CAPÍTULO 5


Perd Nordenson no regresó a la casa durante los dos días siguientes, y, si los lobos rondaban por allí, Niahrin no advirtió su presencia y Grimya no mostró la menor inquietud.

La bruja se sentía a la vez sorprendida y satisfecha por los rápidos progresos de su paciente. Grimya se había tomado en serio la reprimenda y obedecía concienzudamente todas sus instrucciones, y la promesa de Niahrin de hacer todo lo posible por encontrar a Índigo le había proporcionado muchos ánimos. Su mayor enemigo en estos momentos era el aburrimiento y —no sin cierta sorpresa por su parte, ya que jamás había creído poseer una vena tan frívola— Niahrin se encontró descuidando vergonzosamente su casa y su jardín para poder entretener a la loba. Grimya adoraba la música y Niahrin adoraba cantar; su voz era un poco ronca pero afinada y agradable, y conocía muchas de las canciones que la loba había aprendido de Índigo en los años que habían pasado juntas. Encantada de volverlas a escuchar, Grimya se sentía deseosa de enseñar nuevas canciones a Niahrin a cambio; melodías del continente occidental, de Khimiz, de Davakos. La mujer poseía una flauta de madera que no había tocado desde hacía años pero que, tras un poco de práctica, no tardó en volver a dominar, y aunque Grimya no podía cantar sí podía articular la mayoría de las notas con la suficiente exactitud para que Niahrin encontrara e interpretara la melodía. De este modo, el tiempo transcurría agradablemente, si bien Grimya se sintió desolada al descubrir que aún debería esperar algún tiempo antes de que los huesos rotos hubieran sanado y pudiera volver a andar.

—No te pongas nerviosa —instó Niahrin con dulzura, al ver su desilusión—. Dentro de poco podrás empezar a poner a prueba tres de tus patas; no en exceso, claro, pero un poco de ejercicio ayudará a devolverte las fuerzas; y luego el tiempo te parecerá corto hasta que vuelvas a estar bien. Y entretanto la búsqueda de tu amiga Índigo continuará. ¡Existen muchas posibilidades de que la encontremos y venga aquí en tu busca antes de que tú estés lista para ir a la suya!

La cuarta mañana después del encuentro con Perd, la bruja tuvo otro visitante, y más grato. Se ocupaba de su jardín, regando una hilera de jóvenes berros que necesitaban humedad extra si quería que crecieran bien, cuando escuchó pronunciar su nombre y al levantar la cabeza vio a Cadic Haymanson, uno de los guardabosques, acercándose a la verja.

—Buenos días, Cadic.

Niahrin se incorporó, sonriente. Cadic era un hombre de más o menos su misma edad o quizás un poco más joven, que tenía una cabaña a unos dos kilómetros de allí donde, al igual que sus antepasados antes que él, él y su mujer podaban los árboles y se ocupaban de ellos, y criaban su pequeña piara de cerdos en el bosque comunal. Tenía todo el aspecto de un guardabosques; ágil pero fornido, la piel oscura como la corteza de los árboles, buenas ropas tejidas en casa en tonos pálidos y terrosos.

—Tus cultivos van creciendo. —Cadic se apoyó en la verja y dedicó un gesto de aprobación a la parcela de verduras.

—Por el momento estoy muy satisfecha —asintió ella—. Tendré unas cuantas escalonias y hierbas frescas para vosotros dentro de pocos días, y necesitaré un haz de leña y otros dos cestos de troncos cuando vengas por aquí otro día. —Hundió un puño apretado en la parte inferior de la espalda para aliviar una punzada—. Milla está bien, espero. ¿Y los niños?

—Todos bien. Milla quiere que te diga que el jarabe que le enviaste hizo milagros con Landie y ahora duerme de un tirón cada noche.

—Me alegro de oírlo. —Niahrin dirigió una rápida mirada por encima del hombro en dirección a la casa, y añadió—: Y me alegro de verte, Cadic, por otro motivo. Necesito que me hagas un favor, tú y cualquier otra persona que pueda ayudar. —Pide. Cualquier cosa que pueda hacer. —Quiero encontrar a alguien —le dijo Niahrin—. Alguien que creo que se encontraba a bordo del barco que naufragó en el cabo Amberland durante la última tempestad.

—Eso ha sido la comidilla de la región —repuso Cadic, frunciendo el entrecejo—. Era un carguero del este, por lo que se dice; algunos de los tripulantes fueron rescatados y los han trasladado a uno de los poblados de la costa, pero no sé a cuál, ni cuántos supervivientes hubo. —Hizo una pausa—. ¿Conocías a alguien del barco? Niahrin le dedicó una sonrisita enigmática. —En cierto modo, se podría decir. Tenemos una amiga mutua.

—Bien, si me dices cómo se llama ese hombre, daré voces. —No él, ella. Una mujer joven, una isleña de nacimiento. No sé quiénes son sus familiares pero me han dicho que su nombre es Índigo.

—¿Índigo? —Cadic la contempló incrédulo. —Estoy de acuerdo; es difícil creer que un habitante de las islas pudiera dar un nombre de tan mal agüero a su hija, y estoy casi segura de que ella debe de haberlo cambiado por algún motivo. Pero es así como la llaman ahora. —Por lo menos eso tendría que facilitar su búsqueda —dijo Cadic—. Nadie podría pasar por alto un nombre así, u olvidar rápidamente a su propietaria.

—Exactamente lo que yo pienso. Así pues, si das la voz, Cadic, te estaré en deuda. Si alguien consigue encontrarla, agradeceré le den el siguiente mensaje. Decidle que tengo a Grimya a salvo, y decidle también dónde y cómo se me puede encontrar.

¿Grimya? ¿Quién es Grimya?

—Nuestra amiga mutua. Y no me mires con esa curiosidad, Cadic Haymanson, pues no tengo intención de revelar más de lo que ya he dicho.

Cadic conocía el tono y conocía a Niahrin lo suficientemente bien para comprender que no le sacaría nada más. —De acuerdo —repuso con jovialidad—, si quieres guardar tus secretos, guárdalos. Pero apostaría cualquier cosa a que hay una historia aquí.

—Puede que sí, y tal vez un día te la cuente. Pero por ahora todo lo que quiero es encontrar a una mujer llamada Índigo.

—Entonces haré correr la voz. Puede que valga la pena enviar un mensaje a Ranna cuando vayan las carretas de madera. Hay muchas posibilidades de que algunos de los pobres diablos del naufragio se hayan dirigido allí.

—Gracias. —Niahrin se inclinó y arrancó varias ramas de un verde pálido y plumoso de entre sus hierbas—. Toma... Hay hojas suficientes en la artemisa para hacer un buen ramillete. Colócatelo en el sombrero; así se mantendrán frescas. Cuando llegues a casa, di a Milla que las coloque en su arca de roble, y las polillas no se darán un festín con

vuestra mejor ropa de hilo.

Cadic tomó el ramillete y olió agradecido el limpio y acre aroma.

—Eres muy amable, Niahrin, y te doy las gracias. Me acordaré de tus troncos; ¿dos sacos, no es así, y un haz de leña? Los tendrás mañana o pasado mañana. —Hizo un gesto de despedida e intención de seguir su camino, pero se detuvo—. ¡Maldita sea, casi olvido lo que me trajo por aquí! Intento resolver un pequeño misterio propio, y a lo mejor me puedes ayudar. Se trata de Perd Nordenson. ¿Lo has visto últimamente?

—¿Perd? Sí, claro, me vino a ver hace... cuatro, cinco días. —Niahrin arrugó la frente—. Tenía una herida fea en el brazo; por lo que conseguí sonsacarle, se la había hecho él mismo con ese afilado cuchillo suyo. Limpié y vendé la herida y le dije que regresara al cabo de dos días para que volviera a echarle un vistazo.

—¿Y vino?

—No, no vino. De todos modos eso no es extraño en él. Olvida las cosas nada más escucharlas, por regla general. —Clavó los ojos en el guardabosques—. ¿Por qué, Cadic? ¿Sucede algo?

—Si he de decir la verdad, no lo sé. Pero hace ya unos cuantos días que nadie lo ha visto. No ha aparecido por ninguno de sus lugares habituales. Ni siquiera se ha dejado ver por la taberna de Ilio, y ya sabes lo a menudo que va por allí a dar la lata. Empezamos a pensar que le habría pasado algo, de modo que anoche unos cuantos fuimos a su choza. Tampoco estaba allí, y, por lo que vimos, unas cuantas de sus pertenencias también han desaparecido.

—¿Pertenencias? —repitió Niahrin, irónica. —Ya lo sé, no tiene casi nada; pero cuanto menos haya, más fácil es estar seguro de que ciertas cosas faltan. Su cuchillo, por ejemplo. Y su cazo para cocinar, y las viejas botas que los carboneros le dieron hace dos inviernos. Y su capa.

—¿Tenía una capa? —Niahrin estaba sorprendida—. Nunca lo he visto llevarla.

—Ni nadie lo ha visto. La guarda..., la guardaba colgada de un clavo junto a su jergón. Es una cosa mugrienta, apolillada, probablemente tan vieja como él, y por lo que yo sé jamás la ha utilizado. Pero ha desaparecido junto con el resto.

—Vaya —dijo Niahrin; la voz traslucía preocupación—. ¿Crees que a Perd simplemente se le ha metido en la cabeza marcharse?

—Eso, o lo visitaron ladrones que se llevaron sus cosas, lo mataron y ocultaron su cuerpo en algún lugar. Pero eso no parece muy probable. No tenía nada que valiera la pena robar; incluso un bandido de la peor especie no se molestaría con él. No; tú eras la única persona que habría podido arrojar alguna luz sobre este enigma, pero, como tampoco has visto a Perd, parece seguro que sencillamente ha cogido lo que quería y se ha marchado. Es probable que sea su costumbre desde siempre; después de todo, es tal y como llegó aquí hace unos años: de improviso y como surgido de la nada. Aunque sólo la Madre sabe adonde habrá ido esta vez.

—O por qué —añadió la bruja—. Estaba mejor que de costumbre cuando vino a verme —comentó meditabunda—. Desvariaba sobre los lobos, claro, pero aparte de eso su mente parecía bastante estable. —Arrugó aún más la frente—. Hubo un momento en el que creo que se vio a sí mismo con toda claridad. Puede que con demasiada claridad.

Si ese estado de ánimo duró más de una hora o dos, podría haber tenido algún efecto permanente en él.

—¿Y lo habría obligado a huir? —Cadic aspiró por entre dos dientes—. Es posible. Pero ¿adonde iría? ¿Adónde podría ir? No tiene familiares vivos por lo que sabemos; dudo incluso que pueda afirmar tener un solo amigo en las Islas Meridionales. Niahrin asintió solemne.

—Es cierto. Pero ¿quién puede comprender la mente de un hombre como Perd? — Sonrió con ironía—. La Madre bien sabe que muchos de nosotros lo hemos intentado y fracasado. Bien, lamento enterarme de esto, Cadic. Al igual que tú, no puedo decir que sienta afecto por Perd, pero es triste pensar que está solo vagando perdido por ahí. No dudo de que tendrá sus razones para haberse marchado, y tanto si buscaba algo como si huía es una pregunta que probablemente jamás tendrá respuesta. Lo buscaré a mi manera, de la misma forma en que tú lo buscarás a la tuya, y si descubro algo serás el primero en enterarte.

—Te lo agradeceré. —Cadic le devolvió la sonrisa—. Ahora lo mejor será que me vaya. Gracias, Niahrin..., y no olvidaré hacer correr la voz en busca de tu amiga perdida. Cuando el hombre hubo desaparecido en el bosque, Niahrin terminó de regar sus jóvenes plantas y regresó a la casa. Grimya dormía —lo que no era malo— y la bruja la contempló durante un minuto o dos mientras rumiaba sobre lo que Cadic le había dicho y se preguntaba cómo encajaba con la imagen fragmentada y escurridiza que había empezado a componer estos últimos días: Grimya, la mutante que tenía el poder de hablar; sus propios amigos lobunos, curiosos, que venían a sentarse en silencio frente a la casa como si velaran; Perd Nordenson, con sus extraños odios y obsesiones, que ahora había desaparecido. Lógicamente no existía conexión, pero Niahrin había aprendido hacía tiempo que la lógica no estaba demasiado presente en el juego de la vida y que los cabos más inverosímiles estaban conectados en la mayoría de los casos. Además, sus visiones no mentían. Y Perd había formado parte de esas visiones; una parte que ella no comprendía.

Volvió la cabeza por fin y dirigió la mirada a la estrecha puerta, cubierta por una cortina de lana, que separaba la zona de vivienda de la casa de la otra habitación más pequeña. ¿Cuánto tiempo hacía que no había entrado allí dentro? ¿Dos años?, ¿tres?, ¿más? Probablemente más, ya que no recordaba qué había ocasionado su última incursión ni en nombre de quién había tenido lugar. Desde entonces la puerta había permanecido atrancada y la cortina no había sido descorrida. Niahrin no quería alterar eso, pues siempre había de pagarse un precio en aquella habitación y el precio era alto. Sin embargo, el instinto le decía que, puesto que sus otras habilidades habían fracasado, o producido como máximo respuestas nebulosas y ambiguas, éste podría ser el único recurso válido.

Volvió a dedicar una rápida mirada a Grimya, comprobó que la loba seguía profundamente dormida, y avanzó hacia la puerta de la habitación interior. La cortina estaba llena de polvo; cuando la apartó a un lado una araña se escabulló de entre los pliegues, corrió pared abajo y desapareció en una grieta. Tras murmurar una disculpa a la pequeña criatura por haberla molestado, Niahrin desatrancó la puerta, levantó el

pestillo y penetró en la habitación.

La familia de la araña había tejido toda una capa de telarañas sobre el ventanuco cuadrado, de modo que la luz que se filtraba por ella poseía un tinte opaco e irreal. Pero, aparte de eso, y bajo el polvo que descansaba como una mullida manta sobre todas las cosas, la habitación estaba exactamente como la recordaba; tal y como la había dejado cuando por fin había salido dando traspiés agotada y deprimida a causa del agobiante trabajo mental, físico y espiritual que le imponía.

La rueca se encontraba en su rincón, con una silla baja colocada junto a ella. Los husos de plata, vacíos, brillaban entre la pátina del desuso; una corriente de aire penetró por la abierta puerta y la rueda se movió un poco, crujiendo en su soporte con un sonido que Niahrin recordaba bien. Pero, dominando la habitación, oscuro y anguloso y también ligeramente siniestro, se alzaba el telar. Descuidado y sin tocar y sin alegres dibujos de urdimbre y trama que lo animaran, permanecía aletargado, tal y como lo había estado durante años; aletargado, pero no muerto. Niahrin percibió su contacto, su atracción, igual que su abuela y su tatarabuela los habían sentido antes que ella. Otra parte de su legado; un poderoso sirviente y a la vez un amante exigente.

Permaneció con los ojos clavados en el telar y la rueca durante un buen rato, y luego, con calma, tomó su decisión. Al otro lado de los límites del bosque, en los pedregosos páramos que separaban el bosque de la tundra septentrional, habrían empezado ya a esquilar a las menudas y robustas ovejas. Habrían empezado a esquilar su magnífica lana para cardarla y teñirla y luego venderla a los hilanderos y tejedores, quienes se reunirían en Ingan el próximo día de mercado para comprar la primera —y la mejor— recolecta de primavera. Muy bien, pues; muy bien. Iría a Ingan, compraría y dejaría que la intuición y la Madre eligieran los colores, y después volvería a despertar los viejos poderes y vería lo que había que ver. Más infalible que las visiones, más infalible que la mente sola. Si quería respuestas a las preguntas que se hacía, ésta era la única forma de obtenerlas.

Salió de la habitación y atrancó otra vez la puerta, dejando la rueca, el telar y las arañas en su secreto silencio.

Cadic Haymanson era un hombre en quien podía confiarse, y al cabo de dos días empezó a correr la noticia por todos los pueblos de la costa de que la bruja Niahrin buscaba información sobre una mujer llamada Índigo, que, al parecer, había estado a bordo del Buena Esperanza. En un principio la búsqueda resultó infructuosa, sin dar como resultado más que movimientos negativos de cabeza y expresiones de sorpresa y curiosidad por el hecho de que una isleña tuviera un nombre tan desafortunado. Pero por fin, cuando las pesquisas abarcaron más terreno, encontraron lo que buscaban.

—¿Índigo? —Uno de los vigilantes del faro, de regreso a casa finalizado su turno de vigilancia, había tropezado con un buhonero de Ingan en la encrucijada entre las carreteras de la costa y del interior—. Sí, he oído mencionarlo. Había alguien con ese nombre, una mujer, rescatada del naufragio de la última luna llena. —El vigía hizo una mueca—. Es un nombre curioso para una isleña; de mal agüero, diría yo. Pero sobrevivió al naufragio, de modo que la suerte debe de haber estado de su lado al menos esa noche.

Respondiendo a más preguntas dijo que sí, que a la tripulación del barco naufragado la habían llevado a su pueblo y creía que uno o dos todavía podían encontrarse allí. Pero no podía asegurar quién se había ido y quién quedaba; lo mejor era preguntar a Olender, el médico. El buhonero le dio las gracias, y prometió pasar por su casa más tarde para mostrar a su esposa algunas pieles recién curtidas, tras lo cual la conversación pasó a chismorreos más generales y a las últimas noticias procedentes de Ingan mientras que los dos entraban juntos en el pueblo.

El comerciante no tenía motivos para hacer hincapié en la cuestión de Índigo y ninguna razón para tomarse la molestia de hacer más preguntas. Se trataba simplemente de un mensaje de entre los muchos que se le pedía que propagara durante sus viajes, y carecía de especial importancia para él. De todos modos, como pensaba pasar la noche en el poblado y por lo tanto tenía tiempo de sobra, preguntó el camino hasta la casa de Olender cuando hubo terminado sus transacciones comerciales. El médico estaba en casa, y el buhonero descubrió que su investigación había llegado con un día de retraso. Índigo había estado allí —durante varios días, además, dijo Olender, recuperándose de una herida en la cabeza— pero el día anterior por la mañana había partido en dirección a Ranna, junto con el capitán del Buena Esperanza y varios otros tripulantes. El le había aconsejado que esperara un poco más, añadió el médico. La muchacha había sufrido un feo golpe que le había provocado la pérdida de gran parte de su memoria, y si quería recuperarla era mejor descansar que viajar antes de estar totalmente recuperada. Pero Vinar había insistido en que ella estaría perfectamente a su cuidado, y había dicho que tal vez una visita a Ranna la ayudara a recordar lo que había olvidado. ¿Vinar? Un scorvio; un hombre fornido, como un oso, de cabellos rubios. Él e Índigo estaban prometidos.

El comerciante dio las gracias a Olender, compró un tarro de pomada de saxífraga para un molesto panadizo de su dedo y se despidió del médico. A su regreso a Ingan transmitió las noticias que traía; Ranna se encontraba muy lejos de su territorio, pero varios carreteros viajaban con regularidad allí y pasarían el mensaje.

Se necesitaron otros cinco días para que la búsqueda llegara a Ranna, esta vez mediante un joven que viajó hasta allí en una carreta de pasajeros con la esperanza de hacerse marinero. Ranna era el mayor puerto de las Islas Meridionales, un lugar enorme, desconcertante, ruidoso y bullanguero. Pero incluso para un forastero resultaba bastante fácil encontrar los muelles y tabernas donde los capitanes contrataban nuevas tripulaciones, y fue en una de estas tabernas que el joven tropezó con el davakotiano Brek.

Brek se mostró desconfiado, casi suspicaz, ante la mención del Buena Esperanza, pero al escuchar el nombre de Índigo su actitud cambió.

—¿Alguien la busca? —Se inclinó al frente con la mirada muy atenta—. ¿Quién?

El joven sólo sabía que el mensaje procedía indirectamente de los habitantes de los bosques cercanos a Amberland, y así lo dijo. Brek se mordisqueó el labio inferior.

—Los habitantes del bosque... Me pregunto, ¿podría ser familia suya alguno de ellos?

—Eso no lo sé, señor —dijo el muchacho—. Pero había un mensaje, según me dijeron. Que le comunicáramos que alguien tiene a su amiga Grimya sana y salva, y las

gentes del bosque pueden decirle dónde.

¿Grimya? ¿Está viva? —inquirió Brek con un respingo.

—Viva y bien, dijeron.

—¡Dulce Madre del Mar! Esas son buenas noticias... no, más que buenas, ¡es asombroso! ¡Pensaba que Grimya había muerto, pensaba que no había tenido la menor oportunidad!

—¿Era Grimya otro miembro de la tripulación? —se atrevió a preguntar el muchacho.

—¿Qué? No..., no lo era, no en ese sentido. Grimya no es una persona; es una loba. Una loba domesticada; era la mascota de Índigo. —Brek lanzó un silbido por entre los dientes—. ¡Estaba seguro de que se había ahogado!

Ansioso por congraciarse y obtener el favor de un patrón potencial, el joven dijo:

—Si ella... Índigo, quiero decir..., si ella está aquí en Ranna, señor, le transmitiré de buena gana la noticia. Estoy seguro de que se alegrará de oírla.

—Podrías haberlo hecho, muchacho, si hubieras venido a verme hace unos días, pero es demasiado tarde. Ya se ha ido.

El desaliento se pintó en el rostro del joven, quien dirigió involuntariamente la mirada hacia la abierta fachada de la taberna y a la vista del puerto que se divisaba desde allí.

—¿Ha regresado al mar?

—No, no; ha ido tierra adentro, con su hombre. Ha perdido la memoria, ¿sabes? No puede recordar quiénes son sus familiares ni dónde viven. De modo que ella y Vinar han ido en su busca. —Por primera vez el rostro de Brek se distendió un poco—. Vinar pidió su mano a bordo y ella lo aceptó, pero él no piensa casarse con ella hasta que obtenga el permiso de su padre. Ya lo ves, ahí tienes a un auténtico scorvio. Impasible y tozudo. —Sus ojos centellearon, de improviso risueños, mientras se preguntaba si inadvertidamente no habría insultado al joven—. ¿Tú no eres scorvio, verdad?

Este le devolvió la mirada con sonrisa vacilante.

—No, señor. He nacido y me he criado aquí.

—¿Buscas trabajo?

El muchacho asintió con la cabeza.

—Bueno. A lo mejor te puedo ayudar. No de inmediato, ya que no tengo ningún barco que mandar por el momento. —La boca de Brek se torció, no con amargura pero, sí en un duro ángulo al rememorar los crueles recuerdos—. Pero hay dos buques escoltas davakotianos que aguardan en el puerto una misión al continente oriental, y me he alistado como tripulación hasta Huon Parita. —Brek hizo una pausa—. ¿Sabes lo que son buques escoltas?

—Sí, señor —respondió el otro al punto con avidez—. Barcos pequeños pero veloces, con un ariete bajo la línea de flotación y una balista en la cubierta. Custodian los cargamentos valiosos y los protegen de los piratas.

Brek asintió, satisfecho. Si el muchacho se había tomado la molestia de aprender un poco sobre clases y funciones de navíos evidentemente quería decir que sentía el interés suficiente para resultar prometedor.

—Hay posibilidades de que los buques escoltas sean asignados a un barco de la clase

Oso que tiene previsto atracar dentro de siete o diez días. El convoy zarpará de Ranna dentro de un mes, y uno de los escoltas necesita todavía un grumete. A cambio de que hagas un recado, me ocuparé de que consigas el puesto si lo quieres.

Los ojos del muchacho se iluminaron excitados.

—¡Sí, señor! Cualquier cosa que desee de mí, sólo dígalo y lo haré... ¡Muchas gracias, señor!

Brek le sonrió con frialdad.

—Puede que ya no tengas tantas ganas de darme las gracias cuando lleves un mes saltando a las órdenes de un patrón davakotiano. El trabajo de grumete es el más bajo y el peor de todos los de un barco, y la vida en un buque escolta es más dura que en la mayoría de los barcos. Harás todo el trabajo sucio, y quiero decir sucio, que nadie tocaría ni con una pértiga; estarás al servicio de todos y de turno a todas horas, y si hay problemas tendrás más posibilidades de que te maten que al resto.

El ardiente brillo de sus ojos no perdió fulgor.

—Eso no es más que lo que esperaba, capitán Brek. Quiero ser marino, y todo el mundo sabe que el mejor lugar para aprender es a bordo de una nave davakotiana. Será un privilegio, señor. Una auténtica oportunidad y un privilegio, ¡y no le fallaré!

No, pensó Brek, probablemente no lo haría.

—Bien —dijo—, lo que quiero que hagas es que sigas la carretera que Índigo y Vinar tomaron, que los alcances y les des el mensaje que me has traído a mí aquí. Lo mejor será que te asegures de que hablas con Vinar, pues no hay forma de saber si Índigo ha recuperado ya la memoria.

—Lo haré, señor —prometió el muchacho—. Pero ¿cómo los reconoceré?

—Índigo es una mujer guapa con una melena de color castaño, y Vinar... —Brek rió en voz baja, y el sonido de su propia risa lo sorprendió ya que parecía que hubiera transcurrido muchísimo tiempo desde la última vez que la había oído—. Bueno, no puedes confundirte con Vinar; dudo que nadie pudiera. Así de alto —señaló las vigas del techo por encima de sus cabezas—, y así de ancho —extendió totalmente ambos brazos—, con una melena de cabellos rubios y los ojos azul celeste de un marino, y aunque habla la lengua de las Islas Meridionales bastante bien, tiene un acento extranjero que se podría cortar con un cuchillo embotado. No hay duda de que la Madre no hizo dos como él. Encuéntralo, como te digo, dale el mensaje, y luego regresa aquí a Ranna. Tienes un mes antes de que zarpemos.

—Habrá tiempo suficiente, señor. —El joven se puso en pie rápidamente y dedicó a Brek un saludo que, aunque no habría sido aceptable para un capitán realmente exigente, resultaba pasable en un principiante—. Y gracias otra vez, señor. ¡Gracias!

Puede que fuera porque le recordaba a sí mismo a esa edad, o puede que se tratara de una simple reacción ante la noticia de que Grimya había sobrevivido, pero Brek se sintió curiosamente contento, y eso despertó en él un impulso generoso.

—Toma. —Hundió la mano en la bolsa que llevaba al cinto y sacó un buen montón de monedas—. Necesitarás comer y dormir durante el viaje, y apostaría a que casi no te queda nada ya. —Vio que el muchacho abría la boca para protestar y lo acalló con un gesto—. Llámalo un préstamo si eso te hace más feliz, aunque no es más de lo que pagaría a cualquier mensajero. Vete, ahora; cuanto antes, te marches, antes regresarás y estarás listo para trabajar en serio. Un mes, recuérdalo. No más.

Brek cerró los oídos a las renovadas muestras de agradecimiento del muchacho, turbado por su profusión, y lo siguió con la mirada mientras éste abandonaba a toda prisa la taberna, con paso rápido y la cabeza muy erguida. Sí, el muchacho resultaba prometedor. Tendría que haberle preguntado el nombre; eso era algo que había olvidado. De todos modos no importaba. No tardaría en regresar con la misión cumplida, y a Brek le satisfizo pensar que había hecho un favor a dos amigos. En conjunto, no había sido un día tan malo.

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