El sol de últimas horas de la tarde se colaba por una brecha de un kilómetro de altura que había entre las montañas y la nube. Ziller salió del baño, secándose y ahuecándose el pelo con un poderoso secador de mano bastante pequeño. Miró con el ceño fruncido a Tersono y luego pareció sorprenderse un poco al ver a Kabe y al avatar.
—Hola a todos. Que conste que no voy. ¿Algo más?
Se tiró en un gran sofá y se estiró, frotándose el pelo ahuecado del vientre.
—Me he tomado la libertad de pedirles al embajador Ischloear y al Centro que vinieran para que intentaran razonar con usted una última vez —dijo Tersono—. Todavía tendríamos tiempo de sobra para llegar al estadio Stullien de forma decorosa y…
—Dron, no sé qué es lo que no entiendes —dijo Ziller con una sonrisa—. Es muy sencillo. Si él va, yo no voy. Pantalla, por favor, el estadio Stullien.
Una pantalla de hologramas cobró vida de repente en toda la pared del otro lado de la habitación, sobresaliendo un poco entre los muebles. La proyección se llenó de un par de docenas de vistas del estadio, el entorno y varios grupos de personas y cabezas parlantes. No había sonido. Una vez terminado el ensayo, se podía ver a algunos entusiastas que ya comenzaban a entrar en el gigantesco anfiteatro.
El dron giró el cuerpo muy rápido, con una sacudida, para indicar que estaba mirando primero al avatar y luego a Kabe. Dado que ninguno dijo nada, habló él.
—Ziller, por favor.
—Tersono, estás en medio.
—Kabe, ¿quieres hablar con él?
—Desde luego —dijo Kabe asintiendo con su inmenso cuerpo—. Ziller, ¿cómo se encuentra?
—Estoy bien, gracias, Kabe.
—Me pareció que se movía con cierta torpeza.
—Confieso que estoy un poco agarrotado. Esta mañana temprano le he saltado al cuello a un janmandresile de Kussel y el bicho me ha tirado.
—¿Ha sufrido alguna otra lesión?
—Unas magulladuras.
—Creí que no aprobaba ese tipo de actividades.
—En lo que ahora me ratifico más que nunca.
—¿Entonces no lo recomendaría?
—Desde luego para usted no, Kabe. Si le saltara al cuello a un janmandresile de Kussel, es muy probable que le rompiera la espalda.
—Es muy probable que tenga razón —se rió Kabe. Después apoyó la barbilla en una mano—. Mmm. Janmandresiles de Kussel, solo se encuentran en…
—¿Quieren dejarlo ya? —chilló el dron. El aura le hervía de cólera con un tono blanco.
Kabe se dio la vuelta y miró a la máquina con un parpadeo. Estiró los brazos e hizo tintinear una araña de luces.
—Dijiste que hablara con él —bramó.
—¡Pero no sobre cómo hizo el ridículo dándose el gusto de practicar un supuesto deporte absurdo! ¡Me refería a ir al estadio! ¡A dirigir su propia sinfonía!
—Yo no hice el ridículo. Monté a esa bestia gigante sus buenos cien metros.
—Fueron sesenta como mucho y fue un salto penoso —dijo el dron en una imitación verbal bastante buena de un humano escupiendo de furia—. ¡Ni siquiera fue un salto al cuello! Fue un salto al lomo y después le trepó por el cuello de una forma muy poco digna. ¡Haga eso en una competición y le quitan puntos por falta de estilo!
—Con todo yo no…
—¡Hizo el más absoluto de los ridículos! —gritó la máquina—. Ese simio que estaba en los árboles, junto al río, en realidad era Marel Pomiheker: gacetillero de los medios, periodista guerrillero, ave raptora de la prensa y, en general, un perro de presa que no descansa hasta conseguir todos los datos. ¡Mire! —El dron se alejó de golpe de la pantalla y señaló un campo gris estroboscópico de una de las veinticuatro proyecciones rectangulares que sobresalían de la pantalla. Mostraba a Ziller agachado en una rama, escondido en un árbol, en la selva.
—¡Mierda! —dijo Ziller, espantado. La cámara enfocó un gran animal morado que bajaba por un sendero de la selva—. Apaga la pantalla —dijo Ziller. Los hologramas desaparecieron y Ziller miró a los otros tres con la frente arrugada—. Bueno, pues ahora sí que ya no puedo aparecer en público, ¿no? —le dijo con tono sarcástico a Tersono.
—¡Ziller, por supuesto que puede! —gañó Tersono—. ¡A nadie le importa si lo ha tirado un estúpido animal!
Ziller miró al avatar y al homomdano y puso los ojos en blanco un momento.
—A Tersono le gustaría que intentara convencerle para que asista al concierto —le dijo Kabe a Ziller—. Dudo que nada de lo que yo diga pueda hacerle cambiar de opinión.
Ziller asintió.
—Si él va, yo me quedo aquí —dijo. Después miró al reloj que había encima de un antiguo mosaico, en una plataforma cerca de las ventanas—. Todavía falta más de una hora. —Se estiró todavía más y juntó las manos por detrás de la cabeza. Después hizo una mueca y bajó otra vez los brazos al tiempo que se masajeaba un hombro—. De hecho, dudo que pueda dirigir, de todos modos. Creo que tengo un tirón. —Volvió a echarse—. Así que me imagino que nuestro comandante Quilan se está vistiendo, ¿no?
—Está vestido —dijo el avatar—. De hecho, ya ha salido.
—¿Salido? —preguntó Ziller.
—De camino al estadio —dijo el avatar—. Está en el metro ahora mismo. Ya ha pedido las copas del intermedio.
Ziller pareció inquieto durante un segundo, después se animó un poco.
—Ja —dijo.
El vagón era grande y estaba medio lleno, atestado para lo que solía ser lo habitual. Al otro extremo, tras unas cuantas colgaduras bordadas y una pantalla de plantas, oía a un grupo de crías humanas gritando y riendo. Se oía también una voz serena y adulta cuyo dueño parecía estar intentando controlarlas.
Un niño irrumpió por la pantalla de plantas, miraba hacia atrás y estuvo a punto de tropezar. Miró alrededor, a los adultos de ese extremo del vagón. Parecía a punto de volver a lanzarse entre las plantas cuando vio a Quilan. Abrió mucho los ojos y se acercó para sentarse junto a él. La criatura tenía el rostro pálido arrebolado y jadeaba con fuerza. El sudor le aplastaba sobre la frente el cabello liso y oscuro.
—Hola —dijo—. ¿Eres Ziller?
—No —dijo Quilan—. Me llamo Quilan.
—Geldri T’Chuese —dijo el niño extendiendo la mano—. Encantado.
—Encantado.
—¿Vas al festival?
—No, voy a un concierto.
—Ah, ¿el del estadio Stullien?
—Sí. ¿Y tú? ¿También vas al concierto?
El niño lanzó una risa desdeñosa.
—No. Somos un montón, vamos a dar vueltas al orbital en metro hasta que nos aburramos. Quern quiere dar por lo menos tres vueltas seguidas porque Xiddy dio dos con su primo, pero yo creo que con dos ya basta.
—¿Por qué queréis dar vueltas al orbital?
Geldri T’Chuese miró con expresión extraña a Quilan.
—Pues para echarnos unas risas —dijo como si fuera lo más obvio.
Un vendaval de carcajadas irrumpió entre la pantalla de plantas que había al otro lado del vagón.
—Parece muy ruidoso —dijo Quilan.
—Estamos haciendo lucha libre —explicó el niño—. Y antes hicimos un concurso de pedos.
—Bueno, no siento habérmelo perdido.
Otra sarta de carcajadas agudas resonaron por el vagón.
—Será mejor que vuelva —dijo Geldri T’Chuese. Le dio a Quilan unos golpecitos en el hombro antes de añadir:— Un placer conocerte. Espero que disfrutes del concierto.
—Gracias. Adiós.
El niño echó una carrera hasta la pantalla de plantas y la atravesó de un salto entre dos matojos. Se oyeron más gritos y risas.
~ Lo sé.
~ ¿Sabes qué?
~ Adivino lo que estás pensando.
~ ¿Ah, sí?
~ Que es muy probable que sigan en el sistema de transporte subterráneo cuando el Centro quede destruido.
~ ¿Es eso lo que estaba pensando?
~ Es lo que estaría pensando yo. Es duro.
~ Bueno, pues gracias.
~ Lo siento.
~ Como todos.
El trayecto llevó un poco más de tiempo del habitual, había mucha gente y los vagones se acumulaban para descargar a sus pasajeros en los puntos subterráneos de acceso del estadio. En el ascensor, Quilan saludó con la cabeza a unas cuantas personas que lo reconocieron de los programas de noticias en los que había intervenido. Vio que uno o dos lo miraban con el ceño fruncido y supuso que sabían que, al ir, era muy probable que impidiera que asistiera Ziller. Cambió de postura en el asiento e inspeccionó un cuadro abstracto que colgaba cerca.
El ascensor llegó a la superficie y todo el mundo salió a la amplia explanada abierta que había bajo una columnata de árboles altos y rectos. Unas luces suaves brillaban sobre el azul oscuro del cielo vespertino. El olor a comida llenaba el aire y la gente atestaba los cafés, los bares y los restaurantes que flanqueaban la explanada. El estadio llenaba el cielo al otro extremo de la amplia avenida, tachonado de luces.
—¡Comandante Quilan! —le gritó un hombre alto y atractivo con un abrigo brillante mientras se precipitaba hacia él. Le tendió la mano y Quilan se la estrechó—. Chongon Lisser. Noticias Lisser; las filiaciones habituales, demanda del cuarenta por ciento y subiendo.
—¿Cómo está usted? —Quilan siguió caminando, el varón alto caminaba a su lado, un poco por delante, había girado la cabeza hacia Quilan para mantener el contacto visual.
—Estoy muy bien, comandante, espero que usted también. Comandante, ¿es cierto que mahrai Ziller, el compositor de la sinfonía de esta noche, aquí en el estadio Stullien, plataforma Guerno, Masaq, le ha dicho que si usted asiste al concierto esta noche, él no lo hará?
—No.
—¿No es cierto?
—No me ha dicho nada directamente.
—¿Pero sería correcto decir que usted habrá oído que él no asistiría si usted lo hacía?
—Es correcto.
—Y sin embargo, usted ha decidido asistir.
—Sí.
—Comandante Quilan, ¿cuál es la naturaleza de la disputa entre usted y mahrai Ziller?
—Tendría que preguntarle a él. Yo no tengo ninguna disputa con él.
—¿No le molesta que lo haya puesto en esta ingrata posición?
—No me parece que sea una posición ingrata.
—¿Diría usted que mahrai Ziller se está mostrando mezquino o vengativo de alguna forma?
—No.
—¿Entonces diría que se está comportando de una forma perfectamente razonable?
—No soy ningún experto en el comportamiento de mahrai Ziller.
—¿Entiende a la gente que dice que usted se está comportando de un modo muy egoísta al venir aquí esta noche, ya que eso significa que mahrai Ziller no va a estar aquí para dirigir la primera representación de su nueva obra, lo que degrada la experiencia para todos los interesados?
—Sí, la entiendo.
A esas alturas ya estaban cerca del final de la amplia explanada, donde lo que parecía un muro alto y ancho de cristal reluciente que se extendía sobre la acera iba iluminándose y apagándose poco a poco. La multitud menguaba un poco detrás del muro; la barrera era una pared de campo, instalada para dejar entrar solo aquellos que habían ganado en la lotería de las entradas.
—Así que usted no cree…
Quilan se había llevado la entrada con él aunque le habían dicho que no era más que un recuerdo y que no se requería para entrar. Era obvio que Chongon Lisser no tenía entrada, rebotó con suavidad contra la pared reluciente y Quilan lo rodeó y continuó adelante con un asentimiento y una sonrisa.
—Buenas noches —dijo.
Había más periodistas dentro, el chelgriano siguió contestando con cortesía, pero sin extenderse y se limitó a seguir caminando, siguiendo las instrucciones de su terminal, que lo llevaron a su asiento.
Ziller observó los pases de noticias que seguían a Quilan con la boca abierta.
—¡Ese hijo de puta! ¡Va de verdad! ¡No va de farol! ¡Será capaz de sentarse de verdad y evitar que vaya yo! ¡No voy a ir a mi propio puto concierto! ¡Ese botarate hijo de perra de presa!
Ziller, Kabe y el avatar observaron a los varios controles remotos que seguían a Quilan hasta su asiento, un colchón ahuecado especialmente preparado para el chelgriano. Al lado había un asiento homomdano, un espacio para Tersono y unos cuantos asientos y sofás más. La plataforma de la cámara mostró a Quilan sentándose y mirando a su alrededor, el estadio se llenaba poco a poco, después pidió un servicio por su terminal que creó una pantalla plana delante de él que contenía las notas del programa del concierto.
—Creo que veo mi asiento —dijo Kabe con tono pensativo.
—Y yo el mío —dijo Tersono. Su aura parecía agitada. La máquina se volvió para mirar a Ziller, pareció a punto de decir algo, pero luego no lo hizo. El avatar no se movió, pero Kabe tuvo la sensación de que había habido algún tipo de comunicación entre la Mente Central y el dron de la sección de Contacto.
El avatar se cruzó de brazos y cruzó la habitación para ir a mirar la ciudad. Un cielo frío y despejado de color cobalto se arqueaba sobre el marco irregular de las montañas. La máquina veía la burbuja que era la plaza de la Cúpula de Aquime. Allí había una pantalla gigante que retransmitía las escenas del estadio Stullien a una multitud creciente.
—Confieso que pensé que no iría —dijo el avatar.
—¡No te jode, pues lo ha hecho! —dijo Ziller escupiendo—. ¡Ese arrastrahuevos con ojos de gato!
—Yo tenía la impresión de que también le iba a ahorrar esto —dijo Kabe agachándose en el suelo, cerca de Ziller—. Ziller, lo siento muchísimo si le he dado alguna idea equivocada, aunque fuera sin darme cuenta. Sigo convencido de que Quilan insinuó de forma bastante decidida que no iba a ir. Solo puedo suponer que algo le ha hecho cambiar de opinión.
Una vez más, Tersono pareció a punto de decir algo, se le alteró el aura y el armazón se alzó un poco en el aire, pero de nuevo pareció contenerse en el último momento. Tenía el campo gris de frustración.
El avatar le dio la espalda a la ventana con los brazos todavía cruzados.
—Bueno, si no me necesita, Ziller, creo que voy a volver al estadio. Nunca hay suficientes acomodadores y ayudantes en general en este tipo de eventos. Siempre hay algún cretino que ha olvidado cómo funciona un dispensador automático de bebidas. ¿Kabe, Tersono? ¿Puedo ofrecerles un desplazamiento para volver?
—¿Un desplazamiento? —dijo Tersono—. ¡Desde luego que no! Cogeré un metro.
—Mmm —dijo el avatar—. Deberías llegar a tiempo, de todos modos. Pero yo no me entretendría mucho.
—Bueno —dijo Tersono con aire dubitativo, los campos le parpadeaban—. A menos que el compositor Ziller quiera que me quede, por supuesto.
Todos miraron a Ziller, que seguía mirando la pared de pantallas.
—No —dijo con voz débil al tiempo que agitaba una mano—. Vete. Vete, por supuesto.
—No, creo que debería quedarme —dijo el dron, acercándose flotando al chelgriano.
—Y yo creo que deberías irse —dijo Ziller con aspereza.
El dron se detuvo como si hubiese chocado contra un muro. Su aura destelló con un arco iris cremoso de sorpresa y vergüenza, después se inclinó en el aire y dijo:
—Está bien. Bueno, nos vemos allí. Ah… Sí. Adiós. —Atravesó el aire zumbando hasta las puertas, las abrió volando y después las cerró a toda prisa, pero sin ruido tras él.
El avatar miró con expresión interrogante al homomdano.
—¿Kabe?
—El viaje instantáneo parece sentarme bien. Será un placer aceptar. —Hizo una pausa y miró a Ziller—. También sería un placer quedarme aquí, Ziller. No tenemos que ver el concierto. Podríamos…
Ziller se levantó de un salto.
—¡Y una mierda! —dijo entre dientes—. ¡Pienso ir! Ese pedazo de vómito con patas no me va dejar fuera de mi propia puta sinfonía. Voy a ir. Voy a ir y voy a dirigir, e incluso pienso quedarme después y estar de cháchara y dejar que me den la tabarra, pero si ese mierdecilla de Tersono, o cualquier otro, intenta presentarme a ese pequeño cabrón de mierda egoísta de Quilan, juro que le arranco la garganta a ese cabeza de bolsa de basura.
El avatar contuvo la mayor parte de una sonrisa. Le brillaban los ojos cuando miró a Kabe.
—Bueno, a mí me parece una postura de lo más razonable, ¿no cree, Kabe?
—Desde luego.
—Voy a vestirme —dijo Ziller alejándose de un salto hacia las puertas del interior—. No tardo nada.
—¡Tendremos que desplazarnos para tener tiempo suficiente! —chilló el avatar.
—¡Bien! —exclamó Ziller.
—Hay una posibilidad en sesen…
—¡Sí, sí, ya lo sé! Habrá que arriesgarse, ¿no?
Kabe miró al sonriente avatar y asintió. El avatar extendió los brazos e hizo una pequeña reverencia. Kabe fingió aplaudir.
~ Te has equivocado.
~ ¿Sobre qué?
~ Al decir que Ziller se rajaría. Va a venir, después de todo.
~ ¿Ah, sí?
Al mismo tiempo que pensaba la pregunta, Quilan comenzó a ser consciente de que a su alrededor la gente empezaba a murmurar y oyó la palabra «Ziller» susurrada unas cuantas veces a medida que se extendía la noticia. El estadio ya casi estaba lleno, un recipiente gigante de zumbidos, sonido, luz, personas y máquinas. El centro bien iluminado, el escenario vacío donde resplandecían los instrumentos, parecía tranquilo y callado, expectante, como el ojo de una tormenta.
Quilan intentó no pensar mucho en nada. Se pasó algún tiempo jugueteando con el campo de aumento incorporado a su asiento, lo ajustó para que la zona del escenario pareciera hincharse frente a él. Cuando estuvo contento con los resultados (como todos los demás salvo los auténticos puristas que rechazaban los campos de aumento) y obtuvo lo que parecía un asiento de primera fila, volvió a acomodarse.
~ ¿Viene de camino, seguro?
~ Ya está aquí, se ha desplazado.
~ Bueno, yo lo he intentado.
~ Lo más probable es que te estés preocupando sin necesidad. Dudo que aquí vaya a pasar algo tan grave como para que alguien corra un auténtico peligro.
Quilan miró al cielo, sobre el estadio. Probablemente era de color azul o violeta, pero parecía tan negro como la boca de un lobo tras la vaga calima de luces que bordeaban el estadio.
~ Hay varios cientos de miles de trozos de roca y hielo dirigiéndose hacia aquí. Reuniéndose en el cielo sobre este lugar. Yo no estaría tan seguro de que estamos a salvo.
~ Oh, vamos. Ya sabes cómo son. Seguro que tienen copias de seguridad de las copias de seguridad y un factor de redundancia óctuple, una seguridad que llega a la paranoia.
~ Ya veremos. Se me ha ocurrido otra cosa.
~ ¿Qué?
~ Supongamos que nuestros aliados, sean quienes sean, han hecho sus propios planes para lo que va a pasar de verdad cuando disparen su sorpresita.
~ Continúa.
~ Por lo que he entendido, no hay límite a lo que se puede meter por la boca del agujero de gusano. Supongamos que en lugar de energía suficiente para destruir al Centro, meten la suficiente para aniquilarlo, ¿supongamos que disparan una masa equivalente de antimateria por el agujero? ¿Cuánto pesa la unidad del Centro?
~ Más o menos un millón de toneladas.
~ Una explosión de materia/antimateria de dos millones de toneladas mataría a todo el mundo en el orbital, ¿no?
~ Supongo que sí. ¿Pero por qué iban a querer nuestros aliados, sean quienes sean, como tú dices, matar a todo el mundo?
~ No lo sé. El caso es que sería posible. Tú y yo no tenemos ni idea de qué es lo que han acordado nuestros jefes y por lo que nos han dicho, quizá también los han engañado a ellos. Estamos a merced de esos aliados alienígenas.
~ Te preocupas demasiado, Quil.
Quilan observó a la orquesta, que comenzaba a ocupar el escenario. El aire se llenó de aplausos. No era toda la orquesta y Ziller todavía tardaría en aparecer porque la primera obra no era suya; en cualquier caso, el recibimiento fue tumultuoso.
~ Quizá. Supongo que tampoco importa mucho, de todos modos. Ya no.
Vio que el homomdano Kabe Ischloear y el dron E. H. Tersono aparecían por el acceso más cercano cuando las luces comenzaban a apagarse. Kabe lo saludó con la mano y Quilan le devolvió el saludo.
¡Tersono! ¡Vamos a volar el Centro!
Las palabras se formaron en su mente. Pensó ponerse en pie y gritarlas.
Pero no lo hizo.
~ No he intervenido. En realidad no pensabas hacerlo.
~ ¿En serio?
~ En serio.
~ Fascinante. Todos los filósofos deberían experimentar esto, ¿no te parece, Huyler?
~ Tranquilo, hijo, tranquilo.
Kabe y Tersono se reunieron con el chelgriano. Ambos notaron que estaba llorando en silencio, pero les pareció más cortés no decir nada.
La música resonó por el auditorio, una inmensa claqueta invisible en la campana invertida del estadio. Las luces del recinto se habían hundido en la oscuridad, el espectáculo de luces de los cielos parpadeó, fluyó y destelló.
Quilan se había perdido las nubes de nácar. Vio las auroras boreales, los láseres, las capas inducidas y los niveles de nubes, los destellos de los primeros meteoritos, las líneas estroboscópicas que eclosionaban en el cielo a medida que lo iban cruzando. Los cielos distantes que rodeaban el estadio, sobre las praderas que rodeaban el lago, chispeando con rayos silenciosos y horizontales que saltaban disparados entre las nubes en rayas, barras y capas de luz blanca azulada.
La música se fue acumulando. Quilan se dio cuenta de que cada pieza iba contribuyendo poco a poco al todo. No sabía si era idea del Centro o de Ziller pero la velada entera, todo el programa del concierto, se había diseñado alrededor de la sinfonía final. La mitad de las piezas cortas anteriores eran obra de Ziller, la otra mitad de otros compositores. Se iban alternando y pronto quedó claro que los estilos también eran muy diferentes, mientras que las filosofías musicales que se ocultaban detrás de las dos facetas rivales eran muy distintas, hasta el punto de la antipatía.
Las cortas pausas que había entre cada pieza, durante las que la orquesta aumentaba y disminuía según los requerimientos de cada obra, permitieron que quedara el tiempo suficiente para que la estructura estratégica de la velada llegara poco a poco al público. De hecho, se podría haber oído la caída de un alfiler cuando los espectadores lo comprendieron.
La velada era la guerra.
Las dos facetas de la música representaban a los protagonistas, la Cultura y los idiranos. Cada par de obras opuestas representaba una de las muchas escaramuzas pequeñas, pero cada vez más amargas y de gran alcance que habían tenido lugar, por lo general entre fuerzas que actuaban por poderes por cada lado, durante las décadas previas al estallido de la guerra en sí. La duración de las obras fue aumentando así como la sensación de hostilidad mutua.
Quilan se encontró comprobando la historia de la guerra Idirana para confirmar que lo que parecía que debía de ser el último par de piezas preliminares, lo era en realidad.
La música acabó. Los aplausos eran apenas audibles, como si todo el mundo se limitara a esperar. La orquesta entera llenó el escenario central. Los bailarines, la mayor parte con arneses de flotación, se distribuyeron por el espacio que rodeaba el escenario formando una semiesfera. Ziller ocupó su sitio en el centro del escenario circular, rodeado por el brillo trémulo de un campo de proyección. El aplauso se alzó de repente y murió con la misma rapidez. La orquesta y Ziller compartieron un momento mutuo de silencio y serenidad.
En los cielos, la capa que cubría el cielo se apagó con un parpadeo y allí arriba, (cerca de un borde del margen del estadio), fue como si la primera nova, Portisia, acabara de aparecer detrás de una nube.
La sinfonía La luz que expira comenzó con un susurro que fue creciendo e hinchándose hasta que explotó en un único estallido discordante y arrojado de música; una mezcla de acordes y puro ruido que tuvo su eco en el cielo con un espeluznante estallido de aire brillante, cuando un inmenso meteorito se hundió en la atmósfera justo encima del estadio y explotó. Su sonido estridente, asombroso, aterrador, desgarrador, llegó de repente entre el sosiego hipnótico de la música, haciendo que todo el mundo (al menos todo el mundo del que era consciente Quilan, incluyéndose él mismo) diera un salto.
La oleada del trueno recorrió el gran anfiteatro del cielo que rodeaba el lago y el estadio que tenía en el centro. Los rayos golpeaban la tierra y abrían con una lanza el suelo distante. En el cielo eclosionaron escuadrones y flotas de estelas de meteoritos disparados mientras los pliegues de las auroras y los efectos que cubrían todo el cielo, y cuyo origen era difícil adivinar, llenaban la mente y golpeaban el ojo, al tiempo que la música azotaba el oído.
Varios visuales de la guerra y otras imágenes más abstractas llenaron el aire justo encima del escenario y los cuerpos de los bailarines, que giraban, caían y se entrelazaban.
Muy cerca del centro furioso de la obra, mientras el trueno tocaba un bajo y la música rodaba sobre él y por todo el auditorio como una criatura salvaje, enjaulada y desesperada por escapar, ocho estelas del cielo no terminaron en estallidos de aire ni se desvanecieron, sino que se estrellaron contra el lago, alrededor del estadio, y crearon ocho geiseres altos y repentinos de agua blanca iluminada que surgieron como una explosión de las aguas oscuras y tranquilas, como si ocho inmensos dedos subterráneos hubiera intentado de repente alcanzar el cielo.
Quilan creyó oír chillar a la gente. El estadio entero, el kilómetro entero de diámetro, se agitó y tembló cuando las olas creadas por los estallidos del lago se estrellaron contra el gigantesco navío. La música pareció coger el miedo, el terror y la violencia del momento, y salir corriendo y gritando con ella, arrastrando al público a su paso como un jinete desmontado atrapado por el estribo de una montura aterrorizada.
Una calma terrible se posó sobre Quilan en su asiento, donde se había encogido azotado por la música, asaltado por las oleadas y escarpias de luz. Era como si sus ojos formaran dos túneles en su cráneo y el alma se le fuera cayendo por esa ventana compartida al universo, como si cayera de espaldas sin parar por un pasillo profundo y oscuro mientras el mundo se encogía y se convertía en un círculo pequeño de luz y oscuridad en algún lugar de las sombras que quedaban arriba. Como si se hundiera por un agujero negro, pensó para sí. O quizá fuera Huyler.
Era como si se estuviera cayendo de verdad. Era como si de verdad no pudiera parar. El universo, el mundo, el estadio, le parecían muy lejanos, inalcanzables. Le disgustó un poco pensar que se estaba perdiendo el resto del concierto, la conclusión de la sinfonía. ¿Pero qué precio había pagado por esa claridad y proximidad y dónde se encontraba la relevancia de estar allí y usar o no una pantalla de aumento y amplificación cuando todo lo que había visto hasta ese momento había quedado distorsionado por las lágrimas que le bañaban los ojos y todo lo que había oído lo había ahogado el clamor de la culpa por lo que había hecho, lo que había posibilitado y lo que iba a ocurrir con toda seguridad?
Se lo preguntó mientras caía en esa oscuridad que todo lo rodeaba y el mundo quedaba reducido a un único y no demasiado brillante punto de luz sobre él (no más luminoso que una nova alejada casi mil años enteros), como si lo hubieran drogado. Suponía que todos los habitantes de la Cultura estarían aumentando la experiencia con secreciones glandulares, haciendo que la realidad de la experiencia fuera al mismo tiempo más y menos real.
Aterrizó con un golpe seco. Se sentó y miró a su alrededor.
Vio una luz lejana a un lado. Una vez más, no demasiado brillante. Se puso de pie. El suelo era cálido y con solo un toque de flexibilidad. No olía a nada y no se oía nada salvo su propia respiración y los latidos de su corazón. Levantó la cabeza. Nada.
~ ¿Huyler?
Esperó un momento. Después un momento más.
~ ¿Huyler?
»¿Huyler? —gritó.
Nada.
Permaneció allí y disfrutó del silencio durante un rato, luego se encaminó hacia un fulgor lejano.
La luz procedía de una banda del orbital. Quilan entró en lo que parecía la galería panorámica del Centro. El lugar parecía desierto. El orbital giraba a su alrededor de una forma implícita, sin ningún tipo de prisa. El chelgriano avanzó un poco más, pasó junto a sofás y sillones, hasta que llegó al que estaba ocupado.
El avatar, iluminado por la luz reflejada de la superficie del orbital, levantó la cabeza cuando se acercó Quilan y le dio unos golpecitos al asiento ondulado que tenía junto a él. La criatura estaba vestida con un traje de color gris oscuro.
—Quilan —dijo—. Gracias por venir. Por favor, siéntese. —Los reflejos se deslizaban por su piel plateada, perfecta como luz líquida.
Quilan se sentó. El sillón ondulado era perfecto para él.
—¿Qué estoy haciendo aquí? —preguntó. Su voz le sonó extraña. Entonces se dio cuenta de que no había ecos.
—Pensé que debíamos hablar —dijo el avatar.
—¿Sobre qué?
—Sobre lo que vamos a hacer.
—No lo entiendo.
El avatar levantó un objeto diminuto, parecido a una joya, la sujetaba en una pinza de dedos plateados. El objeto resplandecía como un diamante. En el centro tenía una tara diminuta de oscuridad.
—Mire lo que he encontrado, comandante.
No sabía qué decir. Después de lo que le pareció mucho tiempo, pensó:
~ ¿Huyler?
El momento continuó. El tiempo parecía haberse detenido. El avatar podía seguir sentado, perfecta, total, inhumanamente quieto.
—Había tres —le dijo Quilan.
El avatar esbozó una fría sonrisa, buscó en el bolsillo superior del traje y sacó otras dos joyas iguales.
—Sí, ya lo sé. Gracias.
—Tenía un compañero.
—¿El tío de su cabeza? Eso nos pareció.
—¿Así que he fracasado?
—Sí, pero hay un premio de consolación.
—¿Y cuál es?
—Se lo diré más tarde.
—¿Y ahora qué pasa?
—Escuchamos el final de la sinfonía. —Le tendió una esbelta mano plateada—. Coja mi mano.
Quilan le cogió la mano. Había vuelto al estadio Stullien, pero esa vez estaba por todas partes. Miró hacia abajo y lo vio desde mil ángulos diferentes, se había convertido en el estadio en sí, en sus luces, en sus sonidos, en la propia estructura. Al mismo tiempo podía ver todo lo que rodeaba el estadio, el cielo, el horizonte, todo lo que tenía alrededor. Experimentó un largo instante de vértigo aterrador, un vértigo que parecía empujarlo no hacia abajo, sino en todas direcciones a la vez. Iba a romperse en pedazos, iba a disolverse sin más.
~ Aguante —le dijo la voz hueca del avatar.
~ Eso intento.
La música y las imágenes lo envolvieron, lo abrumaron, lo atravesaron y llenaron de luz. La sinfonía continuó adelante, aproximándose a una secuencia de resoluciones y cadencias que eran un pequeño pero titánico reflejo de toda la obra, del resto del concierto anterior, de la propia guerra.
~ Esas cosas que desplacé, son…
~ Sé lo que son. Ya nos hemos ocupado.
~ Lo siento.
~ Lo sé.
La música se alzó como la magulladura henchida de agua de una explosión subacuática, un instante antes de que el suave oleaje se rompa y brote el chorro de espuma blanca.
Los bailarines se alzaban y caían, giraban, se congregaban, se extendían y encogían. Las imágenes de la guerra cruzaban como luces estroboscópicas sobre el escenario. Los cielos se llenaron de luz, sombras que parpadeaban, pasmosas y breves, borradas casi al instante por la siguiente detonación del inmenso bombardeo de fuego.
Y entonces todo cayó y Quilan sintió que hasta el tiempo mismo se ralentizaba. La música se fue desvaneciendo hasta convertirse en una única línea colgante de dolor intenso, los bailarines yacían como hojas caídas repartidas por el escenario, el holograma que había encima del escenario se desvaneció y la luz pareció evaporarse del cielo, dejando una oscuridad que tiraba de los sentidos, como si el vacío reclamase su alma.
El tiempo se ralentizó todavía más. En el cielo, cerca de la diminuta luz restante que era la nova Portisia, se veía lo que apenas era un simple parpadeo. Y entonces eso también se detuvo, inmóvil, congelado.
El momento que era el «ahora», que durante toda su vida había sido un punto, se convirtió en esa línea, esa larga nota de música y ese susurro de oscuridad que lo arrastraba. Algo extendió un plano desde la línea, un plano que se plegó una y otra vez hasta que de nuevo hubo espacio para la galería panorámica y allí estaba él sentado, sin soltar la mano del avatar plateado.
Quilan miró en su interior y se dio cuenta de que no sentía miedo, ni desesperación, ni pesar.
Cuando habló la criatura, fue como si utilizara su propia voz.
~ Debiste de amarla mucho, Quilan.
~ Por favor, si puedes, si quieres, mira en mi alma.
El avatar lo miró de igual a igual.
~ ¿Estás seguro?
~ Estoy seguro.
Esa larga mirada continuó. Después, la criatura sonrió poco a poco.
~ Muy bien.
Unos momentos después, asintió.
~ Era una persona extraordinaria. Ya veo lo que viste en ella. —El avatar emitió un sonido parecido a un suspiro—. Os hicimos una cosa terrible, ¿verdad?
~ Al final nos la hicimos nosotros, pero sí, lo provocasteis vosotros.
~ Lo que se planteaba era una venganza terrible, Quilan.
~ Creíamos que no teníamos alternativa. Nuestros muertos… bueno, me imagino que lo sabes.
La criatura asintió.
~ Lo sé.
~ Se acabó, ¿verdad?
~ Se han acabado muchas cosas.
~ El sueño que tuve esta mañana…
~ Ah, sí. —El avatar sonrió otra vez—. Bueno, eso pude hacerlo yo jugando con tu cabeza o sencillamente lo hicieron tus remordimientos, ¿no te parece?
Quilan supuso que nunca se lo dirían.
~ ¿Cuánto tiempo hace que lo sabes? —preguntó.
~ Yo lo supe un día antes de que llegaras. No puedo hablar por Circunstancias Especiales.
~ Me dejaste hacer los desplazamientos. ¿No era peligroso?
~ Solo un poco. A estas alturas ya tenía mi copia de seguridad. Hace tiempo que tengo aquí un par de VGS, o por los alrededores, además de la Experimentando una significativa falta de gravedad. Una vez que supimos lo que tramabas, podían protegerme incluso de un ataque como el que preveías. Dejamos que pasara porque nos gustaría saber dónde están los extremos de esos agujeros de gusano. Quizá podrían decirnos algo sobre quiénes eran vuestros misteriosos aliados.
~ A mí también me gustaría saberlo. —Lo pensó un momento—. Bueno, me hubiera gustado.
El avatar frunció el ceño.
~ Lo he comentado con algunos de mis iguales. ¿Quieres que te diga una idea muy fea que se me ha ocurrido?
~ ¿No hay ya suficientes en el mundo?
~ Sin duda. Pero a veces se puede evitar que las ideas feas se conviertan en actos feos exponiéndolas.
~ Si tú lo dices.
~ Uno debería preguntarse siempre quién es el que más gana con esto. Con todo mi respeto, Chel, en este caso, no cuenta.
~ Hay muchos Implicados a los que les gustaría veros sufrir un revés.
~ Puede que alguno lo haga por su cuenta, suelen hacerlo. A la Cultura le han ido muy bien las cosas en los últimos ochocientos años o así. Para los Ancianos eso se pasa en un abrir y cerrar de ojos, pero es mucho tiempo para que un Implicado siga en el juego con tanta determinación como lo hemos hecho nosotros. Pero es posible que nuestro poder haya alcanzado su punto más alto, quizá nos estemos convirtiendo en seres complacientes, incluso decadentes.
~ Esta parece una de esas pausas que tengo que llenar yo. Por cierto, ¿cuánto tiempo tenemos antes de que se prenda la segunda nova?
~ Si estuviéramos en la realidad, medio segundo, más o menos. —El avatar sonrió—. Aquí, muchas vidas. —Apartó la vista y miró la imagen del orbital que pendía en el espacio ante ellos, rotando poco a poco.
»No es imposible que los aliados que han posibilitado todo esto sean, o representen, a un grupo sin escrúpulos de Mentes de la Cultura.
Quilan se quedó mirando a la criatura.
~ ¿Mentes de la Cultura? —preguntó.
~ ¿No es terrible tener que pensar eso? ¿Que los nuestros se vuelvan contra nosotros?
~ ¿Pero porqué?
~ Porque quizá nos estemos ablandando. Por culpa de esa complacencia, de esa decadencia. Porque algunas de nuestras Mentes quizá piensen que necesitamos un poco de sangre y fuego a tiempo, para recordarnos que el universo es un lugar al que no le importa nada y que no tenemos más derecho a disfrutar de nuestro agradable ascendiente que cualquier otro imperio caído y olvidado hace ya mucho tiempo. —El avatar se encogió de hombros—. No pongas esa cara de asustado, Quilan. Podríamos equivocarnos.
El Centro desvió la mirada un momento y luego dijo:
»No ha habido suerte con los agujeros de gusano. —Parecía triste—. Puede que ya nunca lo sepamos. —Se volvió para mirar a Quilan otra vez. Había una expresión de terrible dolor en su rostro—. Has querido morir desde que comprendiste que la habías perdido, desde que te recuperaste de tus heridas, ¿no es cierto, Quilan?
—Sí.
El avatar asintió.
~ Yo también.
Quilan sabía la historia de la gemela y de los mundos que había destruido. Se preguntó, asumiendo que el Centro hubiera dicho la verdad, cuántas vidas de arrepentimiento y dolor por la pérdida se podían vivir en ochocientos años, cuando se podía pensar, experimentar y recordar con la velocidad y facilidad de una Mente.
~ ¿Qué le va a pasar a Chel?
~ Un puñado de individuos, no más, desde luego, puede que paguen con sus vidas. Aparte de eso, nada. —Sacudió la cabeza poco a poco—. No podemos daros esas almas que equilibran la balanza, Quilan. Intentaremos razonar con el Puen-Chelgriano. Para nosotros es un territorio complicado, los sublimados, pero tenemos contactos.
Le sonrió. Quilan vio su propio rostro, amplio y peludo, reflejado en los rasgos delicados de la imagen.
~ Todavía tenemos una deuda con vosotros por el error que cometimos. Haremos todo lo que podamos para compensarlo. Este intento no nos absuelve. Aquí no se ha saldado nada. —El avatar le apretó la mano. Quilan había olvidado que todavía estaban cogidos de la mano—. Lo siento.
~ El pesar parece ser un producto muy común por aquí, ¿no?
~ Creo que la materia prima es la vida, pero por suerte hay otros derivados.
~ ¿No irás a matarte de verdad?
~ A los dos, Quilan.
~ ¿De verdad vas a…?
~ Estoy cansado, Quilan. Hace años, décadas, siglos, que espero que estos recuerdos pierdan su fuerza, pero no lo han hecho. Hay sitios a los que ir, pero o bien no sería yo cuando fuera allí o seguiría siendo yo y por tanto todavía tendría mis recuerdos. Llevo tanto tiempo esperando que disminuyan que me he convertido en ellos y ellos en mí. Nos hemos convertido en uno solo. No hay vuelta atrás que me parezca que merece la pena.
El avatar le sonrió con pesar y le volvió a apretar la mano.
»Lo voy a dejar todo en perfecto estado, funcionando y en buenas manos. Será una transición más o menos tranquila y no va a sufrir ni morir nadie.
~ ¿No te echará de menos la gente?
~ Tendrán otro Centro dentro de nada. Estoy seguro de que también se encariñarán con él. Pero espero que me echen un poco de menos. Espero que piensen bien de mí.
~ ¿Y tú serás feliz?
~ No seré feliz ni infeliz. No seré. Y tú tampoco.
El avatar se giró un poco más hacia él y le tendió la otra mano.
»¿Estás listo, Quilan? ¿Quieres ser mi gemelo en esto?
El chelgriano le cogió la otra mano.
~ Si tú quieres ser mi compañera.
El avatar cerró los ojos.
El tiempo pareció expandirse y explotar alrededor de Quilan.
Su último pensamiento fue que se le había olvidado preguntar qué le había pasado a Huyler.
La luz brilló en el cielo sobre el estadio.
Kabe, perdido en el silencio y la oscuridad, observó la luz de la estrella llamada Junce cuando parpadeó y luego resplandeció bastante cerca de la anterior nova, Portisia, que comenzaba a desvanecerse. La nueva casi ahogó a la antigua.
A su lado, Quilan, que llevaba un rato muy quieto y callado, se desplomó de repente hacia delante en el colchón ondulado y se derrumbó en el suelo antes de que Kabe pudiera cogerlo.
—¿Qué? —oyó chillar a Tersono.
El aplauso estaba comenzando.
El aliento brotó de la boca del chelgriano y luego se quedó muy quieto.
Los ruidos de conmoción y consternación comenzaron a acumularse alrededor de Kabe y (cuando se agachó para intentar revivir a la criatura alienígena muerta) otra luz brillante, muy brillante, resplandeció en el cielo, justo, exactamente encima de sus cabezas.
Llamó al Centro para pedirle ayuda, pero no hubo respuesta.