Vernor Vinge Al final del arco iris

Prólogo Suerte estúpida y pensamiento inteligente

La primera pizca de suerte estúpida llegó en forma de vergüenza para el Centro Europeo para la Prevención y el Control de las Enfermedades. El 23 de julio, unos escolares de Argel afirmaron que una epidemia respiratoria se estaba extendiendo por el Mediterráneo. La afirmación se fundamentaba en un análisis muy ingenioso de los datos de anticuerpos de los sistemas de transporte de Argel y Nápoles.

El ECDC no hizo ningún comentario, pero menos de tres horas después, aficionados a la salud pública comunicaron resultados similares en otras ciudades, mapas de contagio incluidos. La epidemia duraba ya al menos una semana y probablemente se había originado en África Central, más allá de la región que los aficionados podían controlar.

Para cuando la maquinaria de relaciones públicas del ECDC reaccionó, la enfermedad ya se había detectado en India y Norteamérica. Peor todavía, un periodista de Seattle había aislado e identificado el agente infeccioso, que resultó ser un pseudomimivirus. Era la situación más vergonzosa que los relaciones públicas podían concebir: en la última década, el ECDC había justificado su enorme presupuesto realizando una brillante campaña contra la secta Nuevo Amanecer. La Plaga Amanecer había sido el segundo peor euroterror de la década. Sólo el ECDC había impedido que el desastre se extendiese por todo el planeta.

La Plaga Amanecer había sido de pseudomimivirus.

Todavía había buena gente en el ECDC, los mismos especialistas que habían salvado al mundo en 2017. Resolvieron también con rapidez la situación del 23 de julio. La oficina de relaciones públicas podía emitir unas declaraciones más o menos acertadas: sí, el pseudomimi había evitado los protocolos de aviso. El fallo no había sido más que un simple error de software en la web «Actualidad» del centro. Y sí, aquel pseudomimivirus podía ser una mutación de la Plaga Amanecer. En todo el mundo seguían apareciendo variedades desnaturalizadas del virus original, que había sido optimizado para matar: un añadido permanente al ruido de fondo de la biosfera. Ese año ya habían encontrado tres, la última sólo cinco días antes, el 18 de julio. Más aún (en este punto los de relaciones públicas recuperaron su brío habitual), ninguna de ellas producía síntomas perceptibles. Los pseudomimivirus poseían un genoma enorme (es decir, enorme para un virus, pequeño en comparación con casi todo lo demás). La secta Nuevo Amanecer había transformado ese genoma en una navaja suiza de la muerte, una herramienta capaz de contrarrestar casi cualquier defensa. Pero sin esa optimización, los pseudomimis no eran más que bolsas de ADN basura. Por tanto, el ECDC se disculpaba por no haber divulgado una situación rutinaria.

Pasó una semana. Dos semanas. No se produjeron más capturas del organismo. Los estudios de anticuerpos demostraron que la epidemia no se había extendido mucho más allá de la cuenca del Mediterráneo. Las afirmaciones del ECDC sobre la infección eran totalmente correctas. Aquella «epidemia respiratoria asintomática» poco tenía de epidemia: si ni siquiera una persona contagiada de mil se resfriaba, el virus casi dependía de la caridad para recorrer el mundo.

Las explicaciones del ECDC fueron aceptadas. Los aficionados a la salud pública habían magnificado un suceso habitual.

De hecho, en la historia del ECDC sólo había un detalle falso y que coló: el hecho de no difundir la noticia sobre el virus no había sido por un problema con la página web pública, había sido por un fallo en el sistema interno de alerta, recién revisado, del centro. Por tanto, los especialistas responsables habían estado tan ciegos ante el suceso como el público en general; los aficionados habían alertado a ambos.

En los círculos internos de la inteligencia de la UE había personas que no perdonaban fácilmente fallos de ese calibre. Eran personas que diariamente se enfrentaban al terror. Personas cuyos mayores éxitos jamás se daban a conocer… y cuyos fracasos podían ser más catastróficos que la Plaga Amanecer.

Muy comprensiblemente, esas personas eran obsesivas y paranoicas. La Comisión de Inteligencia de la UE encomendó a uno de sus mejores agentes, un joven alemán llamado Günberk Braun, que se encargase de una reorganización discreta del ECDC. En las zonas de espionaje donde Braun era conocido, era famoso: el más obsesivo de los obsesivos. Fuera como fuese, él y su equipo reformaron rápidamente la estructura interna de comunicación del ECDC, para luego dedicarse a un análisis de todo el Centro con una serie aleatoria de «simulacros de amenaza» basados en las conjeturas más improbables que pudiese imaginar ningún epidemiólogo. El análisis iba a durar seis meses.

En el ECDC, esos seis meses prometían ser un tormento para los incompetentes y una revelación para los brillantes. Pero el régimen de «simulacros de amenaza» de Braun duró menos de dos meses y acabó a causa de un anuncio durante un partido de fútbol.

El primer encuentro de la Serie Grecia-Pakistán se celebró en Lahore el 20 de septiembre. La Serie Grecia-Pakistán era ya una tradición, aunque sus seguidores eran probablemente chapados a la antigua. En cualquier caso, la publicidad se hacía al estilo del siglo XX. Todos veían el mismo anuncio. Se vendía espacio publicitario en las vallas del estadio, pero ni siquiera esos espacios estaban dirigidos a espectadores concretos.

Durante el encuentro sucedió algo asombroso (dos cosas asombrosas, teniendo en cuenta que Grecia ganó). Durante el descanso apareció un anuncio de treinta segundos de guirlache. Al cabo de una hora, varios analistas independientes de mercadotecnia informaron acerca de un aumento de las ventas de guirlache, que se había iniciado tres minutos después del anuncio. Ese único anuncio había amortizado lo que había costado cien veces. Era como un sueño… al menos para los que estaban completamente obsesionados por la mercadotecnia. Durante toda la tarde, por millones comentaron aquel suceso asombroso. Analizaron el anuncio hasta el último detalle. Era un anuncio burdo, como cabía esperar, porque la agencia que lo había creado era de tercera. Lo más curioso era que no contenía ningún elemento subliminal (aunque encontrarlo era la principal esperanza de los que lo analizaban). El retraso en iniciarse y la brusquedad del incremento no eran en absoluto la respuesta normal a un anuncio. A las pocas horas, todos los participantes razonables llegaron a la conclusión de que el Milagro del Guirlache era el clásico espejismo producido por las posibilidades modernas de captura de datos: si se observa un trillón de fenómenos, lo raro es no toparse con una incidencia de uno entre un millón. Al final del día, el asunto se había dado por zanjado y no era más que otra onda en la miríada de conversaciones de la vida pública.

Ciertos observadores no perdieron el interés por aquello. Günberk Braun, como la mayoría de los miembros de los círculos internos de la CIEU, sentía un gran (para ser francos un receloso) respeto por el poder del análisis público de inteligencia. Uno de sus equipos dio con el Milagro del Guirlache. Se siguió el debate. Cierto, probablemente no fuese más que un espejismo. Y, sin embargo, podían plantearse otras preguntas y algunas eran de esas que los gobiernos tienen cierta habilidad para responder.

Lo que nos lleva a la siguiente pizca de suerte estúpida. Siguiendo un impulso, Braun pidió un simulacro de emergencia: los recursos analíticos del ECDC se centrarían en la importancia para la salud pública del Milagro del Guirlache. Independientemente del meollo del misterio, serviría para que el centro se ejercitase en la realización de una investigación secreta de emergencia en tiempo real. Además, no era más absurdo que simulacros anteriores. A esas alturas, los especialistas más brillantes del ECDC sabían enfrentarse a tales eventualidades. Rápidamente plantearon miles de conjeturas e imaginaron medio millón de pruebas posibles. Serían las semillas de los árboles de búsqueda de la investigación.

Durante dos días, los analistas del ECDC analizaron esos árboles, extendiéndolos y podándolos… siempre imponiendo ciertas limitaciones estadísticas; un trabajo así podía generar más espejismos de los que podían soñar los aficionados a la mercadotecnia. Sólo la lista de temas hubiese ocupado una de las antiguas guías de teléfonos entera. Ahí estaba lo bueno, expuesto de forma dramática: no había relación entre el pico de compras y el anuncio de guirlache. La conclusión no se basaba en ningún análisis teórico: el ECDC pasó el anuncio a pequeños grupos de control. Igualmente se comprobó toda la publicidad del descanso. Una de las pantallas del estadio, un anuncio para un servicio de citas que sólo había aparecido brevemente, provocaba un interés ocasional por el guirlache. (El anuncio para el servicio de contactos pecaba de cierto exceso artístico, con su fondo de líneas que formaban un patrón de muaré). Siguiendo por el árbol de pruebas, el anuncio del servicio de contactos se mostró a algunas audiencias especializadas. Por ejemplo, no provocaba ningún efecto en personas con anticuerpos del pseudomimivirus del 23 de julio.

«El anuncio del servicio de contactos provocaba deseo de comer guirlache cuando se mostraba a personas infectadas por el pseudomimi anterior, el del 18 de julio, acerca del que el ECDC había informado adecuadamente.»

De niño, Günberk Braun había fantaseado con la idea de que, en el pasado, podría haber impedido el bombardeo de Dresde, detenido a los nazis y evitado sus campos de exterminio o que Stalin matase de hambre a Ucrania. En los días malos, cuando no podía mover naciones, el pequeño Günberk imaginaba lo que podría haber hecho en un puesto de radar de Hawai, el 17 de diciembre de 1941, o como agente del FBI el verano de 2001.

Quizá todos los niños pasan por esa fase, ignorando en buena parte el contexto histórico, queriendo simplemente convertirse en héroes salvadores.

Pero cuando Braun leyó ese último informe supo que se encontraba ante algo de la misma magnitud que sus fantasías de infancia. El virus pseudomimi del 18 de julio y el anuncio en el encuentro de fútbol… juntos formaban una prueba extremadamente bien camuflada de una nueva idea para un arma. Completamente desarrollada, esa arma haría que la Plaga Amanecer pareciese un juguete maligno. Como mínimo, la guerra biológica se volvería tan precisa como las balas y las bombas: infectas arteramente a una población con la lenta y aleatoria propagación de una enfermedad indetectable y luego, bam, ciegas, lisias o matas… a alguien en concreto con un correo electrónico, o a miles de millones con una emisión, demasiado repentinamente para que lo impida cualquier «defensa contra la enfermedad».

Si Braun hubiese sido del ECDC, tal descubrimiento habría disparado de inmediato las alarmas en todas las organizaciones de defensa contra las enfermedades de la Alianza Indoeuropea, así como en el Centro de Control de Enfermedades norteamericano y en el CDCP de China.

Pero Günberk Braun no era epidemiólogo. Era un espía, e incluso para ser espía era un paranoico. El simulacro de emergencia estaba bajo su control personal; no tuvo problemas para suprimir la información en ese punto. Mientras tanto, empleó sus recursos en la CIEU y en la Alianza Indeuropea. A las pocas horas estaba inmerso en un buen número de proyectos.

Se trajo a la mejor experta en el sector de la inteligencia indoeuropea y la dejó suelta con las pruebas. Contactó con los activos militares de la Alianza, en África Central y en los estados fracasados del fin del mundo moderno. Había pruebas sólidas del origen del pseudomimivirus de1 18 de julio. Aunque esa investigación no era biocientífica, los analistas de Braun eran muy similares a los mejores del ECDC… sólo que más listos, más numerosos y con muchos más recursos. Incluso así, tuvieron mucha suerte: durante los siguientes tres días sumaron dos y dos (y dos y dos y dos…). Al final, tenía una idea bastante razonable de quién estaba detrás de la prueba del arma.

Y por primera vez en su vida, Günberk Braun sintió verdadero terror.

Загрузка...