Desde el comienzo, el Conciliábulo de Ancianos se había reunido en el sexto piso de la biblioteca Geisel. Winston Blount, pidiendo favores después de años en el Departamento de Artes y Letras, lo habla hecho posible. Durante una temporada incluso había tenido una bonita sala en la zona de empleados de allí arriba. Eso había sido después del terremoto de Rose Canyon, cuando los listísimos muchachitos del futuro habían recelado momentáneamente de sus soluciones tecnológicas y había espacio para quien estuviese dispuesto a arriesgarse con la altura.
Durante los primeros años habían sido casi treinta miembros regulares. Cambiaban de un año para otro, pero en su mayoría eran profesionales y personal de principios de siglo, casi todos jubilados o desempleados.
El tiempo pasó y el conciliábulo menguó. El propio Blount se había alejado del grupo al descubrir que no le quedaban muchos favores por cobrar. Sus planes para retomar la carrera se habían centrado en el programa de Educación de Adultos de Fairmont. Luego el chico Orozco, sin pretenderlo, le había indicado un atajo magnífico: el movimiento de protesta Bibliotoma. Y el círculo interno del conciliábulo era el lugar perfecto. Quizá fuese una suerte que el círculo interno fuese todo lo que quedase del conciliábulo.
Tom Parker estaba sentado junto a la ventana panorámica. Él y Blount miraban a los manifestantes. Parker rio.
—Bien, decano, ¿va a predicar al coro? Blount gruñó.
—No. Pero nos pueden ver aquí arriba. Salúdalos, Tommie. —Blount siguió su propio consejo, alzando los brazos como si bendijese a los cantores de la entrada principal y al grupo algo más pequeño de la terraza situada junto al camino de la serpiente. De hecho, se había ofrecido para hablarles. Antaño habría sido el orador principal. Seguía siendo una pieza importante, pero con valor publicitario nulo. Repasó algunas de las imágenes que relucían sobre la multitud.
—Vaya, este acto es multitudinario. Con muchas capas.
Pero algunas de las capas eran demostraciones en contra, fantasmas obscenos que recorrían la multitud burlándose. Malditos sean. Desactivó todas las capas de mejora y se dio cuenta de que Parker le sonreía.
—Todavía sigue intentando usar esas lentes de contacto, ¿verdad, decano? —Tocó con cariño su ordenador portátil—. Sólo demuestran que no se puede ganar a la genialidad del entorno de ratón y ventanas. —Parker deslizó las manos sobre el teclado. Estaba recorriendo las capas de mejora que Blount había visto directamente con las lentillas. Puede que Tom Parker fuese el tipo más listo del conciliábulo, pero estaba irremediablemente obsesionado con los métodos antiguos—. He configurado el portátil para que muestre sólo lo verdaderamente importante. —Por la diminuta pantalla iban pasando las imágenes. Había cosas que Winston Blount no había percibido con las lentillas; alguien había situado una especie de nimbo sobre los manifestantes. Impresionante. Tommie seguía riendo—. No me aclaro con el halo púrpura. ¿Se supone que es a favor o en contra de Bibliotoma?
Al otro lado de Parker, Carlos Rivera se apartó de la ventana y se desperezó.
—En contra, según los periodistas. Dicen que el halo bendice a los guardianes del pasado.
Los tres miraron en silencio un momento. El sonido del coro atravesaba los ventanales, pero también el de las protestas en todo el mundo. El efecto de la combinación era más simbólico que hermoso, ya que las voces estaban muy desincronizadas.
Al cabo de un momento, Carlos Rivera volvió a hablar.
—¡Casi un tercio de los visitantes físicos han venido de fuera de la ciudad!
Blount le sonrió. Carlos Rivera era un joven extraño, un veterano minusválido. Apenas cumplía el requerimiento informal de edad del conciliábulo, pero en algunos aspectos estaba casi tan chapado a la antigua como Tommie Parker. Llevaba unas gafas pequeñas y gruesas, de las que habían sido populares a principios de siglo. Tenía marcas de teclear en todos los dedos. Llevaba una de las antiguas camisetas modificables. En aquel momento decía en letras blancas sobre negro: «Bibliotecarios: Guardianes del Pasado, Matronas del Futuro.» El detalle más importante acerca de Carlos Rivera era que pertenecía al personal de la biblioteca.
Parker examinaba las cifras del portátil.
—Bien, hemos llamado la atención del mundo. Hace unos momentos alcanzamos un pico de dos millones de espectadores. Y muchos más lo verán en diferido.
—¿Qué dicen los de relaciones públicas de la UCSD? Parker tecleó en el portátil.
—Vuelan bajo. Los de relaciones públicas prefieren no darle importancia. Ja. Pero la prensa popular los está machacando… —Parker se recostó para hundirse en los recuerdos—. Hubo una época en que habría ocultado mis propias cámaras en los pisos de abajo. ¡Y de haberme dejado en zona muerta, habría hackeado el sitio de relaciones públicas y habría cubierto sus notas de prensa con fotos de libros ardiendo!
—Sí —asintió Rivera—. Pero hoy en día sería difícil.
—Sí. Peor aún, haría falta valor. —Tommie acarició el portátil—. Y ése es el problema de la gente de hoy en día. Han renunciado a la libertad a cambio de seguridad. Cuando yo era joven, no había policías en todos los aparatos ni un payaso cobrando royalties cada vez que pulsabas una tecla. Entonces no existía ningún «Entorno de Hardware Seguro» y no hacían falta diez mil transistores para crear un slip-flop. Recuerdo en 1991, cuando eché abajo el… —Y se puso a contar una de sus historias.
El pobre Tommie. La medicina moderna no le había curado de la necesidad de contar una y otra vez sus batallitas. Pero Carlos Rivera parecía disfrutar con esas historias. Asentía cada pocos segundos con embeleso. Blount se preguntaba a menudo si el entusiasmo de Rivera contaba a favor o en contra del joven.
—… por tanto, cuando se les ocurrió comprobar la fibra, habíamos copiado todos los archivos y…
Por una vez, Rivera ya no prestaba atención. Se había girado hacia los estantes con una expresión de sorpresa absoluta. Soltó algo en chino y luego, por suerte, volvió al inglés.
—Quiero decir, por favor, espere un momento.
—¿Qué? —Parker miró el portátil—. ¿Han puesto en marcha las trituradoras?
Maldición, pensó Blount. Su esperanza había sido que los manifestantes dejasen constancia de aquel terrible momento.
—Sí —dijo Rivera—, pero hace varios minutos, mientras hablaba. Esto es diferente. Alguien ha entrado en la zona de carga.
Winston se puso en pie de un salto… en la medida en que sus articulaciones rejuvenecidas a medias podían saltar, claro.
—¿No habías dicho que abajo había seguridad?
—¡Pensaba que la había! —Rivera también se levantó—. Se lo mostraré.
Las imágenes aparecieron en los ojos de Blount. Vistas de las cámaras de los laterales norte y este del edificio. Más de las que podía procesar.
Blount apartó las imágenes.
—Quiero verlo con mis propios ojos. —Se perdió entre los estantes de la biblioteca, seguido por Rivera—. Si lo hubiésemos sabido, podríamos haber enviado a los nuestros.
Ése era el problema. ¡Como la seguridad era tan buena que nunca fallaba, no había nadie cerca del fallo para aprovecharse! Una parte de la mente de Blount se maravilló de sus nuevas prioridades. En otra época el decano Winston C. Blount había sido un miembro del establishment y hecho lo posible para garantizar que los ignorantes no se lo cargaran. Ahora… bueno, un poco de escándalo quizá fuese la única forma de mantener el establishment.
—¿Los del coro lo han visto?
—No lo sé. Las mejores vistas estaban en cuarentena. —Rivera hablaba como si le faltase el aliento.
Esquivaron los ascensores y la zona de personal, que ocupaban el centro de la planta. Se desplazaban en ángulo recto a los estantes. Muy al fondo de las estanterías cargadas de libros entrevió el cielo por las ventanas.
—Dijiste que cabía la posibilidad de que Max Huertas apareciese.
—Duì. Sí. Hay posibilidades de que venga. Hay varias bibliotecas que empiezan con el proyecto esta misma semana, pero la UCSD es la estrella. —Huertas era algo más que simplemente el dinero que financiaba Bibliotoma, también era un importante inversor de los laboratorios de biotecnología cercanos al campus. Había vuelto del revés el mundo universitario con su tontería de Bibliotoma, sobornando a una administración universitaria que debería haber peleado a muerte contra él.
Blount bajó de ritmo al acercarse a los ventanales. En las últimas décadas el campus de la UCSD había sufrido una revolución. La vibrante campaña de edificación de su época como decano la habían arrasado el terremoto de Rose Canyon y la lógica pedestre de los administradores de la moderna universidad. El campus había vuelto a un estilo de arbolado disperso con edificios que bien podrían haber sido estructuras prefabricadas. De una forma muy, muy triste, le recordaba los primeros años del campus, durante su época de estudiante graduado. «Aquí construimos un lugar tan hermoso y luego dejamos que los oportunistas, la educación a distancia y los malditos laboratorios lo dilapidasen. ¿En qué se beneficia una universidad si para matricular a quinientos mil pierde el alma?»
Llegó hasta el ventanal norte y miró abajo. El sexto piso ocupaba la zona que más sobresalía del edificio. Se podía ver casi a plomo una zona de cemento cuarteado, la zona de carga de la biblioteca. y allí había un tipo mirando furtivamente a su alrededor. Carlos Rivera se puso aliado de Blount y por un momento los dos miraron abajo. A continuación Blount se dio cuenta de que el joven en realidad miraba a través del suelo: había encontrado una cámara en los pisos subterráneos.
—No es Max Huertas —dijo Carlos—. Habría venido con una tropa de lacayos.
—Sí. —Pero era alguien capaz de persuadir a los polis de alquiler de la biblioteca para que le dejasen bajar. Blount tocó el vidrio—. ¡Mira hacia arriba, imbécil!
Era asombroso lo poco que veía directamente desde arriba. El desconocido se movía con una torpeza espástica, como si fuese un viejo con un sistema nervioso regenerado… Blount ya iba teniendo un mal presagio. y de pronto el desconocido miró hacia arriba. Era como descubrir una rata enorme entre tus pies.
—¡Oh, Dios! —Una extraña mezcla de desagrado y curiosidad le obligó a decir—: Hazle subir de inmediato.
En contraste con la soleada zona de carga, el pasillo resultaba bastante oscuro. Robert vaciló mientras se acostumbraba a la poca luz. Las paredes estaban llenas de marcas y raspaduras. El suelo era de cemento desnudo. No era una zona abierta al público. Le traía recuerdos del pasado, cuando los alumnos se colaban en las entrañas de las zonas de mantenimiento de edificios como aquél.
Epifanía colgaba diminutas etiquetas sobre las puertas y el techo, e incluso en las grietas de las paredes. No le ofrecían mucha información, sólo números de identificación e instrucciones de mantenimiento, lo que ataño se habrían limitado a pintar directamente en la pared. Pero si hubiese estado dispuesto a dedicarle tiempo podría haber buscado entre las señales y obtenido información de fondo. Y había misterios. Una enorme grieta de la pared rellena de una sustancia plateada estaba macada como «voladizo-CicloLímite‹1,2mm:2Ss». Robert estaba a punto de ponerse a buscar cuando vio una puerta con un cartel grande, uno que marcaba los segundos:
00:07:03 Equipo de Bibliotoma Activo: ¡aléjese!
Qué demonios, también estaba abierta.
Al otro lado el ruido de sierra era todavía más intenso. Dio cincuenta pasos, dejando atrás cajas de plástico. «Datos rescatados», decían las etiquetas. Al fondo, detrás de una especie de elevadora con patas, había otra puerta abierta. Se encontraba en terreno conocido: estaba al fondo de la escalera de la biblioteca. Miró hacia arriba, a la espiral de escalones. Diminutos fragmentos blancos flotaban agitándose en el interior de la columna de luz central. ¿Copos de nieve? U no le aterrizó en la mano: un fragmento de papel.
Y el estruendo de la sierra era todavía más intenso, y también se oía el sonido de una aspiradora gigantesca. Pero era el estruendo irregular de sierra el que retumbaba por la escalera y le ensordecía. Le resultaba familiar, pero no era precisamente un sonido de interior. Subió las escaleras, deteniéndose en cada rellano. El polvo y el ruido eran peores en el cuarto piso, etiquetado como «Sección PZ del catálogo». La puerta se abrió fácilmente. Más allá estarían los estantes. Todos los libros que pudiese desear, kilómetros de libros. La belleza de las ideas aguardando para atacarlo.
Pero no era una biblioteca como cualquier otra. El suelo estaba cubierto de lona blanca. El aire era una neblina de restos flotantes. Respiró profundamente, olió a brea de pino y a madera quemada… y tardó un rato en dejar de toser.
El brrap, dolorosamente intenso, provenía de cuatro pasillos a la derecha, cuyos estantes estaban vacíos, cubiertos de trozos de papel y mucho polvo.
Brrap. Contra toda lógica, a veces reconocer algo resulta difícil. Pero finalmente Robert recordó exactamente qué tenía que producir aquel rugido abrupto. Lo había oído unas cuantas veces a lo largo de su vida. Pero la máquina que lo causaba siempre estaba en el exterior.
¡Brrrap! ¡Una trituradora!
Más adelante todo eran estanterías vacías, esqueletos. Roben llegó al final de un pasillo y se acercó al ruido. El aire era una niebla de polvo de papel. En el cuarto pasillo, el espacio entre estanterías estaba ocupado por un tubo de tela. El gusano monstruoso estaba muy iluminado interiormente. Al otro extremo, a casi seis metros de distancia, se encontraba la mandíbula del gusano… la fuente del ruido. Indefinidas entre los remolinos de neblina Robert vio dos figuras vestidas de blanco con un rótulo en la espalda: «Rescate de datos Huertas.» Llevaban mascarilla con filtro y casco protector. Podrían haber sido obreros de la construcción. Aunque lo cierto era que el propósito actual de su presencia allí era la deconstrucción: primero uno y luego el otro iban sacando libros de los estantes y los lanzaban a las fauces de la trituradora. Las etiquetas de mantenimiento contenían frases asépticas sobre el horror: la boca voraz era un «desencuadernador personalizado NaviCloud». El túnel de tela que se extendía por detrás era un «túnel cámara». Robert hizo una mueca de espanto… y Epifanía aleatoriamente recompensó el gesto con una visión interior del monstruo: los fragmentos triturados de libros y revistas flotaban por el túnel como hojas en un tornado, dando vueltas y entrechocando. El tejido estaba recubierto interiormente por miles de cámaras diminutas. Los fragmentos se fotografiaban una y otra vez, desde todos los ángulos y en todas las orientaciones, hasta que finalmente la hoja arrancada acababa en un depósito, justo delante de Robert. Datos rescatados.
¡brrrrrap! El monstruo avanzó otro metro, dejando otro metro de estante vacío. Casi vacío. Robert se adelantó y con la mano atrapó algo del estante. No era polvo. Era media página, un resto de los miles de libros que ya habían acabado en el interior del equipo de «rescate de datos». Lo agitó en dirección a los operarios vestidos de blanco y gritó palabras que se perdieron en el fragor de la trituradora y los ventiladores del gusano.
Pero los dos alzaron la vista y le gritaron.
De no haber tenido el gusano reluciente interponiéndose en su camino, Robert se habría abalanzado contra la pareja. Todos se limitaron a hacerse gestos de impotencia, por tanto.
Luego apareció otro tipo detrás de Robert. Un individuo con sobrepeso de unos treinta y tantos años, con bermudas y una enorme camiseta negra. El joven le gritaba en… ¿qué? ¿En mandarín? Rogaba a Robert que volviese con él a la escalera, lejos de la pesadilla.
El sexto piso de la biblioteca no formaba parte de la pesadilla. De hecho, tenía básicamente el mismo aspecto que Robert recordaba de principios de los años setenta. El tipo de la camiseta grande le guió entre los estantes hasta la zona de estudio del sur del edificio. Allí se encontró con un hombre bajito armado con un antiguo portátil, sentado justo frente a la ventana, que se levantó y le miró. Luego de pronto se echó a reír y le ofreció la mano.
—Que me aspen. ¡Eres de verdad Robert Gu!
Robert aceptó la mano, momentáneamente desconcertado. Trituradoras de libros, hombres misteriosos allí arriba. Y aquel coro demencial. Al fin podía ver a los cantores en la plaza.
—Ja. No me reconoces, ¿verdad, Robert? —No. El tipo tenía muchísimo pelo rubio, pero su rostro era tan viejo como las montañas. Sólo su risa le resultaba familiar. Al cabo de un segundo se encogió de hombros y le indicó a Robert que se sentase—. No te lo echo en cara —siguió diciendo—. Pero reconocerte a ti es fácil. Has tenido suerte, Robert, ¿verdad? Supongo que en tu caso el tratamiento Venn-Kurasawa surtió efecto al ciento por ciento; tienes la piel mejor que a los veinticinco. —El viejo pasó una mano manchada por la edad sobre sus propios rasgos y sonrió sin alegría—. Pero ¿qué tal el resto de tu persona? Pareces un poco agitado.
—Yo… perdí la cabeza. Alzheimer. Pero…
—Eh, vale. Me hago cargo.
Lo que Robert reconoció de pronto fue la franqueza, la despreocupación. Tras el rostro del extraño Robert reconoció al estudiante de primero que había hecho que sus años en la UCSD fuesen mucho más emocionantes.
—¡Tommie Parker! —El joven mequetrefe que había sido el genio de la informática en la UCSD incluso antes de salir del instituto, incluso antes de que existiera esa titulación. El hombrecito que no podía esperar a que llegara el futuro.
Tommie asintió, riendo.
—Sí. Sí. Pero hace mucho tiempo que soy el «profesor Thomas Parker». ¿Sabes que me doctoré en el MIT? Luego volví aquí y enseñé durante casi cuarenta años. Estás viendo a un miembro del establishment.
Y además veía los estragos del tiempo… Por un momento Robert guardó silencio. A estas alturas debería estar inmunizado. Miró por la ventana a la multitud, apartando la vista de Parker.
—Bien, ¿qué está pasando, Tommie? Estás instalado aquí arriba como si fueses el comandante en jefe.
Parker río y tecleó. Por lo que Robert veía de la pantalla, el suyo era un sistema antiquísimo, peor que su página visor… y nada comparable con lo que podía obtener de Epifanía. Pero la voz de Tom Parker era todo entusiasmo.
—Es una protesta que hemos organizado. Contra la Amenaza Bibliotoma. No hemos impedido el troceado, pero… mira eso. Es el vídeo de tu entrada. —La pantalla de Tommie mostraba lo que parecía una imagen de teleobjetivo tomada desde el norte del campus. Una figura diminuta, que podía ser Robert Gu, entraba por la zona de carga de la biblioteca—. No sé cómo te has saltado la seguridad, Robert.
—La administración también se lo pregunta —dijo el joven que había rescatado a Robert. Se sentó tras la mesa principal y se sacudió el polvo de papel del pelo y la camiseta. De pronto el eslogan de la camiseta cobró mucho sentido: «El polvo de papel es nefasto.». Se dio cuenta de que Robert lo miraba y le saludó—. Hola, profesor Gu. Soy Carlos Rivera, del personal de la biblioteca. —Su camiseta se volvió blanca, con lo que al menos logró que los trocitos de papel fuesen menos evidentes.
—¿Tomas parte en la destrucción? —De pronto se acordó de la mitad de página que había salvado de la desmenuzadora. La colocó delicadamente sobre la mesa. Contenía palabras; quizá pudiese deducir de qué libro procedía.
—No, no —dijo Parker—. Carlos nos ayuda. De hecho, todos los bibliotecarios se oponen al troceado… excepto los administradores. Y puesto que has conseguido saltarte la seguridad de la biblioteca, creo que incluso ahí tenemos aliados. Eres un tipo famoso, Robert y podríamos dar buen uso al vídeo que has captado.
—Pero yo… —Robert iba a decir que no llevaba ninguna cámara. Luego se acordó de la ropa—. Vale, pero tienes que indicarme cómo pasártelo.
—No hay problema… —dijo Rivera.
—Estás usando esa mierda de Epifanía, ¿verdad, Robert? Sí, tendrás que buscar la ayuda de alguien que vista. Los vestibles se supone que te simplifican las cosas, pero en general no son más que una excusa para que los demás controlen tu vida. Yo prefiero seguir con las soluciones efectivas. —Tocó el portátil. Por algún capricho de la memoria, Robert reconoció el modelo. Veintitantos años antes el dispositivo era lo más avanzado en potencia y miniaturización, de apenas veinte centímetros por veinticinco, con una pantalla muy brillante de unos milímetros de grosor y una buena cámara. Ahora… incluso Robert lo consideraba de una lentitud monstruosa. ¿Cómo puede comunicarse con la magia moderna?
La mirada de Parker se dirigió al bibliotecario. —¿Cómo ha entrado en el edificio, Carlos?
Rivera dijo:
—Wóbu zhdo.
Tommie gruñó.
—Estás hablando en chino, Carlos.
—Oh, lo lamento. —Miró a Robert—. Fui traductor del Ejército durante la guerra —dijo, como si eso lo explicara todo—. No sé cómo entró, profesor Parker. Le vi venir desde Warschawski Hall. Yo empleaba los mismos puntos de vista que el sistema de seguridad. Pero incluso después de llegar la troceadora no había nadie para detenerle. —Se volvió, mirando expectante los estantes—. Quizás el decano tenga a otras personas trabajando para descubrirlo.
Al cabo de un momento, un anciano surgió de entre los libros.
—Sabes que no es así, Carlos. —Fue hasta el ventanal sin mirar a Robert. Ajá, pensó Robert, así que aquí es donde Winnie lleva perdido un par de semanas. Blount miró hacia la plaza unos segundos. Al fin dijo—: Ya no cantan. Saben lo de la llegada de Gu, ¿no?
—Sí, señor. Aunque no hemos hecho públicos nuestros propios vídeos, hay periodistas de sobra por aquí. Al menos tres fuentes populares le han identificado. —En el exterior, la multitud vitoreaba.
Roben probó el encogimiento que, según Juan, le ofrecería las noticias locales. Sólo consiguió unos anuncios.
Y Sharif permanecía en silencio.
Un momento después Blount regresó a la cabecera de la mesa y se sentó resollando. No había mirado directamente a Robert; Winnie no parecía tan confiado como en la clase de Chumlig. ¿Cuánto tiempo hace desde la última vez que practicamos nuestros jueguecitos políticos? Robert miró directamente a Blount. Eso haría que Epifanía realizase una búsqueda sobre él. Además, antaño esa mirada le habría puesto nervioso.
—Vale —asintió Blount dirigiéndose a Tom Parker—, diles a los manifestantes que inicien la siguiente fase. Ya sabes, las entrevistas y los artículos de opinión.
—¿Qué hay del señor Nueva Situación aquí presente? —Tommie lanzó el pulgar en dirección a Robert.
Al fin, Blount miró a Robert. Y Epifanía comenzó a enviar información a su vista: Google BioFuente: Winston C. Blount, máster en literatura inglesa por la UCSD en 1971, doctorado en literatura inglesa por UCLA en 1973, profesor adjunto de lengua inglesa en Stanford entre 1973 y 1980, profesor de literatura y luego decano de Artes y Letras en la UCSD entre 1980 y 2012. [Bibliografía, Discursos, Favoritos.]
—Bien, Winnie —dijo—, ¿sigues haciendo contactos y relacionándote?
El otro se puso pálido, pero respondió con tranquilidad.
—Llámame Winston, o decano Blount, como prefieras. —Hubo una época en que respondía al nombre de Win. Era Robert quien le había quitado aquel mote.
Se miraron en silencio varios segundos. Al fin, Blount dijo:
—¿Tienes alguna explicación de por qué has podido entrar por la puerta de servicio?
Robert rio.
—Me he limitado a entrar. Soy el más ignorante de todos, Winston. —¿Qué había sido de Zulfi Sharif?
Tommie Parker alzó la vista.
—Hay información pública reciente sobre Robert Gu. Roben ha padecido Alzheimer avanzado durante casi cuatro años. Es una de las curaciones recientes. —Miró a Robert—. Tío, casi te mueres de viejo antes de recuperarte. Por otra parte, parece que has tenido una suerte médica increíble. Bien, de todos los días posibles, ¿qué te ha traído hoy a la UCSD?
Robert se encogió de hombros. Le resultaba sorprendente hasta qué punto era reacio a contar lo de sus problemas con Bob y Miri. —Pura coincidencia. He venido a la UCSD porque… porque quería ver los libros.
En la cara de Blount se dibujó una sonrisa poco amistosa.
—Qué propio de ti, venir el día que empezamos a quemarlos. Rivera protestó:
—Es trocear, decano. Es decir, técnicamente. Excepto por el polvo, se preserva todo el troceado.
Robert miró el papel roto que había traído de abajo; ¿un trozo que había escapado a su descanso final? Sostuvo el solitario pedazo de papel. —Sinceramente, no sé qué está pasando. ¿Qué es eso? ¿Qué locura justifica destruir los libros?
Winnie no respondió de inmediato; le hizo un gesto a Rivera para que le pasase el fragmento. Lo puso sobre la mesa y lo miró un segundo. Su sonrisa amarga se ensanchó un poco.
—Qué agradable ironía. Están empezando por la sección PZ, ¿verdad, Carlos?
—Duì —respondió el joven, vacilando.
—¡Esto —Winnie agitó el papel en el aire— ha salido de un libro de ciencia ficción! —Una risa seca—. Esos cabrones de la ciencia ficción reciben lo que se merecen. Durante treinta años secuestraron la educación en literatura… y esto es lo que han logrado con su reduccionismo. Ya era hora. —Arrugó el papel y se lo lanzó a Robert.
Tommie agarró la bolita e intentó resucitarla.
—Es un simple accidente que hayan empezado por la ciencia ficción, decano.
—En realidad —dijo Rivera—, corre el rumor de que el troceado empezó con la ciencia ficción para tener menos quejas de los gilipollas. —No importa —dijo Tommie—. Tenían previsto estar bien metidos en otras materias al final del día.
Winnie se inclinó hacia delante.
—¿Qué quieres decir con eso de que «tenían previsto»?
—¿No lo sabes? —Parker volvió a tocar el portátil; ¿estaba enamorado de ese dispositivo antiguo o qué?—. El troceado se ha topado con un pequeño problema técnico. Lo han dejado por hoy. —Sonrió—. Según la prensa popular el «pequeño problema técnico» ha sido la inesperada aparición de Robert en plena operación.
Rivera vaciló y la luz se relajó en las profundidades de sus gruesas gafas.
—Sí —dijo. Así que, después de todo, la multitud de fuera tenía algo que celebrar. Winnie se puso en pie, volvió a mirar por la ventana y se sentó—. Muy bien, ¡hemos logrado nuestra primera victoria! Transmite nuestras felicitaciones a las tropas, Tommie.
Robert alzó las manos.
—¿Alguien me explica esta locura? Puede que no los estén quemando, pero esto se parece mucho a Fahrenheit 451. Otra historia de ciencia ficción, Winston.
Rivera agitó la mano.
—Búsqueda por la palabra clave «Bibliotoma», profesor Gu.
Robert hizo un gesto y tocó. ¿Cómo logra hacerlo Juan sin parecer un idiota?
—Toma, usa mi portátil. Nunca descubrirás cómo tener noticias a través de Epifanía.
Winston Blount dio un puñetazo en la mesa.
—Lo puede hacer cuando esté solo, Tommie. Aquí tenemos un trabajo serio.
—Vale, decano. Pero Robert ha cambiado las cosas. Podemos sacar un buen partido de su reputación.
Rivera asintió.
—Sí. Ganó casi todos los premios literarios existentes.
—Que se los guarde —dijo Blount—. Ya tenemos cinco Nobel.
En comparación con ellos, Gu no es especial. —La mirada de Blount recorrió rápidamente la cara de Robert. El corte dirigido a Robert había ido acompañado de una ligera vacilación, probablemente demasiado breve para que los otros la percibiesen.
El detalle más importante acerca de Winston Blount no aparecía en su biografía de Google. Erase una vez un Winnie que se había considerado poeta. Pero no lo era; era simplemente expresivo al hablar y poseedor de un ego enorme. Cuando los dos habían llegado a Stanford como miembros novatos, Robert había perdido la paciencia con el farsante. Además, las reuniones del comité habrían sido mortalmente aburridas de no ser por su pasatiempo: picar a Winnie Blount. El tipo había sido una fuente infinita de diversión porque parecía creerse capaz de superar a Robert en ingenio. Semestre tras semestre, los duelos verbales se volvieron más acerados y los fracasos de Winnie más evidentes. No ayudaba en absoluto a su causa el hecho de que Blount careciese de talento para lo que más deseaba: crear obras literarias importantes. La campaña desenfadada de Robert había resultado devastadora. A finales de los años setenta d pobre Winnie era el hazmerreír, el hazmerreír a sus espaldas, del departamento. Lo único que quedaba de sus pretensiones de ser importante era su pomposidad. Había abandonado Stanford y Robert recordaba la sensación de satisfacción de haber hecho algo bueno por el mundo cuando Blount descubrió el lugar que le correspondía en la jerarquía de las cosas y se convirtió en administrador…
Pero probablemente fuese tan buen poeta como el nuevo Robert Gu. ¿Lo sabrá Winnie?
Evidentemente, Tommie Parker desconocía esos tejemanejes. Respondió al comentario de Blount como si fuese la expresión de un hecho neutral.
—Alguien le cree importante, decano. Alguien tuvo el poder de hacerle atravesar una buena seguridad comercial. —Se volvió hacia Gu—. Piensa, Robert. Sé que para ti este mundo de información es nuevo y que Epifanía oculta muchas cosas, pero ¿hoy has notado algo extraño? Es decir, antes de entrar en la biblioteca.
—Bien… —Miró al aire. Su búsqueda web empezaba a dar resultados, textos e imágenes del «Proyecto Bibliotoma: rescatando la prehistoria para los estudiantes del presente». Desde luego era algo muy raro. Por lo demás… había luces flotantes que indicaban cosas diferentes. Intentó recordar la explicación de Juan. Ah. Sharif había vuelto, un icono color rubí que flotaba doblando la esquina de los estantes—. He tenido ayuda. De un graduado llamado Zulfikar Sharif.
—¿Estabas en contacto con él cuando bajaste a la biblioteca?
—Sí. Sharif pensaba que podría entrar más fácilmente si no intentaba atravesar la multitud de la entrada principal.
Rivera y Parker se miraron.
—¿No viste las cintas de seguridad? Deberían haberte guiado hasta el lado sur del edificio.
—Profesor, creo que le secuestraron.
Parker asintió.
—No te sientas mal, Robert. Sucede a menudo con los vestibles. Deberíamos localizar a ese tal «Zulfikar Sharif».
Robert señaló la luz rubí.
—Creo que sigue aquí.
Epifanía debió entender el gesto como una orden e hizo que la luz fuese visible para todos: Rivera miró hacia donde apuntaba.
—¡Sí! ¿Lo ve, profesor Parker?
Tommie miró el portátil y tocó el touchpad.
—Claro que le veo. Apuesto a que ha estado escuchando vía Robert. ¿Qué tal si le invitamos a charlar?
Blount entornaba los ojos, indefenso. Era evidente que no podía ver el destello color rubí. Sin embargo, consideró que la pregunta iba dirigida a él.
—Sí. Hazlo.
Roben tecleó un permiso. Pasó un segundo. La chispa rubí flotó hasta el borde de la mesa… y abruptamente se transformó en un ser humano a tamaño completo, de piel oscura y ojos sinceros. Sharif sonrió como disculpándose y rodeó la mesa para «sentarse» en una silla al otro lado.
—Gracias por invocarme, profesor Gu. Y sí —dijo a los otros—, he estado escuchando. Me disculpo por mis muchos problemas de comunicación.
—Yo diría que se ha aprovechado de la ignorancia de un principiante —dijo Parker.
B10unt asintió enfáticamente.
—¡Lo mismo diría yo! Yo… —Vaciló, pareció pensárselo—. Ah, a la mierda. ¿Qué más da, Tommie? Todo lo que íbamos a hacer hoy es perfectamente público.
Tommie sonrió.
—¡Cierto! Pero si he aprendido algo es a mirar siempre los dientes del caballo regalado. A veces resultan pertenecer a la variedad troyana —Miró la imagen del portátil—. Bien, señor Sharif, no me importa si ha estado escuchando o no. Simplemente dígame qué hacía con Robert Gu. Alguien le guió hasta la entrada de servicio y a través de la seguridad.
Sharif sonrió vacilante.
—Sinceramente, me sorprende tanto como a ustedes. El profesor Gu y yo hablábamos tranquilamente cuando él llegó al campus. Dejó de hablar mientras bajábamos la cuesta desde Warschawski Hall. Y luego, sin razón aparente, giró a la izquierda y se dirigió al lado norte de la biblioteca. Lo siguiente que vi fue que entraba por la zona de carga… y perdí el contacto. No sé qué más puedo decir. La seguridad de mi vestible es máxima, claro está. Mmm. —Vaciló un momento y luego cambió de tema—. ¿No se están tomando todo esto de la peor forma? Es decir, el Proyecto Bibliotoma haría accesible la literatura del pasado virtualmente a todos… y más rápido que cualquier otro proyecto. ¿Qué tiene eso de malo?
Declaración que fue recibida con un silencio absoluto. Winston Blount sonrió apenas.
—Supongo que no ha visto nuestro sitio web.
—Ah, todavía no. —Hizo una pausa y pareció mirar al infinito—. Vale, veo a qué se refiere. —Sonrió—. Supongo que debería estar de su parte… ¡lo que pretenden ustedes garantizará mi trabajo en 411! Miren, adoro a los poetas antiguos, pero es difícil acceder a la literatura de antaño. Si te interesan temas posteriores al año 2000 hay fuentes por todas partes y la investigación logra resultados. Pero, para el resto, hay que buscar en eso. —Sharif agitó la mano en dirección a las filas ordenadas de libros, los estantes que ocupaban el sexto piso de la biblioteca—. Hacen falta días para descubrir incluso lo más trivial.
Vago de mierda, pensó Robert, y se cuestionó el entusiasmo inicial de Sharif por los «libros de verdad». Pero esa tendencia ya se había manifestado en su época de profesor. No eran sólo los estudiantes los que se negaban a ensuciarse las manos. Incluso los supuestos investigadores pasaban del universo de todo lo que no estaba en la red.
Winnie miró furioso al joven.
—Señor Sharif, no comprende lo que representa el fin de las estanterías de libros. No se viene aquí esperando la respuesta precisa a una pregunta. No, no es así. En las miles de ocasiones en que he ido a rebuscar en los libros, rara vez he encontrado justo lo que buscaba. ¿Sabe qué encontré? Encontré libros sobre temas relacionados. Encontré respuestas a preguntas que no me había planteado. Esas respuestas me condujeron por sendas nuevas y casi siempre resultaron más valiosas que lo que pudiese tener en mente al principio. —Miró a Rivera—. ¿No es así, Carlos?
Rivera asintió. A Robert le pareció que sin demasiado entusiasmo.
Pero Winnie tenía toda la razón, tanto que Robert también tenía que contribuir a la misma argumentación.
—Esto es una locura, Sharif. Aparentemente el Proyecto Bibliotoma consiste en fotografiar y digitalizar la biblioteca. Pero… —De pronto recordaba cosas de sus últimos años en Stanford—. ¿No lo había hecho Google ya?
—Es cierto —dijo Rivera—. De hecho, es lo primero que argumentamos y quizás el mejor argumento de todos. Pero Huertas es un gran vendedor y tiene su propio discurso. Lo que tiene en mente es rápido y muy, muy barato. Las digitalizaciones anteriores no han sido tan globales y unificadas como ésta. Y Huertas dispone de abogados y software que le permitirán obtener micropagos por todos los viejos sistemas de copyright… sin sacar nuevas licencias.
Winnie soltó una risita amarga.
—La verdadera razón para que la administración aceptase todo esto es que adoran el dinero de Huertas y quizás incluso la publicidad. Pero deje que le diga, señor Sharif, que trocear destruye los libros. Eso es lo importante. Sólo nos quedará un montón inútil.
—Oh, no, profesor Blount. Lea el resumen. Las imágenes que surgen del túnel de cámaras son analizadas y se formatean. Es una simple cuestión de software reorientar las imágenes, comparar los cortes y reconstruir el texto original en el orden correcto. Es más, aparte de su simplicidad mecánica, ésa es la razón para su violencia aparente. Las roturas son únicas. En realidad, no tiene nada de nuevo. Las reconstrucciones son un clásico de la genómica.
—¿Ah, sí? —Robert levantó la página destrozada que había rescatado de los estantes PZ. La sostuvo como si fuese la víctima fláccida de un asesinato—. ¿Qué perfección del software va a recuperar algo que fue arrancado de sus tapas pero jamás se fotografió?
Sharif iba a encogerse de hombros, pero vio la expresión en el rostro de Robert.
—Señor, realmente no es un problema. Habrá algunas pérdidas, cierto, incluso si todo se fotografiase como es debido, los programas cometerían algunos errores. Potencialmente, la tasa de error puede estar por debajo de unas cuantas palabras por millón de volúmenes. Es mucho mejor que la reedición en papel usando correctores manuales. Ésa es la razón por la que otras grandes bibliotecas participan en el proyecto, para obtener relaciones fiables.
«¿Otras grandes bibliotecas?» Robert se dio cuenta de que estaba boquiabierto. Cerró la boca; no se le ocurría nada que decir.
Tommie miró el portátil.
—De pronto está usted muy bien informado, señor Sharif.
—Pero… vamos, visto —dijo el joven.
—Ya. Y lo único que desea en realidad es proseguir con su amor a la literatura.
—¡Sí! Mi directora de tesis ha basado toda su carrera en Secretos de las edades de Gu. ¡Y ahora descubro que el gran poeta ha vuelto del Alzheimer! Es una oportunidad de las que se dan una vez en la vida… Miren. Si no creen mi biografía Google, comprueben los directorios 411. Tengo muchos clientes satisfechos, muchos de ellos estudiantes de literatura de la UCSD… ¡no es que los ayude de forma poco ética! En absoluto. —Ajá. Quizá pagar para que te hiciesen los deberes seguía estando mal visto en aquel maravilloso mundo del futuro—. No sé qué le ha pasado hayal profesor Gu, pero ¿no ha retrasado el Proyecto Bibliotoma? ¿No es eso lo que quieren?
Blount y Rivera asentían.
—Sí —dijo Tommie—. Eres algún tipo de troyano.
—¡Sólo soy un estudiante de literatura inglesa!
Tommie cabeceó.
—Podría usted ser casi cualquier cosa. Podría ser un comité. Cuando quieren parecer un amante de la literatura, ponen a hablar a un miembro que sabe de poesía. —Tommie se recostó en la silla—. Hay un viejo proverbio: la confianza comienza con el contacto personal. En su biografía no veo ninguna cadena fiable de confianza.
Sharif se puso en pie y atravesó a medias la mesa. Miró hacia arriba, agitando los brazos al cielo.
—¿Me quieren en persona? Los puedo satisfacer. Miren ahí abajo, al banco, junto al camino.
Tommie reclinó su silla aún más y miró por encima del hombro. Robert se acercó al ventanal y se asomó. Buena parte de la multitud ya se había dispersado, dejando atrás a algunos de los manifestantes más recalcitrantes. El sendero era una serpiente de baldosas que iba colina arriba, cuya cabeza llegaba justo al borde de la terraza de la biblioteca. Era un mosaico de verdad, arte nuevo desde los años de Robert en la UCSD.
—Vine desde Corvallis para ver al profesor Gu. Por favor, no me rechacen ahora.
Y allá abajo, junto al sendero, había un segundo Zulfi Sharif, uno que no era en absoluto virtual. Miraba hacia arriba y saludaba.