06 Tanta tecnología, tan poco talento

Daba toda la impresión de que la asignatura de composición creativa de Chumlig iba a ser el punto más bajo de la primera semana de Robert Gu en Fairmont. Robert recordaba muy bien sus años de instituto. En 1965 le había resultado fácil, exceptuando matemáticas y ciencias, que de todas formas no le interesaban. Básicamente, jamás hacía los deberes de ninguna asignatura. Pero los poemas que escribía, casi sin esfuerzo consciente, ya pertenecían a un mundo muy diferente al que habitualmente habitaban sus profesores. Se consideraban afortunados de estar en su presencia… y así debía ser.

Pero en ese mundo feliz del futuro sólo veía una fracción de las «composiciones» supuestamente creadas por los estudiantes, y no tenía ninguna duda de que apreciarían en muy poco su obra.

Roben se sentó en un extremo del aula, garabateando en la página visor. Como siempre, los niños estaban a la izquierda del aula y los estudiantes de Educación de Adultos a la derecha. Fracasados. Se había aprendido algunos nombres, incluso había hablado con Xiang. La mujer le había contado que tendría que dejar la asignatura de composición de Chumlig. No tenía valor para representar delante de los otros. Sólo tenía talento para una ingeniería obsoleta, pero al menos era lo suficientemente inteligente para saber que era una fracasada. No como Winston Blount, el peor fracasado de todos. De vez en cuando veía a Winnie mirándole y Robert sonreía interiormente.

La señora Chumlig obligaba a salir al primero de aquel día.

—Sé que has estado practicando, Juan. Muéstranos lo que puedes hacer.

Juan se puso en pie y fue a la parte delantera. Era el chico que había estado hablando con los de Educación de Adultos durante el taller. Robert recordaba su pose de vendedor. Suponía que el chico estaba por debajo de la media, como esos a quienes en los institutos de la época de Robert graduaban pro forma. Pero en el siglo XXI la incompetencia no era excusa: Chumlig parecía que esperaba un buen rendimiento. El muchacho vaciló y luego agitó los brazos. No produjo ningún efecto visible.

—No sé, señora Chumlig, no está totalmente acabada.

La señora Chumlig se limitó a: asentir con paciencia y le hizo un gesto para que continuase.

—Vale. —El chico entornó los ojos y los movimientos de los brazos se volvieron todavía más caóticos. No era baile y el chico no hablaba. Pero Chumlig se apoyó en la mesa y asintió. Gran parte de la clase contempló la representación aleatoria con una atención similar, y Roben se dio cuenta de que movían la cabeza como al ritmo de la música.

Mierda. Más tonterías invisibles. Robert miró su pliego mágico y jugó con la selección de navegación local. Internet Explorer tenía el aspecto que recordaba, pero había un menú desplegable que le permitía «Seleccionar vista». Sí, las superposiciones de fantasía. Tocó en «Representación de Juan Orozco». La primera superposición parecía pintadas, comentarios burdos sobre la representación de Juan. Era una de esas cosas que suele haber en una nota que los chicos se pasan furtivamente. Tocó en la segunda selección de vista. Ah. El chico se encontraba en el escenario de un concierto. Las ventanas del aula, que tenía detrás, se abrían a una vasta ciudad vista desde una torre muy alta. Robert apoyó la mano en el borde de la página y hubo sonido. Era metálico y tenue comparado con el audio de la casa, pero… sí, era música. Parecido a Wagner. Luego se transformó en lo que podría haber sido una marcha. En la ventana de la página visor de Robert se formaron arco iris alrededor de la imagen del chico. Masas blancas aparecían en cuanto agitaba las manos: hurones. Todos los chicos se reían. Juan también reía, pero los movimientos de las manos se volvieron desesperados. Los hurones cubrían el suelo en apretada formación y la música era frenética. Las criaturas se combinaron formando nieve que se elevó en tornados en miniatura. El chico disminuyó el ritmo y el sonido se convirtió en algo similar a una canción de cuna. La nieve brilló, sublimándose en la invisibilidad a medida que la música se apagaba. La ventana de navegación de Robert mostraba al mismo chico corriente que en realidad estaba de pie frente a la clase.

Los compañeros de Juan le aplaudieron con amabilidad. Un par bostezó.

—¡Muy bien, Juan! —dijo la señora Chumlig.

Era tan impresionante como cualquier vídeo publicitario que Robert hubiese visto en el siglo XX. Al mismo tiempo, resultaba esencialmente incoherente, un estercolero de efectos especiales. Tanta tecnología, tan poco talento.

Chumlig habló a la clase de los componentes de la obra de Orozco, preguntándole cortésmente al chico cómo pensaba continuar, proponiendo que colaborase (¡colaborase!) con otros estudiantes para añadir palabras a la composición.

Roben miró con disimulo al resto de la clase. Las ventanas estaban abiertas y se veían las marrones y tranquilas colinas del otoño de North County. Fuera el sol lo iluminaba todo y una brisa suave traía el olor de la madreselva. Oía a los chicos jugando al otro lado del patio. El aula era una construcción barata de plástico, carente por completo de sensibilidad artística. Sí, la escuela era fácil, pero también podía ser tremendamente aburrida; tendría que releer sus propios poemas sobre ese tema. El confinamiento forzado. Los días interminables de sentarse inmóvil escuchando palabras sin gracia, mientras allá fuera esperaba el mundo entero. La mayoría de los estudiantes miraban a Chumlig. ¿Se trataba de un engaño perfecto? Pero cuando la mujer le hizo una pregunta repentinamente a un chico, obtuvo una respuesta pertinente aunque entrecortada.

Y luego, mucho antes de lo que había esperado:

—… hoy terminaremos un poco antes, por lo que sólo tenemos tiempo para una presentación más —dijo la señora Chumlig. ¿Qué había estado diciendo la profesora? Maldición. Chumlig le miraba directamente—. Por favor, muéstrenos su composición, profesor Gu.

Juan se arrellanó en el asiento, sin apenas prestar atención al análisis de Chumlig. Siempre era amable con sus críticas públicas, pero las malas noticias eran más que evidentes a su alrededor. Sólo los gemelos Radner habían puesto algo amable. Alguien con aspecto de conejo le sonreía desde el gallinero. ¿Quién era? Se volvió y se hundió en la silla.

—… por lo que sólo tenemos tiempo para una presentación más —dijo la señora Chumlig—. Por favor, muéstrenos su composición, profesor Gu.

Juan miró a Gu. ¿Qué tipo de presentación podría hacer?

Robert Gu parecía estar preguntándose eso mismo.

—En realidad no tengo nada que la clase pudiese… apreciar. No uso audiovisuales.

Chumlig sonrió con alegría. Cuando le sonreía así a Juan, éste sabía que las excusas no le valdrían de nada.

—Tonterías, profesor Gu. Era usted… es usted poeta.

—Efectivamente.

—Y le asigné una tarea.

Gu parecía joven, pero, cuando inclinó la cabeza y miró a la señora Chumlig, había energía en su mirada. Vaya, si yo pudiese mirar así cuando Chumlig me está apretando las tuercas… El joven-viejo permaneció en silencio un segundo y luego dijo con calma:

—He escrito una pieza breve, pero como he dicho no tiene ninguna de… —Su mirada barrió la clase para fijarse en Juan un instante—. De las imágenes y sonidos que por lo visto esperan.

La señora Chumlig le hizo un gesto para que se acercara. —Hoy sus palabras surtirán un efecto espléndido. Adelante.

Al cabo de un segundo, Gu se puso en pie y bajó los escalones. Se movía con rapidez, con una especie de vaivén espástico. Las notas volaron de un lado a otro. Por un momento, la atención de la clase estaba centrada como la señora Chumlig quería.

Chumlig se apartó y Robert Gu se volvió para mirar al grupo. Claro estaba, era incapaz de conjurar una visualización de palabras. Pero tampoco miró su página visor. Se limitó a mirar a su público y decir:

—Un poema. Trescientas palabras. Habla de la tierra de North County como es en realidad, aquí y más allá. —Agitó el brazo hacia las ventanas abiertas.

Luego, simplemente… habló. Nada de efectos especiales, nada de palabras moviéndose por el aire. y tampoco era un poema, porque su voz no adoptó un tono cantarín. Robert Gu se limitó a hablar del patio que rodeaba la escuela, de las diminutas segadoras que daban interminables vueltas. Del olor de la hierba y de cómo atrapaba el rocío por la mañana. De cómo la inclinación de las colinas llevaba los pies que corrían hasta el riachuelo que bordeaba la propiedad. Era lo que uno veía todos los días… al menos cuando no usaba superposiciones para ver algún otro lugar.

Y de pronto Juan ya no era consciente de las palabras. Veía; estaba allí. Su mente flotaba sobre el pequeño valle, sobrevoló el lecho del riachuelo. Casi había llegado al pie de Pyramid Hill cuando, de pronto, Robert Gu dejó de hablar y Juan volvió de golpe a la realidad de su sitio al fondo de la clase de composición de la señora Chumlig. Se quedó sentado unos segundos, mareado. Palabras. Sólo palabras. Pero lo que lograban superaba lo visual. Era más que tecnología del tacto. Incluso había percibido el olor de las cañas secas en el lecho del arroyo.

Por un momento nadie dijo nada. La señora Chumlig tenía los ojos vidriosos. O estaba profundamente impresionada o estaba navegando.

Pero luego, un Pajarraco Pomposo clásico voló desde el lado de los chicos. Cruzó el aula y dejó caer un buen montón de mierda sobre Robert Gu. Fred y Jer se echaron a reír y, un instante después, toda la clase reía.

Evidentemente, Robert Gu no había podido ver los efectos especiales. Se quedó confundido un momento y luego miró a los Radner con furia.

—¡Clase! —La señora Chumlig parecía realmente enfadada. Las risas pararon y todos aplaudieron con amabilidad. Chumlig los guió un momento hasta que ella misma dejó de aplaudir. Juan veía que los examinaba de cerca. Normalmente pasaba de las pintadas. En aquella ocasión buscaba crucificar a alguien. Su mirada acabó en la sección de los viejos y pareció un poco sorprendida.

—Muy bien. Gracias, Robert. Hoy no tenemos tiempo para más. Clase, la siguiente tarea es colaborar y mejorar lo que ya habéis hecho. Es tarea vuestra encontrar un compañero para ese paso. Enviadme los acuerdos y el plan de trabajo antes de que nos volvamos a ver. —Los Detalles Ignominiosos estarían en el correo cuando llegasen a casa.

Luego sonó la campana… la había activado Chumlig. Cuando Juan se levantó de la silla, estaba a la cola de la carrera alocada por la puerta. No importaba. Estaba un poco mareado por la extraña forma de realidad virtual que Roben Gu había creado.

A su espalda Gu se había dado cuenta por fin de que la clase había terminado. En unos segundos estaría fuera con los demás. Mi oportunidad de alistarle para el Lagarto. Y quizá de algo más. Pensó en las palabras mágicas del viejo. Quizá, quizá pudiesen colaborar. Todos se habían reído de Robert Gu. Pero antes de que le mandaran el Pajarraco Pomposo, antes de que se riesen, Juan Orozco había palpado el silencio sobrecogido. Y lo ha logrado sólo con palabras…

Cuando Roben salió a exponer su trabajo estaba más irritado que nervioso. Había encandilado a estudiantes durante treinta años. Podía encandilarlos con los versitos que había compuesto para aquel día. Se dio la vuelta y miró al grupo.

—Un poema —dijo—. Trescientas palabras. Habla de la tierra de North County como es en realidad, aquí y más allá. —Era una oda pastoral tópica que había compuesto la noche anterior basándose en sus recuerdos de San Diego y lo que veía de camino a Fairmont. Momentáneamente, sus palabras los hipnotizaron, como antaño.

Cuando acabó hubo un momento de absoluto silencio. Qué niños más impresionables. Miró a la gente de Educación de Adultos, vio la sonrisa desigual y hostil de Winston Blount. ¿Envidioso como siempre, Winnie?

Luego unos patanes en la primera fila se echaron a reír. Lo que precipitó risas dispersas.

—¡Clase! —Chumlig intervino y todos aplaudieron, incluso Blount.

Chumlig dijo algunas cosas más. Luego sonó la campana y los estudiantes salieron corriendo. Él también se disponía a hacerlo.

—Ah, Robert —dijo la señora Chumlig—. Por favor, quédate un momento. La campana «no doblaba por ti». —Sonrió, sin duda encantada de su dominio de las citas literarias—. Tu poema es muy hermoso. Quiero disculparme en nombre de la clase. No tenían derecho a… —Hizo un gesto al aire sobre su cabeza.

—¿A qué?

—No importa. Me temo que en este grupo no hay verdadero talento. —Le miró con curiosidad—. Es difícil creer que tengas setenta y cinco años; la medicina moderna hace verdaderos milagros. He tenido varios estudiantes mayores. Comprendo tus problemas.

—Ah, los comprende.

—Cualquier cosa que hagas en esta clase será un favor para los demás. Espero que te quedes, que los ayudes. Reelabora el poema con alumnos elementos visuales de los alumnos. Pueden aprender de ti… y tú podrás aprender habilidades que harán que el mundo te resulte un lugar más cómodo.

Robert le dedicó una sonrisa. Siempre habría cretinos como Louise Chumlig. Por suerte, la mujer encontró algo más en lo que concentrarse.

—¡Oh! Ya es tarde. Tengo que dar una clase de estudios remotos. Por favor, discúlpame. —Chumlig se dio la vuelta y se situó en el centro del aula. Señaló con una mano la primera fila de asientos—. Bienvenida, clase. ¡Sandi, deja de jugar con el unicornio!

Robert miró al aula vacía y a la mujer que hablaba sola. Tanta tecnología…

Fuera, los estudiantes se habían dispersado. Robert se quedó a meditar su reencuentro con el mundo «académico». Podría haber sido peor. El poemita había sido más que bueno para esa gente. Incluso Winnie Blount había aplaudido. Impresionar a alguien que te odia… eso siempre es un triunfo.

—¿Señor Gu? —La voz era indecisa. Robert dio un respingo. Era aquel chico, Orozco, acechando junto a la puerta del aula.

—Hola —le dijo con una sonrisa generosa.

Quizás excesivamente generosa. Orozco caminó junto a él.

—Yo… creo que su poema es maravilloso.

—Eres muy amable.

El chico hizo un gesto hacia el prado iluminado por el sol.

—Me ha hecho sentir como si realmente estuviese ahí fuera, corriendo bajo el sol. Y todo sin táctiles, lentillas ni vestibles. —Miró el rostro de Roben y luego apartó rápidamente los ojos. Era una mirada le asombro que podría haber tenido algún valor si su interlocutor hubiese sido alguien de cierta importancia—. Apuesto a que es usted tan bueno como cualquiera de los grandes anunciantes de juegos.

—Seguro.

El muchacho titubeó un momento, sin articular palabra.

—Me he dado cuenta de que no viste. Yo podría ayudarle. Quizá, quizá pudiéramos ser compañeros. Ya sabe, podría ayudarme con las palabras. —Otro vistazo de reojo a Robert y el resto de su discurso surgió en cascada— Podríamos ayudarnos mutuamente y tengo otra proposición mejor. Podría haber mucho dinero de por medio. Su amigo el señor Blount ya ha aceptado.

En silencio recorrieron una docena de pasos.

—Bien, profesor Gu, ¿qué le parece?

Robert sonrió con amabilidad a Juan y, justo cuando el chico empezaba a alegrarse, le dijo:

—Bien, joven. Creo que el infierno se helará el día en que me asocie con un viejo idiota como Winston Blount… o un joven idiota como tú.

Bingo. El chico retrocedió como si Roben le hubiese dado un puñetazo en la cara. Robert siguió caminando, sonriendo. Era muy poca cosa, pero, al igual que el poema, era un punto de partida.

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