—¿Y Tersono estuvo a la altura?
—Más que a la altura, físicamente hablando, según me cuenta el Centro, a pesar de sus protestas; decía que se arriesgaba a desgarrarse. Pero creo que lo que sea que alimenta su voluntad también se encarga de mantener su dignidad, así que por lo general está muy ocupado con eso.
—¿Pero pudo liberar vuestro vagón del árbol?
—Sí, al final, aunque tardó bastante y armó un buen follón. Hizo trizas la vela mayor, rompió el mástil y se cargó la mitad del árbol.
—¿Y la pipa de Ziller?
—Partida en dos. El Centro se la arregló.
—Ah. Me preguntaba si podría haberle regalado otra.
—No estoy seguro de que la aceptase de buena gana, Quil. Sobre todo porque es algo que iba a meterse en la boca.
—¿Sospechas que podría pensar que estaba intentando envenenarlo?
—Podría ocurrírsele.
—Ya veo. Todavía tengo camino por recorrer, ¿verdad?
—Pues sí.
—¿Y cuánto le falta a este paseo?
—Otros tres o cuatro kilómetros. —Kabe levantó la cabeza y miró el sol—. Deberíamos estar allí para la hora de comer.
Kabe y Quilan caminaban por la cima de los acantilados de la península Vilster, en la plataforma Fzan. A la derecha, treinta metros más abajo, el océano Fzan golpeaba las rocas. La calima del horizonte estaba repleta de islas diseminadas por todas partes. Más cerca, unos cuantos veleros y otros navíos algo mayores atravesaban los dibujos creados por las olas.
Una brisa fresca soplaba del mar. Azotaba el abrigo de Kabe alrededor de sus piernas y las túnicas de Quilan chasqueaban y se agitaban a su alrededor mientras encabezaba la marcha por el estrecho sendero que atravesaba la hierba alta. A la izquierda, el suelo bajaba y se adentraba en una profunda pradera y después en un bosque de altos árboles nube. Más adelante, la tierra se alzaba hasta un modesto cabo y un risco que giraba hacia el interior, interrumpido por una hendidura que daba paso a uno de los ramales del sendero en el que estaban. Había tomado la ruta más ardua y expuesta que recorría la cima del acantilado.
Quilan volvió la cabeza para mirar las olas que caían contra las rocas que se habían desplomado en la base del acantilado. El olor a mar era igual.
~ ¿Recordando otra vez, Quil?
~ Sí.
~ Estás muy cerca del borde. Ten cuidado, no vayas a caerte.
~ Claro.
La nieve caía en el patio del monasterio de Cadracet, se precipitaba con suavidad desde un cielo callado y gris. Quilan cerraba la marcha del grupo que había salido en busca de leña para el fuego, prefería caminar en soledad y silencio mientras los otros se iban arrastrando sendero arriba, por delante de él. Los otros monjes ya habían entrado para refugiarse al calor del fuego del gran salón cuando cerró los postigos tras él, atravesó arrastrando los pies la fina capa de nieve que cubría las piedras del patio y dejó la cesta de madera con el resto bajo la galería.
Se rezagó un momento para empaparse del olor fresco y limpio de la madera, recordó aquella vez en la que habían cogido una cabaña de caza en las colinas Loustrian, solos los dos. El hacha que venía con la cabina estaba roma y él la había afilado con una piedra, con la esperanza de impresionarla con su destreza, pero después, cuando se había puesto a empuñarla para partir el primer trozo de leña, la cabeza había salido volando y había desaparecido entre los árboles. Todavía recordaba sus carcajadas y después, cuando vio su expresión ofendida, el beso que le dio.
Habían dormido bajo unas pieles sobre una base de musgo. Recordaba una mañana fría, el fuego se había apagado durante la noche y la cabaña estaba congelada, habían copulado, él a horcajadas de ella, mordisqueándole el pelo de la nuca, moviéndose con lentitud sobre ella y en su interior, observando el aliento que se le escapaba y ondeaba bajo el sol antes de cruzar la habitación, rodando, hasta la ventana, donde se congelaba en motivos curvados y recursivos; una fusión de patrones salida del caos.
Se estremeció y parpadeó para espantar las lágrimas frías.
Cuando se volvió vio la figura, de pie en el centro del patio, mirándolo.
Era una hembra, vestida con una capa que le caía medio abierta sobre un uniforme militar. La nieve caía entre los dos en espirales mudas. Quilan parpadeó. Durante solo un instante… Sacudió la cabeza, se frotó las manos y se acercó a la hembra mientras se subía la capucha de duelo.
Mientras daba esos pasos se dio cuenta de que hacía medio año que no veía a una hembra en carne y hueso.
No se parecía a Worosei en absoluto, era más alta y tenía el pelo más oscuro, los ojos parecían más estrechos y marchitos. Quilan supuso que era unos diez años mayor que él. Las estrellas de la gorra la identificaban como coronel.
—¿Puedo ayudarla en algo, señora? —preguntó.
—Sí, comandante Quilan —dijo la mujer con voz precisa y contenida—. Quizá pueda.
Fronipel les trajo unas copas de ponche caliente. Su oficina era casi el doble de grande que la celda de Quilan y estaba atestada de papeles, pantallas y los antiguos marcos deshilachados de cuerda que eran los libros sagrados de la orden. Apenas había espacio para que se sentaran los tres.
La coronel Ghejaline se calentó las manos con la copa. Su gorra yacía en el escritorio, a su lado, y había estirado la capa en el respaldo del sillón. Habían intercambiado unas cuantas anécdotas sobre el viaje de la hembra por la carretera vieja, en una montura, y también sobre su papel durante la guerra, a cargo de una sección de artillería espacial.
Fronipel se puso cómodo en su segundo mejor sillón ondulado, el mejor se lo había cedido a la coronel.
—Le he pedido a la coronel Ghejaline que viniera, comandante —dijo—. Está familiarizada con sus antecedentes y su historial. Creo que tiene una proposición para usted.
Dio la sensación de que la coronel hubiera preferido pasar más tiempo abordando la razón de su visita, pero se encogió de hombros con buen talante.
—Sí, comandante. Hay algo que quizá pueda hacer por nosotros.
Quilan miró a Fronipel, que le sonreía.
—¿Y quién sería ese «nosotros», coronel? —le preguntó—. ¿El Ejército?
La coronel frunció el ceño.
—En realidad no. El Ejército está involucrado pero, estrictamente hablando, esto no sería una misión militar. Se parecería más a la que su mujer y usted emprendieron en Aorme, aunque incluso más lejos y a un nivel muy diferente de seguridad e importancia. El «nosotros» al que me refiero serían todos los chelgrianos, pero sobre todo aquellos cuyas almas se encuentran en estos momentos en el limbo.
Quilan se recostó en su sillón.
—¿Y qué se esperaría de mí?
—No puedo decírselo todavía con exactitud. Estoy aquí para averiguar si está dispuesto siquiera a considerar la misión.
—Pero si no sé lo que es…
—Comandante Quilan —dijo la coronel mientras tomaba un sorbo del vino humeante y luego, después de un asentimiento dedicado a Fronipel para agradecerle la bebida, volvía a poner la copa en el escritorio—, le diré todo lo que pueda. —La hembra se irguió un poco más en el sillón—. La tarea que le pediríamos que realizase es de gran importancia. Eso es casi todo lo que sé sobre ese aspecto. Es cierto que sé un poco más, pero no se me permite hablar de ello. La misión requeriría que se sometiese a un dilatado entrenamiento. Una vez más, no puedo decir mucho más. El refrendo de la misión procede de las capas más altas de nuestra sociedad. —La coronel respiró hondo—. Y la razón de que no importe demasiado en este punto lo que le están pidiendo que haga es que en cierto sentido lo que le están pidiendo no puede ser peor. —Lo miró a los ojos—. Es una misión suicida, comandante Quilan.
Ya se le había olvidado el placer que suponía mirar a los ojos de una hembra, aunque esa hembra no fuera Worosei, y aunque ese placer, como una especie de interiorización emocional de una ley física, creara una sensación equivalente y contraria de dolor y pérdida, e incluso culpa. Quilan esbozó una pequeña sonrisa llena de tristeza.
—Oh, en ese caso, coronel —dijo—. Lo haré, sin lugar a dudas.
—¿Quil?
—¿Mmm? —Se volvió para mirar el bulto alto y triangular del homomdano, que había chocado con él.
—¿Te encuentras bien? Te has parado de repente. ¿Has visto algo?
—Nada. No, estoy bien. Es solo… Estoy bien. Vamos. Tengo hambre.
Siguieron caminando.
~ Acabo de acordarme. La señora coronel me dijo que esto es una misión sin retorno.
~ Ah, sí, está eso.
~ Va a volver todo, ¿no?
~ Al contrario que nosotros, sí. Así lo han dispuesto. A eso hemos accedido los dos. Hasta ahora parece haber funcionado.
~ Entonces tú también lo sabías.
~ Sí. Formaba parte del informe de Visquile.
~ Que es por lo que mantuvieron tu copia de seguridad en ese substrato.
~ Que es por lo que mantuvieron mi copia de seguridad en ese substrato.
~ Bueno. Pues estoy deseando ver el próximo capítulo.
Llegó a la cima del sendero del acantilado y vio la ciudad, una cimitarra de torres blancas y agujas que yacía acurrucada en la cuenca de un valle repleto de bosques y rodeado por crecientes acantilados de creta, con una bahía protegida del mar por una lengua de arena. Las olas pintaban de blanco la playa. El homomdano se reunió con él, su cuerpo se alzaba inmenso a su lado y prácticamente bloqueaba el viento. Había un toque de lluvia en el aire.
Al día siguiente, la coronel dejo la montura en los establos del monasterio junto con el uniforme. Se puso el chaleco y los leotardos de una Dada; él tenía que hacerse pasar por un Industrioso, así que se puso unos pantalones y un mandil. Los dos se pusieron unas anodinas capas de invierno grises. Quilan se despidió de Fronipel pero de nadie más.
Esperaron hasta que todos los grupos de trabajo dejaron el monasterio, después bajaron por el sendero inferior entre la nevada y las aristas desnudas de los árboles de lasca y pasaron junto a los recolectores de madera, sus canciones se oían entre la silenciosa nevada como si fueran las voces de unos fantasmas; siguieron bajando y atravesaron un nivel de nubes tenues en donde el manto gris de la coronel parecía desaparecer en ocasiones y luego continuaron bajo el tamborileo de la lluvia por el bosque empapado de hojas oscuras que descendía hacia el valle, donde giraron y siguieron la pista envuelta en profundas sombras que se alzaba sobre la espuma blanca del río que se precipitaba por el abismo.
La lluvia fue amainando y al final cesó.
Un grupo de cazadores de la casta de los Contadores, en un viejo todoterreno, que volvían de los bosques después de acechar a los jhehj se ofrecieron a llevarles, pero los dos rechazaron la oferta con cortesía. En el remolque que seguía al todoterreno se apilaban los cadáveres de los animales. El vehículo se adentró rebotando por la pista en la oscuridad, con su cargamento de muertos, así que a partir de entonces siguieron una línea de manchas frescas de sangre.
Al fin, en las estribaciones de las montañas Grises, hacia el atardecer, salieron a la autopista de peaje del Ceñidor, donde los coches, los camiones y los autobuses pasaban zumbando y dejando un rastro de espuma. Un coche grande los esperaba en la cuneta. Un macho joven que no parecía muy cómodo con ropa de paisano les abrió la puerta y le dedicó a la coronel tres cuartas partes de un saludo militar antes de acordarse de que no debía. El interior del vehículo era cálido y estaba seco. Quilan y la coronel se quitaron las capas. El coche salió a la carretera con un bandazo y emprendió la ruta que los llevaría a las llanuras.
La coronel se sumergió en el transmisor militar de un maletín que había en el asiento trasero y dejó a Quilan a solas con sus pensamientos mientras ella se sentaba con los ojos cerrados, comunicándose. El comandante observó el tráfico, las afueras de la ciudad de Ubrent resplandecieron entre la oscuridad. Parecía estar en mejores condiciones que la última vez que la había visto.
Una hora después habían llegado al aeropuerto, donde los aguardaba un suborbitador de líneas puras en la pista envuelta en brumas. Estaba a punto de estirar el brazo y tocar a la coronel para decirle que ya habían llegado cuando esta abrió los ojos, se quitó el anillo de inducción de la parte posterior de la cabeza y señaló con un gesto la nave, como si quisiera decir, «Hemos llegado».
La aceleración lo clavó con firmeza en el armazón del asiento. Vio las luces de las ciudades costeras de Sherjame, las islas de Delleun, en medio del océano y los destellos de los barcos. Sobre él, las estrellas brillaron serenas y firmes, parecían estar muy cerca en medio del silencio fantasmal de un vuelo casi al vacío.
El suborbitador volvió a hundirse en la atmósfera con un rugido creciente. Se vieron unas cuantas luces y después el aparato se posó con suavidad y perdió velocidad. Quilan dormitó en el transporte cerrado que los sacó del campo privado.
Cuando hicieron el trasbordo a un helicóptero, olió el mar. Volaron unos minutos en medio de la oscuridad y la lluvia, y aterrizaron con estrépito en medio de un gran patio circular. Después lo acompañaron a una habitación pequeña y cómoda, y se quedó dormido de inmediato.
Por la mañana despertó al oír un retumbo seco, no del todo regular, y los chillidos lejanos de unos pájaros; abrió las contraventanas y se asomó a un abismo de aire sobre un mar verde azulado salpicado de espuma y olas que rompían y hervían alrededor de una costa irregular que se encontraba a cincuenta metros de distancia y cien por debajo de su ventana. Una hilera de acantilados se desvanecía en la distancia a ambos lados, y justo enfrente tenía una enorme cuenca doble tallada entre los acantilados, de tal modo que la caída desde el fondo de la cuenca al mar era solo de unos treinta metros. Las nubes de aves marinas revoloteaban bajo el sol como jirones de espuma levantada de un mar inquieto.
Reconocía aquel lugar. Lo había visto en los libros y en la pantalla.
Los cañones de Youmier formaban parte de un extenso sistema de acantilados situado en el continente, una de las islas Tail-Quiff que surgían en una larga curva al este de Meiorin. Los acantilados se precipitaban en el océano desde una altura de entre doscientos y trescientos metros y los diecisiete cañones, los restos de grandes arcos que las marejadas y las olas del océano habían creado primero para destruir después, se alzaban como los dedos de dos ahogados.
La leyenda local había sostenido en otro tiempo que eran los dedos de una pareja de amantes que se habían ahogado al lanzarse desde los acantilados para que no los obligaran a casarse con otras personas.
Habían bautizado a los cañones con el nombre de los dedos y el último y más pequeño, que solo se erguía cuarenta metros sobre las olas, se llamaba el Pulgar. La altura de los otros variaba entre los cien y doscientos metros y tenían más o menos la misma circunferencia allí donde el mar bañaba de forma incesante sus bases, afilando un poco las cumbres de basalto.
Se había comenzado a construir sobre ellos cuatro mil años antes, cuando la familia que gobernaba la zona había construido un castillo pequeño de piedra en el cañón más cercano a la cima del acantilado y había unido los dos por medio de un puente de piedra. A medida que crecía el poder de la familia, también crecía el castillo, hasta que comenzaron las obras en otro cañón, y luego en otro más, y otro.
El complejo de la fortaleza se fue extendiendo por varios pináculos de roca, unidos por una sucesión de puentes, al principio de madera, después de piedra y más tarde de hierro y acero, y se convirtió en un centro de gobierno, un lugar de oración y peregrinaje y un templo de saber. Con el transcurrir de los siglos y los milenios se había ido colonizando de forma permanente cada cañón, de una forma u otra, todos salvo el Pulgar; incluso había sido fortaleza durante algún tiempo, equipada con pesadas armas navales durante un siglo más o menos. Poco a poco, los cañones habían ido creciendo hasta convertirse en una ciudad cuya mayor parte estaba en la costa, extendiéndose por el páramo que había tras los acantilados.
En su momento había sufrido el mismo destino que un puñado de ciudades de todo el globo, durante la última guerra de Unificación, mil quinientos años antes, al caer bajo el ataque de unas cabezas nucleares que habían destruido por completo un cañón, reducido a la mitad la altura de otro y dejado un cráter con la forma de un ocho gigante abierto en los acantilados, donde se encontraba la mayor parte de los distritos del continente.
Jamás se había reconstruido la ciudad. Los cañones, aislados del continente por los dos cráteres, quedaron abandonados durante siglos; lugar de turismo morboso y hogar solo de unos cuantos ermitaños y un millón de aves marinas. Dos de los cañones se convirtieron en monasterio durante una de las fases más religiosas de Chel; después, los Servicios Combinados los habían requisado para convertirlos en base de entrenamiento y lo habían reconstruido todo salvo los puentes que los conectaban con el continente antes de salir del mundo y abandonar el complejo antes de que estuviera terminado; allí dejaron los cañones aparcados y al cuidado de unos vigilantes.
Y entonces, se había convertido en su hogar.
Quilan se apoyó en un parapeto y contempló la gola blanca de la espuma que bañaba la base del Dedo Corazón del Varón, trescientos metros más abajo. Desde allí arriba el agua parecía lenta, pensó. Como si cada ola estuviera cansada tras el largo viaje a través del océano, desde donde quiera que nacieran las olas.
Llevaba allí un mes de dos lunas. Lo estaban entrenando y evaluando. Seguía sin saber nada de la tarea que tenía por delante, salvo que se suponía que era una misión suicida. Seguía sin ser seguro que él fuera a participar. Sabía que era uno más y que había varios competidores por tan dudoso honor. Ya había accedido a someterse a un borrado de memoria si no lo elegían, un borrado que lo dejaría convertido, al parecer, en otro monje más traumatizado por la guerra y metido en el retiro de Cadracet, luchando por asumir sus experiencias.
La coronel Ghejaline estaba presente más o menos la mitad del tiempo, supervisando su entrenamiento. Su instructor principal en las artes y técnicas de casi todo lo marcial era un macho lleno de cicatrices, fornido y taciturno, llamado Wholom. Parecía soldado, o ex soldado, aunque no admitía rango militar alguno. El otro tutor de Quilan se llamaba Chuelfier y era un macho viejo y frágil de pelo blanco, cuyos años y flaqueza parecían desprenderse de su cuerpo cuando estaba enseñando.
Había unos cuantos especialistas del Ejército a los que veía cada pocos días y que era obvio que también vivían en el complejo, un puñado de sirvientes de varias castas y un número de Invisibles ciegos que habían permanecido fieles a las antiguas costumbres durante la guerra de Castas.
Quilan veía a los ciegos dedicarse a sus obligaciones, con la parte superior del rostro cubierta por la banda verde de su rango; andaban a tiendas con una familiaridad natural o utilizaban los chasquidos agudos que emitían con las garras para navegar entre los espacios de hormigón y los rincones tallados en la roca del cañón. Ser ciego allí, con la caída de las rocas y el océano, era, pensó Quilan, confiar siempre en las paredes y en el cuidadoso diseño de la estructura.
No se le permitía salir de su cañón. Sospechaba que algunos de aquellos camaradas-adversarios que no había visto, aquellos a los que podían elegir para la misión en su lugar, estaban en alguno de los otros cañones, al otro lado de los largos puentes cerrados que los Servicios Combinados habían construido entre las columnas de roca.
Levantó un brazo y se estudió las garras desenvainadas. Giró el brazo a izquierda y derecha. Jamás había tenido tantos músculos, nunca había estado tan en forma. Se preguntó si de verdad tenía que estar en la mejor forma física posible para esa misión o si el Ejército, o el que estuviera en realidad detrás de todo aquello, se limitaba a entrenarlos por costumbre.
Había una gran plaza circular de armas en lo más alto del cañón, en el lado que daba al mar. Estaba abierta por los lados, pero cubierta por unos toldos blancos que parecían antiguas velas de barco. Allí le habían enseñado esgrima y lo habían entrenado con una ballesta, con armas de proyectiles y con los primeros rifles de láser. Le inculcaron los puntos más sutiles, y los no tan sutiles, de la lucha con cuchillos, y con garras y dientes. Se había aclarado que la lucha cuerpo a cuerpo difería cuando uno se enfrentaba a otra especie, pero no se había ido más allá.
Un pequeño equipo de médicos llegó volando un día y lo llevó a un hospital grande, aunque obviamente poco utilizado, tallado en la roca, muy por debajo de los edificios del cañón. Lo equiparon con un Guardián de Almas optimizado, pero ese fue el único implante que tocaron o introdujeron. Había oído hablar de agentes y personas que realizaban misiones especiales y a las que se les adaptaba dispositivos de comunicación con conexiones en el cerebro, glándulas nasales detectoras de venenos, sacos productores de venenos, sistemas armamentísticos subcutáneos…; la lista era larga, pero él, al parecer, no iba a recibir nada de eso. Se preguntó por qué.
En un momento dado, se insinuó que el que realizara la misión quizá no estuviera solo del todo. También se preguntó por eso.
No todo su entrenamiento y educación fue marcial; por lo menos la mitad de cada día lo pasaba volviendo a ser estudiante, sentado en un sillón ondulado aprendiendo en pantallas o escuchando a Chuelfier.
El anciano lo instruyó en historia chelgriana, en filosofía de la religión tanto antes como después de la sublimación parcial del Puen-Chelgriano, y en la historia descubierta del resto de la galaxia y sus otros seres inteligentes.
Aprendió más de lo que jamás se había imaginado que querría o necesitaría saber sobre lo que hacían los Guardianes de Almas y cómo lo hacían y sobre cómo eran el limbo y el cielo. Aprendió en qué esferas la antigua religión se había mostrado demasiado imaginativa o se había equivocado sin más en sus suposiciones y principios, en qué había inspirado al Puen-Chelgriano y por tanto se había convertido en realidad y dónde la habían desbancado. No tuvo ningún contacto directo con ninguno de los desaparecidos, pero llegó a entender el más allá mejor que nunca. A veces, sabiendo que casi no quedaba duda de que Worosei jamás experimentaría nada de aquella gloria creada, tenía la sensación de que lo habían elegido solo para torturarlo, que todo aquello no era más que una charada elaborada y cruel para encontrar el cuchillo de la pérdida de Worosei, enterrado para siempre en su carne, y retorcerlo con todo su poder.
Aprendió todo lo que había que saber sobre la guerra de Castas y la implicación de la Cultura en los cambios que habían llevado a ella.
Aprendió sobre las personalidades que habían contribuido a crear el ambiente que había llevado a la guerra y escuchó parte de la música compuesta por mahrai Ziller, por momentos tan dolorosamente llena de pérdida que lo hizo llorar y en otros, tan llena de cólera que le apeteció romper algo.
Un cierto número de sospechas y posibles escenarios comenzaron a formarse en su mente, aunque nunca dijo nada.
A veces soñaba con Worosei. En uno de los sueños se casaban allí, en el cañón, y una gran ráfaga de viento les arrancaba los sombreros a todos; él había ido a coger el de su mujer cuando echó a volar hacia el parapeto y luego se estrelló contra el hormigón blanqueado; Quilan se había inclinado sobre el parapeto justo cuando estaba a punto de alcanzar la prenda. Había comenzado a caer hacia el mar y sintió que cogía aliento para gritar, pero entonces recordó que por supuesto que Worosei no estaba allí en realidad, y no podía estarlo. Su mujer estaba muerta, así que por qué no iba a estarlo él. Les sonrió a las olas cuando se alzaron para recibirlo, pero despertó antes del golpe con la sensación de que le habían quitado algo y una humedad salada como el mar en la almohada.
Una mañana cruzaba la plaza de armas bajo el chasqueo seco de las tiendas blancas de los toldos, se dirigía al aula de Chuelfier para la primera clase del día, cuando vio a un pequeño grupo de personas justo delante. La coronel Ghejaline, Wholom y Chuelfier estaban allí de pie, hablando con una figura vestida de blanco y negro que se encontraba en el medio del grupo.
Había otras cinco personas, tres a la derecha del grupo central y dos a la izquierda. Todos eran varones e iban vestidos de clérigos. El hombre del medio era pequeño y parecía viejo, con una especie de encorvamiento ladeado en su postura. Quilan se quedó un tanto estupefacto cuando se dio cuenta de que el hombre iba vestido con la túnica a rayas blancas y negras de un estodien, uno de aquellos que iban y venían entre este mundo y el siguiente. Mostraba una sonrisa burlona y se aferraba a un largo bastón espejado. Tenía el pelo impecable, como si se lo hubieran aceitado.
Quilan estaba a punto de ir a saludar a la coronel, pero cuando se acercó, las tres personas que conocía se echaron hacia atrás para dejar que el estodien diera unos pasos.
—Estodien —dijo Quilan con una profunda reverencia.
—Comandante Quilan —dijo el anciano con una voz suave y serena. Le tendió la mano a Quilan, que fue consciente de que el hombre que se encontraba a la derecha del grupo abultaba en sus túnicas clericales de forma diferente al resto y que ese mismo hombre había comenzado a rodear el grupo, como si quisiera ir a colocarse detrás de Quilan. Cuando el hombre desapareció de su vista, la semisombra que arrojaba bajo la luz atenuada que se filtraba por los toldos blancos comenzó a moverse más deprisa.
Lo que al fin convenció a Quilan de que podrían estar a punto de atacarlo fue algo en la forma que tuvo el estodien de estirarse cuando le tendió la mano. Era frágil y no podía evitar mantenerse a distancia de algo que quizá resultara violento.
Quilan fingió que iba a coger la mano del anciano y después se agachó y giró de golpe, volvió a apoyarse en las ancas y levantó los antebrazos y las manos en la clásica postura de ataque-defensa.
El hombre fornido vestido de clérigo había estado a punto de atacarlo, había vuelto a apoyarse en las ancas y tenía las mangas arremangadas para revelar unos brazos musculosos, aunque no había sacado las garras del todo. Por un momento, hubo una mirada radiante, casi salvaje, en su rostro de pelo blanco, una mirada que incluso se iluminó durante un instante cuando Quilan giró para enfrentarse a él, pero después miró al estodien, se relajó, volvió a sentarse y bajó los brazos y la cabeza en lo que podría haber sido una inclinación.
Quilan se quedó exactamente como estaba, girando la cabeza un poco de un lado a otro, volviendo la mirada todo lo que podía sin perder de vista al hombre de pelo blanco. No parecía haber ningún otro movimiento ni amenaza.
Se produjo un momento de silencio absoluto en el que no ocurrió nada, salvo por los gritos distantes de las aves marinas y el choque lejano de las olas. Después, el estodien golpeó una vez el hormigón de la plaza de armas con su bastón y el hombre de pelo blanco se levantó, se giró con un movimiento fluido y fue a colocarse donde estaba antes.
—Comandante Quilan —dijo de nuevo el anciano—. Por favor, levántese. —Le tendió la mano una vez más—. Se acabaron las sorpresas desagradables, al menos por hoy, le doy mi palabra.
Quilan cogió la mano del estodien y se levantó.
La coronel Ghejaline se adelantó unos pasos. Parecía contenta, pensó Quilan.
—Comandante Quilan, este es el estodien Visquile.
—Señor —dijo Quilan cuando el anciano le soltó la mano.
—Y este es Eweirl —dijo Visquile mientras señalaba al hombre de pelo blanco que tenía a su izquierda. El hombre fornido asintió y sonrió—. Espero que se haya dado cuenta de que acaba de pasar usted dos pequeñas pruebas, comandante, no solo una.
—Sí, señor. O la misma prueba dos veces, señor.
La sonrisa de Visquile se amplió y reveló unos dientes pequeños y afilados.
—En realidad no tiene que llamarme «señor», comandante, aunque confieso que me agrada. —Se volvió hacia Wholom y Chuelfier, y después miró a la coronel Ghejaline—. No está mal. —Volvió a dirigirse a Quilan y lo miró de arriba abajo—. Venga, comandante, creo que tenemos que hablar.
—Nos dicen que es muy poco habitual que cometan semejante error. Nos dicen que deberíamos sentirnos halagados de que, ya para empezar, se hayan tomado tanto interés por nosotros. Nos dicen que nos respetan. Nos dicen que es un accidente del desarrollo y la evolución de las galaxias, estrellas, planetas y especies que nos encontremos con ellos en términos tecnológicos en absoluto equivalentes. Nos dicen que lo que ha ocurrido es lamentable, pero que quizá al final saquemos algo de todo ello. Nos dicen que son personas honorables que solo deseaban ayudar y que ahora se sienten en deuda con nosotros por su falta de cuidado. Nos dicen que quizá nos beneficiemos más de esa abrumadora sensación de culpa de lo que podríamos haber sacado gracias a un mecenazgo más natural. —El estodien Visquile esbozó su sonrisa débil y afilada—. Nada de eso importa.
El estodien y Quilan se encontraban solos en una pequeña torre encaramada en un costado de uno de los niveles inferiores de la superestructura del cañón. El aire y el mar surgían por tres lados y la brisa cálida entraba por una ventana sin cristales y salía por la otra, cargada con el aroma del mar. Estaban sentados, acurrucados sobre esteras de hierba.
—Lo que importa —continuó el anciano—, es lo que ha decidido el Puen-Chelgriano.
Hubo una pausa. Quilan sospechó que se suponía que tenía que llenarla él así que dijo:
—¿Y qué es lo que ha decidido, estodien?
El pelo del anciano olía al aroma del perfume caro. Se irguió sobre la estera y miró por una ventana los largos oleajes del mar.
—Durante dos mil setecientos años ha sido un artículo constante de nuestra fe —dijo con tono despreocupado— que las almas de los que han partido permanezcan en el limbo durante un año entero antes de que los acepten en la gloria del cielo. Algo que no ha cambiado desde que nosotros, nuestros desaparecidos, convirtieron el cielo en algo real. Como tampoco han cambiado muchas de las otras doctrinas asociadas con tales asuntos. Se han convertido en normas, en cierto sentido. —Se giró y volvió a sonreírle a Quilan antes de volver a mirar de nuevo por la ventana.
»Lo que estoy a punto de decirle lo saben muy pocas personas, comandante Quilan. Y así debe seguir siendo.
—Sí, estodien.
—La coronel Ghejaline no lo sabe, como no lo saben ninguno de sus tutores.
—Entiendo.
El anciano se volvió de repente hacia él.
—¿Por qué quiere morir, Quilan?
Quilan se echó hacia atrás, desconcertado.
—Yo… en cierto sentido no quiero, estodien. Es solo que no tengo mayor interés en vivir. Quiero dejar de existir.
—Quiere morir porque su compañera está muerta y usted languidece por ella, ¿no es cierto?
—Yo diría que hago algo más que languidecer por ella, estodien. Pero fue su muerte la que dejó mi vida sin sentido.
—Las vidas de su familia y su sociedad en estos tiempos de necesidad y reestructuración, ¿eso no significa nada para usted?
—No es que no signifiquen nada, estodien, pero tampoco lo suficiente. Ojalá pudiera sentirme de otro modo, pero no puedo. Es como si todas las personas que me importan pero que siento que deberían importarme más, ya estuvieran en otro mundo distinto al que yo habito.
—Solo era una hembra, Quilan, una persona nada más, un simple individuo. ¿Qué la hace tan especial para que su recuerdo, irrecuperable para siempre, al parecer, supere a las necesidades más perentorias de aquellos que siguen vivos y por los que todavía se puede hacer algo?
—Nada, estodien. Es…
—Así es, nada. No es el recuerdo de su mujer, es el suyo. No es el hecho de que fuera especial o única lo que usted celebra, Quilan, es el hecho de que usted lo es. Es usted un romántico, Quilan. Encuentra romántica la idea de una muerte trágica; la idea de unirse a ella, aunque tenga que unirse a ella en el olvido, le parece romántica. —El anciano se irguió como si se preparara para irse—. Odio a los románticos, Quilan. En realidad no se conocen a sí mismos, y lo que es peor, tampoco quieren conocerse de verdad, ni, en último caso, a nadie más, porque creen que eso le quitará el misterio a la vida. Son idiotas. Y usted es idiota. Es probable que su mujer también lo fuera. —El estodien hizo una pausa—. Es probable que los dos fueran unos idiotas románticos —dijo—. Idiotas condenados a una vida de desilusión y amargura cuando descubrieran que su precioso romanticismo se desvanecía después de los primeros años de matrimonio y tuvieran que enfrentarse no solo a sus propias insuficiencias, sino también a los de su compañero. Usted tuvo suerte de que muriera ella. Y ella tuvo la desgracia de tener que ser ella y no usted.
Quilan miró al estodien durante unos instantes. El anciano respiraba un poco más hondo y un poco más deprisa de lo que debería haber sido necesario, pero aparte de eso, controlaba bien cualquier temor que pudiera sentir. Tendría una buena copia de seguridad y como estodien que era, renacería o se reencarnaría como y cuando lo desease. Algo que, sin embargo, no evitaría que su ser más animal contemplase la posibilidad de que lo lanzasen por una ventana y cayera al mar con otra cosa que no fuera terror. Eso suponiendo, por supuesto, que el anciano no llevara algún tipo de arnés antigravitatorio, en cuyo caso quizá solo temiera que Quilan le arrancase la garganta antes de que Eweirl u alguna otra persona pudiera hacer nada.
—Estodien —dijo Quilan sin alterarse—. Yo también he pensado en todo eso y pasado por todo eso. Me he acusado de todo lo que usted menciona y con un lenguaje bastante menos moderado que el que usted ha utilizado. Me encuentra usted al final del proceso que quizá hubiera deseado iniciar con tales afirmaciones, no al principio.
El estodien lo miró.
—Bastante bien —dijo—. Hable con honestidad, sin dejar detalle.
—No me va a obligar a acudir a la violencia alguien que no conoció a mi mujer, pero que ha decidido llamarla idiota. Yo sé que no lo era y eso me basta. Creo que usted solo quería averiguar hasta qué punto sería fácil encolerizarme.
—Quizá no con la suficiente facilidad, Quilan —dijo el anciano—. No todas las pruebas se pasan o se suspenden como uno podría esperar.
—No estoy intentando pasar sus pruebas, estodien. Estoy intentando ser honesto. Supongo que sus pruebas son válidas. Si lo son y hago todo lo que puedo y suspendo mientras que otra persona triunfa, es mejor que el hecho de que yo triunfe diciéndole lo que creo que quiere oír en lugar de lo que siento de verdad.
—Esa es una calma que llega al punto del engreimiento, Quilan. Quizá esta misión requiera a alguien con más agresividad y astucia que las que esa respuesta indica que usted tiene.
—Quizá sea eso, estodien.
El anciano mantuvo los ojos clavados en Quilan durante algún tiempo. Al final apartó la vista y volvió a mirar por la ventana.
—A los muertos de la guerra no se les permitirá entrar en el cielo, Quilan.
Tuvo que escuchar el comentario en su cabeza y volverlo a poner para estar seguro de que lo había oído bien.
—¿Estodien?
—Fue una guerra, comandante, no una alteración del orden público ni un desastre natural.
—¿La guerra de las Castas? —preguntó y de inmediato supo que era una pregunta estúpida.
—Sí, por supuesto que la guerra de las Castas —le soltó Visquile de repente. Después volvió a recuperar la compostura—. El Puen-Chelgriano nos ha dicho que se siguen aplicando las viejas reglas.
—¿Las viejas reglas? —Creía saber ya a lo que se refería.
—Deben ser vengadas.
—¿Alma por alma? —De aquello estaba hecha la barbarie, los dioses viejos y crueles. La muerte de cada chelgriano debía equilibrarse con la muerte de un enemigo y hasta que se lograse ese equilibrio, los guerreros caídos no podrían entrar en el cielo.
—¿Por qué tendríamos que abalanzarnos sobre la idea de una correspondencia de uno por uno? —preguntó el estodien con una sonrisa fría—. Quizá no haga falta más que una sola muerte. Una muerte importante. —Volvió a desviar los ojos.
Quilan se quedó callado un rato, e inmóvil. Cuando Visquile no apartó los ojos de la ventana y la vista para mirarlo, preguntó:
—¿Una muerte?
El estodien volvió a clavar en él su mirada.
—Una muerte importante. Los resultados podrían ser muchos. —Volvió a mirar a lo lejos mientras tarareaba una canción. Quilan reconoció la melodía, la había compuesto mahrai Ziller.