—El caso es, ¿qué pasa en el Cielo?
—¿Una sensación maravillosa imposible de conocer?
—Bobadas. La respuesta es nada. No puede pasar nada porque si ocurre algo, de hecho, si es cierto que puede pasar algo, entonces no representa a la eternidad. De eso se trata nuestra vida, del desarrollo, la mutación y la posibilidad de cambio. Es casi una definición de lo que es la vida: cambio.
—¿Siempre ha pensado eso?
—Si anulas el cambio, si consigues parar el tiempo, si evitas la posibilidad de que se alteren las circunstancias del individuo, y eso debe incluir al menos la posibilidad de que se alteren para peor, entonces ya no tienes vida después de la muerte, solo tienes muerte.
—Los hay que creen que tras la muerte el alma se recrea en otro ser.
—Eso es muy conservador y un poco estúpido, desde luego, pero no del todo desorbitado.
—Y los hay que creen que, tras la muerte, al alma se le permite crear su propio universo.
—Monomaniaco y risible, y además, seguramente se equivocan.
—Y luego están los que creen que el alma…
—Bueno, hay todo tipo de creencias diferentes. Sin embargo, las que me interesan son las que se refieren a la idea del Cielo. Esa es la idiotez que me molesta y que los demás no comprenden.
—Claro que podría equivocarse.
—No diga tonterías.
—En cualquier caso, incluso si el Cielo no existía en un principio, la gente lo ha creado. Ahora existe. De hecho, existen muchos cielos diferentes.
—¡Bah! Tecnología. Esos supuestos cielos no van a durar mucho. Ya habrá alguna guerra en ellos, o entre ellos.
—¿Y los sublimados?
—Por fin algo que está más allá del Cielo. Y que por tanto, y por desgracia, es inútil. Pero es un comienzo. O más bien un final. O un comienzo, una vez más, de otro tipo de vida, lo que demuestra lo que digo.
—Me he perdido.
—Todos nos perdemos. Y nos encuentran muertos.
—¿… De veras es usted profesor de divinidad?
—¡Pues claro que sí! ¿Es que no es obvio?
—¡Señor Ziller! ¿Ya ha visto al otro chelgriano?
—Lo siento, ¿nos conocemos?
—Sí, eso es lo que le estoy preguntando.
—No, me refiero a si nos conocemos usted y yo.
—Trelsen Scofford. Nos conocimos en casa de Gidhoutan.
—¿Ah sí?
—Usted dijo que lo que yo dije sobre lo suyo era «peculiar» y «con un punto de vista único».
—Creo que algo de eso me suena haber dicho.
—¡Genial! ¿Entonces ya ha visto a ese tipo?
—No.
—¿No? ¡Pero si ya lleva aquí veinte días! Alguien dijo que solo vive a…
—¿Es usted de verdad tan ignorante como parece, Trelsen, o esto es una especie de número extraño que incluso se supone que es divertido?
—¿Perdón?
—Eso es lo que debería pedir, perdón. Si prestara un poco más de…
—Es que he oído que había otro chelgriano…
—… atención a lo que pasa sabría que el «otro chelgriano» es un macarra feudal, un matón profesional que ha venido para intentar convencerme de que vuelva con él a una sociedad que desprecio. No tengo ninguna intención de ver a ese miserable.
—Oh. No me había dado cuenta.
—Felicidades, es usted un simple ignorante que carece de malicia.
—¿Entonces no va a encontrarse con él?
—Exacto, no pienso verle. Mi plan es que después de tenerlo esperando unos cuantos años, o bien se harte y se largue a casa para que lo castiguen con el ritual correspondiente, o bien vaya dejándose seducir poco a poco por Masaq y sus muchos atractivos en particular y por la Cultura y sus muchas maravillosas manifestaciones en general y que adquiera la ciudadanía. Entonces quizá acceda a verlo. Una estrategia brillante, ¿no le parece?
—¿Habla en serio?
—Siempre hablo en serio, y nunca tanto como cuando quiero parecer frívolo.
—¿Cree que funcionará?
—Ni lo sé ni me importa. Es divertido contemplar la posibilidad, eso es todo.
—¿Y por qué quieren que vuelva?
—Al parecer soy el auténtico emperador. En realidad, soy un huérfano al que una madrina celosa cambió al nacer por mi gemelo perdido, Fimmit.
—¿Qué? ¿De verdad?
—No, pues claro que no. Está aquí para entregarme una citación por una infracción menor de tráfico.
—¡Está de broma!
—Mecachis, lo ha adivinado. No, el caso es que secreto una sustancia por las glándulas anteriores, todos los clanes chelgrianos tienen uno o dos varones en cada generación que producen esa sustancia. Sin ella, los hombres de mi clan no pueden hacer de vientre. Si no lamen el punto apropiado al menos una vez por mes de mareas, comienzan a sufrir unas ventosidades terribles. Por desgracia, mi primo Kehenahanaha Junir III sufrió hace poco un extraño accidente mientras se aseaba que lo ha incapacitado para producir esa secreción vital, así que necesitan que vuelva, antes de que todos los varones de mi familia exploten por la mierda comprimida. Hay una alternativa quirúrgica, por supuesto, pero por desgracia los derechos de la patente médica los tiene un clan con el que llevamos tres siglos sin hablarnos. Una disputa sobre una puja inoportuna provocada por un eructo involuntario durante una subasta de novias, al parecer. No nos gusta mucho hablar de ello.
—¿No… no hablará en serio?
—No me va a dejar pasar ni una, ¿verdad? No, en realidad es por un libro que no he devuelto a la biblioteca.
—Ahora sí que está de broma, ¿no?
—Y una vez más, me ha calado. Es casi como si no estuviera aquí.
—¿Así que en realidad no sabe por qué quieren que vuelva?
—Bueno, ¿qué razón podría haber?
—¡A mí no me pregunte!
—¡Eso es justo lo que estaba pensando!
—Eh, ¿y por qué no lo pregunta?
—Mejor aún, como parece ser a usted al que tanto le importa, ¿por qué no le pide usted al que de una forma tan encantadora llama «el Otro Chelgriano» que le diga por qué quieren que vuelva?
—No, me refería a preguntarle al Centro.
—Bueno, después de todo, él lo sabe todo. ¡Mire, allí está su avatar!
—¡Eh, es verdad! Vamos a… Oh. Ah. Hasta luego, entonces, ah… Ah, hola. Usted debe de ser el homomdano.
—Muy listo.
—¿Entonces qué hace esta mujer en realidad?
—Me escucha.
—¿Le escucha? ¿Y ya está?
—Sí. Yo hablo y ella escucha lo que digo.
—¿Y? ¿Algo más? Es decir, yo también le estoy escuchando ahora. ¿Qué hace esta mujer que sea tan especial?
—Bueno, escucha sin hacer la clase de preguntas que usted acaba de hacer, la verdad.
—¿Qué quiere decir? Solo preguntaba…
—Sí, ¿pero es que no lo ve? Ya está siendo agresivo, acaba de decidir que alguien que se limita a escuchar a otra persona es…
—¿Pero eso es todo lo que hace?
—Más o menos, sí. Pero es muy útil.
—¿No tiene usted amigos?
—Pues claro que tengo amigos.
—Bueno, ¿y no están para eso?
—No, no siempre, no para todo lo que quiero comentar.
—¿Y su casa?
—Antes hablaba con mi casa, pero entonces me di cuenta de que solo estaba hablando con una máquina que ni siquiera las demás máquinas fingen pensar que es inteligente.
—¿Y qué hay de su familia?
—Resulta que no quiero compartirlo todo con mi familia. Tienen un papel muy destacado en aquello de lo que necesito hablar.
—¿En serio? Eso es terrible. Pobrecito. El Centro, entonces. Sabe escuchar.
—Bueno, lo entiendo, pero algunos pensamos que solo le importa en apariencia.
—¿Qué? Está diseñado para que le importe.
—No, está diseñado para que parezca que le importa. Con una persona sientes que te estás comunicando a un nivel animal.
—¿A un nivel animal?
—Sí.
—¿Y se supone que eso es bueno?
—Sí. Es una especie de comunicación de instinto a instinto.
—¿Así que no cree que al Centro le importe?
—No es más que una máquina.
—Como usted.
—Solo en el sentido más amplio. Me siento mejor hablando con otro ser humano. Algunos tenemos la sensación de que el Centro controla demasiado nuestras vidas.
—¿Ah, sí? Creí que si no querían tener nada que ver con él, podían.
—Sí, pero todavía sigues viviendo en el O, ¿no?
—¿Y?
—Bueno, rige el orbital, a eso es a lo que me refiero.
—Sí, bueno, alguien tiene que regirlo.
—Sí, pero los planetas no tienen a nadie que los rija. Están… ahí, sin más.
—¿Así que quiere vivir en un planeta?
—No. Creo que los encontraría un poco pequeños y extraños.
—¿No son peligrosos? ¿No los golpean cosas a veces?
—No, los planetas tienen sistemas de defensa.
—Y eso hay que manejarlo.
—Sí, pero no se trata de eso.
—Es decir, querría tener a alguien a cargo de cacharros como esos, ¿no? Daría miedo. Sería como en los viejos tiempos, como una barbarie o algo así.
—No, pero el caso es que, donde quiera que vivamos, podemos aceptar que algo tiene que encargarse de la infraestructura, pero no debería dirigir también tu vida. Por eso tenemos la sensación de que necesitamos hablar más entre nosotros, no con nuestras casas, o con el Centro, o con drones o algo así.
—Eso es muy raro. ¿Hay mucha gente como usted?
—Bueno, no, no muchos, pero conozco a unos cuantos.
—¿Tienen un grupo? ¿Celebran reuniones? ¿Ya tienen algún nombre?
—Bueno, sí y no. Ha habido muchas ideas para nombres. Se ha sugerido que nos hiciéramos llamar los fastidiosos, o los defensores de la célula, o los carbonófilos, o los rechacistas, o los defensores del borde, o los cerquistas, o los planetistas, o los wellianos, o los circunferencistas o los circunferencianos, pero creo que no deberíamos adoptar ninguno de esos.
—¿Por qué no?
—Los sugirió el Centro.
—… Perdón.
—¿… Quién era ese?
—El embajador homomdano.
—Un poco monstruoso, ¿no le parece? ¿Qué? ¿Qué?
—Tienen muy buen oído.
—¡Eh! ¡Compositor Ziller! Se me olvidó preguntarle. ¿Qué tal la obra?
—… Trelsen, ¿no?
—Sí, claro.
—¿Qué obra?
—Ya sabe. La música.
—Música. Ah, sí. Sí, he escrito mucho de eso.
—Oh, deje de tomarme el pelo. Bueno, ¿cómo va?
—¿Quiere decir en general o tiene alguna obra en particular en mente?
—¡La nueva, por supuesto!
—Ah, sí, por supuesto.
—¿Y?
—¿Quiere decir en qué etapa de preparación se encuentra la sinfonía?
—Sí, ¿cómo va?
—Bien.
—¿Bien?
—Sí. Va bien.
—Ah. ¡Genial! Bien hecho. Estoy deseando oírla. Estupendo. Sí.
—… Sí, que te follen entre la multitud, cretino. Espero no haber utilizado demasiados términos técnicos… Ah, hola, Kabe. ¿Sigue aquí? Bueno, ¿y cómo está?
—Estoy bien. ¿Y usted?
—Acosado por idiotas. Menos mal que ya estoy acostumbrado.
—Mejorando lo presente, espero.
—Kabe, si pudiera sufrir con alegría a un solo idiota, le aseguro que sería usted.
—Mmm. Bueno, me lo tomaré como espero que lo dijera en lugar de como sospecho. La esperanza es una emoción mucho más agradable para el espíritu que la sospecha.
—Su reserva de cortesía me asombra, Kabe. ¿Cómo estaba el emisario?
—¿Quilan?
—Creo que ese es el nombre al que responde.
—Se ha resignado a una larga espera.
—He oído que se lo llevó usted de paseo.
—Por el sendero de la costa de Vilster.
—Sí. Todos esos kilómetros de caminos por las cimas de los acantilados y ni un solo resbalón. Casi inverosímil, ¿no le parece?
—Ha sido un agradable compañero de paseo y parece una persona decente. Un poco arisco, quizá.
—¿Arisco?
—Reservado y callado, bastante serio, hay una especie de quietud en él.
—Quietud.
—Ese tipo de quietud que hay en el centro del tercer movimiento de Noche de tormenta, cuando los instrumentos de viento de acero se callan y los contrabajos sostienen esas notas largas y descendentes.
—Ah, una quietud sinfónica. ¿Y se supone que esa silenciosa afinidad con una de mis obras tiene que granjearle mis simpatías?
—Ese era todo mi propósito.
—Es usted todo un proxeneta sin escrúpulos, ¿verdad Kabe?
—¿Lo soy?
—¿No siente la menor vergüenza al cumplir así sus órdenes?
—¿Las órdenes de quién?
—Las del Centro, la Sección de Contacto, la Cultura en general, por no mencionar mi propia y encantadora sociedad y su espléndido gobierno.
—No creo que su gobierno me esté ordenando hacer nada.
—Kabe, usted no sabe qué clase de ayuda le pidieron o exigieron a Contacto.
—Bueno, yo…
—Oh, por favor.
—¿He oído a alguien mencionar nuestros nombres? Ah, compositor Ziller. Embajador Ischloear. Queridos amigos, qué alegría verles.
—Tersono. Estás de lo más elegante.
—¡Gracias!
—Y, como siempre, has reunido a una multitud muy agradable.
—Kabe, eres una de mis veletas más importantes, si me permites elevarte y reducirte al mismo tiempo. Confío plenamente en ti para que me digas si algo está yendo bien de verdad o si la gente se limita a ser educada, así que me alegro de que me digas eso.
—Y Kabe se alegra de que tú te alegres. Le estaba preguntando por nuestro amiguito chelgriano.
—Ah, sí, el pobre Quilan.
—¿Pobre?
—Sí, ya sabe, su mujer.
—No, no lo sé. ¿Qué? ¿Tan horrenda es?
—¡No! Está muerta.
—Un estado que pocas veces contribuye a mejorar el aspecto.
—¡Ziller! ¡Por favor! El pobre tipo perdió a su mujer en la guerra de Castas. ¿No lo sabía?
—No.
—Creo que Ziller ha sido tan diligente a la hora de evitar saber nada del comandante Quilan como yo lo he sido a la hora de enterarme de todo.
—¿Y tú no has compartido esos conocimientos con Ziller, Kabe? ¡Qué vergüenza!
—Mi vergüenza parece ser un tema muy popular esta noche. Pero no, no los he compartido. Quizá estuviera a punto de hacerlo antes de que tú llegaras.
—Sí, fue una auténtica tragedia. No llevaban casados mucho tiempo.
—Al menos podrán reunirse en la absurda blasfemia de nuestro Cielo prefabricado.
—Al parecer no. El implante de su mujer no pudo salvar su personalidad. Se ha ido para siempre.
—Qué falta de consideración. ¿Y qué hay de los implantes del comandante?
—¿Qué pasa con ellos, mi querido Ziller?
—¿Qué son? ¿Han comprobado si tiene alguno poco habitual? Esa clase de cosas que los agentes especiales, los espías y los asesinos suelen tener. ¿Y bien? ¿Lo han revisado en busca de ese tipo de cosas?
»… Se ha callado. ¿Cree que está roto?
—Creo que se está comunicando con otra parte.
—¿Es eso lo que quieren decir esos colores?
—Me parece que no.
—Eso es solo gris, ¿no?
—Creo que el término técnico es bronce de cañón.
—¿Y eso es magenta?
—Más bien violeta. Aunque, por supuesto, sus ojos son diferentes de los míos.
—Ejem.
—Ah, ha vuelto.
—Así es. La respuesta es que al emisario Quilan lo examinaron varias veces cuando venía hacia aquí. Las naves no permiten que nadie suba a bordo sin inspeccionarlo antes para ver si lleva algo que pueda ser peligroso.
—¿Estás seguro?
—Mi querido Ziller, ha viajado en lo que de hecho son tres naves de la Cultura. ¿Tiene idea de lo nanoescópicamente fanáticas que son cuando se trata de higiene y daños potenciales?
—¿Y qué hay de su Guardián de Almas?
—No lo han examinado de forma directa, eso implicaría leer sus pensamientos, que es una auténtica falta de educación.
—¡Ya!
—¿Ya, qué?
—A Ziller le preocupa que el comandante esté aquí para secuestrarlo o matarlo.
—Eso sería ridículo.
—No obstante.
—Ziller, mi querido amigo, por favor, si eso es lo que lo obsesiona, no tiene nada que temer. El secuestro es… bueno, no puedo decirle hasta qué punto es improbable. Y el asesinato… No. El comandante Quilan no ha traído con él nada más dañino que una daga de ceremonias.
—¡Ah! Así que es posible que me den muerte como en una ceremonia. Eso ya es diferente. Podemos vernos mañana mismo. Podríamos ir de acampada. Compartir una tienda. ¿Es gay? Podríamos follar. Yo no lo soy, pero ya hace tiempo que no lo hago, aparte de con las huríes con la que me hace soñar el Centro.
—Kabe, deja de reírte, no deberías animarlo. Ziller, la daga es una daga, nada más.
—¿Entonces no es un cuchillo misil?
—No es un cuchillo misil, ni siquiera disfrazado o en forma de recuerdo. Es un simple objeto sólido de acero y plata. Poco más que un abrecartas, en realidad. Estoy seguro de que si le pidiésemos que lo dejara…
—¡Olvídate de esa estúpida daga! Quizá sea un virus, una enfermedad o algo así.
—Mmm.
—¿Qué quieres decir con eso de «Mmm»?
—Bueno, nuestra medicina alcanzó la perfección hace unos ocho mil años y hemos tenido todo ese tiempo para acostumbrarnos a evaluar a las otras especies con rapidez y comprender toda su fisiología, así que cualquier enfermedad normal, hasta las nuevas, son incapaces de inocularse gracias a las defensas del cuerpo y desde luego están indefensas por completo contra los recursos médicos externos. Sin embargo, es cierto que alguien desarrolló en cierta ocasión un virus genético con una clave de apertura que pudría el cerebro y que funcionaba tan rápido que resultó eficaz en más de una ocasión. Cinco minutos después de que el asesino estornudara en la misma habitación que la víctima deseada, los cerebros de ambos (y solo esos) se convertían en sopa.
—¿Y?
—Bueno, buscamos ese tipo de cosas. Y Quilan está limpio.
—¿Así que aquí no hay nada salvo su persona, pura y celular?
—Aparte de su Guardián de Almas.
—Bueno, ¿y qué hay de ese Guardián de Almas?
—Es un simple Guardián, que nosotros sepamos. Desde luego es del mismo tamaño y tiene una apariencia externa parecida.
—Una apariencia externa parecida. ¿Que vosotros sepáis?
—Sí, es…
—Y estas personas, mi querido amigo homomdano, se han ganado la fama de ser los más concienzudos de toda la galaxia. Increíble.
—¿Era por ser concienzudos? Yo pensaba que era por la excentricidad. Bueno, ya lo ve.
—Ziller, permítame contarle una historia.
—Oh, ¿no queda más remedio?
—Eso parece. Una vez a alguien se le ocurrió que podía ser más listo que la seguridad de Contacto.
—¿Números de serie en lugar de nombres de naves ridículos?
—No, pensaron que podían entrar de contrabando una bomba a bordo de una UCG.
—Me he encontrado con una o dos naves de Contacto. Confieso que a mí también se me ha ocurrido esa idea.
—Lo que hicieron fue crear un humanoide que parecía tener una forma de defecto físico llamado hidrocefalia. ¿Ha oído hablar de esa enfermedad?
—¿Agua en el cerebro?
—El fluido llena la cabeza del feto y el cerebro crece embarrado por una fina capa que rodea el interior del cráneo del adulto. No es algo que se vea en una sociedad desarrollada, pero tenían una excusa plausible para que este individuo lo padeciera.
—¿Era la mascota de un sombrerero?
—Un profeta sabio.
—Casi acierto.
—El caso es que este individuo llevaba una pequeña bomba de antimateria en el centro del cráneo.
—Oh. ¿Y no la iban a oír dando topetazos cuando agitara la cabeza?
—El recipiente de contención estaba sujeto con un monofilamento atómico.
—¿Y?
—¿No lo ve? Creían que al esconderla dentro del cráneo, rodeada por el cerebro, estaría a salvo de cualquier escáner de la Cultura porque tenemos fama de no mirar dentro de la cabeza de la gente.
—Así que acertaron, funcionó, la bomba voló la nave en mil cachitos ¿y se supone que yo tengo que sentirme más tranquilo por eso?
—No.
—Ya me parecía que no.
—Se equivocaron, se observó la presencia del mecanismo y la nave siguió su camino con toda serenidad.
—¿Qué pasó? ¿La bomba se soltó, el chico estornudó y le salió con un chasquido embarazoso?
—Un escáner normal de la Mente examina algo desde el hiperespacio, desde la cuarta dimensión. Una esfera impenetrable parece un círculo. Las habitaciones cerradas son totalmente accesibles. Usted y yo le pareceríamos planos.
—¿Planos? Mmm. He tenido ciertos críticos que han debido de tener acceso al hiperespacio. Es obvio que debo muchas disculpas. Maldita sea.
—La nave no leyó el cerebro de la desafortunada criatura, no le hacía falta examinarlo con tanto detalle, pero era obvio que llevaba una bomba, igual que si se la hubiera colocado encima de la cabeza.
—Tengo la sensación de que esto no es más que una forma muy prolija de decirme que no me preocupe.
—Si he sido prolijo, me disculpo. Solo intentaba tranquilizarlo.
—Considérame tranquilizado. Ya no me imagino que ese mierda está aquí para asesinarme.
—¿Entonces lo va a ver?
—Desde luego que de ninguna de las putas maneras.
—Se acabó todo eso de ser amables y negociar.
—Sí. Me gusta. ¿Unidad Ofensiva?
—Por supuesto.
—Tenía que serlo.
—Sí. Te toca.
—No es problema mío.
—Mmm.
—¿«Mmm»? ¿Solo «Mmm»?
—Sí, bueno. A mí no me va. ¿Qué tal Carece del pequeño detalle de un temperamento que encaje?
—Un poco oscuro.
—Bueno, a mí siempre me ha gustado.
—Pínchalo con un palo.
—¿UO?
—UCG.
—He dicho que tengo un palo muy grande.
—¿Perdón?
—Se llama He dicho que tengo un palo muy grande. Tienes que decirlo en voz baja. Cuando lo escribes, va en minúsculas. Una UO, como podrás suponer.
—Ah, ya.
—Quizá sea mi favorito. Creo que es el mejor.
—No, no tan bueno como Dame el arma y pregúntame otra vez.
—Bueno, esa está bien, pero no es tan sutil.
—Bueno, pero menos deductiva.
—Por otro lado, ¿Y quién los cuenta?
—Sí. Réplica irrelevante.
—No nos conocemos pero eres un gran admirador mío.
—¿Eh? ¿Sí? ¿Qué?
—No. Es solo que, ¿no es divertido?
—Sí. Bueno, me alegro de que por fin estés de acuerdo.
—¿Qué quieres decir con eso de que por fin esté de acuerdo?
—Quiero decir que por fin estés de acuerdo en que merece la pena mencionar los nombres entre gente fina.
—¿De qué estás hablando? Yo ya llevaba años citándote nombres de naves antes de que te dieras cuenta.
—Pues déjame citarte uno a mí: En cualquier caso, yo lo vi primero.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
—¡Ja! Muy bien: Embelesado por la pura inverosimilitud de esa última afirmación.
—Oh, vamos. Tienes Credibilidad cero.
—Y tú eres Encantador pero irracional.
—Mientras que tú estás Perturbado pero decidido.
—Y tú Puede Que No Seas El más guay de por aquí.
—Ese te lo estás inventando.
—No me… espera, perdona. ¿Eso era un nombre de nave?
—No, pero aquí tienes uno, estás diciendo Tonterías lúcidas.
—Cliente difícil.
—Concienzudo pero… poco fiable.
—Caso avanzado de patetismo crónico.
—Otro gran producto de la fábrica de tonterías.
—La opinión convencional.
—Por un oído.
—Bien hasta que llegaste tú.
—La culpa es de los padres.
—Respuesta inapropiada.
—Un ataque de locura transitoria.
—Pacifista no practicante.
—Buen tío reformado.
—El orgullo antes de la caída.
—La hora de la herida.
—Mira lo que me has hecho hacer.
—Pues entonces besa esto.
—Oye, si os vais a poner a pelearos, hacedlo fuera.
—¿… Y eso es un nombre?
—Me parece que no. Pero debería serlo.
—Sí.
—Centro.
—Ziller. Buenas noches. ¿Se divierte?
—No. ¿Y tú?
—Por supuesto.
—¿Por supuesto? ¿Es que la verdadera felicidad puede ser tan… inevitable? Qué deprimente.
—Ziller, son una Mente Central. Tengo todo un (si me permite decirlo) orbital fabuloso que cuidar, por no mencionar los cincuenta mil millones de personas de las que tengo que ocuparme.
—Desde luego yo no pensaba mencionarlas.
—Ahora mismo estoy observando una supernova que se desvanece en una galaxia que está a quinientos mil años de distancia. Algo más cerca, a mil años de aquí, veo un planeta moribundo que órbita en la atmósfera de un sol gigante rojo al tiempo que baja dibujando una lenta espiral hacia el núcleo. También puedo observar los resultados de la destrucción del planeta sobre el sol, mil años después, por medio del hiperespacio.
»Dentro de este sistema, estoy rastreando millones de cometas y asteroides, y dirigiendo las órbitas de decenas de miles de ellos, algunos para utilizarlos como materia prima para diseñar plataformas, y otros solo para quitarlos de en medio. El año que viene voy a dejar que un gran cometa atraviese el orbital, entre el borde y el centro. Debería ser todo un espectáculo. Varios cientos de miles de cuerpos más pequeños se dirigen a toda velocidad hacia nosotros en este mismo momento, destinados a proporcionar un espectáculo de luz de primera fila la noche del estreno de su nueva obra orquestal, al final de la era de las Dos Novas.
—Era que…
—Al mismo tiempo, por supuesto, estoy en comunicación simultánea con cientos de otras Mentes, miles a lo largo de un día cualquiera; Mentes de naves de todo tipo, algunas que se acercan, otras que se acaban de ir, algunas viejas amigas, otras que comparten intereses y fascinaciones parecidos a los míos, además de otros orbitales, sabios universitarios, entre otros. Tengo once constructos de personalidad itinerante, cada uno de los cuales va revoloteando con el tiempo de un lugar a otro de la galaxia mayor, se alojan con otras Mentes en los substratos de los procesadores de los VGS y de otros navíos más pequeños, en otros orbitales, naves excéntricas y ulteriores y con Mentes de varios tipos; cómo serán y cómo podrían cambiarme estos hermanos que en otro tiempo fueron idénticos, cuando vuelvan y nos planteemos fusionarnos de nuevo, solo puedo imaginarlo y estoy deseando saberlo.
—Todo eso suena…
—Si bien en este momento no albergo otras Mentes, es algo que también estoy deseando hacer.
—… fascinante. Pero…
—Además, hay subsistemas, como los complejos de supervisión de procesos de fabricación, que mantienen un diálogo continuo y fascinante. Dentro de una hora, por ejemplo, en un astillero que hay en una cueva bajo la cordillera de la sierra Mampara de Buzuhn, va a nacer una nueva Mente que colocarán en el interior de una UCG antes de que termine el año.
—No, no; sigue, por favor.
—Entretanto, a través de uno de mis controles remotos planetarios, estoy viendo el choque entre dos sistemas ciclónicos en el Primer Naratradjan y estoy componiendo una secuencia de glifos sobre los efectos de los fenómenos atmosféricos ultraviolentos en ecoesferas que de otro modo serían habitables. Aquí, en Masaq estoy observando una serie de avalanchas en las montañas Pilthunguon, en Hildri; un tornado que cruza la sabana Shaban de Akroum; una isla torbellino que está pariendo en el mar de Picha, un incendio forestal en Molben, una sonda seiche que está canalizando el río Gradeens, unos fuegos artificiales sobre la ciudad de Junzra, el armazón de una casa de madera que están colocando en una aldea de Furl, un cuarteto de amantes en la cima de una colina en…
—Ya lo he pi…
—… Ocutti. Y luego están los drones y otros seres inteligentes autónomos, capaces de comunicarse directamente y a cierta velocidad, además de los humanos implantados y otros seres biológicos, capaces también de conversar de forma inmediata. Además de que por supuesto tengo millones de avatares como este, la mayor parte de los cuales están hablando y escuchando a diferentes personas en este mismo instante.
—¿… Has terminado?
—Sí. Pero incluso si todo lo demás parece un poco esotérico, piense solo en todos esos demás avatares que se encuentran en todas esas reuniones, conciertos, bailes, ceremonias, fiestas y banquetes; piense en toda esa conversación, todas esas ideas, ¡toda esa viveza e ingenio!
—Piensa en todas esas gilipolleces, las tonterías y los sinsentidos, el autobombo y los autoengaños, las bobadas absurdas y aburridas, los patéticos intentos de impresionar o congraciarse con alguien, la torpeza mental, la incomprensión y lo incomprensible, las divagaciones de las glándulas hueras y el asfixiante aburrimiento en general.
—Eso es solo la paja, Ziller. No le presto ninguna atención. Puedo responder con educación, donde sea necesario y de la forma más oportuna al mayor pesado del mundo sin flaquear y sin que me cueste nada. Es igual que olvidarse de todos los trozos aburridos que hay en el espacio, entre las cosas más chulas, como los planetas, las estrellas y las naves. Y además, ni siquiera eso es aburrido del todo.
—No sabes lo que me alegro de que lleves una vida tan satisfactoria, Centro.
—Gracias.
—¿Podemos hablar ahora de mí solo un ratito?
—Todo el tiempo que quiera.
—Acabo de tener un pensamiento terrible, terrible.
—¿Y cuál es?
—El estreno de La luz que expira.
—Ah, ya tiene título para su nueva obra.
—Sí.
—Avisaré a las personas relevantes. Además de la lluvia de meteoritos que he mencionado, también tendremos un espectáculo de fuegos artificiales y láser, y habrá también una compañía de baile e interpretación de imágenes holográficas.
—Sí, sí, estoy seguro de que mi música proporcionará un fondo auditivo adecuado para todo ese espectáculo.
—Ziller, espero que sepa que todo se hará con un gusto exquisito. Al final ya se habrá desvanecido todo, cuando se prenda la segunda nova.
—Eso no es lo que me preocupa. Estoy seguro de que todo irá de una forma espléndida.
—Entonces, ¿qué?
—Vas a invitar a ese hijo de perra de presa, Quilan, ¿verdad?
—¡Ah!
—Sí, «ah». Lo vas a invitar, ¿no? Lo sabía. Si es que ya siento acercarse a ese cerebro de pus lleno de tumores. Jamás debí decir que podía trasladarse a Aquime. No sé en qué estaba pensando.
—Creo que sería de muy mala educación no invitar al emisario Quilan. El concierto quizá sea el acontecimiento cultural más importante de este año en todo el orbital.
—¿A qué te refieres con «quizá»?
—Está bien, sin ninguna duda. Se ha suscitado un interés inmenso. Incluso si utilizamos el estadio Stullien, el número de personas que van a sufrir una desilusión con el asunto de las entradas para verlo en directo va a ser altísimo. He tenido que realizar concursos para asegurarme de que los admiradores más entusiastas están allí y después aleatorizar casi toda la demás distribución. Hay muchas posibilidades de que no haya nadie de la Junta que pueda asistir al acontecimiento en directo, a menos que alguien quiera congraciarse con ellos y ceda su asiento. El público al que se va a retransmitir el concierto en todo el O podría alcanzar los diez mil millones o más. Yo, personalmente, tengo tres entradas a mi disposición; la asignación es tan estricta que tendré que usar una si quiero que asista uno de mis propios avatares.
—Bueno, una excusa perfecta para no invitar al tal Quilan.
—Él y usted son los únicos chelgrianos que hay aquí, Ziller. Usted lo ha compuesto y él es nuestro invitado de honor. ¿Cómo no voy a invitarlo?
—Porque yo no pienso ir si va él, por eso.
—¿Quiere decir que no asistirá a su propio estreno?
—Exacto.
—¿No piensa dirigirlo?
—Eso es.
—¡Pero usted siempre dirige la interpretación la noche del estreno!
—Esta vez no. No si va a estar él allí.
—¡Pero usted tiene que estar allí!
—No, de eso nada.
—¿Pero quién lo va a dirigir?
—Nadie. En realidad estas cosas no hace falta dirigirlas. Los compositores las dirigen para alimentar su ego y sentir que forman parte de la representación y no solo de eso de la preparación.
—Eso no es lo que decía antes. Decía que había matices que no se podían programar, decisiones que un director podía tomar en el momento como respuesta a la reacción del público, decisiones que requerían un único individuo que pudiera cotejarlas, analizarlas y reaccionar, que funcionara como foco de la distribución…
—Te estaba tomando el pelo.
—Parecía tan sincero como ahora.
—Es un don. El caso es que no pienso dirigir si ese mercenario putañero está allí. Ni siquiera pienso acercarme. Me quedaré en casa o en algún otro sitio.
—Eso sería muy embarazoso para todos los interesados.
—Entonces mantenlo lejos de allí si quieres que yo vaya.
—¿Cómo voy a hacer eso?
—Eres una Mente Central, como me acabas de explicar de forma harto exhaustiva. Tus recursos son casi infinitos.
—¿Y por qué no podemos limitarnos a evitar que se vean ustedes dos esa noche?
—Porque no resultará. Ya se encontrará alguna excusa para reunimos. Alguien organizará un encuentro.
—¿Y si le doy mi palabra y me aseguro de que a Quilan y a usted nunca los ponen cara a cara? Él estará allí, pero le garantizo que no se verán.
—¿Con un avatar? ¿… Has puesto un campo sónico a nuestro alrededor?
—Solo alrededor de nuestras cabezas, sí. Los labios de este avatar dejarán de moverse y, como resultado, su voz se alterará un poco, no se alarme.
—Intentaré contener el pánico. Continúa.
—Si no me queda más remedio, puedo asegurarme de que haya varios avatares en el concierto. No siempre tienen que tener la piel plateada, sabe. Y también tendré algunos drones presentes.
—¿Grandes y fornidos?
—Mejor, pequeños y mezquinos.
—No me vale. No hay trato.
—Y cuchillos misil.
—Sigue siendo no.
—¿Por qué no? Espero que no vaya a decir que no confía en mí. Mi palabra es mi palabra. Nunca falto a ella.
—Confío en ti. No hay trato por las personas que querrían que tuviera lugar ese encuentro.
—Continúe.
—Tersono. Contacto. Yo que sé, las putas Circunstancias Especiales, por lo que yo sé.
—Mmm.
—Si quieren que nos encontremos, es decir, si quieren de verdad que nos veamos, si están decididos, ¿podrías evitar que ocurriera, Centro, con toda certeza?
—Su pregunta podría aplicarse a cualquier momento desde la llegada de Quilan.
—Sí, pero hasta ahora un encuentro aparentemente casual habría sido demasiado artificial, demasiado obvio y espurio. Habrían esperado que yo reaccionara mal y habrían tenido toda la razón. Nuestro encuentro debe parecer cosa del destino, como si fuera inevitable, como si mi música, mi talento, mi personalidad y todo mi ser lo hubieran predestinado.
—Siempre podría ir y si los obligan a verse, podría reaccionar mal de todos modos.
—No. No veo por qué tendría que ir. No quiero verlo, es así de sencillo.
—Le doy mi palabra que haré todo lo que pueda para asegurarme de que no se encuentran.
—Responde a la pregunta, si se resolviera forzar un encuentro, ¿podrías detenerlos?
—No.
—Me lo imaginaba.
—No lo estoy haciendo muy bien con esto, ¿verdad?
—No. Sin embargo, hay una cosa que podría hacerme cambiar de opinión.
—Ah. ¿Y cuál es?
—Lee la mente de ese cabrón.
—No puedo hacer eso, Ziller.
—¿Por qué no?
—Es una de las pocas reglas más o menos inquebrantables que tiene la Cultura. Casi una ley. Si tuviéramos leyes, sería una de las primeras en el libro de estatutos.
—¿Solo más o menos inquebrantable?
—Se quebranta en muy, muy pocos casos, y el resultado suele ser el ostracismo. En una ocasión hubo una nave llamada la Zona gris. Hacía ese tipo de cosas. Y como resultado terminaron llamándola la Follacarne. Cuando se menciona en los informes, ese es el nombre que figura, con el nombre original, el elegido, como nota al pie todo lo más. Que te nieguen el nombre con el que te has designado es un insulto único en la Cultura, Ziller. La nave anda desaparecida desde hace algún tiempo. Es probable que se suicidara, es de suponer que por la vergüenza que produce tal comportamiento y la falta de respeto resultante.
—Todo lo que hay que hacer es mirar dentro de un cerebro animal.
—Es que es eso. Es tan fácil, significaría tan poca cosa en realidad. Por eso el hecho de no hacerlo es quizá la forma más profunda de honrar a nuestros progenitores biológicos. Esa prohibición es una señal de respeto. Así que no puedo hacerlo.
—Lo que quieres decir es que no piensas hacerlo.
—Es casi lo mismo.
—Pero puedes hacerlo.
—Por supuesto.
—Entonces, hazlo.
—¿Por qué?
—Porque de otro modo no pienso asistir al concierto.
—Eso ya lo sé. Me refiero a qué tendría que buscar.
—La verdadera razón que lo ha traído aquí.
—¿De verdad cree que podría estar aquí para hacerle daño?
—Es una posibilidad.
—¿Qué me impediría decir que lo haré y después fingir que lo hago? Podría decirle que he mirado y no he encontrado nada.
—Te pediría que me dieras tu palabra de que ibas a hacerlo de verdad.
—¿No ha oído decir que una promesa hecha bajo presión no cuenta?
—Sí. Y sabes que podrías no haber dicho nada.
—No querría engañarle, Ziller. Eso también sería deshonroso.
—Entonces da la sensación de que no voy a ir a ese concierto.
—Seguiré confiando en que lo haga y seguiré trabajando para ello.
—No importa. Siempre puedes hacer otro concurso; el que gane, que dirija el concierto.
—Déjeme pensarlo. Voy a quitar el campo sónico. Vamos a ver a los jinetes de las dunas.
El avatar y el chelgriano se dieron la espalda y se colocaron con los demás junto al parapeto de la plataforma rodante de observación del salón de banquetes. Era de noche y estaba nublado. Sabiendo el tiempo que haría, la gente había acudido a los toboganes de las dunas de Efilziveiz-Reinante para ver los descensos bioiluminados.
Las dunas no eran dunas normales, eran vertidos titánicos de arena que formaban una pendiente de tres kilómetros de altura de una plataforma a otra y marcaban el lugar donde las arenas de los desechos de los bancos de arena del Gran Río cruzaban volando hacia el borde giratorio de la plataforma, para deslizarse después hacia las regiones desérticas del continente hundido.
La gente corría, rodaba, esquiaba y se tiraba en esquifes o lanchas por las dunas sin parar, pero en las noches oscuras había algo especial que ver. Había unas criaturas diminutas que vivían en las arenas, primos áridos del plancton que creaba la bioluminiscencia del mar, y cuando estaba muy oscuro se veían los rastros dejados por las personas que bajaban tropezando, girando o esculpiendo la inmensa ladera.
Se había convertido en tradición que en tales noches, el caos espontáneo de individuos que solo iban a distraerse, y el ocasional admirador que iba a verlos, se convirtiera en algo un poco más organizado y así, una vez que estaba lo bastante oscuro y habían acudido los espectadores suficientes a subirse a las plataformas de observación montadas en tractores oruga, y a los bares y restaurantes, los equipos de surfistas y esquiadores partían de la cima de las dunas en oleadas coreografiadas, desencadenando cascadas de arena que se deslizaban en amplias líneas y uves de luz chispeante que descendían como una espuma lenta y fantasmal y se entrelazaban en estelas suaves y resplandecientes de un color azul pálido, huellas verdes y escarlatas que cruzaban las arenas susurrantes, una miríada de collares de polvo encantado que fulguraba en la noche como galaxias lineales.
Ziller observó un rato el espectáculo. Después suspiró y dijo:
—Está aquí, ¿verdad?
—A un kilómetro de aquí —respondió el avatar—. Más arriba, al otro lado de la pista. Estoy vigilando la situación. Otro de mis yos está con él. Tranquilo, aquí está a salvo.
—Pues esto es lo más cerca que quiero estar de ese hombre, a menos que puedas hacer algo.
—Entiendo.