(Grabando).
—Es una excelente simulación.
—No es ninguna simulación.
—Sí, claro. Sí que lo es, ¿no?
—¡Empuja! ¡Empuja!
—¡Ya empujo! ¡Ya empujo!
—¡Pues empuja con más fuerza!
—No crees que esto sea una puta simulación, ¿verdad?
—No. Una puta simulación, no.
—Mira, no sé de qué va esto, pero sea lo que sea, no está bien.
—¡Las llamas están ascendiendo por el mástil!
—¡Pues échales agua!
—Es que no llego a…
—Estoy realmente impresionado.
—Tienes algo, ¿no es cierto?
—Debe de estar glandulando. Nadie puede ser tan estúpido.
—Me alegro de haber esperado a la noche. ¿Tú no?
—Absolutamente. ¡Mira el lado del día! Nunca lo había visto brillar de esa forma, ¿y tú?
—No, que yo recuerde.
—¡Ja! Me encanta. Es una simulación brillante.
—Que no es ninguna simulación, payaso. ¿Es que no escuchas?
—Deberíamos sacar a ese tipo de ahí.
—¿Qué es, por cierto?
—Qué, no. Quién. Es un homomdano. Su nombre es Kabe.
—Ah.
Estaban practicando rafting sobre lava. Kabe se encontraba sentado en el centro de una balsa, observando el moteado flujo amarillento de la roca fundida al frente, y el desolado y oscuro panorama que recorría. Podía oír las voces de los humanos, pero no prestaba excesiva atención a quién decía el qué.
—Ya ha salido.
—¡Brillante! ¡Mira ahí! ¡Y el calor…!
—Sí. Cárgatelo.
—¡Se ha incendiado!
—Rema sobre las zonas oscuras, imbécil, ¡no sobre las brillantes!
—Mételo y sácalo.
—¿Qué?
—¡Mierda!, cómo quema.
—Sí quema, sí. ¡Vaya simulación!
—Que no es una simulación. Y te están dando.
—¿Alguien puede…?
—¡Echarnos una mano!
—¡Anda, tíralo! Coge otro remo.
Se encontraban en una de las últimas ocho plataformas inhabitadas de Masaq. Allí —y en tres plataformas a favor del giro galáctico y en cuatro en contra—, el Gran Río de Masaq fluía en línea recta a lo largo de un túnel de base material de setenta y cinco mil kilómetros de largo, a través de un paisaje aún en proceso de formación.
—¡Hey! ¡Quema, quema, quema! ¡Qué simulación!
—Saca a ese tipo de ahí. Para empezar, no tenía que haber sido invitado. Aquí hay unitemporales que no tienen salvación. Si este payaso cree que estamos en una simulación, podría hacer algo.
—Saltar por la borda, por ejemplo.
—Necesitamos más cuerpos a estribor.
—¿Dónde, dices?
—A la derecha. A este lado, joder.
—Ni se te ocurra bromear con eso. Está tan retorcido que no me fío de que vuelva a subir si se cae ahí dentro.
—¡Se acerca un túnel! ¡La temperatura subirá aún más!
—No puede ser. No lo permitirán.
—¿Es que no escuchas, joder? ¡Esto no es ninguna simulación!
Como práctica ya habitual a aquellas alturas en la Cultura, los asteroides del sistema propio de Masaq —la mayoría recogidos y emplazados en órbitas planetarias varios miles de años antes, durante la construcción del orbital— fueron transportados por un vehículo elevador a la base de la superficie de la plataforma, donde cualquiera de los diversos sistemas de distribución de energía (armas destructoras de corteza planetaria, para quien insistía en considerarlas como tales) calentaban los cuerpos hasta fundirlos, de manera que la materia más extraña, junto con los procesos de manipulación de energía, dejaban que el fluido resultante corriera en ciertas direcciones designadas o esculpiera formas que cubrían la ya existente morfología de la materia estratégica de base.
—Encima.
—¿Qué?
—Caería encima. No dentro. A mí no me mires así, es la densidad.
—Espero que lo sepas todo sobre la puta densidad. ¿Tienes un terminal?
—No.
—¿Un implante?
—No.
—Yo tampoco. Intenta encontrar uno o a alguien que lo tenga y saque a ese cretino de ahí.
—La clavija. ¡Tienes que sacarla primero!
—Ah, claro.
La gente —especialmente la de la Cultura, ya se tratase de humanos, ex humanos, alienígenas o máquinas— llevaba miles de años construyendo orbitales como aquel, y poco tiempo después de que el proceso se convirtiese en una tecnología madura, aún miles de años atrás, alguien había pensado (sin riesgos calculados) en utilizar parte de los ríos de lava generados naturalmente en aquellos procesos como medio para un nuevo deporte.
—Perdón. Yo tengo un terminal.
—Ah, sí, Kabe. Claro.
—¿Qué?
—Que yo tengo un terminal. Aquí tienes.
—¡Remos! ¡Cuidado con las cabezas!
—¡Aquí hay mucha luz y hace un calor insoportable!
—¡Agachaos!
—¡A cubierto!
—¡Uuuuh!
—¡Vamos a perderlos!
—Centro, ¿has visto a ese? Aguafiestas. Elimínalo.
—Hecho.
De aquella forma, el rafting sobre lava se convirtió en un pasatiempo. En Masaq, la tradición ordenaba hacerlo sin ayuda de tecnología de campo o de cualquier tipo de inteligencia del ámbito de la ciencia material. Así, la experiencia resultaba más excitante y sus usuarios se acercaban más a su realidad que si se utilizasen materiales que solo cumpliesen las demandas que requería. Era lo que la gente llamaba un deporte con factor mínimo de seguridad.
—¡Ojo con el remo!
—¡Ya lo tengo!
—Vale. ¡Empuja!
—Vaya. ¡Mierda!
—¿Qué es lo que…?
—¡Aaah!
—¡Está bien, está bien!
—¡Joder!
—… Estáis todos locos, por cierto. Feliz rafting.
La propia balsa —una plataforma de fondo llano, de cuatro metros por doce, y con bordas de un metro de alto— era de cerámica, y la cubierta que protegía a los pasajeros del calor del túnel de lava que estaban atravesando era de plástico aluminizado, y los remos de madera, para introducir una nota corpórea a la actividad.
—¡Mi pelo!
—¡Quiero irme a casa!
—¡Cubo de agua!
—¿Ese tipo…?
—Deja de quejarte.
—¡Madre mía!
El rafting sobre lava siempre había resultado excitante y peligroso. Una vez que las ocho plataformas fueron rellenadas con aire, aquel deporte se había convertido en una privación; el calor irradiado se unía al calor por convección y, pese a que la gente encontraba más auténtico descender por la lava sin equipamiento de respiración, quemarse los pulmones no era más divertido de lo que pudiera parecer.
—¡Ah! ¡Mi nariz! ¡Mi nariz!
—Gracias.
—¡Pulverizadores!
—De nada.
—Yo estoy con el otro tío. No me creo nada de esto.
Kabe se recostó. Tuvo que encogerse, ya que la parte interior de la cubierta de la balsa se encontraba justo por encima de su cabeza. El plástico aluminizado reflejaba el calor del techo del túnel, pero la temperatura del aire seguía siendo extrema. Algunos de los humanos vertían agua sobre ellos mismos o la pulverizaban sobre otros. Espirales de vapor llenaban la pequeña cueva móvil en la que se había convertido la balsa. La luz era de un rojo muy oscuro e intenso, y se derramaba con cada cabeceo y corcoveo de la embarcación.
—¡Duele!
—¡Vale, pues deja de hacer daño!
—¡Eliminadme a mí también!
—¡Ya casi estamos fuera! Oh, no. ¡Astillas!
La boca de salida del túnel de lava tenía dientes; estaba serrada con un montón de protuberancias similares a las estalactitas.
—¡Astillas! ¡Al suelo!
Una de las astillas rasgó la fina cubierta de protección de la balsa y la lanzó sobre la superficie amarilla y roja de la lava. La película protectora se encogió y empezó a arder. A continuación, atrapada en la corriente térmica del flujo de lava, se elevó aleteando como un pájaro en llamas. Una ráfaga de calor invadió a los ocupantes de la balsa. La gente empezó a gritar. Kabe se vio obligado a lanzarse hacia atrás para evitar ser alcanzado por una de las lanzas colgantes de roca. Sintió que algo cedía bajo él; se oyó un ruido seco y otro grito.
La balsa salió despedida desde el túnel y cayó en un amplio cañón de escarpados precipicios cuyos oscuros filos de basalto quedaban iluminados por la gran corriente de lava que fluía entre ellos. Kabe volvió a incorporarse. La mayor parte de los seres humanos se lanzaba o pulverizaba agua después de la última explosión de calor; muchos habían perdido el cabello, algunos estaban sentados o tumbados, con aspecto chamuscado pero despreocupado, con los ojos fijos hacia el frente, como en estado de éxtasis. Una pareja permaneció sentada en el fondo de la balsa, gritando a pleno pulmón.
—¿Era tu pierna? —preguntó Kabe al hombre que estaba sentado detrás de él.
—Sí —respondió este, sujetándose la extremidad con una mueca de dolor—. Creo que está rota.
—Sí, yo también lo creo. Lo siento mucho. ¿Puedo hacer algo por ti?
—Intenta no volver a lanzarte así hacia atrás. Al menos, no cuando yo esté aquí.
Kabe miró hacia delante. El río de lava anaranjada se alejaba serpenteando entre las paredes del cañón. Ya no se veían más túneles de lava.
—Creo que puedo garantizártelo —repuso—. Lo siento mucho. Me dijeron que debía sentarme en el centro de la balsa. ¿Puedes moverte?
El hombre se deslizó hacia atrás con ayuda de una mano y arrastrando las nalgas, sin dejar de sujetarse la pierna. Los demás empezaron a tranquilizarse. Algunos todavía gritaban, pero uno de ellos dijo que todo iba bien, que ya no había más túneles de lava.
—¿Estás bien? —preguntó una de las hembras al hombre de la pierna rota. Su chaqueta todavía humeaba. No tenía cejas, y su cabello rubio era encrespado y le faltaban mechones enteros.
—Está rota. Sobreviviré.
—Ha sido culpa mía —explicó Kabe.
—Buscaré una tablilla.
La mujer se acercó a una especie de consigna que había en la popa de la embarcación. Kabe echó un vistazo a su alrededor. Olía a pelo quemado, a ropa sucia y a carne humana chamuscada. Vio que algunos de los pasajeros tenían parches descoloridos en el rostro, y que otros mantenían las manos sumergidas en cubos de agua. La pareja que estaba agachada seguía chillando. Los que no habían sufrido daños se reconfortaban entre ellos, con las caras estriadas por lágrimas, iluminadas por el reflejo de la luz en las oscuras paredes de los precipicios. Hacia arriba, centelleando con fuerza en el negro cielo, la nova de Portisia los miraba atentamente.
Y se supone que esto es divertido, pensó Kabe.
—¿Y se vuelve todavía más ridículo?
—¿Qué? —gritó alguien desde la balsa— ¿Los rápidos?
—No.
Alguien empezó a sollozar de forma histérica.
—Ya he visto bastante. ¿Le parece?
—Totalmente. Con una vez, creo que ya ha sido suficiente.
(Fin de la grabación).
Kabe y Ziller se encontraban frente a frente en una gran estancia de elegante decoración, iluminada por una dorada luz solar que se colaba a través del balcón abierto, disimulado a su vez entre las ondeantes ramas de una gran planta azulada. Una miríada de tenues tiras de sombras se movía sobre las mullidas alfombras de estampados abstractos y revoloteaba en silencio sobre los grabados de los aparadores de madera, los robustos muebles y los sofás tapizados.
Tanto el homomdano como el chelgriano llevaban dispositivos que parecían cascos protectores de dudosa efectividad, o chillona bisutería ornamental para la cabeza. Ziller resopló:
—Estamos ridículos.
—Tal vez por esa razón la gente recurre a los implantes.
Ambos se retiraron los dispositivos. Kabe, sentado en una elegante chaise longue de aspecto ligero, con profundos huecos y diseñada especialmente para trípedos, apartó los auriculares a un lado.
Ziller, enroscado en un amplio sofá, dejó los suyos en el suelo. Parpadeó un par de veces y luego buscó su pipa en uno de los bolsillos del chaleco. Llevaba unos pantalones ajustados de color verde pálido y una coraza esmaltada en las ingles. El chaleco era de piel, con joyas incrustadas.
—¿Eso cuándo fue? —preguntó.
—Hará unos ocho días.
—La Mente del Centro tenía razón. Están todos bastante locos.
—Y, a pesar de todo, la mayoría de ellos ya había practicado antes el rafting sobre lava, y lo había pasado igual de mal. He consultado los datos, y, excepto tres de los veintitrés humanos que acaba de ver, todos lo han vuelto a hacer. —Kabe cogió un almohadón y empezó a juguetear con sus flecos—. Aunque hay que decir que dos de ellos han experimentado una muerte corpórea temporal al volcar su canoa, y una de ellas, una unitemporal o Desechable, murió aplastada al practicar escultura de glaciares.
—¿Murió del todo?
—Del todo y para siempre. Recuperaron el cuerpo y oficiaron un funeral.
—¿Edad?
—Tenía treinta y un años estándar. Apenas una adulta.
Ziller chupó su pipa. Miró a través del balcón. Se encontraban en una gran casa situada en una finca de las colinas Tirianas, en Osinorsi Inferior, la plataforma siguiente a favor del giro galáctico a la de Xaravve. Kabe compartía la casa con una gran familia de humanos, de unos dieciséis miembros, dos de ellos niños. Habían levantado una nueva planta solo para él. A Kabe le gustaba la compañía de los humanos y sus pequeños, aunque se dio cuenta de que era menos gregario de lo que pensaba.
Había presentado al chelgriano a los otros seis presentes que deambulaban por la casa, que le enseñó de punta a punta. Desde las ventanas y los balcones en pendiente, y desde el tejado ajardinado, se veían, cerniéndose sobre las llanuras, los precipicios de la cordillera que conducía al Gran Río de Masaq hasta el profundo jardín de la plataforma Osinorsi Inferior.
Estaban esperando al dron E. H. Tersono, que se dirigía allí para comunicarles lo que él mismo había definido como importantes noticias.
—Creo recordar —dijo Ziller— que he afirmado estar de acuerdo con el Centro en que todos están bastante locos, y usted ha empezado una frase con un «a pesar de todo». —Entonces, frunció el ceño—. Pero todo lo que ha dicho a continuación parecía coincidir con mi argumento original.
—Lo que quería decir es que, por mucho que parezcan odiar la experiencia, y pese a no sufrir presiones de ningún tipo para repetirla…
—Que no sea la de sus amigos igual de cretinos.
—… nunca la eligieron, porque, por terrible que pudiera parecer en su momento, sienten que han obtenido algo positivo de ella.
—¿Ah, sí? ¿Y qué será? ¿Qué la han superado a pesar de su estupidez de pasar por una experiencia traumática totalmente innecesaria? Lo que uno debe aprender de una práctica desagradable es la determinación de no repetirla. O al menos, la predisposición a no hacerlo.
—Sienten que se han puesto a prueba…
—Y han visto que están locos. ¿Eso es válido como resultado positivo?
—Sienten que se han puesto a prueba contra la naturaleza…
—¿Qué tiene todo eso de natural? —protestó Ziller— Lo más cercano a algo «natural» que hay aquí está a diez minutos luz de distancia. Y es el puto sol. —Soltó un gruñido—. Y no me atrevería a decir que tampoco han jugado con eso.
—No creo que lo hayan hecho. En realidad, era la inestabilidad potencial de Lacelere la que produjo la alta tasa de seres revividos en el orbital de Masaq, antes de que se hiciera famoso por su exceso de diversión. —Kabe dejó el almohadón en su sitio.
Ziller lo miró fijamente.
—¿Me está diciendo que el sol podría explotar?
—Bueno, en teoría. Es una…
—¡Está de broma!
—Por supuesto. Las posibilidades son…
—¡Nunca me dijeron eso!
—En realidad, no sería una explosión propiamente dicha, pero podría sufrir erupciones…
—¡Erupciones! ¡Yo he visto erupciones!
—Sí. Son bonitas, ¿verdad? Pero existe una posibilidad (entre varios millones, durante el tiempo en que la estrella se encuentre en su secuencia principal) de que produzca una serie de erupciones que el Centro y las defensas del orbital no podrían desviar, ni proteger de ella a sus habitantes.
—¿Y construyeron esta cosa aquí de todas formas?
—Se comprende que, en cualquier otro caso, se trataba de un sistema muy atractivo. Además, creo que con el tiempo han ido incorporando dispositivos de protección extra bajo la plataforma, que podrían resistir poco menos que a una supernova, aunque, por supuesto, cualquier tipo de tecnología es susceptible de fallar, y por eso la cultura de revivencia de almas sigue siendo algo tan común.
—Podrían habérmelo dicho —dijo Ziller, sin dejar de negar con la cabeza.
—Tal vez el riesgo se estima tan reducido que han preferido no preocuparle.
Ziller se acarició el pelo de la cabeza y dejó la pipa.
—No me lo creo.
—Es cierto; la probabilidad de sufrir un desastre es muy remota, especialmente en determinados años y eras. —Kabe se levantó y abrió un aparador, de donde extrajo una ensaladera con frutas.
—¿Un poco de fruta?
—No, gracias.
Kabe eligió una capulina madura. Se había sometido a una alteración de la flora intestinal para poder tomar alimentos comunes de la Cultura. Pero, de forma menos habitual, también habían modificado sus sentidos oral y nasal para que la comida tuviera el mismo sabor que para cualquier humano estándar de la Cultura. Dio la espalda a Ziller mientras se introducía la capulina en la boca, masticó la fruta un par de veces y se la tragó. El gesto de volverse ante los demás al comer se había convertido en algo habitual; los miembros de la especie de Kabe tenían enormes bocas y algunos humanos se aterrorizaban si los veían comer.
—Pero, volviendo a lo que hablábamos —dijo, limpiándose con una servilleta—, no utilicemos la palabra «naturaleza» entonces; digamos que sienten que han ganado algo al oponerse a fuerzas mucho mayores que ellos mismos.
—Y eso no se considera un síntoma de locura. —Ziller negó con la cabeza—. Kabe, creo que ha pasado aquí demasiado tiempo.
El homomdano salió al balcón para disfrutar de las vistas.
—Más bien, yo diría que es un hecho demostrable que esta gente no está loca. Llevan vidas aparentemente muy sanas.
—¿Cómo? ¿Esculpiendo glaciares?
—Eso no es lo único que hacen.
—Claro. También practican otras muchas actividades insensatas; esgrima sin ropa, escalada libre, vuelo con arnés…
—Hay muy pocos que se dediquen solamente a esos pasatiempos extremos. La mayoría vive de manera muy normal.
—Según dictan los parámetros de la Cultura. —Ziller encendió de nuevo su pipa.
—Bueno, sí, ¿y por qué no? Se sociabilizan, tienen aficiones, practican otros juegos más seguros, leen o ven televisión, acuden a espectáculos. Se reúnen drogados en estados glandulados, estudian, viajan…
—Ah.
—… aparentemente por placer, o simplemente practican… la alfarería. Y, por supuesto, muchos de ellos se dan el gusto de crear obras de arte. —Kabe esbozó una sonrisa y extendió sus tres extremidades—. Algunos incluso componen piezas musicales.
—Pasan el tiempo. Nada más que eso. El tiempo les pesa porque carecen de cualquier tipo de contexto, de cualquier marco válido en sus vidas. Insisten en mantener la esperanza de que aquello que creen que encontrarán en el lugar hacia el que se dirigen les aportará una autosatisfacción que consideran merecida y que, paradójicamente, nunca han llegado a experimentar.
Ziller frunció el ceño y dio unos golpecitos a la cazoleta de su pipa.
—Algunos viajan toda su vida con una esperanza y luego se llevan la mayor de las decepciones —dijo—. Otros, menos idealistas, llegan a aceptar que el propio acto de viajar ofrece, si no una satisfacción personal, un alivio del sentimiento de que deberían sentirse satisfechos.
Kabe observó cómo un pájaro saltaba de rama en rama en el exterior, con el cuerpo rubicundo y la larga cola manchada por las sombras de las hojas. Oyó las estridentes voces de los niños humanos, jugando y chapoteando en la piscina situada junto a la casa.
—Oh, vamos, Ziller. Podría decirse que cualquier especie inteligente se siente así de alguna forma.
—¿Sí? ¿La suya también?
Kabe manoseó los suaves pliegues de las cortinas del balcón.
—Nosotros somos mucho más antiguos que los humanos, pero creo que sí nos sentimos así una vez. —Se volvió a mirar al chelgriano, enroscado en su asiento, como si estuviera preparado para abalanzarse sobre una presa—. Toda vida sensible que haya evolucionado de forma natural siente una inquietud. En un nivel o escala determinados.
Ziller pareció reflexionar durante unos momentos sobre aquello, y luego negó con la cabeza. Kabe no estaba seguro de si aquel gesto significaba que sus palabras le habían resultado demasiado absurdas como para merecer una respuesta digna, de si había incurrido en un terrible cliché, o de si había argumentado un punto ante el cual el chelgriano era incapaz de responder adecuadamente.
—El asunto es —dijo finalmente Ziller— que, al haber construido tan minuciosamente su propio paraíso desde las premisas básicas de eliminar cualquier causa posible de conflicto entre ellos, y también de todas las amenazas naturales… —Hizo una pausa y lanzó una amarga mirada a la luz del sol que se reflejaba en un dorado ribete de su sofá—. Bueno, de casi todas las amenazas naturales, luego se encuentran con unas vidas tan vacías que tienen que recrear falsas versiones de la clase de terrores que miles de generaciones de ancestros intentaron conquistar a lo largo de toda su existencia.
—Creo que eso es como criticar a alguien por tener un paraguas y también una ducha —repuso Kabe—. Lo que realmente importa es la elección. —Dispuso las cortinas de una forma más simétrica—. Esta gente controla sus terrores. Puede elegir probarlos, repetirlos o evitarlos. Y eso no es lo mismo que vivir bajo el volcán cuando se acaba de inventar la rueda o preguntarse cuándo el dique se romperá y asolará todo el pueblo. De nuevo, esto se aplica a todas las sociedades que han madurado más allá de la era del barbarismo. No tiene más misterio.
—Pero la Cultura insiste mucho en su utopianismo —dijo Ziller en un tono que Kabe consideró casi amargo—. Son como un bebé que solo quiere lanzar lejos un juguete.
Kabe contempló a Ziller fumando su pipa durante un rato, y después caminó a través de la nube de humo y se sentó sobre sus tres extremidades en la alfombra mullida que se extendía junto al sofá de su compañero.
—Creo que es natural, y signo del éxito de una especie, que lo que debía sufrirse como necesidad acabe disfrutándose como deporte. Incluso el miedo puede ser recreativo.
—¿Y la desesperación? —Ziller miró fijamente a los ojos del homomdano.
Kabe se encogió de hombros.
—¿Desesperación? —repitió—. Bueno, solo en el caso de reducir el término a lo que ocurre cuando uno se desespera por completar una tarea, o vencer en algún juego o deporte, y finalmente lo consigue. La desesperación previa convierte a la victoria en algo más dulce.
—Eso no es desesperación —repuso Ziller, con calma—. Eso es una inquietud temporal, el desvanecimiento de la irritación de la decepción prevista. Yo no me refería a algo tan trivial. Me refería a la clase de desesperación que devora el alma, que contamina los sentidos de forma que cualquier experiencia, por placentera que pudiera ser, se satura de amargura. La clase de desesperación que provoca pensamientos suicidas.
—No. —Kabe se balanceó hacia atrás—. No. Pueden tener la esperanza de dejar eso atrás.
—Sí. Lo dejan para los que vendrán.
—Ah —asintió Kabe—. Creo que llegamos al tema de lo que le ocurrió a su gente, Ziller. Bueno, algunos sienten remordimientos que se acercan a la desesperación a ese respecto.
—Fue obra nuestra en su mayor parte. —El compositor golpeó el tabaco de su pipa con un minúsculo instrumento de plata y produjo varias nubes de humo—. Sin duda, no habríamos entrado en guerra sin la ayuda de la Cultura.
—Eso no es necesariamente cierto.
—Discrepo. De todas formas, al menos después de una guerra, podrían habernos obligado a enfrentarnos a nuestra propia estupidez. La implicación de la Cultura provocó que sufriéramos la carnicería del conflicto y no consiguiéramos aprender ninguna lección. En lugar de ello, culpamos directamente a la Cultura. Fuera de nuestra completa destrucción, los resultados no podían haber sido peores, y a veces siento que incluso eso es una excepción injustificable.
Kabe permaneció inmóvil durante un rato, contemplando el humo azul que brotaba de la pipa de Ziller.
En una ocasión, Ziller había sido mahrai Ziller VIII de Wescript Dotado-de-Tactados. Nacido en el seno de una familia de administradores y diplomáticos, fue un prodigio musical casi desde la infancia. Compuso su primera obra orquestal a una edad en la que la mayoría de pequeños chelgrianos luchan por aprender a no comerse los zapatos.
Le habían otorgado la designación de Dotado —dos castas por debajo del nivel en la que había nacido— cuando abandonó los estudios, escandalizando a sus padres.
Pese a conseguir exorbitante fama y fortuna en su carrera, no dejó por ello de escandalizarlos todavía más, hasta el punto de la enfermedad y la crisis nerviosa, cuando se convirtió en un Negador de Castas radical, se introdujo en la política como Ecualitario y utilizó su prestigio para defender el fin del sistema de castas. Progresivamente, el ámbito político y el gran público empezaron a escucharlo; todo parecía apuntar a que el Gran Cambio tan comentado podía finalmente llegar a tener lugar. Tras un infructuoso atentado contra su vida, Ziller renunció completamente a su casta y quedó reducido a lo más bajo del ámbito no criminal: un Invisible.
Un segundo intento de asesinato casi triunfó; lo dejó más cerca de la muerte que de la vida, ingresado en un hospital durante un cuarto de año. Se podría debatir ampliamente si los meses que permaneció apartado del panorama político supusieron alguna diferencia importante, pero, indiscutiblemente, para cuando se hubo recuperado, la marea había subido de nuevo, el contragolpe se había iniciado y cualquier esperanza de cambios significativos parecía haberse esfumado durante, como mínimo, una generación entera.
La producción musical de Ziller había sufrido durante sus años de implicación política, al menos en cantidad. Anunció que se retiraba de la vida pública para concentrarse en la composición, alienando de esa forma a sus antiguos aliados liberales y provocando el deleite de los conservadores que habían sido enemigos suyos. Pese a la gran presión que sufría, no quiso renunciar a su estatus de Invisible —aunque, cada vez más, lo trataban como a un Entregado honorario— y nunca mostró ningún signo de apoyo por la causa, excepto por aquellos que estudiaban el silencio en referencia a cualquier asunto político.
Su prestigio y su popularidad aumentaron aún más, le llovieron cascadas de premios, menciones y honores, las encuestas lo revelaron como el chelgriano más importante de la época, e incluso se desataron rumores de que, algún día, llegaría a ser presidente ceremonial.
Con semejante cota de fama y prominencia sin precedentes, utilizó su presunto reconocimiento del mayor honor civil que el estado chelgriano podía otorgar —en una majestuosa y solemne ceremonia celebrada en Chelise, la capital del estado, que se emitiría en toda la esfera del espacio chelgriano—, para anunciar que él jamás había cambiado sus ideales, que era y siempre sería un liberal Ecualitario, que se sentía más orgulloso de haber trabajado con la gente que seguía unida a aquellos ideales que de su propia música, que había madurado para detestar las fuerzas del conservadurismo aún más que durante su juventud, que seguía despreciando al Estado, a la sociedad y a la gente que había tolerado el sistema de castas, que no aceptaba aquel honor y devolvería el resto, y que ya había reservado un pasaje para abandonar el estado chelgriano de inmediato y para siempre, porque, al contrario que sus camaradas liberales a los que amaba, respetaba y admiraba tanto, él no tenía la fuerza moral necesaria para seguir viviendo en aquel régimen vicioso, odioso e intolerable.
Su discurso fue ovacionado con un colosal silencio de sorpresa. Abandonó el escenario entre silbidos y abucheos y pasó la noche en una embajada de la Cultura, a cuyas puertas se agolpó una masa dispuesta a terminar con su vida.
Se embarcó en una nave de la Cultura al día siguiente, y viajó extensamente por allí a lo largo de los siguientes años. Finalmente, estableció su hogar en el orbital de Masaq.
Ziller se quedó allí incluso después de la elección de un presidente ecualitario en Chel, que tuvo lugar siete años después de su marcha. Se llevaron a cabo varias reformas y los Invisibles y las otras castas fueron exoneradas al fin; pero, no obstante, pese a numerosas peticiones e invitaciones, Ziller no había regresado a su hogar, sin dar excesivas explicaciones.
La gente dio por hecho que la razón era que el sistema de castas seguía vigente. Parte del compromiso que habían vendido las reformas de las castas superiores era que los títulos y los nombres de cada casta se conservarían como parte de la nomenclatura legal de cada individuo, y que una nueva ley de propiedad proporcionaría la titularidad de las tierras de clanes a la familia inmediata del superior de cada casa.
A cambio, la gente de cualquier nivel social tendría la libertad, a partir de entonces, de casarse y procrear con quien quisiese, y cada pareja tomaría la casta del designado más alto de los dos, su descendencia heredaría la casta; tribunales de castas electas supervisarían la redesignación de los individuos que solicitasen una casta, y ya no existiría ninguna ley que castigase a aquellos que afirmasen ostentar una casta superior a la suya, con lo que, en teoría, cualquiera podía ser lo que quisiera, aunque un tribunal de justicia insistiese en denominarlos con el apelativo de la casta en la que nacieron o a la que fueron redesignados.
Aquello suponía un colosal cambio en el comportamiento y en las leyes en comparación con el sistema antiguo, pero no dejaba a un lado el sistema de castas, y eso no parecía suficiente para Ziller.
Entonces, la coalición de gobierno de Chel designó a un Castrado como presidente, como símbolo efectivo pero sorprendente del gran cambio que había tenido lugar. El régimen sobrevivió a un intento de golpe de Estado perpetrado por varios oficiales de las Guardias, experiencia gracias a la cual pareció fortalecerse, repartiendo el poder y la autoridad, de manera aún más plena e irrevocable, entre los escalafones más bajos de las castas originales. Pero Ziller, posiblemente más popular que nunca, siguió sin querer regresar. Según sus propias palabras, prefería esperar a ver qué ocurría.
Pero algo horrible sucedió a continuación y él lo supo, y no volvió a casa, ni siquiera tras la guerra de Castas, que estalló nueve años después de su marcha y que fue, por reconocimiento propio, culpa de la Cultura en su mayor parte.
Finalmente, Kabe dijo:
—Mi propio pueblo luchó una vez contra la Cultura.
—Al contrario que nosotros, que luchamos contra nosotros mismos. —Ziller miró al homomdano—. ¿Obtuvieron algún provecho de la experiencia? —preguntó con aspereza.
—Sí. Perdimos mucho; mucha gente valiente, muchas naves nobles. Y no alcanzamos nuestros principales objetivos de guerra directamente, pero mantuvimos nuestro recorrido civilizacional, y ganamos en el sentido de que descubrimos que se puede vivir en armonía en la Cultura, y en que ya no era lo que creíamos y nos preocupaba: una existencia mesurada en el hogar galáctico. Desde entonces, nuestras dos sociedades han mantenido un trato cordial y, en ocasiones, incluso hemos establecido alianzas.
—Vamos, que, al final, no acabaron con ustedes.
—Tampoco lo intentaron. Ni nosotros. Nunca fue ese tipo de guerra y, por otro lado, no es su forma de hacer las cosas, ni la nuestra. En realidad, la de nadie en nuestros días. En cualquier caso, nuestras disputas con la Cultura siempre fueron un derivado de la acción principal, que era el conflicto entre nuestros habitantes y los idiranos.
—Ah, sí. La famosa batalla de las Dos Novas —dijo Ziller con cierto desdén.
A Kabe le sorprendió su tono de voz.
—¿Ya ha terminado los retoques de su sinfonía? —preguntó.
—Casi.
—¿Sigue estando orgulloso de ella?
—Sí. Mucho. No hay ningún problema con la música. No obstante, empiezo a preguntarme si mi entusiasmo se ha llevado lo mejor de mí. Quizá me equivoqué al implicarme tan a fondo con el memento morí de la Mente de nuestro Centro. —Ziller se movió nerviosamente y luego hizo una seña con la mano—. Ah, no me haga caso. Siempre me quedo algo abatido cuando termino una obra de esta envergadura, y debo admitir que siento un cierto grado de nerviosismo ante la perspectiva de dirigirla frente a la cantidad de público estimada por el Centro. Y tampoco tengo claros los complementos esos que el Centro quiere añadir a la música. —Ziller gruñó—. Quizá soy más purista de lo que pensaba.
—Estoy seguro de que todo irá maravillosamente bien. ¿Cuándo tiene el Centro la intención de anunciar el concierto?
—Muy pronto —contestó Ziller, a la defensiva—. Es una de las razones por las que he venido aquí. Pensé que me asediarían si me quedaba en casa.
Kabe asintió lentamente.
—Me alegro de poder ayudarlo —añadió—. Y estoy impaciente por escuchar su obra.
—Gracias. Estoy contento del resultado, pero no puedo evitar sentirme algo cómplice del macabrismo del Centro.
—Yo no lo definiría como macabro. Los viejos soldados rara vez lo son. Deprimido, inquieto y, en ocasiones, morboso, pero no macabro. Este es un asunto civil.
—¿El Centro no es un civil? —preguntó Ziller— ¿El Centro puede estar deprimido e inquieto? ¿Esa es otra de las cosas sobre las que no he sido informado?
—El Centro de Masaq nunca ha estado deprimido o inquieto, hasta donde yo sé —repuso Kabe—. Pero, en una ocasión fue la Mente de un Vehículo General de Sistemas adaptado a la guerra y estuvo en la batalla de las Dos Novas, al final de la guerra, y sufrió una destrucción casi completa de manos de una flota idirana.
—No del todo completa.
—No del todo.
—Entonces, no creen en eso de que el capitán debe morir con el barco.
—Creo que ser el último en abandonarlo se considera suficiente. Pero, ¿se da cuenta? Masaq se lamenta por los que perdió, por todos los que murieron, e intenta compensar su participación en la guerra.
—Ya podrían haberme contado algo de todo esto —murmuró Ziller, negando con la cabeza. Kabe se guardó de comentar que el compositor lo hubiera averiguado todo con relativa facilidad si se hubiera molestado en intentarlo. Ziller dio unos golpecitos a su pipa—. Bien, esperemos que no sufra de desesperación.
—El dron E. H. Tersono está aquí —anunció la casa.
—Ah. Perfecto.
—Justo a tiempo.
—Que pase.
El dron entró flotando por el balcón, reflejando la luz del sol sobre su piel de porcelana rosada y su armazón de petrelumen azul.
—He visto que el balcón estaba abierto. Espero que no les importe.
—En absoluto.
—Escuchando detrás de la puerta, ¿eh? —preguntó Ziller.
El dron se aposentó con delicadeza sobre una silla.
—Estimado Ziller, por supuesto que no. ¿Por qué lo pregunta? ¿Acaso estaban hablando de mí?
—No.
—Bien, Tersono —intervino Kabe—, eres muy amable al visitarnos. Comprendo que debemos ese honor a que traes noticias frescas sobre nuestro enviado.
—Sí. Me han revelado la identidad del emisario de Chel que vamos a recibir —repuso el dron—. Su nombre completo es, y cito textualmente, comandante Tibilo Quilan IV 47° Otoño de Itirewein Llamado-a-Armas-de-Entregados, Orden de Sheracht.
—¡Cielo santo! —dijo Kabe, mirando a Ziller—. Sus nombres completos son aún más largos que los de la Cultura.
—Sí. Un rasgo simpático, ¿verdad? —contestó Ziller. Miró al interior de su pipa, con el ceño fruncido—. Entonces, nuestro emisario es un sacerdote militar. Un rico intermediario, descendiente de una de las familias soberanas, que encontró sentido a su vida alistándose en el Ejército, o a quien arrastraron allí para quitarlo de en medio, y luego encontró la fe, o le pareció políticamente correcto encontrarla. De padres tradicionalistas. Y, seguramente, viudo.
—¿Lo conoce? —preguntó Kabe.
—En realidad, sí. De hace mucho tiempo. Fuimos juntos a la escuela de pequeños. Éramos amigos, supongo, aunque no especialmente íntimos. Perdimos el contacto. Y no he sabido nada de él desde entonces. —Ziller inspeccionó su pipa, con expresión de querer encenderla de nuevo. Pero, en lugar de eso, la volvió a guardar en el bolsillo de su chaleco—. Pero aunque no nos hubiéramos conocido tiempo atrás, el resto de su embrollado nombre revela casi todo lo que hace falta saber. Los nombres completos de la Cultura actúan como direcciones; los nuestros, como historias envasadas. Y, por supuesto, revelan si hay que efectuar una reverencia o merecerla. Nuestro comandante Quilan esperará, con toda seguridad, que nos inclinemos ante él.
—Puede que le haga un flaco favor —dijo Tersono—. Tengo una biografía completa que podría interesarle…
—En realidad, no me interesa —repuso Ziller tajantemente, volviéndose a mirar un cuadro que colgaba de una pared. En él, se mostraban antiguos homomdanos que cabalgaban sobre enormes criaturas de grandes colmillos, ondeando banderas y blandiendo lanzas con aire heroico.
—A mí me gustaría echarle un vistazo después —dijo Kabe.
—Por supuesto.
—Entonces, ¿cuánto tardará en llegar? ¿Veinticuatro o veinticinco días?
—Aproximadamente.
—Espero que esté disfrutando del viaje —concluyó Ziller, con una voz extraña, casi infantil. Escupió sobre sus manos y alisó el revuelto pelaje de sus antebrazos, dejando a la vista las zarpas al hacerlo; sus uñas eran negras y curvadas, del tamaño de un dedo meñique humano, que brillaban bajo la luz solar como cuchillas de obsidiana.
El dron de la Cultura y el homomdano cruzaron una mirada. Kabe bajó la cabeza.