07 El incidente Ezra Pound

La inspiración matutina de Robert tenía su lado tenebroso. En ocasiones no se levantaba con una grandiosa solución, sino con la certeza de que algún problema desagradable era real, inmediato y aparentemente insoluble. La suya no era la obsesión de alguien que se preocupaba en exceso, era una forma de creatividad defensiva. En ocasiones la amenaza era una completa sorpresa; muy a menudo era una molestia conocida que de pronto se revelaba como extremadamente seria. Los ataques de pánico normalmente desembocaban en soluciones concretas, como cuando había retirado sus poemas largos de una pequeña editorial para ocultar su superficialidad ingenua de los ojos del público.

Y, muy de vez en cuando, el nuevo problema resultaba realmente insoluble y sólo podía debatirse y despotricar contra el desastre inminente.

La noche anterior, cuando volvía de su presentación en Fairmont, se sentía bastante bien. La plebe se había quedado impresionada, y también tipos como Winston Blount… una variedad más sofisticada de tonto. Las cosas mejoran. Estoy de vuelta. Robert se había pasado la cena sin prestar atención a Miri, que insistía en las cosas con las que podía ayudarle. Bah no había regresado. Roben, sin mucho entusiasmo, había bombardeado a Alice con preguntas sobre los últimos días de Lena. ¿Lena le había llamado en el último momento? ¿Quién había asistido a su funeral? Alice se mostró más paciente de lo habitual, pero seguía sin ser una gran fuente de información.

Con esas preguntas se había ido a dormir.

Despertó con un plan para encontrar las respuestas. Cuando Bob volviese, hablarían sinceramente sobre Lena. Bob sabría algunas de las respuestas. Y en cuanto al resto… en búsqueda y análisis Chumlig había hablado sobre los Amigos de la Intimidad. Había métodos para no dejarse engañar por sus mentiras. A Robert se le daba cada vez mejor la búsqueda y el análisis por lo que, de una forma u otra, recuperaría el tiempo perdido con Lena.

Ésa era la buena noticia. La mala surgió flotando mientras él permanecía tendido, repasando su plan para convertir la tecnología en una luz de búsqueda sobre Lena… La mala noticia fue la certeza absoluta y visceral que reemplazó la vaga inquietud de días anteriores. Ayer, mi poesía impresionó al vulgo. N o era razón para alegrarse. Había sido un tonto consolándose con la idea aunque fuese momentáneamente. Cualquier placer debería haberse esfumado cuando el pequeño Juan Nadie había anunciado que Robert era tan genial como un publicista. ¡Dios!

Pero Winston Blount había aplaudido el poemita de Robert. Winston Blount era perfectamente capaz de juzgar aquel poema. Y en este punto la iluminación matutina de Robert vino acompañada del recuerdo de Winnie aplaudiendo, del ritmo mensurado de las manos de Blount, de su sonrisa. No tenía la expresión de un enemigo superado y conmocionado. En su antigua vida Roben jamás se habría confundido tanto. No, Winnie se había estado burlando de él. Winston Blount le decía lo que debería haber sabido siempre: su oda pastoral era una mierda que sólo valía para un público acostumbrado a comer mierda. Robert se quedó inmóvil un buen rato, con un gemido atrapado en la garganta, recordando las palabras banales de los versos.

Ésa fue la genial inspiración de aquella mañana tenebrosa, la conclusión que había esquivado desde que le habían traído de vuelta de la muerte. He perdido la música de las palabras.

Cada día le inundaban ideas para nuevos poemas, pero ni la más pequeña de un verso concreto. Se había repetido que recuperaría su genio como las demás facultades, lentamente. Era un espejismo. Sabía bien que lo era. Había muerto por dentro. Su don se había convertido en una nada vaporosa y una curiosidad mecánica aleatoria.

¡No puedes estar seguro! Rodó por la cama y fue al baño. El aire estaba frío e inmóvil. Por la ventana miró los jardines y las coníferas y la calle vacía. Bob y Alice le habían asignado una habitación del piso de arriba. Le había divertido volver a subir y bajar escaleras corriendo.

En realidad, en lo que se refería a su problema, nada había cambiado. No tenía ninguna prueba de que estuviese permanentemente incapacitado para escribir. Simplemente, de pronto, con la completa certeza de una inspiración matutina, estaba seguro. Mierda. ¡Por una vez podría ser un pánico infundado! Quizá la obsesión por la muerte de Lena estuviese haciéndole ver la muerte por todas partes.

Sí. No había problema. No había ningún problema.

Pasó la mañana furioso por culpa del miedo, intentando demostrarse que todavía podía escribir. Pero el único papel que tenía era el pliego, cuando escribía en él sus garabatos se transformaban en líneas perfectas y letras perfectas. Antes encontraba aquello irritante, pero no tanto como para verse obligado a buscar papel de verdad. Pero ahora… veía claramente que las palabras perdían el alma antes de que él pudiese hacerlas cantar! Era la victoria final de la automatización sobre el pensamiento creativo. Todo quedaba más allá del tacto directo de su mano. ¡Eso era lo que le impedía conectar con su talento! Ye n toda la casa no había verdaderos libros de tinta y papel.

Ajá. Corrió al sótano y sacó una de las cajas mohosas de cartón que Bob había traído desde Palo Alto. Estaba llena de libros de verdad. Cuando era niño, prácticamente acampaba todo el verano en el sofá del salón. No tenían televisión, pero cada día traía a casa todo un montón de libros de la biblioteca. Durante esos veranos haciendo vida en el sofá, había leído basura frívola y sabiduría profunda… y había aprendido más sobre la verdad que durante todo un año escolar. Quizás entones hubiese aprendido a hacer cantar las palabras.

En su mayoría, aquellos libros eran una porquería. Había guías escolares de antes de que Stanford pasase a ser completamente digital. Había material que sus ayudantes habían fotocopiado para los alumnos.

Pero sí, había algunos libros de poesía. Demasiado pocos y que en los últimos diez años sólo habían leído los pececillos de plata. Robert se puso en pie y miró las cajas almacenadas en la oscuridad del sótano. Seguro que había en ellas más libros, aunque los hubiese seleccionado al puro azar entre lo que quedase después de que Bob subastara la casa de Palo Alto. Miró el libro que tenía en la mano. Kipling. Música patriótica de ascensor. Pero algo es algo. Al contrario que las bibliotecas que flotaban en el ciberespacio, podía sostener el libro en la mano. Se sentó sobre las cajas y se puso a leer, esforzándose por adelantarse a las palabras, intentando recordar, intentando crear el resto del poema.

Pasó una hora. Pasaron dos. Fue vagamente consciente de que Alice bajaba a anunciar el almuerzo. Le hizo un gesto de impaciencia. Aquello era mucho más importante. Abrió más cajas. Algunas contenían trastos de Bob y Alice, incluso más inútiles que lo que habían recuperado de Palo Alto. Pero encontró otra docena de libros de poesía. Algunos eran… buenos.

Pasó la tarde. Todavía podía disfrutar de la poesía, pero el disfrute también era dolor. No puedo escribir ni una coma de buena poesía, excepto cuando la recuerdo. Y se aterró más todavía. Al final se puso en pie y arrojó a Ezra Pound contra la pared del sótano. El lomo del viejo libro se rompió y cayó al suelo convenido en una mariposa rota de papel. Robert la miró fijamente un momento. Nunca había roto un libro, ni siquiera el más horrible del mundo. Cruzó la habitación y se arrodilló junto al desastre.

Miri escogió justo ese momento para bajar a saltos la escalera.

—¡Robert! ¡Alice dice que puedo llamar un taxi aéreo! ¿Adónde te gustaría ir?

Las palabras no eran más que ruido arañando su desesperación. Recogió el libro y cabeceó.

—No voy. —Vete.

—No lo entiendo. ¿Por qué rebuscas aquí abajo? Hay formas más cómodas de conseguir lo que quieres.

Robert se puso en pie, intentando recomponer con los dedos el libro de Ezra Pound. Sus ojos dieron con Miri. La niña tenía toda su atención. Miri le sonreía, completamente segura de sí misma, con el ajuste de marimandona al máximo. Y bien, ella no comprendía la luz en los ojos de Robert.

—¿Y cómo es eso, Miri?

—El problema es que no puedes acceder a lo que nos rodea. Es por eso que estás aquí abajo leyendo esos viejos libros, ¿cierto? En cierta forma, eres como un niño pequeño… pero eso está bien, ¡eso está bien! Los adultos como Alice y Bob tienen muy malos hábitos que los entorpecen. Pero tú empiezas casi desde el principio. Para ti será más fácil aprender lo nuevo. Pero no lo harás asistiendo a unas clases idiotas de ciclos formativos. ¿Comprendes? Deja que te enseñe a vestir. —Era la misma tabarra agotadora de siempre, pero ella creía haber encontrado una forma novedosa e inteligente de expresarla.

Esta vez no estaba dispuesto a pasarlo por alto. Roben avanzó un paso hacia ella.

—Entonces, ¿me has estado espiando aquí abajo?

—Bien… sólo de forma general. Yo…

Robert dio otro paso y le plantó el libro mutilado delante de la cara.

—¿Has oído hablar de este poeta?

Miri miró el lomo roto entornando los ojos.

—E… z… oh, ¿Ezra Pound? Bien… sí, tengo todo lo suyo. ¡Deja que te lo muestre, Robert! —Vaciló, vio el pliego sobre una caja, lo recogió y le hizo cobrar vida. Los títulos fueron pasando por la página: los cantos, los ensayos… incluso, Dios nos ayude, críticas recientes dirigidas de las profundidades subnormales del siglo XXI—. Aunque verlo en esta página es como mirar por el ojo de una cerradura, Roben. Yo puedo enseñarte a ver todo lo que haya nuestro alrededor, con…

—¡Ya basta! —dijo Robert. Se dominó para poder hablar con tranquilidad, de un modo totalmente razonable pero cortante—. Imbécil. No sabes nada y, sin embargo, tienes la presunción de querer dirigir mi vida como diriges la de tus amiguitos.

Miri había retrocedido un paso. Su rostro delataba conmoción, Pero aparentemente ese sentimiento todavía no había llegado a su boca.

—Sí, eso dice Alice, que soy demasiado mandona…

Roben dio otro paso y Miri quedó contra las escaleras.

—Te has pasado toda la vida jugando a videojuegos, convenciéndote y convenciendo a tus amigos de que valéis algo, de que sois algo hermoso. Apuesto incluso a que tus padres son tan tontos que te dicen lo inteligente que eres. Pero no tiene nada de bonito ser una mandona cuando eres una mocosa gorda y sin cerebro.

—Yo… —Miri se llevó la mano a la boca y abrió aún más los ojos. Dio un torpe paso atrás, subiendo un escalón. Las palabras de Roben empezaban a causar efecto. La capa superficial de confianza y alegría iba desmoronándose.

Y Robert siguió:

—«Yo», «yo»… sí, probablemente en eso es en lo que más piensa tu cabecita egocéntrica. En caso contrario, te sería difícil soportar tu ineptitud. Pero piénsalo cuando sientas ganas de ponerte a dirigir mi vida.

Las lágrimas anegaron los ojos de la niña. Se dio la vuelta y corrió escaleras arriba. Sus pasos no resonaron con fuerza infantil… eran ligeros, casi como si no quisiese que nadie notara su presencia.

Robert se quedó inmóvil un momento, mirando la escalera vacía. Era como encontrarse de pie en el fondo de un pozo, con un poco de luz solar arriba.

Recordó la época en que él tenía quince años y su hermana Cara unos diez… Cara se había vuelto independiente, molesta. En aquellos tiempos Robert tenía sus propios problemas… completamente triviales desde la perspectiva de los setenta y cinco años, pero que entonces le parecían muy importantes. Penetrar el ego reciente de su hermana, hacerle comprender la poca importancia que ella tenía en el esquema general de las cosas, le había provocado un tremendo placer.

Roben miró el trocito de luz solar y esperó la oleada de satisfacción.

Bob Gu salió de las entrevistas posteriores a la misión el sábado, muy tarde. No se había molestado en estar al día de lo que sucedía en casa; la operación de Paraguay le había absorbido por completo. Bueno, ésa era la excusa. Pero también era cierto. Había lanzadores nucleares bajo el orfanato. Allí, en Asunción, había visto el abismo.

Así que tuvo que esperar a llegar a casa para enterarse de las malas noticias locales

Su hija era demasiado grande y mayor para sentarse en su regazo, pero se le sentó al lado y dejó que él le sostuviese la mano. Alice se sentó al otro lado; parecía completamente tranquila, pero Bob sabía que estaba absolutamente desquiciada. Los nervios del entrenamiento sumados a los problemas en casa eran casi demasiado para ella.

Era hora de enfrentarse a las responsabilidades familiares. —No fue por nada que tú hicieses, Miri.

Miri agitó la cabeza. Tenía ojeras; Alice le había dicho que llevaba sólo una hora sin llorar.

—Yo intentaba ayudarle y… —La frase quedó en el aire. En su voz no había ni pizca de la confianza que había ido desarrollando en los últimos dos o tres años. Maldición. Con el rabillo del ojo Bob veía que su padre seguía en la habitación de arriba, desafiándolos en silencio. Visitarlo era el siguiente punto de la agenda. Iba a darle una sorpresa al viejo.

Pero de momento tenía algo mucho más importante que arreglar.

—Sé que era así, Miri. Y creo que has ayudado mucho al abuelo desde que vino a vivir con nosotros. —De no ser por ella, el viejo todavía seguiría intentando encontrar los zapatos—. ¿Recuerdas que lo hablamos cuando vino el abuelo? No es un tipo agradable. —Excepto cuando quiere un favor o está preparándote para derribarte; en ese caso puede engatusar casi a cualquiera.

—Sí. Lo recuerdo.

—Lo que dice cuando intenta hacerte daño no tiene nada que ver con que hayas sido buena o mala, inteligente o estúpida.

—Pero, quizás he sido demasiado insistente. No le has visto esta mañana, Bob. Estaba tan triste… Cree que no me doy cuenta, pero lo veo. El pulso se le dispara. Tiene tanto miedo que ya no puede escribir. Y echa de menos a la abuela, digo, a Lena. i Yo echo de menos a Lena! Pero yo…

—No es responsabilidad tuya resolver este problema, Miri. —Por encima de la cabeza de la niña miró a Alice—. Es mía, y hasta ahora lo he hecho muy mal. Tu trabajo, bien, es Fairmont Junior.

—En realidad, la llamamos Fairmont.

—Vale. Mira. Antes de que viniese el abuelo sólo pensabas en la escuela. En la escuela, tus amigos y tus proyectos. ¿No me dijiste que lo ibais a transformar para Halloween?

Una sombra del antiguo entusiasmo iluminó el rostro de Miri.

—Sí. Tenemos la ambientación de todo el material Spielberg-Rowling. Annette va a…

—Por tanto, debes concentrarte en eso y en tus clases habituales. Ésa es tu misión, cariño.

—Pero ¿qué hay de Robert?

Robert puede irse a la…

—Yo hablaré con él. Creo que tienes razón cuando dices que tiene un problema. Pero, en ocasiones, bien… hay algo que debes aprender mientras creces. Algunas personas se causan sus propios problemas. Y nunca dejan de hacerse daño e incordiar a la gente que las rodea. Cuando se da esa situación, uno no debe seguir haciéndose daño a sí mismo por su culpa.

Miri agachó la cabeza. Parecía muy triste. Y luego volvió a mirarlo. Adelantó la barbilla con aquella expresión tan testaruda suya.

—Quizás eso sea cierto de otras personas… pero hablamos de mi abuelo.

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