.»

Grimya se lo había contado todo. Le había hablado de la Torre de los Pesares allá en la tundra meridional, y de la prohibición que en su frustración la joven e irresponsable Índigo había roto. Había hablado de los demonios que la insensatez de la muchacha había liberado, y de la noche de terror, destrucción y muerte cuando aquellas antiguas fuerzas malignas descendieron sobre Carn Caille y provocaron estragos. Había mencionado la maldición que había caído sobre los hombros de Índigo; la maldición de la inmortalidad, porque Índigo jamás envejecería ni moriría hasta que se hubiera enfrentado a aquellos siete horrores siniestros uno a uno y los hubiera destruido. le había hablado también de los largos años que ella y Índigo habían estado juntas, años de prueba y vagabundeo, hasta que por fin seis demonios habían desaparecido del mundo y ya sólo quedaba uno. Un demonio, que Grimya sabía que aguardaba aquí en las Islas Meridionales... y que, si Índigo le daba la espalda para casarse con Vinar, llevaría a la muchacha a la ruina.

Niahrin sentía que la cabeza le daba vueltas. Siete demonios, encerrados en una antigua torre cuya puerta jamás debía abrirse... El vago recuerdo de una historia contada por su abuela resonaba en su cabeza; pero aquello había sido una vieja leyenda, una fábula y no una historia auténtica. ¿Estaba segura de que no había sido una historia auténtica? Y si, como Grimya le había contado, aquellos siete demonios habían caído como furias chillonas sobre Carn Caille, llevando consigo la muerte y el derramamiento de sangre, ¿por qué se creía —no, no se creía, se sabía— que el rey Kalig y su familia habían muerto a causa de la plaga que había barrido las Islas Meridionales aquel desdichado año? Luego, quizá lo más fantástico de todo, estaba Fenran, prisionero en un infierno del otro mundo y por quien Índigo había regresado a su país. Fenran, dormido —en espíritu o en cuerpo— en un lugar llamado la Torre de los Pesares, que esperaba que volvieran a despertarlo a la vida.

¿Dónde estaba, y qué era, esta Torre de los Pesares? ¿Existía realmente allá en la tundra, o se trataba de una alegoría de otra cosa? Grimya no podía responder a la pregunta, pues tan sólo sabía lo que Índigo le había contado y jamás había visto la torre con sus propios ojos. Todo lo que podía decir era que la torre había contenido siete demonios. Pero ¿cuál era la naturaleza de los demonios? La abuela de Niahrin le había contado algo sobre ellos, pero a la vez se había mostrado enigmática. Los demonios, había dicho, no eran lo que parecían, y cualquier practicante de las artes mágicas que presumiera de comprender su esencia era o un mentiroso o un loco. «Mira en el interior de cualquier cosa que refleje la verdad —le había dicho la abuela—. En una gota de lluvia, o en el cristal de una ventana, o en la brillante hoja de un cuchillo en el interior de tu propia y limpia cocina, y puedes ver demonios que son tan reales como tú misma. Lo cierto es que pueden ser cómo tú.» Se había negado a dar más explicaciones, diciendo a su nieta que su camino no se encontraba entre la familia demoníaca, pero ahora la bruja recordó sus ambiguas palabras, y con ellas algo más; algo que le devolvió un amargo recuerdo: siete demonios. Y, hasta que todos hubieran sido derrotados, la vida de Índigo debía permanecer en el limbo, pues la maldición se la había impuesto un poder mayor que el de ella misma.

Pero ¿era así?, se preguntó Niahrin. ¿Era realmente así?

En su cerebro penetró el recuerdo de una voz, un suspiro, la sensación de una poderosa, bondadosa y a la vez remota conciencia, que le hablaba por entre los ecos espectrales de un arpa: «CRIATURA, CRIATURA MÍA. NO FUE OBRA MÍA...».

¡Oh, sí! Había más en todo esto, mucho más de lo que sabía Grimya, y Niahrin sintió que un escalofrío psíquico le recorría mente y cuerpo. Ahora empezaba a comprender las imágenes del tapiz que la había obligado a tejer la magia. Los soles gemelos, uno enojado, el otro ciego. La luna, señora del destino, colgando entre ellos encima de Carn Caille, cuya puerta de acceso era una enorme arpa por la que penetraba la procesión de diminutas figuras: Índigo y Grimya, ella misma y Vinar...

Sin embargo quedaban misterios que desenredar de aquellos hilos. El tapiz no había revelado todo lo que tenía que contar, pues en la procesión se hallaban Ryen y Brythere, y el pobre loco de Perd Nordenson.

«Perd, que amaba a la reina Brythere, se presentó ante Índigo en una pesadilla e intentó matarla. E Índigo fue, dormida, a la habitación de la reina Brythere con un cuchillo en la mano...», pensó para sí.

Grimya... —Niahrin se levantó de un salto de su sillón y de una sola zancada se colocó junto a la loba, cuyo hocico sujetó entre ambas manos mientras la miraba con fijeza a los ojos—. Grimya, hay tantas cosas que no sé! ¡Tanto que necesito averiguar!

Grimya se removió inquieta.

—¡Te he dicho todo lo que puedo, Niahrin!

—¡Sí, sí, ya me doy cuenta, cariño, no es mi intención ofenderte! —Niahrin estaba sin aliento ahora a causa de la excitación, una excitación asfixiante, aterradora, casi incontrolable. La intuición corría como un río tumultuoso por sus venas; ahora estaba segura de lo que debía hacer—. Pero esto tiene otra dimensión, una que aún hemos de descubrir; puede que una que ni siquiera Índigo conozca. El rey está involucrado en esto, y la reina, y Perd Nordenson. —Vio cómo el pelaje de Grimya se erizaba al pronunciar el nombre y se apresuró a extender una mano para consolarla y tranquilizarla—. Comprendo que desconfíes de él y lo consideres malvado, pero él forma parte de esto, estoy convencida. Grimya, escucha: creo que existe una forma de que descubramos lo que necesitamos saber.

La loba se quedó de repente muy quieta, y cuando habló su voz era un ladrido gutural y jadeante.

—¿Cómo?

—Invocando al mismo poder que me tocó..., que nos tocó, la otra noche. Antes de que Jes y su alteza aparecieran, ¿recuerdas?

—Recuerdo. Le diste un nombre...

Aisling.

—Sssí. Y luego, cuando vimos el arpa...

—El arpa de Cushmagar. El bardo que era el profesor y mentor de Índigo. — Niahrin sonrió con triste comprensión—. Ahora comprendo por qué no pudiste soportar el permanecer en aquella especie de pequeño mausoleo, con el cuadro y el arpa. Pero Cushmagar sabía. Él siguió viviendo después de la plaga, tras el ataque de los demonios; él sabía lo que sucedió en realidad y ha dejado tras él sus recuerdos. Y a lo mejor algo más que recuerdos.

Grimya gruñó por lo bajo.

—¿Quieres decir que él..., el bardo..., fue quien...

—Quien me habló a través del aisling, sí. Y, si puedo tocar ese poder otra vez, si puedo despertarlo de nuevo, entonces tal vez obtengamos las respuestas que necesitamos.

Grimya permaneció inmóvil unos instantes. Luego, inesperadamente, se incorporó sobre los cuartos traseros y lamió el rostro de Niahrin. Era lo más parecido a un beso que podía dar, y la bruja sintió que el corazón le daba un vuelco de alegría ante el impulsivo gesto.

—¡Sssí! —asintió la loba con energía—. ¡Sssí! ¡Por Índigo! ¡Para ayudar a Índigo! ¿Qué debemos hacer?

Niahrin tenía la respuesta preparada y volvió a sonreír, esta vez con un asomo de conspiración.

—Esta noche —anunció—, cuando Carn Caille duerma, regresaremos a la habitación donde se guarda el arpa de Cushmagar. —Reprimió una extraña sensación indescifrable, diciéndose que no era más que nervios—. Si el aisling vino una vez, puede regresar. Y, esta vez, estaremos preparadas para escuchar y comprender lo que tiene que decirnos.

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