Epílogo

Pasaron seis semanas.

Robert prestaba más atención a las noticias; había descubierto que el mundo podía volverse contra uno. Él y Miri comparaban notas sobre lo que veían. Supuestamente las acciones en el fin del mundo ya habían terminado. Los rumores decían que se había encontrado muy poco. Los rumores, y algunas noticias auténticas, hablaban de escándalos en los servicios de inteligencia de la UE, India y Japón. Todas las Grandes Potencias seguían muy nerviosas a propósito de «pon aquí tu teoría demencial favorita».

En lo que se refería al hogar, ¡Bob había vuelto! Robert y Miri consideraban por tanto que algunas de las teorías de desastres eran menos probables. Otras seguían siendo aterradoramente viables. Efectivamente, Bob se puso como un loco al descubrir lo de Alice. Durante un tiempo la situación en casa fue muy tensa. Tanto Robert como Miri presentían batallas descorazonadoras ocultas tras las miradas y los silencios. Miri había tenido años para descifrar las señales. Suponía que Bob había apelado a los médicos, que se había quejado muy alto en la cadena de mando. No había servido de nada. Alice seguía entrenándose.

En algún momento, Juan regresó de Puebla. Miri no tenía mucho que decir, pero se hablaban. El chico volvía a sonreír.

De Lena… sólo había silencio. Estaba viva. Sus mensajes no rebotaban y el enum seguía siendo accesible. Era como hablar a un vacío infinito. Y Robert seguía hablando, un mensaje cada día… mientras se preguntaba qué más debía hacer.

Xiu Xiang había abandonado Al Final del Arco Iris.

—Lena me pidió que me fuese —le dijo Xiu—. Supongo que la incordié demasiado.

Pero ¡ahora sé dónde vive! Podría ir allí. Podría hacerle comprender lo mucho que he cambiado. Y quizá sólo demostrase que había cambiado en todo menos en lo importante. Por tanto, Robert no fue hasta Al Final del Arco Iris; tampoco fisgó por las cámaras públicas de ese lugar. Pero siguió escribiéndole. Y cuando estaba fuera, a menudo imaginaba que además de la vigilancia habitual de veinticuatro horas al día y siete días a la semana, había alguien más vigilándole, alguien que quizá llegase a perdonarle algún día.

Mientras tanto, se dedicó al trabajo del instituto. Le quedaba mucho por aprender. Y el resto del tiempo lo pasaba con Comms-R-Us. Les gustaba su trabajo.

Dos meses después del Gran Disturbio de la Biblioteca, Robert regresó a la UCSD. Había perdido el contacto con Winston y Carlos. Pensándolo bien le resultaba curioso. Durante unos días el conciliábulo había sido un grupo unido de conspiradores, pero ya apenas hablaban. La explicación más simple era la vergüenza mutua. Los habían utilizado y sus fines respectivos habían estado a punto de matar a mucha gente. Eso era cierto, pero para Robert había otra explicación, mucho más extraña e igualmente inquietante: el conciliábulo era como una pandilla de niños y su intimidad se habían evaporado en cuanto los niños habían prestado atención a otras cosas. En ocasiones la desesperación del semestre de otoño resultaba casi tan remota como su vida en el siglo XX. Había muchas cosas que quería aprender, hacer y ser, y tenían muy poco que ver con lo que le había consumido anteriormente.

Al final, fue su proyecto con Comms-R-Us lo que le hizo volver al campus. Las fluctuaciones y la latencia eran un problema considerable en los protocolos de vídeo, peores para el sonido y completamente destructivos en las interfaces sensotáctiles. Los robots hápticos mejoraban cada vez más… pero eran casi inútiles cuando se las controlaba por red. Comms-R-Us quería que probase en robots sus alocados planes de sincronización.

Tras Bibliotoma y el disturbio, la administración de la UCSD había invertido en la biblioteca toneladas de dinero. En algunos aspectos, su experiencia sensotáctil era mejor que la de parques comerciales como Pyramid Hill. La pregunta era cómo se podía exportar a la red. Había leído mucho, había estudiado el diseño de los robots sensotáctiles, pero, hasta que resolviese el problema, la experiencia de primera mano era vital. Fue en coche a la UCSD.

Dos meses. Tampoco era tanto tiempo. Los cuartos de servidores en el lado norte de Warschawski Hall se habían fundido. Había un campo de fútbol donde había estado el Departamento de Ingeniería de Software. Roben comprendía que no era una destrucción relacionada con el Disturbio de la Biblioteca ni con el asalto de los marines; era uno de los cambios habituales en cualquier institución moderna.

Siguió el camino entre eucaliptos. Como siempre, al salir de entre los árboles aparecía la súbita panorámica de kilómetros de meseta, hasta las montañas. Y allí, de pie frente a todo, seguía la biblioteca Geisel.

Era con diferencia el edificio más antiguo de la UCSD, parte del veinte por ciento de edificios reconstruidos tras el terremoto de Rose Canyon. Pero los daños sufridos entonces no habían sido nada en comparación con lo sucedido durante el disturbio, cuando los patrocinadores del conciliábulo habían arrancado el lado oriental de sus cimientos. Cualquier otro edificio del campus lo hubiesen derribado después de algo así, quizá lo hubiesen restaurado en caso de poseer el suficiente valor histórico. Pero nada de eso había pasado con la biblioteca Geisel.

Robert fue por el norte de la biblioteca, dejando atrás la zona de carga. Había visto imágenes de la estructura inmediatamente después del disturbio, los pisos inclinados y caídos, los soportes improvisados que el Departamento de Bomberos había instalado cuando se habían quemado los servos internos, los trozos de cemento del siglo XX esparcidos por la explanada.

Esas señales de destrucción habían desaparecido. Los pisos salientes volvían a estar rectos.

La universidad no había realizado una simple restauración. La cara oeste casi no había sufrido cambios, aparte de una distorsión perceptible sobre la zona de carga, y en la este se apreciaba una torsión de los grandes pilares del edificio. Los pilares que se habían movido, sobre los que la biblioteca había «caminado», estaban bien sujetos. En la base había hierba y cemento liso, el sendero de baldosas que era la serpiente del conocimiento. Mirando hacia arriba, se veía una espléndida enredadera que seguía la torsión del cemento. Donde terminaba la trepadora había hileras de piedrecitas de colores encajadas en los pilares, que dibujaban franjas, como líneas de tensión sobre cristal iluminado. Y encima de todo, el rectángulo de cada piso se apartaba ligeramente del que había debajo.

Por las especificaciones del edificio, Robert supo que algunos de los pilares eran de fibra de carbono insertada en un material compuesto ligero. Sin embargo, el edificio era tan real y sólido como aparecía alojo desnudo; más que cualquier otro edificio del campus, era auténtico. Aquel edificio estaba vivo.

Subió las escaleras, deteniéndose en cada piso para echar un vistazo. Reconoció el dominio Hacek. Todavía había Bibliotecarios Militantes. Pero ¿no los habían echado? En otros puntos reinaba la locura scoochi. El mito scoochi era una tontería ecléctica que no había logrado entender. Le resultaba incomprensible cómo encajaba con las metáforas de la biblioteca. Pero los scoochis habían «ganado» el disturbio y se habían quedado la biblioteca.

En otros puntos, ambos círculos de opinión corrían en paralelo. Uno podía escoger el que quería, o ninguno de los dos.

Robert se concentró en las vistas de administración y lo que captaba a simple vista. Después de todo, había ido allí a estudiar el soporte sensotáctil. Por todas partes había robots hápticos… no tantos como en Pyramid Hill, pero la universidad había logrado encajar casi tanta variedad en unos cuantos pisos de un único edificio. La UCSD había gastado montones de dinero en esos cacharros. Había algunos modelos libres, pero la mayoría estaban fijos a una superficie. Eran rápidos. Tan pronto como un Bibliotecario Militante tendía la mano para recoger la visión de un libro, un robot se desplazaba a esa posición y alteraba su superficie allí donde fuese a encontrarse con la mano de la persona.

Robert se quedó allí unos momentos, observando la acción. La visión a simple vista no se parecía a nada que hubiese experimentado. Cuando la estudiante, 10 que era en realidad sin la imagen de Bibliotecaria Militante, sostenía el libro entre las manos, los hápticos se modificaban coordinadamente, sin perder nunca el contacto o desplazándose de una forma diferente a la visión creada. Cuando lo dejaba sobre la mesa, los hápticos se desplazaban instantáneamente a otra tarea… en este caso dar soporte a algún cliente scoochi en una maniobra todavía más ininteligible.

Se dio cuenta de que la chica le miraba.

—¡Lo siento, lo siento! Es que no había visto nada de esto.

—Fantástico, ¿no? —Le sonrió.

—Sí, eh, fantástico.

En algún punto de la capa alta de protocolo, todo aquello implicaba libros y contenido de libros. En la capa física, era todavía más… fascinante. Siguió vagando, con la mente muy lejos, intentando imaginar cómo el baile complejo de los hápticos se podría reproducir en robots que estuvieran a cierta distancia en la red. Si en ambos lados se incluían actores humanos, sería infernalmente difícil. Pero si se trataba de un servicio asimétrico, quizás…

—¡Eh, profesor Gu! Mire arriba.

Robert se volvió hacia la voz. El techo se había vuelto transparente, así como el del siguiente piso. Su vista atravesaba el sexto. Carlos Rivera le miraba desde arriba, con una sonrisa de felicidad en la cara.

—Hace tiempo que no le veía, profesor. Suba, ¿quiere?

—Claro. —Robert encontró el camino a las escaleras. En las escaleras no había distracciones hápticas… como tampoco las había en el sexto piso. Pero tampoco había libros. Alguien había montado despachos.

Rivera le enseñó las instalaciones. Parecía ser el único ocupante del piso.

—Ahora el equipo está muy disperso. Algunos trabajan en las nuevas extensiones para el sótano.

—Entonces, ¿a qué te dedicas? Supongo que sigues siendo bibliotecario.

Carlos vaciló.

—Bien, ahora ocupo varios puestos. Es una larga historia. Eh, venga a mi despacho.

Tenía el despacho en la esquina sureste, con ventanas que daban al camino de la serpiente y las explanadas. De hecho, allí era donde había celebrado las reuniones el conciliábulo. Carlos le hizo un gesto para que se sentase y él se acomodó tras una enorme mesa. Carlos, que seguía con sobrepeso, todavía llevaba gafas de culo de botella y una camiseta pasada de moda. Pero había una diferencia. Parecía más relajado, más enérgico… feliz con lo que fuese que hacía.

—Tenía la esperanza de que pudiésemos hablar, pero he estado tan atareado desde… ya sabe, desde que casi lo jodimos todo por completo.

—Sí, sé a qué te refieres. Tuviste… mucha suerte, Carlos. —Miró el despacho. En aquellos días era difícil deducir la posición jerárquica guiándose por los objetos visibles, pero gran parte del mobiliario y las plantas era realmente lo que parecía—. Ibas a hablarme de tu trabajo.

—¡Sí! Me da un poco de vergüenza. Soy el nuevo director de soporte bibliotecario. Es el título reconocido por la universidad. En algunos círculos, ése no es el título importante. Abajo y para el resto del mundo descubrirá que soy otras cosas… por ejemplo, Conocimiento Peligroso y Grandioso Pequeño Scooch-a-mout.

—Pero son de dos círculos de opinión diferentes. Pensaba…

—Leyó que los scoochis lo habían ganado todo, ¿no? No es del todo cierto. Tras la tormenta, se llegó a un extraño… bien, la palabra «compromiso» no es exacta. «Alianza» o «fusión distanciada» serían términos más adecuados para describirlo. —Se arrellanó en el asiento—. Da miedo pensar en lo cerca que estuvimos de volar esta parte de San Diego. Pero nos detuvimos justo a tiempo. Y ese disturbio demencial dio más dinero que una nueva producción cinematográfica. Lo que es más importante, sacó dinero y creatividad de todas partes, y la administración de la universidad tuvo la inteligencia de aprovecharse. —Vaciló, y dijo con un poco de tristeza—: Por tanto, fracasamos en todo lo que dijimos que pretendíamos hacer. Los libros han desaparecido. Han desaparecido físicamente. Pero la biblioteca Geisel vive, y esos dos demenciales círculos de opinión dispersan su contenido por todo el mundo. Pero eso ya lo sabe, ¿no? ¿Por eso ha venido?

—En realidad, he venido a estudiar vuestros hápticos. —Robert le explicó que estaba interesado en la interacción táctil a distancia. —¡Eh, es genial! Los dos grupos me presionan para que extienda el alcance. Pero, en otro orden de cosas, ¿qué le pareció lo que hacíamos con la experiencia bibliotecaria?

—Mmm, Los Bibliotecarios Militantes parecen los mismos de siempre, supongo. Es una interfaz divertida, si te gustan esas cosas. Los scoochis… He intentado entender qué hacían, pero no tiene ni pies ni cabeza. Es tan inconexo que parece casi como si cada libro ocupase su propia realidad consensuada.

—Casi. Los scoochis siempre han sido eclécticos. Ahora que pueden, están construyendo consenso interactivo hasta el nivel mínimo de tema, incluso en ocasiones de párrafo. Es mucho más sutil que lo de Hacek, aunque los niños lo entienden de inmediato. Su verdadero poder es que los scoochis pueden fusionar realidades. Eso es lo que les pasó con los hacekeanos. Los scoochis vienen de todas partes, incluso de estados fracasados. Ahora están enviando la digitalización al exterior. Donde conviene, la gente de Hacek dirige el catarro. Otros lugares, otras visiones… pero con acceso al fondo completo de la biblioteca. Si resuelve usted el problema de la interacción táctil remota, el atractivo sería mucho mayor. —Carlos miró el despacho donde el conciliábulo había maquinado para lograr fines muy diferentes—. Muchas cosas han cambiado en dos meses.

—¿Qué crees que pasó esa noche, Carlos? ¿Se suponía que el disturbio cubriría lo que hacíamos nosotros cuatro… o era al revés?

—Lo he pensado bastante. Creo que el disturbio era la distracción, pero una distracción que se desmadró y acabó provocando tremendos… ¿qué es lo contrario de daños colaterales? ¿Beneficios colaterales? Sharif-alguien, a menudo a mí se me presentaba como un conejo, era un loco alegre.

Conejo. Así era como sus interrogadores habían llamado al Extraño Misterioso. También era como el Extraño se había llamado al final.

—Bien, nuestra participación en ese asunto fue más tenebrosa. Conejo nos manipuló, a cada uno según su debilidad.

Carlos asintió.

—Sí.

—Conejo prometió a cada uno hacer realidad su deseo secreto, con intención de largarse en cuanto cometiésemos la traición necesaria. —Aunque, para ser sinceros, Robert estaba bastante seguro de que el bicho había muerto. Quizá las cosas habrían sido diferentes de haber sobrevivido. La ardiente esperanza de la promesa del Extraño era lo que había alimentado la traición de Robert. La esperanza sólo era ya cenizas frías. Gracias a Dios.

Carlos se inclinó hacia delante. Tras los gruesos cristales tenía una mirada de escepticismo.

—Vale —dijo Robert—, quizá Conejo no nos prometiese algo a todos. Creo que para Tommie lo de conspirar a gran escala era su propia recompensa.

—Probablemente fuese así. —Pero el bibliotecario no parecía convencido.

—Mira, nos quedaría claro si alguna promesa se cumpliese. Sería espectacular. Apuesto a que Winston quería… ¿dónde se mete Winnie? —Se puso a buscar la respuesta, pero Carlos ya la tenía.

—El mes pasado la universidad contrató al decano Blount, en la División de Artes y Letras.

Los ojos de Robert recorrieron los resultados de la búsqueda. —Pero ¡como ayudante de nivel más bajo!

—Sí, es estrambótico. La actual decana de Artes y Letras es Jessica Laskowicz. Otra recauchutada médica. Pero a principios de siglo era secretaria de la división. Hoy en día, las posibilidades de promoción de los ayudantes no tienen techo, pero Winston empieza desde terriblemente abajo y, según se rumorea, él y Laskowicz nunca se llevaron bien.

Oh, Dios.

—Supongo que Winston finalmente hizo las paces con sus sueños. —Como yo. En cualquier caso, significaba que el Extraño Misterioso se había ido de veras y que con él habían muerto sus extravagantes promesas. Miró a Carlos Rivera e intuyó que le esperaba una gran sorpresa. A Robert le quedaba muy poco de su antiguo talento para las personas; lo evidente tenía que morderle en el tobillo—. ¿Qué… qué hay de ti?

—¿Nota algo diferente en mí, profesor?

Robert le prestó atención para luego volver a mirar el lujoso despacho. A Carlos le había ido bien, pero Roben nunca había pensado que el éxito material fuese lo que había pedido al Extraño.

—Pareces más feliz, más confiado, más expresivo. —Bingo—. No has dicho ni una palabra en mandarín. ¡Ni un solo fallo ESR! La respuesta de Carlos fue una sonrisa de pura alegría. —¿Has olvidado el mandarín?

—No. Qí shí w hái ky shu zhngwén, búguò búxing yqián nme liúlìle. ¡Y hace casi seis semanas que no sufro un ataque! El ESR no me controla. Ahora puedo disfrutar del idioma, lo que me ha sido de gran ayuda a la hora de trabajar con la gente de Informática China. Vamos a fusionar su captura de la Biblioteca Británica con lo que salió de Huertas.

Robert guardó silencio un buen rato. Luego dijo:

—Tu cura podría ser una coincidencia.

—Me… me lo he preguntado. Se trata de un avance médico surgido de grupos de Turquía e Indonesia. No tiene nada que ver con la administración de veteranos ni con los programas institucionales de investigación. Pero así son la gran mayoría de los avances médicos modernos y no he recibido ningún mensaje jactancioso de Conejo. Todo es abierto, aunque la noticia no se haya difundido mucho. Verá, este tratamiento para el síndrome ESR no es efectivo en la mayoría de las víctimas. Se pusieron en contacto conmigo a través de Yellow Ribbons porque caigo justo en medio de los genotipos más probables. —Se encogió de hombros—. Supongo que podría ser una coincidencia.

—Sí. —El campo de minas celestial.

—Pero es una coincidencia enorme —añadió Rivera—. Recibí lo que había pedido unas pocas semanas después de haber cumplido con mi parte. Y algunos de los avances con los scoochis han sido extraños. En semanas he logrado acuerdos que deberían haber llevado un año. Alguien me está ayudando. Creo que se equivoca con respecto a Conejo. Quizá simplemente mantiene un perfil bajo. Quizá no pueda ejecutar todos los milagros simultáneamente… ¿Profesor? ¿Está bien?

Robert se había levantado y presionaba la frente contra el frío cristal de la ventana. No lo necesito. ¡Soy feliz con mi nuevo yo! Abrió los ojos y miró a través de las lágrimas. Abajo se veía el camino familiar, la serpiente del conocimiento serpenteando colina arriba hacia la biblioteca. Quizás el Extraño Misterioso fuese realmente Dios o hubiese crecido hasta serlo. Un dios travieso.

—¿Profesor?

—Estoy bien, Carlos. Quizá tengas razón.

Charlaron unos minutos más. Robert no estaba del todo seguro de qué dijeron, aunque recordaba que Carlos parecía un poco preocupado por él, quizá tomando la completa confusión de Robert por una emergencia médica.

Bajó en el ascensor y llegó a la plazoleta soleada. Y flotando inmanentes a su alrededor tenía los mundos de arte y ciencia que la humanidad estaba construyendo tan atareadamente. ¿Y sí pudiese tenerlo todo?

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