16 El incidente del baño

Durante los siguientes días, Winston Blount llamó un par de veces. Estaba ansioso por saber algo más sobre «eso de lo que hablamos». Robert le dio largas y se negó a hablar en privado. Casi podía oír los dientes de Winnie rechinando por la frustración… pero le dio otra semana.

Robert mantuvo varias entrevistas más con el verdadero (bueno, esperaba que lo fuera) Sharif. Eran recordatorios enternecedores de los Buenos Tiempos, completamente diferentes de sus encuentros con el Extraño Misterioso. El joven graduado tenía un entusiasmo casi inteligente, excepto cuando parecía gustarle la ciencia ficción. A veces. Cuando Robert lo comentaba, Sharif ponía cara de pena. Ah. El Extraño Misterioso atacaba de nuevo. O quizás hubiese tres… entidades… animando la imagen de Zulfikar Sharif. Robert estaba decidido a prestar atención a cada palabra, a cada matiz.

Las composiciones de Juan Orozco habían florecido. Podía escribir frases enteras intencionadamente. Por lo visto el chico creía por ello que Robert Gu era un profesor genial. Sí, y pronto incluso me admirarán los chimpancés. Pero esa idea no pasó de los labios de Robert… Juan Orozco se esforzaba hasta el límite. Estaba condenado a la mediocridad, como Robert, a quien ya no apetecía difundirlo.

El Extraño Misterioso se mantuvo alejado. Quizá pensaba que la necesidad de Robert era el mejor acicate. Menudo cabrón. Robert volvía una y otra vez a los informes que el Extraño le había facilitado. Describían tres milagros médicos ocurridos en los últimos diez meses. Uno era un tratamiento efectivo contra la malaria. No era nada del otro mundo porque curas más baratas existían desde hacía años. Pero los otros dos avances estaban relacionados con trastornos del ánimo y del intelecto. No eran ejemplos del «campo de minas celestial» aleatorio del que le había hablado Reed Weber. Los dos remedios habían sido encargados por los pacientes a los que habían curado.

¿Y qué? En aquella nueva época se producían milagros. ¿Qué prueba había de que el Extraño pudiese hacerlos? Cargó los documentos que el Extraño le había entregado. Visualmente parecían cartas medievales, con los sobres sellados con cera. Más allá de la representación metafórica era fácil ver las capas subyacentes, algunos megabytes de cifrado. Tonterías inútiles. Pero, si seguía con la metáfora, entonces daba con punteros a herramientas mágicas para usar los certificados y con otros punteros para las explicaciones técnicas acerca de lo que esas herramientas hacían con los datos subyacentes.

Robert llevaba tres días hurgando en aquellos artículos. El viejo Robert no habría sido capaz. Dios le había robado su único y verdadero talento y, de manera perversa, le había entregado a cambio aquel talento analítico. Jugar con los protocolos era divertido. Un par de días más y lo tendría… y descubriría las verdaderas intenciones del Extraño.

Mientras tanto, se iba retrasando en su trabajo con Juan para la clase de composición de Chumlig.

—¿Tendrás tiempo para mirarte mis sugerencias gráficas? —Le preguntó Juan una tarde— Quiero decir, antes de mañana. —Al día siguiente debían entregar el proyecto semanal.

—Sí, claro. —El chico se había portado estupendamente y hecho todo lo que Robert le decía. Se sintió un poco mal por no corresponderle—. Es decir, lo intentaré. Tengo un problema con otra cosa…

—Oh, ¿qué? ¿Puedo ayudarte?

Dios.

—Se trata de unos documentos de seguridad. Se supone que demuestran que un… bueno, un amigo mío realmente está implicado en la resolución de un… problema de juego. —Hizo que uno de ellos fuese visible para Juan.

El chico miró la cera, el color dorado y el pergamino.

—¡Oh! Un creditado. He visto certificados como éste. No hay más que… Oh, el tuyo tiene sobre, así que sólo tú puedes ejecutar todos los pasos, pero veamos… —Agarró el certificado y señaló lo que Robert debía hacer—. Primero pones tu propio sello y luego rasgas por la línea de servidor y verás un informe como éste. —Las transformaciones fantasmagóricas se extendieron a su alrededor— y si ese amigo tuyo no está echándose un farol, esto de aquí estará en verde y habrá una descripción textual de su contribución, respaldada por Microsoft, el Banco de América o algo similar.

Luego Juan se tuvo que ir a ayudar a su madre. Cuando ya se desvanecía, Robert repasó el ejemplo. Reconoció algunos de los pasos por las descripciones de los protocolos, pero:

—¿Cómo sabes todo eso?

Una pregunta tonta. El muchacho puso cara de sorpresa.

—Es… es intuitivo, ¿sabes? Creo que la interfaz está diseñada de esa forma. —y desapareció por completo.

En aquel momento no había nadie en casa, así que Robert bajó y se preparó un tentempié. Luego repasó los pasos que le había indicado el chico. No tenía ninguna excusa para posponerlo. Dudó un momento… luego siguió los pasos con cada uno de los «creditados»

Verde brillante. Verde brillante. Verde brillante.

Al Extraño Misterioso no le gustaba visitar a Robert cuando estaba en casa. Quizás el Cuerpo de Marines no fuese tan incompetente como afirmaba el Extraño. Robert comenzó a temer por anticipado los momentos que pasaba fuera de casa. Pronto tendría que decidirse. ¿Era la traición un precio que estaba dispuesto a pagar por recuperar su viejo yo?

Pasaron los días. Seguía sin haber contacto. El Extraño me quiere bien maduro antes de cosecharme.

Cuando al fin sucedió, Robert caminaba por el vecindario, dedicado a otra entrevista con Zulfikar Sharif. El joven vaciló en medio de una pregunta y le miró.

Miri —› Juan: ‹ms› ¡Estoy fuera!‹/ms›

Juan —› Miri: ‹ms› ¿Otra vez?‹/ms›

Miri —› Juan: ‹ms› ¡Sí, otra vez!‹/ms›

Los rasgos sinceros de Sharif adquirieron el aspecto macilento y ladino del Extraño Misterioso.

—¿Cómo va la cosa, amigo mío?

Roben logró responder con tranquilidad.

—Muy bien.

El Extraño sonrió.

—Pareces un poco nervioso, profesor. Quizás estés más cómodo si te sientas. —Un coche se detuvo junto a ellos. La portezuela se abrió y, cortésmente, el fantasma le indicó a Robert que entrase.

—¿Esto es más seguro? —dijo Robert cuando se alejaron de la acera.

Este coche es más seguro. Recuerda que tengo poderes que superan los de tus amiguitos. —Se acomodó en el asiento orientado hacia la parte posterior del vehículo— Bien. ¿Estás convencido de que puedo ayudarte?

—Quizá puedas —dijo Robert, un poco orgulloso de lo tranquilo que parecía— He comprobado tus creditados. No pareces saber nada sobre nada, pero tienes la habilidad de reunir a la gente adecuada y estar presente cuando esa gente resuelve problemas importantes.

El Extraño agitó la mano con desdén.

—¿No sé nada sobre nada? Eres un ingenuo, profesor. Nuestro mundo está plagado de posibilidades técnicas. El conocimiento se amontona hasta alturas metafóricas de años luz. Dada esa situación, el auténtico don es el que yo poseo: saber reunir el conocimiento y las habilidades necesarios para obtener soluciones. Tu señora Chumlig lo comprende. Los alumnos lo entienden perfectamente. Incluso Tommie Parker lo comprende, aunque él ha entendido al revés un detalle importante. —Hizo otro gesto exagerado, con la mano apoyada en el cuello de la camisa—. En mí tienes la encarnación de ese don. Soy el mejor del mundo en el campo de «reúnelos y obtén respuestas».

Y con un ego a juego. ¿Cómo se sale con la suya cuando trata con los Einsteins y Hawkings de esta época? No es posible que tenga a todo el mundo pillado por sus partes.

El Extraño se inclinó hacia delante.

—Pero dejemos de hablar de mí. Winnie Blount y su Conciliábulo de Ancianos se empiezan a desesperar. No es que yo esté desesperado, pero, si lo retrasas más de unos cuantos días, no podré garantizar un resultado aceptable. Bien. ¿Te apuntas o no?

—Yo… Sí, me apunto. —Veinte años antes, traicionar a Bob no le habría incomodado en absoluto. Después de todo, el muy idiota era un ingrato. No buscó ninguna excusa tonta para justificarse, pero… Haría lo que fuese para recuperar lo que he perdido— ¿Qué información biométrica quieres de Alice?

—Algunas ecografías que no podemos hacerle. Un microgramo de sangre. —El Extraño Misterioso indicó una cajita colocada entre los dos—. Echa un vistazo.

Robert alargó la mano… y sus dedos tocaron algo duro y frío, una caja de verdad. Era la primera vez en el caso del Extraño Misterioso. La examinó más de cerca. Era de plástico gris, sin tapa para abrirla ni etiquetas virtuales. Ahí estaba como siempre: «El usuario no debe manipular el interior.»

—¿Y?

—Esta noche la dejarás en el baño. La caja se ocupará de lo demás.

—No haré nada que le cause daño a Alice.

El Extraño rio.

—Cuánta paranoia. La idea es pasar desapercibidos. Alice Gu se encuentra en lugares públicos varias veces por semana. Si le deseásemos algún mal, ésas serían las oportunidades que habría que aprovechar. Pero a ti y al conciliábulo sólo os hacen falta datos biométricos… ¿Alguna otra pregunta?

—De momento no. —Robert se metió la cajita gris en el bolsillo—. Simplemente, no me cabe en la cabeza que a la seguridad militar del siglo XXI se la pueda engañar con algo tan simple como una gota de sangre y algunas ecografías.

El Extraño rio de nuevo.

—Oh, hay muchos elementos más. Tommie Parker cree estar cubriendo todas las posibilidades, pero sin mi ayuda los cuatro no llegaríais ni a los túneles de mantenimiento. —Observó la expresión rígida de Robert y volvió a reír—. Considera que tu papel es hacer de interfaz de usuario. —Hizo una reverencia—. Y yo soy el usuario.

Robert se aseguró de entrar el dispositivo por la puerta delantera, donde estaba la trampa para bichos. No se disparó ninguna alarma, que él pudiese ver. Así que perpetrar la traición sería tan simple como entrar en el baño de la planta baja y dejar la caja entre las bolsas, los aerosoles y los tubos que ya estaban allí guardados. Los productos modernos para el baño eran un bastión de la publicidad a la vieja usanza. Al fin y al cabo, incluso la persona más moderna tenía que acabar por quitarse la ropa y las lentillas. Pero Alice y Bob no tenían estilo. Compraban los productos genéricos más baratos que podían encontrar. La caja maligna pasaba perfectamente desapercibida.

Robert se dio una larga ducha. Sería agradable sentirse limpio. No oyó ningún sonido extraño, no vio nada extraño a través del vidrio esmerilado. Pero cuando salió de la ducha se dio cuenta de que no había ninguna misteriosa cajita gris. Incluso cuando revolvió en el estante, tocándolo todo, no encontró señal alguna de la intrusión. La puerta del baño no se había abierto en ningún momento.

Alguien llamó en aquel momento, sin contravenir, por suerte, la norma de la familia, que prohibía mirar a través de la puerta del baño.

—Robert, ¿estás bien? —Era Miri—. Alice dice que es hora de cenar.

La cena fue una pesadilla.

Siempre era un momento tenso cuando los cuatro estaban juntos. Habitualmente, Roben evitaba tales reuniones, pero Alice estaba decidida a verle con toda la familia al menos una vez por semana. Robert sabía lo que pretendía su nuera. Estaba recalibrando, decidiendo si podía hacer caer el trueno sobre su suegro.

Esa noche estaba siendo más dura que nunca y no ayudaba nada que Robert escondiera secretos terribles. Quizás Alice tuviese alguna razón concreta para ser suspicaz. Roben se dio cuenta de que Bob y Miri eran los encargados de ir a la cocina y volver. Habitualmente Alice los ayudaba. Esa noche se sentó en la silla de siempre e interrogó a Robert de forma implacable y desalmada: cómo le iba en el instituto, qué tal el proyecto con Juan. ¡Incluso le preguntó por sus «viejos amigos», por amor del cielo! y Robert se explicó, sonrió y rezó por estar pasando la prueba. ¡El viejo Robert nunca ha tenido problemas para embaucar a la gente!

Luego Bob y Miri se sentaron a comer. Alice dejó de prestar atención al villano de su suegro. Charló con Miri empleando el mismo tono amistoso e interesado que con Robert. Miri respondió con precisión, dando un resumen detallado de quién y qué era bueno y malo en el colegio. Robert estuvo a punto de relajarse. Al fin y al cabo, estaban allí para comer. No podía descubrirse.

Pero algo estaba pasando y no era sólo en su imaginación. Bob y Alice se pusieron a discutir de política, por un asunto de un bono escolar, pero había una motivación oculta; algunas parejas realmente discuten de política, pero ésa era la primera que Robert oía a esos dos hacerlo. Y, de vez en cuando, la ropa de Alice parpadeaba. En el mundo real, para estar en casa, Alice Gu llevaba una bata de faena que no habría desentonado en los años cincuenta. Cuando parpadeó, se convirtió en algo completamente diferente a la camiseta inteligente pasada de moda de Carlos. La primera vez Robert casi no se dio cuenta… en parte porque ni Bah ni Miri reaccionaron. Medio minuto más tarde, mientras Alice gesticulaba por un detalle absolutamente trivial de las elecciones, se produjo otro parpadeo. Por un instante se la vio vestida con uniforme naval. Llevaba en el cuello una insignia con las letras «PHS». «¿PHS?» Había muchas posibles traducciones en Google para esas siglas. Pasados unos minutos y brevemente llevó uniforme de coronel del Cuerpo de Marines. Robert ya había visto aquel uniforme porque correspondía a su auténtica graduación.

Bob dijo amablemente:

—No estás siendo razonable, cariño.

—No importa —dijo Alice cortante—. Lo sabes. Lo importante es que… —y siguió con el tema del bono escolar. Pero su mirada recorría la habitación y se posaba de vez en cuando en Robert. No era una mirada amistosa y, aunque lo que decía no tenía nada que ver con Robert Gu, había tensión en su voz. Luego, durante casi dos segundos, se la vio vestida de paisano con una identificación de las antiguas en el cuello. La identificación llevaba un sello conocido y las siglas «DSI». Robert sabía lo que significaba. Hizo cuanto pudo para no acobardarse. ¡No puede saberlo todo! Se preguntó si Alice y Bah estarían coordinando silenciosamente todos aquellos indicios escalofriantes, conspirando para obligarlo a confesar. Lo cierto era que no le parecía que Bob fuese tan sagaz.

Así que Robert se limitó a asentir y a mirar como si nada. Miri estaba más callada de lo habitual. Miraba fijamente un punto distante y parecía tan aburrida como puede estarlo una chica de trece años atrapada en casa con sus padres parloteando sobre Cosas Sin Importancia. Pero se trataba de Miri Gu y no estaban en el siglo XX. Lo más probable era que estuviese navegando, aunque sentada a la mesa solía disimular esas ausencias.

Alice descargó un puñetazo, y Robert la miró sobresaltado. Lo estaba observando atentamente.

—¿No estás de acuerdo, Robert?

Ni Louise Chumlig podía mirar con más agresividad.

—Lo siento. Pensaba en otra cosa, Alice.

Un gesto rápido de la mano.

—No importa.

Y a continuación, letras doradas se movieron en silencio en el aire.

Miri —› Robert: ‹ms› No te preocupes. No está enfadada contigo.‹/ms›

Miri seguía con la mirada perdida. Sus manos estaban a la vista, inmóviles. Era buena con la ropa. Vale, pero ¿qué coño pasa aquí? Ése era el mensaje que quería enviar, pero sin poder usar los dedos lo más que podía hacer era mirarla inquisitivo.

Alice seguía hablando, y Bob intervenía de vez en cuando, pero Robert ya no estaba completamente aterrorizado. Esperó tres o cuatro minutos y se disculpó.

Bob parecía un poco aliviado.

—No vamos a hablar más del bono, Robert. Hay otros…

—No, da igual. Tengo muchos deberes. —Robert forzó una sonrisa y se escapó. Notaba la mirada penetrante de Alice siguiéndole. De no ser por el mensaje silencioso de Miri, hubiese subido las escaleras corriendo.

De momento, Alice ni siquiera se había acercado al baño.

Tenía deberes. Juan se presentó y le distrajo media hora con sus explicaciones sobre perfiles de inmersión. Se suponía que Robert debía tener preparado uno de esos perfiles para la clase del día siguiente. Juan se fue encantado. También lo estaba Robert; había compensado varios días de falta de atención. Jugueteó con los esquemas de Juan hasta que fue capaz de llevarlo a cabo todo. Por Dios, deberían darnos matrícula en apoyo mutuo. La prosa del chico se había vuelto casi utilizable… y el perfil de inmersión que había construido era hermoso. Fue consciente de que Miri ayudaba a limpiar después de la cena y luego subía a su cuarto. Bob y Alice estaban sentados en el salón. Estableció una alarma de actividad para el primer piso y luego se dedicó a mejorar cada vez más los gráficos.

¡Dios! ¡Había pasado una hora! Echó un vistazo rápido. Nadie había ido al baño de abajo. Tenía un mensaje pendiente de Tommie Parker. El conciliábulo quería saber si iba a cumplir con su parte. Volvió a mirar escaleras abajo. Extraño. Ya no podía ver en el salón. Normalmente aparecía en el menú de la casa, pero en aquel momento era una zona tan privada como los dormitorios. Se puso en pie, se acercó a la puerta y la abrió silenciosamente unos centímetros, fisgando a la antigua.

¡Discutían! y Bob estaba lívido de furia. Alzaba cada vez más la voz, hasta gritar.

—¡Me importa una mierda si te necesitan! Siempre es una vez más. Pero esta vez tú…

Bob vaciló en medio de la invectiva. Robert se inclinó, con la oreja pegada a la puerta. Nada. Ni siquiera los murmullos de las palabras prudentes. Su hijo y su nuera se habían llevado la discusión a regiones más etéreas. Pero Robert siguió escuchando. Los oía moverse. En cierto momento se oyó el golpe de una mano. ¿Alice dándole un puñetazo a la mesa del comedor? Hubo medio minuto de silencio y un portazo.

La visión regresó un segundo después. Bob estaba a solas en el salón, mirando fijamente la puerta del despacho de la planta baja. Así permaneció unos minutos, luego dio la vuelta al salón y se sentó en su sillón favorito. Tomó un libro de la mesita. Era uno de los tres libros físicos del piso de abajo… y no era más que una imitación para lectura instantánea.

Robert Gu cerró silenciosamente la puerta del dormitorio y volvió a la silla. Reflexionó un momento y luego escribió:

Robert —› Miri: ‹ms›¿Qué ha sido eso?‹/ms›

Miri estaba a unos metros pasillo abajo. Por tanto, ¿por qué no dar unos pasos y llamar a su puerta o presentarse virtualmente? Quizá fuese por la costumbre de mantenerse alejado de ella. Tal vez era más fácil ocultarse tras las palabras.

A lo mejor él no era el único que se ocultaba. Pasó casi un minuto antes de que le llegase la respuesta.

Miri —› Robert: ‹ms› No están enfadados contigo.‹/ms›

Robert —› Miri: ‹ms› Vale. Pero ¿qué pasa?‹/ms›

Miri —› Robert: ‹ms› No pasa nada.‹/ms›

Eso fue todo, pero luego Miri envió otro mensaje.

Miri —› Roben: ‹ms› Alice se prepara para un trabajo. Para ella es siempre duro. Y Bob se pone furioso.‹/ms›

Otra pausa.

Miri —› Robert: ‹ms› Es un asunto del Cuerpo de Marines, Robert. Se supone que yo no sé nada, y que tú debes saber menos todavía. Lo siento. EOF.‹/ms›

EOF. Eso, en argot, significaba «sanseacabó». Robert esperó; no le llegó nada más. Pero era la conversación más larga que mantenía con Miri en dos meses. ¿Qué hacía la niña con sus secretos? Estaba claro que eran mucho más importantes de lo que él había supuesto. Miri disponía de mejores medios de comunicación que nadie del siglo XX, pero sus remilgos le impedían compartir el dolor. ¿O será que tiene amigos con los que hablar?

Robert Gu padre no tenía amigos, pero no le hacían falta; esa noche tenía crisis y suspense de sobra para entretenerse. Siguió vigilando el baño de abajo y la puerta del despacho. Bob continuaba leyendo y mirando de vez en cuando hacia el despacho.

—¿Es buen momento para que hablemos, profesor? —La voz provenía de su espalda.

La sorpresa le hizo dar un respingo. Se volvió.

—¡Jesús!

Era Zulfikar Sharif, que retrocedió, sorprendido.

—Podrías haber llamado —dijo Robert.

—Lo hice, profesor. —Sharif parecía un poco dolido.

—Sí, sí. —Robert todavía no había conseguido descifrar todos los detalles del «círculo de amigos» de Epifanía. Le hizo un gesto a Sharif para que se quedase—. ¿Qué tienes en mente?

Sharif lo hizo bastante bien sentándose en una silla sin hundirse hasta la mitad.

—Bien, esperaba que pudiésemos hablar. —Reflexionó un momento—. Es decir, podríamos continuar con mis preguntas sobre Secretos de las edades.

Abajo seguía sin pasar nada.

—Muy bien. Pregunta —¿Quién ha venido? ¿Era el Sharif verdadero? ¿El Sharif Extraño? ¿El Sharif Ciencia Ficción? ¿Alguna malvada combinación de lo anterior? Fuera quien fuese, era demasiada coincidencia que se hubiese presentado justo en aquel momento. Robert se apoyó en el respaldo y le escuchó.

—Veamos… no sé —¿Tan olvidadizo era? Pero de repente Sharif despertó—. ¡Ah! Algo que me gustaría incluir en mi tesis es el equilibro entre la belleza de la forma y la belleza de la verdad subyacente. ¿Son cosas independientes?

Una pregunta que debo responder con profundidad críptica. Robert hizo una pausa enfática y se lanzó a soltar vacuidades.

—Ya deberías saber, Zulfi, aunque no puedas crear poesía, que son inseparables. La belleza refleja la verdad. Lee mi ensayo en Carolingian… —Bla, bla, bla.

Sharif asintió con sinceridad.

—Entonces, ¿espera que alguna vez se acabe una y por tanto la otra? Me refiero a la belleza ya la verdad.

¿Eh? Vaya, era una pregunta tan extraña como para desconcertarlo. Robert reformuló y volvió a reformular la estupidez. «¿Se le acabará la belleza?» y la respuesta en mi caso es que sí; ya no puedo crear belleza. Quizá no fuese más que Sharif Extraño dándole caña mientras esperaban a que la cajita gris actuase.

—Supongo… que podría haber un final —Luego reflexionó acerca de la otra parte de la pregunta— Demonios, Sharif, la verdad… la verdad nueva… se acabó hace mucho tiempo. Los artistas nos sentamos sobre un montón de restos que tiene diez mil años de espesor. Buscamos y rebuscamos, y algunos lo hacemos brillantemente, pero no es más que un refrito deslumbrante. —¿Acabo de decir lo que he dicho?

—Y si están relacionadas, entonces, ¿la belleza también ha desaparecido? —Sharif se había inclinado hacia delante, con los codos sobre los muslos, la barbilla apoyada en las manos. Tenía los ojos muy abiertos y una expresión seria.

Robert apartó la vista. Finalmente habló.

—Todavía hay belleza. Yo la traeré. —La recuperaré.

Sharif sonrió, tal vez porque interpretó la afirmación de Robert como fe en el futuro de la humanidad.

—Es maravilloso, profesor. Esto supera su ensayo en Carolingian.

—Efectivamente. —Robert se arrellanó, preguntándose qué estaba pasando.

Sharif vaciló un momento, como si no estuviese seguro de cómo continuar.

—Y la biblioteca de la UCSD, ¿cómo va su proyecto allí?

Seguía sin pasar nada abajo. Robert dijo:

—¿Ves alguna relación entre mi obra y… Bibliotoma?

—Bueno, sí. No quiero entrometerme, pero últimamente lo que hace usted en la UCSD parece una declaración de principios sobre la situación del arte y la literatura en el mundo moderno.

Quizá se tratase de Sharif Ciencia Ficción, intentando descubrir lo que tramaba Sharif Extraño. Si pudiese enfrentarlos entre sí. Dedicó al visitante un asentimiento juicioso.

—Lo comentaré con mis amigos. Quizá podamos reunirnos.

Lo que pareció bastar a quien fuese. Acordaron otro momento para reunirse y Sharif se fue.

Robert desactivó el acceso al círculo de amigos. No quería ninguna visita sorpresa más esa noche.

Y abajo seguía sin pasar nada. Miró a través de la pared durante casi quince minutos. Vaya un uso más productivo del tiempo. Piensa en otra cosa, mierda.

Levantó la cubierta de la casa y miró West Fallbrook. Sin mejoras, era un lugar muy oscuro, más parecía un pueblo abandonado que un barrio habitado. El San Diego real estaba menos iluminado que en 1970, por lo que recordaba. Pero aparte de la vista real había interminables alternativas, toda la diversión del ciberespacio imaginada por la generación de Bob. Ahí fuera, esa noche, había cientos de millones jugando. Robert percibía (Epifanía se lo hacía percibir) el pulso de la actividad, llamándole. Usó una orden que Chumlig había mencionado; aquí y allá, por todo North County, se encendieron lucecitas. Ésos eran los alumnos de su clase, al menos los que estaban estudiando esa noche y sentían algún interés por lo que hacían los demás. Veinte pequeñas luces. Más de dos tercios de sus compañeros, un tipo especial de círculo de opinión, uno dedicado a hacer avanzar todo lo posible sus puntuaciones de cooperación. Nunca se había dado cuenta de lo mucho que trabajaban esas personitas de tercera categoría.

Robert flotó como un fantasma sobre los suburbios hacia la luz más cercana. Nunca había usado las opciones «extracorporales» de Epifanía. No tenía ninguna sensación de que el aire fluyese a su alrededor, ni tampoco de movimiento. N o era más que un punto de vista sintético desplazándose sobre el paisaje. Todavía notaba el trasero pegado a la silla de su dormitorio. Y, sin embargo, comprendía por qué las instrucciones precisaban que la actividad debía realizarse estando sentado. El punto de vista recorría el valle a una velocidad que mareaba.

Se deslizó hacia una ventana amistosa. Juan Orozco, Mahmoud Kwon y un par más estaban reunidos en el cuarto de estar, conjurando posibilidades para el intercambio del día siguiente con Ciudad del Cabo. Alzaron la vista y dijeron «hola», pero Robert sabía bien que no veían mucho más que su icono flotando en la habitación. Podría estar presente virtualmente, quizás incluso parecer tan «real» como Sharif solía ser. Pero Robert se limitó a flotar y escuchar lo que decían y…

¡Aviso de alarma!

Cortó la conexión y regresó al cuarto.

Abajo, Bob había salido del salón. Se acercó a la puerta de Alice y llamó con suavidad. Por lo que Robert pudo ver, no hubo respuesta. Al cabo de un momento, Bob bajó la barbilla y se giró. Robert le siguió escaleras arriba. Oyó los pasos por el pasillo. Bob llamó a la puerta de Miri, como hacía casi todas las noches. Se oyó una conversación apagada y la voz de Miri diciendo:

—Buenas noches, papá. —Era la primera vez que Robert la oía llamar así a Bob.

Los pasos de Bob se acercaron; se detuvo frente a la puerta de Robert, pero no dijo nada. Robert le vio a través de la pared: Bob se volvió y se lo tragó la intimidad del dormitorio principal.

Robert se apoyó en la mesa y miró abajo. Alice casi nunca se quedaba levantada hasta mucho más tarde que Bob. Evidentemente, ésa no era una noche habitual. Qué desastre. Uno hace acopio de valor para traicionar a la familia… y luego el destino no hace más que apilar problemas sobre esas intenciones tan deshonrosas. Pero, incluso en el caso de que Alice se quedara a dormir en el despacho, tendría que acabar yendo al baño, ¿no?

Pasaron veinte minutos.

Alice abrió la puerta. Salió, fue hacia las escaleras. Maldita sea, usa el baño de abajo. Se dio la vuelta y cruzó furiosa el salón. Cada movimiento era preciso y potente, como los de una bailarina o una fanática de las artes marciales. No se movía como la Alice Gong Gu del vestido, la de la tranquila cara redondeada y las batas informes. Y, sin embargo, era la vista real. Era su rostro real, aunque estuviera tenso de dolor y sudoroso. ¿Eh? Robert trató de examinar de cerca su danza deslizante. Estaba empapada de sudor. Tenía el vestido tan mojado como si acabase de terminar una carrera larga y frenética.

Igual que Carlos Rivera.

No podía ser. Alice nunca se quedaba atrapada en una lengua extranjera o en una especialidad concreta. En una especialidad concreta. Pero recordó lo que había leído sobre ESR. ¿Qué había de esas personas extrañas a las que podían «entrenar» más de una vez, que adquirían múltiples talentos hasta que los efectos secundarios acaban destrozándolas? ¿En qué se quedarían «pillados» esos desgraciados si había decenas de posibilidades entre las que elegir?

Alice acabó por detenerse. Se quedó inmóvil un momento con la cabeza gacha, los hombros subiendo y bajando. Luego se volvió y entró en el baño.

Al fin, al fin. Ahora debería sentirme muy aliviado. Pero en cambio la revelación lo tenía en vilo. Explicaba muchos pequeños detalles. Contradecía varias cosas de las que estaba seguro. Quizás Alice no fuese por él. Quizá nadie en la casa fuese su enemigo.

A veces las cosas no son lo que parecen.

Todo estaba en silencio. En la vieja casa de Palo Alto se oían crujidos y golpes, y de vez en cuando el PC de Bob reproduciendo música robada. Aquella noche… sí, había sonidos esporádicos, de la casa haciéndose al fresco de la noche. Espera. En la vista de mantenimiento podía comprobar que uno de los calentadores de agua se había encendido. Oía el agua corriendo.

Y por primera vez se preguntó qué tipo de magia contendría la cajita gris. N o había alertado a los guardianes de la casa. Quizá no fuese electrónica, sino de engranajes del siglo XIX movidos por resortes. Y además había desaparecido de la vista de Robert. Era algo nuevo, no un truco visual. Quizá la cajita hubiese criado patitas y hubiese salido corriendo. Pero, fuese lo que fuese, ¿qué haría? Quizás el Extraño no quería un poco de sangre. Quizá le convenía más un montón de sangre. Robert se quedó sentado completamente inmóvil un segundo y luego se puso en pie de un salto… y volvió a quedarse inmóvil. Estaba desesperado. La credibilidad no es excesivamente importante si la víctima ansía creer que la verdad tiene que ser exactamente lo que el mentiroso afirma. Así que el Extraño se había burlado de la idea de que para hacer daño a Alice no valían la pena tantos preparativos. Y yo, desesperado, sonreí y quedé convencido.

Robert había salido de su cuarto y volaba escaleras abajo. Cruzó corriendo el salón y golpeó la puerta del baño.

—¡Alice! ¡Al!

La puerta se abrió. Alice le miraba con los ojos como platos. Robert la agarró del brazo y la obligó a salir al pasillo. Alice no era una mujer muy corpulenta; salió con facilidad. Pero luego se giró, lo que desequilibró a Robert. Robert tropezó y se golpeó contra la jamba.

—¿Qué pasa? —dijo. Parecía irritada.

—Yo… —Robert miró por encima del hombro el baño muy iluminado, y luego a Alice otra vez. Llevaba una bata y parecía que se había lavado el pelo corto. Y todo el mundo sigue de una pieza. No hay sangre… excepto allí donde me he dado un golpe en la cabeza.

—¿Estás bien, Robert? —La preocupación parecía ganar al enfado.

Robert se palpó la parte posterior de la cabeza.

—Sí, sí. Ahora soy más resistente. —Pensó en cómo había bajado las escaleras. Ni siquiera a los diecisiete años bajaba los escalones de cuatro en cuatro.

—Pero… —Estaba claro que a Alice sobre todo le preocupaba el estado mental de Robert.

No pasa nada, nuera mía. Creía que iba a evitar tu asesinato y ahora descubro que ha sido una falsa alarma. Ésa no sería una explicación convincente. Por tanto, ¿qué hacía allí abajo en plena noche aporreando la puerta? Volvió a mirar el baño.

—Yo, eh, necesitaba usar el baño.

Alice se envaró.

—No seré yo quien te lo impida, Robert. —Se volvió y subió las escaleras.

—¿Estás bien, Alice? —dijo la voz de Bob desde lo alto de la escalera.

Robert no tuvo el valor de mirar, pero se imaginaba la carita de Miri asomada. Cuando hubo entrado en el baño y cerrado la puerta oyó la voz agotada de su nuera.

—No te preocupes. Sólo era Robert.

Robert estuvo sentado en el váter unos minutos hasta que dejó de temblar. Quizá todavía hubiese una bomba allí dentro, pero si explotaba sólo heriría al culpable.

Además, no tenía la cajita en cuestión. Cuando se presentase en la biblioteca, lo haría con las manos vacías. ¿Y? Al cabo de un momento Robert se puso en pie y se miró al espejo real de vidrio. Saludó a su reflejo con una sonrisa torcida. Quizá debiese llevarles una falsificación; ¿Tommie se daría cuenta? Y en cuanto al Extraño Misterioso, quizá su hechizo se hubiese esfumado… junto con todas las esperanzas.

Sus ojos se posaron en el estante. Allí, apartada de lo demás, había una cajita gris. No estaba ahí cuando había salido Alice. Alargó la mano. Tocó el plástico cálido. No era una ilusión. Era mucho más misteriosa que todos los trucos brillantes a los que empezaba a acostumbrarse.

Se metió la caja en el bolsillo y, en silencio, volvió a su cuarto.

Загрузка...