32 La respuesta mínima suficiente

Mus MCog.

El pdf del Extraño decía que «Mus» era por Mus musculus. ¡Ratones! Las matrices de ratones se extendían adentrándose en la oscuridad. En cualquier caso, aquel lugar parecía todavía más grande que la primera vez que Robert lo había visto. Por tanto, ¿adónde ir?

Miri sólo vaciló un segundo antes de correr hacia el ruido más fuerte. Recorrieron dos pasillos y entraron en otro. ¡Sí! Había un armario abierto. Los sistemas neumáticos enviaban cilindros blancos al bosque de cristal que tenían encima.

Miri se detuvo de golpe delante de las puertas abiertas. Dentro del armario había estantes de vidrio; era como una especie de expendedor de comida de antaño. Tras el vidrio había un panal plateado, cientos de celdillas hexagonales. Desde el armario los miraban cientos de diminutos rostros. Rostros diminutos de ojos rosados y cabecita blanca. Sus chillidos agudos se oían a través del vidrio.

—No se pueden mover, apenas caben —dijo Miri—. Deben de tener la parte posterior conectada a pequeños… —Hizo una pausa, quizá buscando datos en su caché local—. A pequeños pañales de absorción. —Para tratarse de una niña sin ningún interés por las mascotas, su voz traicionó una tristeza extraña—. En realidad, es lo habitual.

Miri apartó la mirada de las caritas chillonas.

—Cada uno de esos armarios contiene celdillas de ratones dispuestas en módulos de veinte por treinta por diez. Así que hay más detrás del que estamos mirando. ¿Oyes ese ruido? Los amigos de Listillo están preparando algunos para su envío.

—Pero ¿adónde? —Ningún módulo de ratones se movía.

—Eso ha sido allí detrás…

Se había oído un sonido parecido al de una copa al romperse. Una neblina de color salió flotando del bosque de cristal. Apenas le mojó la cara. Pero Miri estaba de pie justo al lado del armario. Robert la agarró y la apartó. Sobre ellos, el resto de la ampolla se hizo trizas. Olía un poco a calcetines sucios. Robert obligó a Miri a retroceder más, pisando cristales rotos.

—Miri, eso podría ser gas nervioso.

Miri guardó silencio un segundo y luego habló con confianza.

—Intentan asustarnos. Esta zona del laboratorio no está diseñada para venenos simples. —Pero Robert recordó los cartuchos de envío que llegaban allí. Nos han engañado para que nos detuviésemos delante de este armario.

Miri salió de detrás de Robert y corrió alrededor del armario.

—¡Ja! Aquí detrás hay una bandeja de transporte. —Cuando Robert llegó, Miri ya estaba cubriendo la bandeja con la cola en aerosol. Los pequeños motores gimieron incapaces de salir del armario. Miri tocó el borde casi invisible del gel. Al cabo de un momento, el estruendo del interior del armario se detuvo—. ¡De ahí no va a salir nada más!

Se quedaron quietos, prestando atención… El sonido familiar de la preparación de carga venía de toda la caverna.

—¿Cuántos módulos de ratones hay, Miri?

—Había ochocientos diecisiete cuando guardé la descripción del laboratorio. —Le miró—. Pero es imposible que los amigos de Listillo estuviesen usando más que unos cuantos. Aquí abajo hay demasiada seguridad y demasiados proyectos. —El ruido del empaquetado aumentó. Decenas de armarios jugaban a «ven a pararme». Miri retrocedió para tener una perspectiva mejor. El laboratorio era una ciudad en miniatura, con calles dispuestas en una rejilla rectangular que se adentraba en la oscuridad más allá de la única lámpara que los iluminaba—. Tengo un buen mapa, pero… ¿qué podemos hacer, Robert?

Robert consultó el plano de Miri.

—Pasé por aquí con Tommie. Colocamos aparatos junto a armarios concretos.

—¡Sí! ¿Cuáles?

Robert volvió a mirar el plano que flotaba, frente a su cara. Era un laberinto y el conciliábulo había llegado allí procedente de otra dirección.

—Yo, eh… —En 2010, Robert se había perdido en al aparcamiento de un centro comercial. Al cabo de una hora seguía sin haber encontrado el coche; al final había tenido que acudir al servicio de seguridad del centro comercial. Había sido el primer encuentro incuestionable con el declive mental. Pero ¡mi nuevo yo no debería tener problemas para recordar!

—El más cercano está a dos filas en esa dirección, luego a la derecha.

Corrieron por dos pasillos, luego a la derecha. Casi todos los armarios tenían las puertas abiertas y las bandejas de transporte preparando las cargas. Miri indicó los tubos neumáticos que se dividían sobre los armarios.

—Pero, mira, de aquí no sale nada. ¿Cuál es el siguiente?

Y volvieron a correr hacia la mejor suposición de Robert.

Por delante, algo se alzaba hasta el techo. El lanzador de GenGen. Miri se detuvo en seco y agitó la lata.

—¿Cuál, Robert? —Aquí todos los armarios son sospechosos.

—Dos filas más adelante, luego cinco armarios más al fondo.

—Pero creía que habías dicho… no importa —Miri recorrió dos filas más.

Roben la siguió. Ella le miró.

—Yo… no estoy seguro. —Miró sobre los armarios, intentando orientarse con respecto al lanzador, forzar la memoria.

Miri vaciló y luego le tocó el brazo.

—No te preocupes, Robert. A veces es imposible recordar algo. Pero mejorarás.

—Espera —dijo—. Estoy seguro de que éste es uno.

El tubo neumático que había detrás del armario más cercano acababa de recibir un cartucho de envío. Las cajas de ratones subían a bordo.

—Por tanto, eso significa… —La mano de Miri le soltó el brazo. Miró a su alrededor y luego a Roben—. ¿Dónde estamos?

Quizá no fuese gas nervioso. Quizá fuese algo peor. Y Miri había recibido la mayor dosis. Encima del armario, la entrada del tubo ya se había cerrado. Se oyó un golpe amortiguado y el cartucho salió disparado.

Otro cartucho ocupó su lugar. Salió otro grupo de ratones. No podía alcanzarlo. Pero sigo comprendiendo lo que hay que hacer. Robert miró a su nieta e hizo lo posible por sonreír y mentir.

—Oh, estamos de visita, Miri. ¿Te gustaría subirte al armario? Ella ni le miró.

—No soy una niña pequeña, Robert. No me subo a las cosas de los demás.

Robert asintió e intentó no perder la sonrisa.

—Pero, Miri, esto… no es más que un juego. Y… y, si podemos detener el objeto blanco con tu pistola de juguete, ganamos. Quieres ganar, ¿no?

Lo que provocó una sonrisa rebosante de inteligencia pizpireta.

—Claro que sí. Deberías haberme dicho que era un juego. Eh. Parece un laboratorio biológico. ¡Estupendo! —Miró el punto por donde el transporte introducía las cajas de ratones—. ¿Qué quieres que haga?

Una vez que suba lo volverá a olvidar todo.

—Te lo diré cuando subas. —La sujetó por debajo de los brazos— ¡Arriba! Agárrate al borde y te empujo.

Miri rio, pero estiró los brazos y Robert empujó. Se deslizó en el hueco bajo la vía muerta. Tenía la lata a pocos centímetros de la bandeja de transporte.

—¿Ahora qué? —Le llegó su voz.

Sí, ¿ahora qué? Te tomas las molestias de hacer algo y luego olvidas el propósito. Sólo que en aquella ocasión sabía que el propósito era muy importante. Robert se debatió, empezando a sentir miedo.

—Cara, no lo sé…

—Eh, no me llamo Cara. ¡Me llamo Miri!

No es mi hermana, es mi nieta. Robert se alejó del armario e intentó comprender.

—Dispara con la lata a las piezas móviles, Miri.

—¡Vale! Eso está hecho.

Un sonido que era dolor saltó en su cabeza. Sobre el armario, entrevió el extraño agujero que abría el lateral del lanzador UP/Ex. ¡No tiene nada que ver con Miri! Apenas lo había pensado cuando cayó de espaldas.

¡El primer módulo ya estaba en el lanzador GenGen! El vehículo de lanzamiento invisible tenía muchas opciones de salir del cordón de Estados Unidos. ¿El segundo módulo? Las cámaras de Alfred mostraban que su estrategia con los Gu estaba surtiendo efecto. De alguna forma habían encontrado el armario Mus que importaba de verdad, pero su ataque improvisado con gas estaba surtiendo efecto. Se movían con una especie de incertidumbre sin sentido.

Había tenido tiempo de preparar la segunda carga; ¡podría sacar las dos!

Mitsuri —› Braun, Vaz: ‹ms›¡ El Cuerpo de Marines ha detectado la activación del lanzador de los laboratorios para un envío balístico! ¿Qué puede ser, Alfred?‹/ms›

Malditos marines. A los analistas de Alfred no se les había ocurrido que la electrónica norteamericana fuese tan sensible.

Vaz —› Braun, Mitsuri: ‹ms› Es sólo mala suerte. El lanzador GenGen está ejecutando su calibración nocturna.‹/ms›

Una mentira, pero Alfred la tenía preparada de antemano. Lanzó una ráfaga de análisis falsos, anegando los equipos de Keiko y Günberk con conclusiones. Más adelante achacaría el lanzamiento a un Conejo resucitado.

Mitsuri —› Braun, Vaz: ‹ms› Pero ¿se lo creerán los americanos? ‹/ms›

Keiko abrió algunas ventanas, su mejor estimación de cuándo y cómo responderían los marines.

No había tiempo para un tercer cartucho. El lanzador GenGen estaba cargado, el condensador a cuarenta y cinco segundos del lanzamiento. Eso si los norteamericanos vacilaban un poco.

Vaz —› Braun, Mitsuri: ‹ms› He terminado con la limpieza. Me dirijo al punto de encuentro.‹/ms›

Alfred dio un último vistazo a su alrededor. De hecho, todas las comprobaciones estaban finalmente en verde. Al otro lado de la habitación, Orozco dormía plácidamente. No recordaría nada de aquella noche y su archivo personal habría sido modificado con habilidad.

Alfred salió y recorrió el pasillo. Había mucha iluminación de zonas, lo que cabía esperar durante un fallo importante del sistema. ¡Ah! Los marines finalmente habían detectado su red. Habían matado su aerobot invisible. Todavía mantenía contacto con media docena de robots móviles dispersos por el norte. Estaban ocultos, sobre todo intentando permanecer en silencio pero seguir formando una red. La rejilla de asalto de los norteamericanos recorría la zona, destrozándolos uno a uno. Los robots de los marines caían como nieve negra sin que la multitud se diese cuenta y visibles para sus robots sólo en los últimos instantes antes de su destrucción.

Dejó la escalera en la planta baja. Enfrente tenía la puerta principal. ¡Cinco segundos hasta el lanzamiento UP/Ex! Podía imaginarse el caos en el bando norteamericano por haber perdido a su analista más importante en plena crisis. Era guerra de francotiradores, actualizada al mundo moderno. Tres segundos más de dilación y…

Sus lentillas milnet perdieron transparencia y sintió una vaharada de calor en la cara. Alfred se echó al suelo. Cuando llegó la onda de choque, el edificio se estremeció, apenas estable en su configuración no comunicativa. Se quedó inmóvil un momento, prestando atención.

Aquello había sido un láser Infrarrojo de Alta Energía atravesando directamente el techo del laboratorio GenGen desde dos mil metros de distancia. Sólo disponía de una vista directa, siluetas de árboles contra el resplandor perlado, una nube alta de vapor y niebla. Parte de la neblina estaba formada por vegetación vaporizada. La mayoría era neblina de supresión de daños, diseñada para reducir considerablemente la efectividad de la muerte reflejaba. Los norteamericanos habían disparado treinta veces en menos de un segundo. Destellos de esos disparos se habrían dispersado kilómetros en todas direcciones, invisibles alojo desnudo, pero potencialmente capaces de cegar y quemar esos mismos ojos.

Se activó un segundo punto de vista. La ladera que había sido el blanco parecía un Mauna Loa en miniatura, un río de roca fundida en descenso. Destellos de luz marcaban el trabajo continuo de los dardos térmicos. Se oía el trueno.

Así que la respuesta norteamericana había sido rápida y decisiva: cauterizar y sellar la zona de lanzamiento con los mínimos daños colaterales. Después de todo, mis sueños se han convertido en ceniza.

Sus lentillas volvían a ser transparentes. Alfred se puso en pie y salió corriendo de Pilchner Hall.

Fuera la gente daba vueltas aterrorizada, conmocionada por el fallo de red y deslumbrada por los destellos del láser IRAE. Confúndete entre la multitud. A pesar de que por primera vez aquella noche se encontraba rodeado de gente, Alfred se sentía muy solo. Algunas persianas miraban al cielo; algunas habían quedado ciegas temporalmente. La gente lloraba. Había quienes aconsejaban lo razonable: protegerse, mantener la vista fija en el suelo y apartada de los reflejos. Debido al fallo de red, aquella gente sólo podía mandar información de boca en boca. Pero la información se extendía. Cada vez más gente comprendía que, por tercera o cuarta vez en la historia reciente, su propio país estaba sufriendo un ataque militar. De momento nadie se había percatado de que habían sido sus propios militares los atacantes.

Alfred mantuvo la cabeza gacha para esconder la cara. No era una postura sospechosa; cientos de personas hacían lo mismo. Redujo sus comunicaciones a una estática difuminada que sólo enviaba algunos bits por segundo y los redirigía caóticamente a través de sus robots. Sus prendas de operaciones estaban muy protegidas; las sondas de los marines sólo las verían como otra unidad Epifanía intentado sobreponerse al fallo súbito de las redes públicas.

De aquel modo esperaba obtener unos diez minutos más. Mucho antes, el equipo de analistas del DSI se habría recuperado del colapso de Alice y haría un análisis retrospectivo de las fuentes de datos locales. Los analistas obsesionados ante un pequeño conjunto de datos eran mortalmente eficientes. Se imaginaba su alegre persecución: «¿Ves? Los robots enemigos están situados alrededor de Pilchner Hall. Retrocede hasta primera hora de la noche; ¿quién se ha acercado al edificio? Vaya, ahora entra la hija de Gu y, unos minutos antes, un tipo de aspecto indio ha hecho lo mismo. Avanza; no ha pasado nada hasta hace un minuto, cuando el mismo tipo de aspecto indio sale corriendo. Vamos a seguirle hasta el presente… y, vaya, vaya, ahí está, haciendo lo posible por parecer un espectador inocente.»

En cualquier caso, era absolutamente imposible negar la operación indoeuropea de aquella noche. Durante unos segundos, Alfred Vaz se dejó llevar por una desesperación muy poco habitual en él. ¿Qué hay de mis años de preparación? ¿Qué hay de salvar al mundo? Había oído lo suficiente para saber que las acusaciones de Conejo estaban en el pdf del portátil de Parker. Alfred jamás terminaría su programa de investigación. Más todavía, Conejo había sido el Siguiente Gran Desastre. Las hojas de zanahoria en Mumbai lo habían dejado claro, pero… Yo deliberadamente ignoré las pruebas, de tantas ganas que tenía de llevar a cabo mi plan.

Y, sin embargo, ¿qué quedaba de Conejo? Muy posiblemente la prueba sustantiva de su existencia no fuese más que basura indescifrable. Era concebible que las mentes que había tras Conejo hubiesen quedado condenadas a la ignorancia. Si es así quizá, quizá con toda mi influencia en Inteligencia Externa, pueda sobrevivir para intentarlo de nuevo.

Alfred se desplazó hasta el borde de la multitud y cautelosamente contactó con su red. Había perdido el enlace con los laboratorios. Durante medio minuto no obtuvo nada excepto un ritmo mortal que sólo sonaba para sus oídos, señalando el inevitable exterminio de su pequeño ejército.

Ahí. Una ruta a través de sus dispositivos supervivientes, de nuevo a Pilchner Hall. Aparecieron ventanitas… y encontró un punto de vista, una única cámara de laboratorio que había sobrevivido al ataque IRAE y enfocaba el armario de Mus. La cámara había sufrido daños, tenía franjas sin píxeles, pero captaba lo suficiente.

Los daños colaterales podían ser beneficiosos. ¡Quizá no quedase nada para demostrar las acusaciones de Conejo! El impacto del ataque norteamericano contra el lanzador había derribado su armario más especial. El último grupo de ratones había caído con él. Lo mejor de todo, las bombas térmicas de los yanquis habían inundado la zona del lanzador con roca fundida. La lava había cerrado el agujero creado por el ataque, como se suponía que debía ser, pero no se había detenido ahí. La brillante marea espesa se abría paso por los pasillos y alcanzaba en algunos puntos los dos metros de profundidad. Lamía el armario caído y le faltaba por cubrir sólo una esquina del último grupo de cajas de ratones.

No había ni rastro de los Gu. Antes del ataque láser, estaban de pie fuera de la zona de destrucción. Con más puntos de vista podría encontrarlos… pero ¿qué más daba? Sus recuerdos fragmentarios seguían siendo una amenaza, pero eso no lo podía controlar. De pronto, Alfred se dio cuenta de que sonreía. Resultaba curioso que, en medio del desastre, pudiese alegrarse de que sus dos antagonistas más persistentes probablemente hubiesen sobrevivido. Eso sin contar a Conejo, que ojala que arda en el infierno.

Ya estaba más cerca de la biblioteca. Veía a miembros civiles de los equipos de rescate, aunque probablemente fuesen los marines quienes daban apoyo de red. Los equipos de interrogatorio todavía no hacían nada. jY había encontrado un aerobot de reserva con el que transmitir! Recibió un mensaje nuevo antes de perderlo:

Mitsuri —› Vaz: ‹ms› El análisis de Günberk está casi completo. Por favor, danos algunos minutos más de cobertura, Alfred. Los marines siguen concentrados en los laboratorios. Tienes vía libre para llegar hasta el equipo de Bollywood.‹/ms›

Indicó en un mapa la posición del equipo cinematográfico, al norte de la multitud, entre los eucaliptos. El equipo de Bollywood y sus sistemas automáticos estaban bien preparados para la operación de aquella noche, aunque la gente presente no sabía que participara en ella.

Alfred realizó una última comprobación a su alrededor. Caminó unos pasos entre los árboles… y se encontró en medio del grupo de Bollywood.

—¡Señor Ramachandran! Hemos perdido toda la conectividad. —La técnico de vídeo tenía los ojos abiertos como platos—. Todo iba bien, pero ¡ahora es horrible! —Los técnicos eran expertos en lo espectacular, pero no en lo real.

Alfred adoptó el papel de ejecutivo cinematográfico durante una crisis.

—Tienes el vídeo en caché, ¿no? Has enviado a casa los primeros, ¿no?

—Sí, pero…

Querían salir de entre los árboles para ayudar a los heridos de la biblioteca. Era para mejor; enseguida Vaz volvería a ser uno más del grupo. Quizá los analistas del DSI siguiesen sumidos en el caos. Sería divertido (y también asombroso) que su tapadera le permitiese superar el cordón del Cuerpo de Marines y salir de California. Mientras seguía al equipo a campo abierto mantenía un único enlace con la milnet. Era hora de deshacerse de esa última prueba incriminatoria.

Pero todavía le llegaba información. Palabras terribles y escalofriantes con las que Alfred jamás habría tenido que cargar de no haber seguido conectado.

—Por favor. Por favor, no le hagas esto. No es más que una niña pequeña.

Gu. Alfred buscó a toda prisa en la vista que le quedaba. Su persona física tropezó.

La técnico de vídeo le agarró por el hombro, estabilizándole.

—¡Señor Ramachandran! ¿Está bien? ¿Le ha cegado el ataque? Alfred tuvo la presencia de ánimo de no despreciar su ayuda.

—Lo siento, es por toda esta destrucción. Debemos ayudar a esta pobre gente.

—¡Sí! Pero usted debe permanecer a salvo. —La técnico le guió hasta donde el resto del equipo de Bollywood ya estaba ayudando. El apoyo de la mujer le dio la oportunidad de echar una ojeada a la vista subterránea. El daño de la cámara se había resuelto parcialmente; algunos de los píxeles dañados parpadeaban y ya podía ver un poco más allá del armario caído… Gu, el anciano, estaba atrapado. Dios, ¿dónde estaba la niña?

No pretendía que esto pasase. No tendría que haber dicho nada, pero su cuerpo le traicionó.

Anónimo —› Robert Gu: ‹ms› ¿Dónde está la niña?‹/ms›

—¿Quién es? —gritó la voz en su oído, para luego hablar en voz más baja, con más desesperación—. Está aquí. Inconsciente. Y no puedo apartarla.

Anónimo —› Robert Gu: ‹ms› Lo siento.‹/ms›

A Alfred no se le ocurría nada más que decir. Muertos, aquellos dos podrían mejorar sus posibilidades de escapar. Furioso, se apartó del punto de vista. Maldito sea mi nombre. Esa noche no había logrado nada más que destruir a buenas personas. Pero ¿cómo salvarlos sin ponerse en peligro?

—Por favor, sólo dígaselo a la policía. No deje que se queme.

Más punzadas de presión, el sonido de mil objetos frágiles rompiéndose, del plástico duro rasgándose, de los huesos aplastados. En realidad Robert no lo oía todo. Lo de los huesos aplastados le mantenía distraído. Ni siquiera prestó demasiada atención a las explosiones posteriores y al calor.

Robert surgió de una introspección que bien podría haber sido inconsciencia, sólo que dolía mucho más. Miri estaba apoyada sobre manos y rodillas. Gritaba:

—¡Abuelo! ¡Abuelo! Di algo, por favor. ¡Abuelo! Él agitó la mano y ella se la agarró.

—Lo siento mucho —dijo Miri—. No pretendía tirar nada. ¿Estás herido?

Era una de esas preguntas de respuesta fácil. Una agonía del tamaño de un elefante se sentaba sobre su pierna derecha.

—Sí. —Pero el dolor borró el resto de la respuesta ingeniosa.

Miri lloraba sin aliento. Era un comportamiento impropio de la niña. Se volvió y empujó el armario que le tenía atrapado.

Robert respiró hondo, pero sólo consiguió marearse.

—El armario es demasiado pesado, Miri. Aléjate de él. —¿Por qué el aire estaba tan caliente? La luz normal se había ido. Algo parecido a un horno abierto relucía más allá del equipo derribado, donde sólo se oían estallidos y susurros.

—Cara… ¡Miri, no vayas ahí!

La niña vaciló. Bajo el armario estaban los restos aplastados del cartucho de ratones que había estado a punto de partir. Ya no iría a ninguna parte. Miri metió la mano entre los cristales. Robert movió el cuello todo lo posible y vio una diminuta carita mirándole, un ratón que se había soltado de la trampa de succión del panel.

—Oh. —La voz de Miri era un gemido—. Hola, chiquitín. —Una risa mezclada con sollozos—. Y a ti también. Ahora sois libres. —Robert vio más caras diminutas a medida que Miri liberaba ratones. Movían la cabeza de izquierda a derecha. No parecían verle y, al cabo de un momento, encontraron algo mucho más importante en la escala ratonil de las cosas: la libertad. Dejaron atrás las manos de la niña y se alejaron del calor.

Robert veía ya la causa de aquel calor. Una reluciente masa blanca goteó sobre los restos, pasando al rojo al caer por un lado del armario.

Cara gritó de pánico y se le acercó.

—¿Qué es eso?

Un silbido y salpicaduras. Si podía superar la barrera de armarios tenía bastante profundidad.

—No lo sé, pero tienes que irte.

—¡Sí! ¡Vamos! —La chica le tiró de los hombros. Él empujó con ella, ignorando el dolor horrible de la pierna. Consiguió moverse unos centímetros y quedar más firmemente atrapado que antes. El calor ya era más insoportable que la pierna aplastada. La mente de Robert saltó de un horror a otro, intentando conservar la cordura.

Miró a su hermana, que lloraba.

—Siento haberte hecho llorar, Cara. —La niña se puso a llorar todavía más—. Ahora tienes que salir corriendo.

No respondió, pero dejó de llorar. Le miró sin comprender, para luego alejarse un poco más del calor. ¡Vete! ¡Vete! Pero ella dijo:

—No me encuentro bien. —Se tendió donde él no podía llegar. Robert miró la roca fundida. Había cubierto el fondo del armario.

Unos centímetros más y cubriría a su hermanita. Estiró el brazo, agarró un trozo grande, quizá de cerámica, y lo usó contra la marea reluciente.

Se produjeron más explosiones, pero no tan intensas. De cerca sólo se percibían el olor y el sonido de cosas cocinándose. Intentó recordar cómo había llegado allí. Alguien les había hecho aquello a él y a Cara, y seguro que estaba escuchando.

—Por favor —le dijo a la oscuridad reluciente—. Por favor, no le hagas esto. No es más que una niña pequeña.

No hubo respuesta, sólo los sonidos horribles y el dolor. Y luego algo muy extraño, letras pasando frente a su mirada:

Anónimo —› Robert Gu; ‹ms›¿Dónde está la niña?‹/ms›

—¿Quién es? Está aquí. Inconsciente. Y no puedo apartarla.

Anónimo —› Robert Gu: ‹ms› Lo siento.‹/ms›

Esperó, pero no vio nada más.

—Por favor. Simplemente dígaselo a la policía. No deje que se queme.

Pero el observador silencioso se había ido. Cara no se movía. ¿No nota el calor? Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para mantener el trozo de cerámica en su sitio.

Luego escuchó;

—¿Profesor Gu? ¿Es usted?

¡Era uno de aquellos estudiantes incordiosos! Había tantas imágenes persistentes que no podía estar seguro, pero allí había alguien, parcialmente sumergido en la masa fundida.

—Soy yo, Zulfi Sharif, señor.

El nombre le resultaba familiar, era un estudiante arrogante y cobarde. Pero no tenía la piel verde. Eso era importante, ¿no?

—Llevo horas intentando llamarle, señor. Nunca me había costado tanto. Me temo… Me temo que me han secuestrado definitivamente. Lo siento. —Estaba prácticamente sumergido en la roca. Un fantasma—. ¡Está herido! —dijo el fantasma.

—Llama a la policía —dijo Robert.

—¡Sí, señor! Pero ¿dónde está? No importa, ¡ya veo! Conseguiré ayuda de inme…

La roca reluciente saltó sobre la presa improvisada de Robert y le llegó al brazo. Descendió a un pozo de dolor absoluto.

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