08 El usuario no debe manipular el interior

Después de aquel sábado antológico, Roben Gu pasaba considerablemente menos tiempo en casa de su hijo. Dormía allí, todavía en la habitación de arriba. En ocasiones incluso comía en el comedor. Miri siempre estaba en otra parte. Alice se mostraba tan impasible como la piedra. Cuando Bob andaba por ahí, la hospitalidad era todavía menor. Robert vivía un tiempo prestado yeso no tenía nada que ver con su estado de salud.

Se demoraba en aulas vacías de la escuela, leyendo sus viejos libros. Navegaba por la web más que nunca. Chumlig le mostró algunas utilidades modernas ocultas en su página visor, cosas que ni siquiera podían fingir ser programas de WindowsME.

Y también conducía mucho por la ciudad. Era tanto por jugar con los coches automáticos como para ver en qué se había transformado San Diego. Lo cierto era que los suburbios eran tan monótonos como en el pasado. Pero Robert descubrió que a su nueva personalidad lisiada le gustaban los artefactos. Había máquinas incomprensibles por todas partes. Acechando en paredes, ocultas en los árboles, incluso tiradas por el césped. Trabajaban en silencio, casi invisibles, veinticuatro horas al día. Empezaba a preguntarse dónde estaba el límite.

Un día, a la salida del instituto, Roben condujo hasta East County dejando atrás los suburbios interminables. Había casas hasta bien arriba en las montañas. Pero treinta kilómetros después de El Cajón llegó a un claro y lo que parecía una batalla. A varios centenares de metros de la autopista surgían de los edificios penachos de polvo. Cuando bajo la ventanilla oyó lo que podía ser fuego de artillería. Una vía de servicio corría paralela a una verja alta. Un cartel oxidado decía UP/Express» o algo parecido.

El extraño campo de tiro quedó atrás.

La autopista se limitaba a subir en línea recta más de mil doscientos metros. Las salidas eran cada vez más esporádicas. El auto aceleraba lentamente. Según el incómodo visor del salpicadero que encontró en su carpeta de juegos de WinME, superaba los 190 kilómetros por hora. Las piedras y la maleza del arcén eran un borrón y la ventanilla 'e cerró sola. Adelantó a los vehículos en manual que iban por los carriles de la derecha como si estuviesen totalmente inmóviles. Algún día tengo que volver a aprender a conducir.

Había superado el punto más alto. El auto redujo la velocidad para tomar las curvas a sólo ochenta kilómetros por hora. Recordaba haber conducido así en compañía de Lena, en una Autopista 8 mucho más pequeña, quizás en 1970. Lena Llewelyn acababa de llegar a California, acababa de llegar a EE.UU. Se había quedado boquiabierta viendo lo extenso que era el país en comparación con su Gran Bretaña natal. Se había mostrado tan abierta, tan confiada. Eso había sido incluso antes de que Lena decidiese especializarse en psiquiatría.

Las colinas se deshicieron de su verde gastado y se alzaron como montones de roca redondeada. El desierto se extendía interminable, por debajo y más allá. Descendió de las montañas, desactivó Autopista 8, y condujo más despacio siguiendo viejas carreteras del desierto hacia el parque estatal de Anza Borrego. Los últimos suburbios se encontraban en la cresta. Allá abajo, las cosas eran como cuando iba a la Universidad… incluso como eran siglos antes.

En esas carreteras secundarias había muchas señales de tráfico. Algunas estaban oxidadas e inclinadas, pero eran de verdad. Giró la cabeza para ver alejarse una señal de stop atravesada por una bala. Era hermosa. Un poco más adelante llegó a un camino polvoriento que atravesaba un desierto eterno. El automóvil se negó a seguir por él.

—Lo siento, señor, por ese camino no hay guía y me he dado cuenta de que no tiene permiso de conducir.

—En ese caso, voy a dar un paseíto. —Sorprendentemente, no le puso objeciones. Abrió la puerta y salió a la brisa de la tarde. Notó cómo su espíritu se liberaba. Podía ver hasta la eternidad. Robert caminó siguiendo el camino de tierra apisonada. Había llegado al fin al mundo natural.

Golpeó algo metálico con el pie. ¿Un proyectil usado? No. A la masa gris le sobresalían tres antenas de la parte superior. La lanzó a los arbustos. Ni siquiera allí había logrado alejarse de la red. Sacó el pliego mágico y navegó por la zona. La imagen le mostraba el terreno que le rodeaba captado por alguna cámara encajada en el papel; sobre cada hierba flotaban unos cartelitos: Ambrosia dumosa esto y Encelia farinosa aquello. Por la cabecera de la página pasaban los anuncios de la tienda de regalos del parque.

Roben pulsó el 411. El contador de gasto de la esquina de la página corría, casi cinco dólares el minuto. Tanto dinero significaba que al otro lado había un humano de verdad. Robert le habló al papel:

—Bien, a qué distancia me encuentro de… —La naturaleza— ¿A qué distancia me encuentro de tierra sin mejorar?

Una etiqueta cambió de color; su petición había sido subcontratada. Respondió una voz de mujer:

—Ya casi ha llegado; está a… tres kilómetros en la dirección hacia la que va. Si puedo sugerírselo, señor, realmente no necesita el 411 para responder a este tipo de preguntas. Simplemente…

Pero Robert ya se había guardado el papel en el bolsillo. Se puso a caminar hacia el este con su sombra por delante. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había caminado dos kilómetros. Incluso antes de tener Alzheimer, caminar tres kilómetros habría sido algo que sólo hubiese hecho en caso de emergencia. Pero ni siquiera le faltaba el aliento y el dolor de las articulaciones era cosa del pasado. Lo más importante de mí está inutilizado, mientras que el resto funciona bien. Reed Weber tenía razón, era un campo de minas celestial. Tengo mucha suerte.

A pesar del viento, oyó el sonido de motores eléctricos acelerando.

Su coche se iba para ocuparse de sus negocios en otra parte. Robert no miró atrás.

Su sombra se alargó, el aire se enfrió. Y finalmente llegó hasta el comienzo de la naturaleza. Una vocecita en el oído le dijo que abandonaba la zona etiquetada del parque. Más allá de ese punto sólo se garantizaba «conexión inalámbrica de emergencia y baja capacidad». Robert siguió andando por el terreno sin etiquetar. Así que hoy en día esto es lo más que se puede estar solo. Le resultaba agradable. Poseía una pureza fría y limpia.

Le asaltó de repente el recuerdo de la confrontación del sábado con Bob, más real que la tarde del desierto. Hubo épocas, hacía muchos años, en las que se dirigía con furia a su hijo, intentando hacerle sentir vergüenza por malgastar su talento con los militares. Pero el pasado sábado la furia había fluido en sentido contrario.

¡Siéntate! —le había dicho el niño adulto a su padre, en un tono que Robert no le había oído usar nunca.

Y Robert se había dejado caer en el sofá. Por un momento su hijo lo había dominado con su estatura. Luego se había sentado enfrente y se había inclinado hacia él.

—Miri no quiere contar los detalles, pero está claro lo que has hecho esta tarde, caballero.

—Bob, yo simplemente…

—Cállate. Mi niñita ya tiene bastantes problemas, iy tú no serás uno más! —Su mirada era penetrante y firme.

—No pretendía hacerle daño, Bob. He tenido un mal día. —Una parte lejana de su ser se dio cuenta de que estaba gimoteando, y de que no podía dejar de hacerlo—. ¿Dónde está Lena, Bob?

Bob entornó los ojos.

—Ya me lo has preguntado antes. Me preguntaba si fingías. —Se encogió de hombros—. Ahora ya no me importa. A partir de hoy, sólo quiero que te vayas de aquí, pero… ¿Has echado un vistazo a tu situación financiera, papá?

Todo se reducía a eso.

—Sí… Hay un paquete financiero en mi WinME. Mis ahorros. Era multimillonario en 2000.

—Eso fue hace tres pueblos, papá. Pero en este punto estás casi acreditado para mantenerte por tu cuenta. Lo tendrás difícil para amedrentar a los funcionaros públicos. Los contribuyentes no son muy amables con los viejos; los viejos ya dirigen demasiados aspectos del país. —Vaciló—. Y a partir de hoy no cuentes con mi generosidad. Mamá murió hace dos años… y te abandonó décadas antes. Pero quizá deberían preocuparte otras cosas. Por ejemplo, ¿dónde están tus viejos amigos de Stanford?

—Yo… —En la mente de Robert aparecieron caras. Había pasado treinta años en el Departamento de Inglés de Stanford. Muchos rostros. Algunos pertenecían a personas más jóvenes que él. ¿Dónde estaban?

Bob asintió en silencio.

—Exacto. Nadie ha venido a visitarte. Nadie ha intentando ponerse en contacto contigo. Yo debería saberlo bien. Incluso antes de lo de hoy ya suponía que en cuanto recuperases las fuerzas harías daño a quien tuvieses más cerca… y que sería Miri. Así que he estado intentando encajarte con alguno de tus viejos colegas. ¿Y sabes qué, papá? Ninguno de ellos quiere saber nada de ti. Oh, sales en las noticias. No tendrás que esforzarte mucho para encontrar tantos seguidores como antes… pero entre ellos no habrá ni un solo amigo. —Hizo una pausa—. Ahora no tienes opciones. Termina el semestre; aprende lo que puedas. Y luego sal de mi casa.

—Pero Lena… ¿Qué hay de Lena? Bob agitó la cabeza.

—Mamá está muerta. Para ti no contaba a no ser que necesitaras una sirvienta o una pelota para dar patadas. Ya es demasiado tarde. Está muerta.

—Pero… —Tenía recuerdos, pero contradictorios. La última década en Stanford. El premio Bollingen y el Pulitzer. Lena no había estado con él para compartirlos. Se habían divorciado más o menos cuando Bob se había unido a los marines. Y, sin embargo…—. Recuérdalo. Lena me metió en aquella residencia de ancianos, Al Final del Arco Iris. Y estaba allí, cuando las cosas se pusieron realmente feas. Estuvo allí con Cara. —Su hermanita de todavía diez años muerta desde 2006. Se quedó sin habla.

Algo brilló en los ojos de su hijo.

—Sí. Mamá estuvo, igual que Cara. Y un ataque de vergüenza no va a servirte de nada conmigo, papá. Te quiero fuera de aquí. El final del semestre es la fecha límite.

Y ésa había sido la conversación más larga que Robert había mantenido con alguien desde el sábado.

Hacía frío. Se adentró mucho en el desierto. La noche ya ocupaba la mitad del cielo. Las estrellas colgaban sobre un terreno llano que se extendía interminable por delante de él. Quizás ése era el secreto del regresado… que sólo quería volver a irse, caminando eternamente en la oscuridad azulada. Continuó un trecho, luego se detuvo, paró junto a una enorme roca… y contempló la noche,

Al cabo de unos minutos, se dio la vuelta y se puso a caminar hacia el brillante crepúsculo.

Juan se distrajo de la búsqueda que le pedía el Gran Lagarto. La escuela empezaba a ponérselo difícil. Chumlig quería que terminasen los proyectos y quería resultados de verdad. Lo peor de todo: la junta escolar había decidido que los alumnos debían mostrar sus trabajos creativos en la noche de los padres… en lugar de hacer examen final. Con las malas notas y la decepción de Chumlig le bastaba; Juan ya sabía que era un fracasado. Pero semejante humillación pública era algo que deseaba evitar como fuese.

Dedicó un rato a una búsqueda diferente: encontrar a un compañero para la clase de composición. El problema era que a Juan no se le daba bien escribir. No era más que normalito con las matemáticas y los foros de respuesta. La señora Chumlig decía que el secreto del éxito era «aprender a plantear las preguntas adecuadas». Pero también decía que para hacerlo además debía «saber algo sobre algo». Eso y «todo el mundo posee un talento especial» eran los pilares de su filosofía. Pero no le servían de nada. Quizá lo mejor fuese montar un equipo tan grande que los perdedores se protegiesen unos a otros.

Aquel día estaba sentado al fondo de la carpa del taller en compañía de Fred y Jerry. Los gemelos habían faltado a taller por la mañana, Por eso pasaban el resto del día allí en lugar de ir a la sala de estudio. Era divertido. Los dos fingían trabajar en un modelo planetario magnético… un plagio tan evidente que sus planos todavía tenían las URLs de la fuente. Casi la mitad de la clase ya tenía algo terminado. Los aviones de papel de Doris Schley volaban, pero esa misma tarde su equipo había descubierto terribles problemas de estabilidad. No sabían nada del proyecto secreto de Fred y Jerry: los gemelos habían tomado el control del aire acondicionado de la carpa. Mientras se recostaban y trasteaban con el modelo planetario, empleaban los ventiladores para derribar los aviones de Schley.

Xiu Xiang estaba inclinada sobre la bandeja de transporte en la que trabajaba. Ya no parecía tan asustada y desesperada, aunque había retorcido tanto la superficie de transporte que no servía para nada. Xiang prácticamente tenía la nariz metida en el equipo. De vez en cuando se echaba atrás y examinaba la página visor para luego volver al desastre inmóvil que había creado.

Winston Blount no había aparecido desde que Juan lo había reclutado para la misión del Lagarto. El chico lo consideraba una buena señal; quizás el señor Blount estuviese trabajando en la afiliación.

Se colocó frente al aire frío de los ventiladores. Al fondo se estaba bien. Hacía calor y había mucho ruido en la entrada, pero ahí se sentaba Robert Gu. Antes, el tipo había estado observando a la doctora Xiang. Daba la impresión de que ella le miraba a él de vez en cuando, pero con mucha más discreción. En aquel momento el señor Gu prestaba atención a la rotonda de fuera, donde los coches paraban ocasionalmente para recoger o dejar a un pasajero y se iban. En la mesa, delante del falso adolescente, había piezas de BuildIt y varias torres de aspecto inestable. Juan amplió un par de ellas desde el punto de vista cenital de la carpa, sobre la cabeza de Gu. Ja. Los cacharros no tenían motores, ni siquiera lógica de control.

Así que Gu iba a fracasar en esa clase con tanta seguridad como Juan lo haría en composición. De pronto se le ocurrió que quizá debía retomar el juego del Lagarto y hacer un último intento de encontrar un compañero para el proyecto de Chumlig. Pero ya lo probé con él la semana pasada. Robert Gu era el mejor escritor que Juan hubiese conocido. Era tan bueno que podía matarte sólo con palabras. Juan se tragó el orgullo e intentó olvidar lo de la semana anterior.

Y luego pensó: El tipo no está vistiendo, así que está mirando al vacío. Debe de estar muerto de aburrimiento. Juan titubeó otros diez minutos, pero quedaba media hora más de taller y los Radner estaban demasiado concentrados en sus armas antiaéreas.

Jerry —› Juan: ‹ms› Eh, ¿adónde vas?‹/ms›

Juan —› Radner: ‹ms› Voy a probar una vez más con Gu. Deseadme suerte.‹/ms›

Fred —› Juan: ‹ms› No es bueno para la salud desear tanto una buena nota.‹/ms›

Juan vagó por el pabellón, recorriendo los bancos de trabajo como si estuviese examinando los otros proyectos. Acabó detrás del extraño anciano. Gu se giró para mirarle y la fachada de despreocupación de Juan se evaporó. La cara sudorosa de Gu parecía casi tan joven como la de Fred Radner. Pero los ojos miraron directamente a Juan, fríos y crueles. La semana anterior, el tipo le había parecido amistoso… hasta el momento en que abrió a Juan en canal. Juan se había quedado sin frases ingeniosas; incluso sin frases tontas. Finalmente logró señalar las torres demenciales en las que había estado trabajando Roben Gu.

—¿Qué es el proyecto?

El joven-viejo siguió mirando a Juan.

—Un reloj. —Luego metió la mano en la caja de piezas y dejó caer tres bolas plateadas por la parte superior de la torre más alta.

—¡Oh!: —Las bolas fueron descendiendo por rampas conectadas.

La primera torre estaba justo delante de Juan. Yendo hacia la derecha, —cada torre era un poco más baja y más compleja que la anterior. El señor Gu había usado la mayor parte de las «piezas clásicas» que Ron Wiliams mantenía en stock. ¿Eso era un reloj? Juan intentó encajarlo en patrones de relojes antiguos. No encajaba del todo, aunque tenía palancas que daban una y otra vez contra un cómodicegoogle… una rueda de transmisión. Quizá las bolas que caían por las rampas fuesen como las manecillas de un reloj.

Gu siguió mirándole y dijo:

—Pero va demasiado rápido.

Juan se inclinó e intentó ignorar su mirada. Capturó como unos tres segundos del movimiento de la máquina, lo suficiente para identificar puntos estacionarios y dimensiones. Había un programa de viejos mecanismos que siempre venía bien para juegos con artilugios medievales; le pasó la descripción. Los resultados se interpretaban con facilidad.

—Esa palanca tiene que ser seis milímetros más larga. —Usó el dedo para señalar una diminuta.

—Lo sé.

Juan le miró.

—Pero no está vistiendo. ¿Cómo lo ha sabido?

Gu se encogió de hombros.

—Es un don médico.

—Está muy bien —dijo el chico, inseguro.

—¿Para qué? ¿Para hacer lo que puede hacer cualquier niño?

Juan no sabía qué responder. —Pero también es poeta.

—Y ahora se me dan bien los artilugios. —La mano de Gu salió disparada, destrozando palancas y engranajes. Las piezas salieron en todas direcciones, algunas incluso se rompieron por la fuerza del golpe.

Eso llamó la atención de todos. La clase guardó un silencio súbito… y se encendió la mensajería silenciosa.

Era mejor que dejara al viejo. Pero Juan necesitaba ayuda con la composición creativa, vaya si la necesitaba. Así que dijo:

—Todavía lo sabe todo sobre las palabras, ¿no?

—Sí, todavía lo sé todo sobre las palabras. Todavía sé gramática. Puedo interpretar frases. Incluso sé deletrear… aleluya, sin ayuda mecánica. ¿Cómo te llamas?

—Juan Orozco.

—Sí, ya me acuerdo. ¿Qué sabe hacer usted, señor Orozco?

Juan bajó la barbilla.

—Estoy aprendiendo a plantear la pregunta adecuada.

—Entonces, hazlo.

—Vaya. —Juan miró las otras piezas que Gu había elegido pero no había usado en el reloj: motores rotativos, sincronizadores inalámbricos, juegos de engranajes programables, incluso una bandeja de transporte como la que la doctora Xiang había destrozado—. Bien, ¿por qué no usa ninguno de esos aparatos? ¿Sería mucho más fácil?

Esperaba que Gu le soltase alguna chumillada sobre resolver los problemas dentro de unos parámetros. En lugar de eso, el otro agitó con furia una pieza.

—Porque no puedo ver su interior. Mira. —Movió el motor rotativo sobre la mesa— «El usuario no debe manipular el interior.» Lo dice en el plástico. Todo es una caja negra. Todo es magia inescrutable. —Podrías consultar el manual —dijo Juan—. Muestra los mecanismos Internos.

Gu vaciló. Tenía los puños cerrados. Juan retrocedió unos centímetros.

—¿Puedes ver el mecanismo interno? ¿Puedes modificarlo? Juan se miró los puños. Está loco de atar.

—Se ve con facilidad. Casi todo lleva su manual. Si no lo tiene, no hay más que googlear el número de pieza. —La expresión del rostro de Gu hizo que Juan pasase a modo rápido—. Y, en cuanto a modificar la parte interna… Suelen ser programables. Por lo demás, el único cambio que se puede realizar es en la fase de diseño y fabricación personalizada. Es decir, son sólo componentes. ¿Para qué ibas a querer cambiarlos una vez fabricados? No hay más que tirarlos si no funcionan como quieres.

—¿Sólo componentes? —Gu miró hacia el exterior de la carpa taller. Un automóvil recorría la avenida Pala hacia la rotonda de la escuela—. ¿Qué hay de los malditos coches?

Toda la clase los miraba. Casi toda la clase: el señor Williams se había tomado un descanso y no estaba en contacto.

El señor Gu se agitó brevemente. De pronto estaba de pie. Agarró a Juan por el cuello.

—Por Dios que vaya echar un vistazo.

Juan dio un salto apartándose de las manos frenéticas de Robert Gu. —¿Abrir un coche? ¿Por qué iba a querer hacer eso?

—Ésa no es la pregunta adecuada, niño. —Al menos se alejaban de la rotonda. Aunque fuera detrás de un automóvil, ¿qué daño podía hacer? La carrocería de los coches estaba fabricada con un compuesto de lo más normal, fácil de reciclar pero tan resistente como para soportar un choque a noventa kilómetros por hora. A la mente le vinieron visiones de láseres de batalla y almádanas monstruosas. Pero estaban en el mundo real.

Jerry —› Juan: ‹ms› ¿Qué trama el chiflado?‹/ms›

Juan —› Radner: ‹ms› ¡Ni idea!‹/ms›

Robert Gu le llevó hasta el otro lado de la carpa, hasta el puesto de Xiu Xiang. Cuando llegaron, el único rastro de locura era el casi imperceptible estremecimiento en su cara.

—¿Doctora Xiang?

El loco parecía relajado y amigable, pero Xiang vaciló bastante.

—Sí —dijo.

—He estado admirando su proyecto. ¿Un sistema de desplazamiento de masa?

Xiang inclinó hacia él la superficie deformada.

—Sí. No es más que un juguete, pero pensaba que podría obtener algo de efecto de palanca si doblaba la superficie. —Hablar sobre el dispositivo parecía distraerla del comportamiento peculiar de Gu.

—¡Muy bien! —En la voz de Gu sólo había encanto—. ¿Puedo? —Tomó el panel y examinó el borde desigual.

—Tuve que hacer surcos para que las microestrías no se entrelazasen —dijo Xiang, poniéndose en pie para señalar su trabajo.

Las bandejas de transporte eran para tirar basura o mover pequeños contenedores. Solían ser mejores que las manos robóticas, a pesar de que no tenían un aspecto tan impresionante. La madre de Juan había reformado su cocina empleando transportes de mármol de imitación; desde entonces todo lo que quería estaba donde debía, ya fuese en el refrigerador, en el horno o sobre la tabla de cortar, justo cuando lo precisaba. Habitualmente las microestrías no se deslizaban a más de unos centímetros por segundo.

Lo que Xiang decía dio que pensar a Juan. Quizás el plano deformado no estuviese roto. Introdujo las dimensiones en un programa de mecánica…

Pero por lo que parecía Robert Gu ya sabía lo que hacer.

—Podría triplicar la fuerza de salida si lo ajusta aquí. —Retorció la bandeja. Emitió el crujido habitual en la cerámica cuando casi la doblas hasta el punto de ruptura.

—Espere… —La mujer fue a agarrar el proyecto.

—No se ha roto. Así es mucho mejor. Venga y se lo demostraré. —Lo dijo de un modo franco y amistoso, pero ya se alejaba.

Xiang fue tras él, pero no actuó como los chicos cuando alguien les quita lo suyo. Caminó junto a Gu inclinando la cabeza para dar un vistazo a la bandeja de transporte destrozada.

—Pero no hay forma de aprovechar esa ventaja mecánica empleando sólo las baterías que está permitido usar… —El resto de lo que dijo fue jerga matemática; Juan se limitó a guardarlo para luego.

Cuando Gu pasaba junto a los gemelos Radner agarró con el brazo derecho un frasco de cuentas de metal que Fred y Jerry usaban para el modelo planetario.

—¡Eh! —Los Radner se pusieron en pie y le siguieron, casi sin hablar en voz alta. Los estudiantes de Educación de Adultos eran intocables. Tú no te metías con ellos y ellos no se metían contigo.

Jerry —› Juan: ‹ms› ¿Qué nos hemos perdido, Juan?‹/ms›

Fred —› Juan: ‹ms› Sí. ¿Qué le has dicho?‹/ms›

Juan se echó atrás, alzando las manos para dejar claro que no era más que un espectador inocente.

U n espectador casi inocente. Cuando Gu pasaba junto a su banco de trabajo señaló con la barbilla la entrada de la carpa.

—Haz algo útil, Orozco. Consígueme algo de corriente eléctrica.

Juan se puso delante. En la escuela había fuentes de 110VAC, aunque en el interior. Buscó instalaciones de mantenimiento y vio una enorme flecha que señalaba hacia el césped. El conector que empleaban para alimentar la reconfiguración de edificio cuando precisaban un auditorio extra. Tenía una extensión total de diez metros. Corrió hasta ese punto y sacó la línea de entre la hierba recién cortada.

A esas alturas, todos los chicos, menos el equipo de Schley, que estaba encantado con la mejora del rendimiento de sus aviones, los habían seguido al exterior.

El coche que salía del tráfico se deslizaba para detenerse en el bordillo. Era la señora Chumlig, que volvía de almorzar.

Robert Gu llegó hasta ella con Xiang justo detrás y con aspecto de disgusto. Gu ya no hacía ruiditos agradables. Agarró el cable de corriente de manos de Juan y lo enchufó en el conector universal de la bandeja, saltándose la diminuta batería empleada por la doctora Xiang. Puso la bandeja de lado y vertió las cuentas de metal del proyecto de los Radner por la abertura superior.

Chumlig había salido del coche.

—¿Que esta…?

El loco le sonrió.

—Es mi proyecto de taller, Louise. Ya me he hartado de eso de que «el usuario no debe manipular el interior». Vamos a echar un vistazo. —Se inclinó sobre el capó del coche y pasó los dedos por las palabras impresas que prohibían la interferencia del cliente.

Los chicos formaban un grupo sobrecogido. Juan nunca había oído de nadie que se hubiese vuelto loco en Fairmont. Robert Gu estaba haciendo historia. El viejo colocó la bandeja de transporte contra el automóvil. ¿Dónde está su láser de batalla, señor Astronauta? Gu siguió con el dedo el borde de la bandeja, luego miró a su derecha, a los hermanos Radner.

—En serio, no querréis estar ahí.

Xiu Xíang se puso frenética, gritándoles a los gemelos.

—¡Atrás! ¡Atrás!

Juan recibía respuestas increíbles del programa de mecánica. Se alejó de la bandeja de transporte. Robert Gu no necesitaba ningún láser de batalla. En esa ocasión, tenía algo mejor.

Gu dio energía a la bandeja. El sonido fue como de ropa al rasgarse pero fortísimo, como si se avecinara el fin del mundo. Salieron chispas del punto donde la bandeja de transporte tocaba el capó del coche. A seis metros por delante del vehículo, donde los Radner habían estado, había un seto de adelfas. Algunas de las ramas eran tan gruesas como el brazo de Juan. Las flores blancas bailaban como si hubiese brisa; una de las más grandes se rompió y cayó al suelo.

Gu desplazó la bandeja por la panza del automóvil, lanzando docenas de cuentas de metal por segundos contra el capó que cortaron una brecha de veinte centímetros de ancho. Giró la bandeja, el cortador, y cortó en ángulo. El césped cercano estaba destrozado por los rebotes invisibles.

En menos de diez segundos, Gu había vuelto al punto de inicio y la sección cortada cayó en la oscuridad del hueco del motor del coche.

Gu arrojó a la hierba el proyecto de Xiu Xiang. Metió la mano en el motor y sacó el trozo suelto. Vítores desdeñosos de los chicos.

—¡Eh, imbécil! Tiene que haber un cierre. ¿Por qué no engañar al cierre?

Como si no los hubiera oído Gu se inclinó para mirar al interior. Juan se le acercó. El compartimiento estaba a la sombra pero se veía muy bien. Sin contar los daños, tenía el aspecto que indicaba el manual: algunos nodos de procesador y fibra llevaban a docenas de nodos adicionales, sensores y efectores. Había servos de dirección. Al fondo, que el corte de Gu no había afectado, estaba el bus De que iba a la rueda izquierda delantera. El resto era espacio vacío. Los condensadores y las células de energía estaban en la parte posterior.

Gu miró fijamente aquello. No había fuego, ninguna explosión. Incluso de haber cortado por la parte posterior, los sistemas de seguridad habrían evitado cualquier resultado espectacular. Pero Juan veía cada vez más indicadores de error. Pronto acudiría un camión de chatarra.

Gu hundió los hombros y Juan se acercó para mirar mejor las cajas de componentes. Todos llevaban una inscripción física: el usuario no debe manipular el interior.

El viejo se envaró y dio un paso alejándose del coche. Detrás de ellos, Chumlig y Williams, que ya había vuelto, llevaban a los estudiantes a la carpa. Casi todos los chicos estaban enloquecidos. Ninguno, ni siquiera los hermanos Radner, había tenido el valor de perder por completo la cabeza. Cuando cometían una travesura grande, normalmente era con software, como el chico que había gritado entre la multitud.

Xiu Xiang recogió su extraño proyecto, mejorado por Gu. Cabeceaba y murmuraba para sí. Desconectó el dispositivo y dio un paso hacia Robert Gu.

—¡No me ha gustado nada que se apropiase de mi juguete! —dijo.

Su expresión era extraña—. Aunque es cierto que lo ha mejorado doblándolo por ahí. —Gu no respondió. La mujer vaciló—. ¡Y yo jamás lo habría alimentado con un cable de corriente!

Gu señaló las entrañas del coche muerto.

—Una sucesión de muñecas rusas hasta el fondo del todo, ¿no es así, Orozco?

Juan no se molestó en buscar «muñecas rusas».

—Es simple material desecna6le, profesor Gu. ¿Por qué iba a querer alguien trastear con él?

Xiu Xiang se inclinó, miró el compartimento casi vacío y las cajas con sus etiquetas grabadas. Miró a Gu.

—Tú lo llevas peor que yo, ¿verdad? —dijo en voz baja.

Gu agitó la mano, y por un momento Juan creyó que iba a golpear a la mujer.

—Zorra inútil. Tú nunca fuiste más que una ingeniera y ahora tienen que reeducarte incluso para volver a serlo. —Se giró y se alejó siguiendo la rotonda, bajando la colina hacia la avenida Pala.

Xiang dio uno o dos pasos hacia Gu. Desde el interior de la escuela Chumlig exigía que todos volviesen a entrar; Juan tocó el brazo de Xiang.

—Debemos volver dentro, doctora Xiang.

No se lo discutió, sino que se dio la vuelta y volvió a la carpa, agarrando con fuerza su bandeja transportadora. Juan la siguió, mirando continuamente al loco que se iba en dirección contraria.

Incluso con Robert Gu lejos de la escuela, el resto de la tarde fue bastante emocionante. La junta escolar invocó silencio. Bien, intentó invocar silencio. Pero tenía que permitir a los estudiantes mantenerse en contacto con sus hogares, y la mayoría de los chicos consideraron que era una buena ocasión para pillar una afiliación periodística. Juan había estado lo suficientemente cerca como para ofrecer las mejores imágenes del «gran destrozo de automóvil»; a su madre no le hizo mucha gracia. Le hizo mucha menos cuando se enteró de que «el loco» iba a tres de las clases de Juan.

En cualquier caso, la escuela se hizo famosa en San Diego y más allá, compitiendo con miles de millones de otros hechos extraños del día, por todo el planeta. Alumnos de otras clases hicieron novillos y se pasaron por allí. Juan vio a una niña algo regordeta hablando en persona con la señora Chumlig: Miri Gu.

A las tres de la tarde la emoción se había esfumado. A esa hora la mayor parte de los alumnos habían terminado las clases. Algunos tipos de Los Ángeles habían comprado el servicio de apuestas de los Radner sobre el castigo para Gu. Por suerte para los gemelos. El problema de la fama instantánea es que siempre llega otra noticia para distraer a todo el mundo.

En general, había sido un gran día, pero algo triste.

Juan casi había llegado a casa cuando recibió una llamada telefónica. ¿Una llamada telefónica? Bueno, Epifanía lo llamaba Mensajería Instantánea Clásica Lite. Tal vez fuese su abuelo.

—¿Sí? —respondió sin pensar.

La llamada llegó en forma de ventana con la imagen de una cámara sintética. Miraba hacia arriba, a un pequeño dormitorio de extraña decoración: libros de verdad guardados en cajas de cartón. Un rostro deformado llenaba gran parte de la pantalla. Luego el comunicante se echó atrás. Era Roben Gu, llamando desde la página visor.

—Hola, chico.

—Hola, profesor. —En persona, Roben Gu daba mucho miedo. En una mala imagen plana, simplemente parecía pequeño y reducido.

—Mira, chico… —La imagen se retorció y se agitó. Gu jugueteaba con la página. Cuando terminó, su cara llenaba la pantalla—. Sobre aquello de 10 que hablamos la semana pasada, creo que podría ayudarte.

«¡Sí!»

—Sería una tragedia, profesor Gu.

Gu le miró inexpresivo.

—Quiero decir que sería genial. Y estaría encantado de enseñarle a vestir. —Ya estaba pensando en cómo iba a explicárselo a su madre.

—Vale. —Gu apartó la cara y se encogió de hombros—. Supongo que eso estaría bien. Si me dejan volver al instituto nos veremos allí.

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