11 Presentación del Proyecto Bibliotoma

Ordenadores para llevar en la ropa, qué idea. IBM PC cruzado con la marca de ropa Epifanía. De hecho, Robert hubiese dicho que su nuevo vestuario era de prendas normales. Cierto, las camisas y pantalones no eran de un estilo que le gustase. Llevaban bordados tanto dentro como fuera. Pero el bordado se apreciaba mejor al tacto que a la vista; Juan Orozco le había enseñado vistas especiales para revelar la red de microprocesadores y láseres. El principal problema habían sido las dichosas lentes de contacto. Se las tenía que poner todas las mañanas y llevarlas el día entero. Sufría en los ojos centelleos y destellos constantes. Pero, con práctica, lo controló. Sintió una absoluta alegría la primera vez que logró teclear una búsqueda en un teclado fantasma y vio la respuesta de Google flotando en el aire frente a sus ojos… Le daba cierta sensación de poder el ser capaz de extraer respuestas del aire.

Y luego estaba lo que Juan Orozco llamaba «codificación colectiva». Pasó una semana. Robert practicaba con su atuendo de principiante, intentando repetir los trucos de codificación que Juan le había enseñado. En general, ni siquiera los gestos más simples le salían bien a la primera. Pero él insistía e insistía… y cuando la orden funcionaba al fin, el éxito le daba una lamentable pizca de alegría y se esforzaba aún más. Como un niño con un videojuego nuevo. O una rata amaestrada.

Cuando recibió la llamada de teléfono creyó que estaba sufriendo una apoplejía. Vio destellos frente a los ojos y oyó un zumbido lejano. El zumbido se fue dividiendo en palabras:

—… me guzzzztaría mucho… entreviztarle zzzzeñor…

¡Ajá! Spam o un periodista.

—¿Por qué iba a concederte una entrevista?

—Pero zzzzería una entrevizzzzta… corta.

—Ni siquiera corta. —La respuesta de Robert era instintiva. Hacía años que no tenía ocasión de despedir a un periodista.

La luz seguía careciendo de forma, pero cuando Robert enderezó el cuello la voz se escuchó clara y perfectamente.

—Señor, me llamo Sharif, Zulfikar Sharif. La entrevista sería para mi tesis de literatura inglesa.

Robert entornó los ojos, se encogió de hombros, volvió a entornarlos y, de pronto, le salió bien: el visitante estaba de pie en medio de su dormitorio. ¡Se lo tengo que contar a Juan! Era su primer verdadero éxito tridimensional y, además, era cierto todo lo que el chico afirmaba sobre la proyección retinal. Robert se puso en pie y pasó por un lado del visitante, miró detrás. La imagen era tan sólida, tan completa… «Mmm». Y, sin embargo, la sombra del visitante no se correspondía con la iluminación real. ¿Quién será el responsable de ese fallo?

Su visitante de piel oscura, ¿indio?, ¿paquistaní?, la voz tenía un deje del sur de Asia, seguía hablando:

—¡Por favor, no diga que no, señor! Entrevistarle sería un gran honor. Usted es un recurso para toda la humanidad.

Robert se acercó y se alejó del visitante. Seguía boquiabierto por el medio del mensaje.

—¡Sólo una pequeña cantidad de su precioso tiempo, señor! Eso es todo lo que pido. Y… —Miró a la habitación de Robert, probablemente viendo lo que realmente contenía. Robert no había tenido ocasión de establecer fondos falsos. Juan se lo iba a enseñar a hacer el día anterior, pero se habían entretenido con la parte del acuerdo que correspondía a Robert: enseñarle inglés al chico. Al pobre Juan casi analfabeto. Sin embargo, ese Sharif: ¿cuánto talento tenían los graduados en la actualidad?

Ese graduado en concreto parecía cada vez más desesperado. Vio algo detrás de Robert.

—¡Ah, libros! Usted es uno de los que todavía valoran los de verdad.

Las «librerías» de Robert estaban hechas de planchas de plástico y cajas de cartón, pero le permitían guardar todos los libros que había rescatado del sótano. Algunos, como los de Kipling, jamás le habrían interesado en su antigua vida. Pero eran todo lo que tenía. Volvió a mirar a Sharif.

—Así es. ¿Qué quiere decir con eso, señor Sharif?

—Simplemente pensaba… Significa que compartimos los mismos valores. Ayudándome, estará usted contribuyendo a estas nobles pasiones. —Hizo una pausa… ¿escuchaba una voz interior? Desde que Juan le daba clases, Robert era suspicaz con la gente que escuchaba voces interiores—. Quizá podamos llegar a un acuerdo, señor. Yo daría casi cualquier cosa por algunas horas de sus opiniones y recuerdos. Estaría encantado de ser su agente 411 personal. Soy experto en esos servicios; así me pago la universidad. Puedo guiarle por el mundo contemporáneo.

—Ya tengo tutor. —Cuando reflexionó sobre la respuesta sintió una punzada de sorpresa. En cierto sentido, era cierto: tenía a Juan.

Otro silencio trascendente.

—Oh. Él. —Sharif… una imagen perfecta excepto por la sombra mal colocada y los zapatos hundidos un par de centímetros en el suelo… caminó alrededor de Robert. ¿Para echar un vistazo de cerca a los libros? De pronto Robert tenía más preguntas para Juan Orozco. Pero Sharif había vuelto a hablar—: ¿Están impresos permanentemente? ¿No son panfletos impresos cuando hace falta?

—¡Por supuesto que no!

—Maravilloso. ¿Sabe? Podría enseñarle la biblioteca de la UCSD. Millones de volúmenes.

—Puedo ir cuando quiera. —Pero hasta el momento no se había atrevido. Robert contempló su reducida biblioteca. En la Edad Media, un hombre rico tenía esa cantidad de libros. La gente poseedora de libros volvía a ser algo poco habitual. Pero en la UCSD había una biblioteca física, real. Ir con aquel graduado… sería un poco como regresar a los días de antaño.

Miró a Sharif.

—¿Cuándo?

—¿Por qué no ahora?

Robert tendría que comunicar a Juan Orozco que quedaba cancelada la sesión de aquella tarde. Sintió una vergüenza instantánea impropia de él. Juan iba a enseñarle cómo hacer búsquedas de un vistazo y Robert le había prometido a Juan la métrica poética. Roben descartó el pesar.

—Entonces, vamos —dijo.

Robert tomó un coche hasta el campus. Por alguna razón, dentro del automóvil no veía una imagen clara de Sharif. Sólo oía su voz, parloteando, preguntándole a Robert su opinión de todo lo que veían, ofreciendo opiniones y datos en cuanto Robert parecía incluso remotamente confundido.

Robert ya había pasado cerca del campus; aquel día vería al fin en qué se había convertido. Saliendo de Fallbrook se encontró con las viviendas habituales, corrientes y aburridas. Pero, al norte del campus, pasó junto a interminables edificios verdes y grises, conectados entre sí aquí y allá por pasillos elevados.

—Laboratorios de ciencias biológicas —le explicó Sharif tan contento—. En su mayoría están construidos bajo tierra. —Asistió la Epifanía de Robert con punteros a imágenes y detalles.

Ah. Así que esas estructuras sin puertas ni ventanas no eran un experimento de vida comunitaria del siglo XX. Más todavía, en su interior había apenas unas cuantas decenas de personas. Los pasillos de unión servían para transportar muestras biológicas.

En esos edificios y en sus cavernas subterráneas se estarían gestando cosas monstruosas. Pero también la salvación. Robert le dedicó un breve saludo. El campo de minas celestial de Reed Weber se creaba en lugares como ése.

Eran la antesala de la UCSD. Se preparó para el futurismo incomprensible: el campus en sí. El coche recorrió Torrey Pines. Los cruces eran casi como los recordaba, aunque sin semáforos ni paradas. El tráfico cruzado se entretejía con fantasmagórica elegancia. Algún día debo escribir una pieza jocosa sobre la vida secreta de los automóviles. Nunca había visto un coche detenerse más del tiempo necesario para recoger o dejar a un pasajero. Allá en el desierto, el coche se había ido casi de inmediato, dejándolo colgado. Pero cuando había vuelto a la carretera, otro había llegado para recogerle. Esas máquinas siempre estaban en movimiento. Se las imaginaba dando vueltas por el condado, maniobrando interminablemente de forma que ningún cliente tuviese que esperar más que un momento. Pero ¿qué hacen de noche, cuando el trabajo decrece? Ése sería el tema de su poema. ¿Había garajes ocultos, aparcamientos ocultos? Debía de haber garajes para reparaciones… o al menos para cambio de piezas. Pero a lo mejor no se detenían para nada más. Era ideal para la poesía y el futurismo: de noche, cuando se reducía la demanda y por tanto tenían que dormir en un aparcamiento sin ganar nada, conspirasen para reunirse como juguetes transformer japoneses… para convertirse en camiones de carga y llevar aquello que fuese demasiado grande para UP/Express.

En cualquier caso, los viejos aparcamientos del norte del campus habían sido reemplazados por campos de juegos y edificios de oficinas como castillos de naipes. Roben hizo que el coche le dejase donde empezaba el viejo campus, cerca de Matemáticas y Física.

—Nada tiene el mismo aspecto, ni siquiera las zonas de edificios. —De hecho, parecía haber más espacios abiertos de lo que recordaba en los setenta.

—No se preocupe, profesor. —Sharif seguía siendo sólo audio. Sonaba como si leyese un folleto—. La UCSD es un campus poco habitual, mucho menos tradicional que cualquier otro de la Universidad de California. La mayor parte de los edificios se reconstruyeron tras el terremoto de Rose Canyon. Aquí tiene la vista oficial. —De pronto los edificios fueron de cemento reforzado y sólido, muy similares a los que recordaba.

Robert eliminó la imagen falsa moviendo la mano, uno de los primeros gestos que Juan le había enseñado.

—Mantenga las manos lejos de la vista principal, señor Sharif.

—Lo siento.

Robert atravesó el campus hacia el este, empapándose de la atmósfera. En los campos de juegos había tanto movimiento como en los años setenta; se celebraban media docena de partidos independientes de rugby y fútbol. Roben nunca había participado en esas actividades, pero una de las cosas que había admirado de la UCSD era que los estudiantes jugaban a deportes que en otras instituciones eran espectáculos semiprofesionales públicos.

De cerca… bien, la gente parecía más que normal. Allí estaban las mochilas de siempre, con los mangos de las raquetas de tenis sobresaliendo como fusiles de asalto.

Mucha gente hablaba sola, en ocasiones haciendo gestos o apuntando con el dedo a antagonistas invisibles. No tenía nada de nuevo; los adictos al teléfono móvil habían sido de siempre uno de los blancos preferidos del odio de Robert. Pero aquella gente llamaba más la atención que los chicos de Fairmont. Quedaba un poco ridículo que un tipo que iba caminando se parase de pronto para tocarse el cinturón y luego hablarle al aire.

El nuevo Robert no podía resistirse a contar lo que veía… y no tardó en darse cuenta de algo que se le habría pasado al viejo Robert: había muchos chicos en edad universitaria, pero también había muchos viejos. Una de cada diez personas parecía realmente anciana, tan vieja como era Robert en realidad. Una de cada tres era delgada y dinámica, el tópico «miembro activo de la tercera edad» del siglo XX. Y algunas… le llevó algún tiempo localizar a los pocos en los que la medicina moderna había dado realmente en el blanco. La piel era firme y el paso enérgico; casi parecían jóvenes.

Pero la imagen que más ánimos le daba: un par de viejos zoquetes que se le acercaban… ¡y los dos llevaban libros! Robert sintió ganas de agarrarlos de la mano libre y bailar. En lugar de eso les dedicó una sonrisa de oreja a oreja al pasar.

Sharif estuvo de acuerdo en que entrar en un edificio normal, incluso en la librería del campus, no sería la forma más efectiva de encontrar libros de verdad.

—La biblioteca de la universidad es su mejor apuesta, profesor. Robert bajó una cuesta poco empinada. Los eucaliptos estaban más crecidos de lo que recordaba. Las copas se agitaban con la brisa. Al caminar aplastaba trozos de corteza, ramitas y hojas. En algún punto por delante se oía cantar un coro.

Y luego, entre los árboles, vio la biblioteca Geisel. ¡Igual después de todos aquellos años! Bueno, los pilares estaban cubiertos de enredaderas… pero no había ninguna virtualidad. Salió de entre los árboles y la contempló.

Se oyó la voz de Sharif:

—Profesor, si va hacia la derecha, el camino llega a la entrada principal…

Era el camino que recordaba, pero vaciló cuando la otra voz desapareció.

—¿Sí?

—¡Uy!, eh. Hay que desviarse a la izquierda. Hay un grupo de cantores bloqueando la entrada principal.

—Vale. ¿De qué van todos estos cantos?

Sharif no respondió.

Robert se encogió de hombros y siguió la indicación de su guía invisible hacia la parte norte del edificio, bajando a lo que había sido un aparcamiento de nivel inferior. Desde ese punto la biblioteca se alzaba sobre él. Recordó las críticas de cuando la habían construido. «Es un elefante blanco muy caro.» «Nos han conquistado los lunáticos.» De hecho, parecía un objeto procedente del espacio: los seis pisos que se levantaban sobre el nivel del suelo formaban un octaedro inmenso apoyado sobre uno de sus vértices y en pilares de quince metros. En la época de Robert era una estructura de cemento y grandes láminas de vidrio. Las enredaderas ya llegaban al quinto piso y ocultaban el cemento. Todavía tenía aspecto de haber descendido del cielo, pero era una antigua montaña de gemas abrazada por el verde de la tierra que le daba apoyo.

Los cantores se oían más fuerte. Parecía que cantaban La Marseillaise. Pero también se oían consignas al estilo de la protesta estudiantil de siempre.

Ya estaba justo bajo el saliente. Debía mirar directamente hacia arriba para ver la parte inferior de los pisos cuarto, quinto y sexto, para ver el punto en el que el cemento finalmente surgía de la vegetación.

Era extraño. Los vértices de los pisos eran tan rectos como siempre, pero el cemento tenía vetas más claras e irregulares. A la luz del sol, esas líneas relucían como plata embutida en la piedra.

—¿Sharif?

No hubo respuesta. Debería buscar la explicación. Juan Orozco ejecutaba esas búsquedas sin pensar. Luego sonrió: las líneas plateadas eran una especie de travesura misteriosa… quizás ésa fuese la explicación. En la UCSD la tradición era tener un arte extraño y maravilloso en el campus.

Robert se dirigió hacia la corta escalera que llevaba hasta una zona de carga. Parecía la forma más directa de entrar en la biblioteca. En la pared ponía sólo personal autorizado en letras descoloridas. La puerta de carga estaba completamente bajada, pero había una segunda puerta, más pequeña, entreabierta. Al otro lado se oía lo que parecía una sierra… ¿Una carpintería? Recordó lo que Juan le había contado sobre cómo obtener vistas locales por defecto. Agitó tentativamente la mano. Nada. Otro gesto ligeramente diferente: ¡Uf! La zona de carga estaba llena de señales de prohibido el paso. Miró colina arriba; en algún punto más allá de la cresta estaría la entrada principal. Epifanía le mostraba un nimbo malva que palpitaba siguiendo el canto coral. Sobre la música flotaban palabras: «Á bas la Biblétome!» ¡Abajo Bibliotoma! Robert oía simultáneamente voces reales y remotas, la música resultaba casi cacofónica.

—¿Qué está pasando, Sharif?

Esta vez obtuvo respuesta:

—No es más que otra protesta estudiantil. No logrará entrar por la puerta principal.

Permaneció inmóvil un momento, sintiendo cierta curiosidad por saber contra qué protestarían en aquellos tiempos los estudiantes. No importa. Podría buscarlo más tarde. Se acercó a la puerta entreabierta y miró al fondo de un pasillo mal iluminado. A pesar de la tormenta fantasmal de advertencias y normas, no vio ningún obstáculo, pero el extraño sonido se oía con más intensidad que el coro. Era ronco, como gruñidos vertiginosos con silencios intercalados.

Robert cruzó la puerta.

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