—Casi había olvidado la existencia de este lugar.
Kabe miró al avatar de piel plateada.
—¿En serio?
—En doscientos años, apenas ha ocurrido nada aquí, excepto una lenta decadencia.
—¿Y eso mismo no podría decirse de todo el orbital? —preguntó Ziller, con un tono de falsa inocencia.
El avatar fingió sentirse herido por sus palabras.
El antiguo teleférico chirriaba en torno a ellos mientras avanzaba entre balanceos desde una torre alta. Rugía y chirriaba al atravesar un sistema de puntos altos suspendidos de un aro alrededor de la cima de la torre, y se hilvanaba en otro cable hacia una torre más lejana, situada sobre una pequeña colina de la maltrecha llanura.
—¿Olvidas algo alguna vez, Centro? —preguntó Kabe al avatar.
—Solo si decido hacerlo —respondió este, con su profunda voz. Se encontraba medio sentado, medio tumbado sobre uno de los asientos rojos acolchados, con los pies levantados y apoyados sobre la barandilla que separaba el compartimento trasero de pasajeros del panel de control del piloto, donde se hallaba Ziller, contemplando los distintos instrumentos, nivelando palancas y manejando una serie de cuerdas que salían de una hendidura del suelo del teleférico y se ataban en unos listones de la mampara delantera.
—¿Y lo has decidido alguna vez? —preguntó Kabe, que estaba agachado sobre sus tres piernas, dado el escaso espacio del que disponía en aquella cabina. El teleférico estaba diseñado para transportar una docena de pasajeros y dos pilotos.
—No, que yo recuerde —repuso el avatar, tras reflexionar unos instantes con el ceño fruncido.
—Entonces, ¿puedes elegir olvidar algo, y luego olvidar que lo has olvidado? —dijo Kabe, riendo.
—Sí, pero entonces tendría que olvidar el haberme olvidado del olvido original.
—Supongo que sí.
—Esta conversación, ¿va a alguna parte? —gritó Ziller, por encima de su hombro.
—No —contestó el avatar—. Es como este viaje; a la deriva.
—No vamos a la deriva —observó Ziller—. Estamos explorando.
—Ustedes tal vez —dijo el avatar—. Yo no. Puedo ver exactamente donde estamos desde la central. ¿Qué es lo que quieren ver? Yo les puedo proporcionar mapas detallados del lugar que deseen.
—El espíritu aventurero y de exploración es evidentemente ajeno a su alma computerizada —le respondió Ziller.
El avatar dio un capirotazo a una mota de polvo de una de sus botas.
—¿Tengo alma? ¿Se supone que eso era un cumplido?
—Claro que no tienes alma —dijo Ziller, tirando de una cuerda con todas sus fuerzas y desatándola. El teleférico aumentó su velocidad, balanceándose suavemente mientras atravesaba la llanura de matorrales. Kabe contempló la sombra que proyectaba el vehículo al ondularse sobre el suelo de color rojo y arena. El oscuro perfil del vehículo se deslizaba y se alargaba mientras cruzaban el lecho seco y trenzado de gravilla de un río. Una ráfaga de viento levantó varios remolinos de polvo y golpeó la cabina, inclinándola ligeramente y provocando el repiqueteo de los cristales de las ventanas en sus marcos de madera.
—Bien —prosiguió el avatar—. Porque no creo que haya tenido nunca un alma y, de ser así, debo de haberlo olvidado.
—Claro —repuso Kabe.
Ziller emitió un suspiro de exasperación.
Los tres estaban en un teleférico propulsado por el viento, cruzando las grietas de Epsizyr, una extensa área semidesértica de la plataforma de Canthropa, casi a un cuarto de la distancia del giro galáctico en el orbital de los hogares de Ziller y Kabe, en Xaravve y Osinorsi, respectivamente. Las grietas eran un sistema de ríos ya secos, de mil kilómetros de ancho y tres veces la misma distancia de largo. Desde el espacio, parecían un millón de hilos grises y ocres lanzados sobre la tierra yerma.
Era raro que las grietas transportasen agua. Sobre la zona caían lluvias ocasionales, pero nunca dejaba de ser semiárida. Cada cien años, aproximadamente, una gran tormenta lograba cruzar los Canthrops, la cordillera de montañas situada entre las llanuras y el océano Calcedónico, que ocupaba toda la superficie de la plataforma en la dirección del giro galáctico, y solo entonces el sistema de ríos hacía honor a su nombre, transportando el agua de lluvia desde las montañas hasta las ollas de Epsizyr, que se llenaban y rielaban durante unos días, y sustentaban una mínima profusión de vida animal y vegetal antes de volver secarse en superficies fangosas y saladas.
Las grietas estaban diseñadas para ser así. Masaq se había modelado y planeado con la misma minuciosidad que cualquier otro orbital, pero siempre se había previsto como un mundo grande y lleno de diversidad. Contenía casi cualquier forma geográfica posible, dada su aparente gravedad y su atmósfera adecuada para los humanos, y gran parte de dicha geografía también era apta para ellos, pero no era habitual que un Centro de orbital que se preciase estuviera contento sin un mínimo de zona desértica a su alrededor. Los humanos solían quejarse al cabo del tiempo.
Llenar cada rincón de todas y cada una de las plataformas con pequeñas colinas y limpios arroyos, o incluso espectaculares montañas y extensos océanos no era un hecho considerado producente para la creación de un medio ambiente equilibrado para un orbital. También debía haber pasajes inhóspitos.
Las grietas de Epsizyr solo formaban una parte de los cientos de tipos de páramos desérticos esparcidos por Masaq. Eran áridas y sufrían la sacudida de fuertes vientos y, pese a todo, eran de las zonas agrestes más acogedoras. La gente siempre iba a las grietas, a pasear, a acampar bajo la luz de las estrellas y del lado lejano, y a sentirse apartada de todo durante un tiempo. Y, aunque algunos intentaron vivir allí, casi nadie se había quedado más de algunos cientos de días.
Kabe miraba al exterior, por encima de la cabeza de Ziller, a través del parabrisas frontal del teleférico. Desde la torre alta del punto de partida los cables se extendían en seis direcciones distintas, junto a líneas de mástiles que desaparecían a lo lejos, algunos en línea recta, otros en suaves curvas. Al contemplar el árido paisaje que los rodeaba, Kabe vio las torres, todas de una altura de entre veinte y sesenta metros, y con forma de ele invertida. Estaban en todas partes. Comprendió por qué a las grietas de Epsizyr también se las conocía como la Tierra de las Torres.
—¿Por qué se construyó originalmente el sistema? —preguntó.
Había estado interrogando al avatar sobre el sistema de teleféricos hasta que la criatura comentó su casi olvido de la existencia de aquel lugar.
—Fue obra de un hombre llamado Bregan Latry —contestó el avatar, estirándose sobre su asiento y entrelazando las manos detrás de la cabeza—. Hace mil cien años se le metió en la cabeza que lo que realmente necesitaba este lugar era un sistema de teleféricos propulsados por aire.
—Pero, ¿por qué? —preguntó Kabe.
—Ni idea. —El avatar se encogió de hombros—. Aquello ocurrió antes de mi vigilancia, no lo olvide; en los tiempos de mi predecesor, el que se sublimó.
—¿Quieres decir que no heredaste ningún archivo suyo? —preguntó Ziller, incrédulo.
—No sea ridículo. Claro que heredé una gran serie de archivos y registros. —El avatar miró hacia arriba y negó con la cabeza—. En realidad, mirando atrás, es como si yo hubiera estado aquí. —Se encogió de hombros—. Pero no hay ningún registro que revele por qué exactamente Bregan Latry decidió cubrir las grietas de torres.
—¿Solo pensó que esto debía ser… así?
—Aparentemente, sí.
—Una idea fantástica —observó Ziller. Tiró de una cuerda, tensando una de las velas que colgaban por debajo del teleférico, con el consecuente chirrido de ruedas y poleas.
—¿Y tu predecesor lo construyó para él? —preguntó Kabe.
El avatar emitió un gruñido burlón.
—Por supuesto que no. Este lugar se diseñó como zona inhóspita. No había razón para empezar a llenarla de cables. No. Le dijo que lo hiciera él mismo.
Kabe echó un vistazo por el nebuloso horizonte. Desde allí, se veían cientos de torres.
—¿Y lo construyó todo él solo?
—Según se mire —contestó el avatar, sin dejar de mirar al techo, que estaba decorado con pinturas de antiguas escenas de la vida rústica—. Solicitó capacidad de producción y tiempo de planificación y diseño, y encontró a una aeronave inteligente que también pensaba que resultaría divertido llenar las grietas de torres. Diseñó los teleféricos y las torres, los mandó fabricar y luego, con la ayuda de la aeronave y de alguna otra gente que le apoyaba en el proyecto, empezó a erigir las torres y a unirlas mediante los cableados.
—¿Y nadie puso ninguna objeción?
—Lo mantuvo casi en secreto durante bastante tiempo, pero sí, la gente se quejó.
—Siempre hay críticas —murmuró Ziller. Estaba estudiando un mapa con la ayuda de un cristal de aumento.
—Pero le permitieron continuar…
—Por supuesto que no —repuso el avatar—. Empezaron a derribar las torres. A algunos les gustan las zonas desérticas tal y como son.
—Pero, obviamente, el señor Latry persistió —observó Kabe, mirando de nuevo a su alrededor. Se estaban acercando al mástil de la colina. El suelo se elevaba hacia las velas más bajas del teleférico y su sombra se acercaba más y más a ellos.
—Siguió construyendo las torres, y la aeronave y sus amigos siguieron levantándolas. Y los conservacionistas —el avatar se volvió y miró a Kabe—, tenían un nombre en aquella época, que siempre es mala señal, siguieron derribándolas. Se empezó a unir gente a ambos bandos, hasta que la zona bullía de montones de personas erigiendo torres y colgando cables, seguidas rápidamente por otras que lo tiraban todo abajo y se lo llevaban arrastras.
—¿No se convocó ninguna votación? —Kabe sabía que así era como las disputas solían desenvolverse en la Cultura.
—Sí que votaron, sí —dijo el avatar.
—Y ganó el señor Latry…
—No. Perdió.
—Entonces, ¿cómo…?
—En realidad, se hicieron muchas votaciones. Fue una de aquellas extensas campañas en las que había que votar quién tendría el derecho al voto; solo gente que hubiera visitado las grietas; gente que viviese en Canthropa; toda la población de Masaq…
—Y perdió el señor Latry.
—Perdió en la primera votación, por la que los aptos para votar quedaron restringidos a quienes hubieran visitado previamente las grietas… ¿Creerán que surgió una propuesta que consistía en que cada voto tuviera un peso proporcional a las veces que el votante hubiera estado aquí, y otra de otorgarles un voto por cada día de visita? —El avatar negó con la cabeza—. Créanme, la democracia en acción puede resultar decepcionante. Bien, pues perdió esa primera votación y, en teoría, mi predecesor recibió la orden de detener la producción. Pero entonces, la gente a la que se prohibió el voto formuló una queja y hubo otra votación, entre toda la población de la plataforma, sumada a la de los que habían estado en las grietas.
—Y esa, la ganó.
—No. También la perdió. Los conservacionistas tenían muy buenas relaciones públicas. Mejor que los torristas.
—Ah, ¿también tenían nombre en aquella época? —preguntó Kabe.
—Por supuesto.
—Esta no será otra de esas estúpidas disputas locales que terminaron sometidas a votación en toda la Cultura, ¿verdad? —dijo Ziller, sin dejar de estudiar minuciosamente el mapa. Levantó brevemente la vista hacia el avatar—. Quiero decir, que eso, en realidad, no ocurre, ¿no? —preguntó.
—En realidad, sí ocurre —respondió el avatar. Su voz sonó especialmente profunda—. Más a menudo de lo que parece. Pero no, en aquel caso, la querella nunca salió de la jurisdicción de Masaq. —El avatar frunció el ceño, como si hubiera encontrado algo que objetar a la pintura del techo—. Ah, Ziller, por cierto, cuidado con esa torre.
—¿Qué? —preguntó el chelgriano, levantando la mirada. La torre de la colina se encontraba tan solo a cinco metros de distancia—. ¡Oh, mierda! —Ziller dejó el mapa y el cristal de aumento y tomó rápidamente los mandos para controlar los volantes superiores del teleférico.
Se oyó un chirrido metálico por encima del techo; la torre pasó rozando el lateral derecho del teleférico, y sus vigas de metalespuma rayadas de deposiciones de aves y punteadas de liquen. La cabina sufrió una sacudida y se inclinó sobre la primera serie de puntos mientras Ziller aflojaba las cuerdas, dejando aletear las velas a su libre albedrío. El teleférico se encontraba ahora sobre una especie de anillo situado encima de la cima de la torre, desde donde partían las otras rutas de cables; un conjunto de veletas en la cumbre impulsaba una cadena de accionamiento fijada al anillo, ayudando así al desplazamiento del teleférico.
Ziller vio un par de placas metálicas colgantes; con unos grandes números inscritos con pintura desconchada. En la tercera placa, accionó una de las palancas de dirección hacia delante; los volantes superiores de la cabina se reconectaron y, con un chirrido metálico y una sacudida repentina, el vehículo se deslizó hacia el cable apropiado, descendiendo solo con ayuda de la gravedad al principio, hasta que Ziller agarró las cuerdas y reconfiguró las velas para controlar el teleférico y desplazarlo por un cable que llevaba a otra colina lejana.
—Allí —dijo Ziller.
—Pero, al final, el señor Latry se salió con la suya —prosiguió Kabe—. Eso está claro.
—Está claro —coincidió el avatar—. Al final, consiguió una cantidad suficiente de gente entusiasmada con todo ese ridículo esquema. Finalmente, todo el orbital participó en la votación. Los conservacionistas se conformaron con su palabra de que no corrompería otra zona natural, aunque tampoco se había demostrado que tuviera intenciones de hacerlo.
»Entonces, siguió adelante, plantó las torres, tejió la red de cables y fabricó teleféricos a su antojo. Muchos le ayudaron, tuvo que formar equipos separados, con un par de aeronaves cada uno, y algunos fueron a su aire, aunque la mayoría trabajó según el proyecto general desarrollado por Latry.
»Las únicas interrupciones tuvieron lugar durante la guerra Idirana y, cuando yo ya ejercía, durante la crisis Shaladiana, momento en que tuve que redestinar los excedentes de producción a la construcción de naves y de equipamiento militar. Incluso entonces siguió construyendo torres y extendiendo cables, utilizando maquinaria casera que habían construido algunos entusiastas del proyecto. Para cuando hubo terminado, seiscientos años después de haber empezado, cubrió la mayor parte de las grietas con torres. Y por eso, este lugar se conoce como la Tierra de las Torres.
—Son tres millones de kilómetros cuadrados —observó Ziller, que había retomado el mapa y el cristal de aumento, y con ellos, el estudio detallado de uno con el otro.
—Casi —respondió el avatar, descruzando y volviendo a cruzar las piernas—. Conté el número de torres una vez, y sumé el kilometraje de cable.
—¿Y? —preguntó Kabe.
—Eran números muy elevados, pero no tenían ningún otro interés. Si quiere, los buscaré, pero…
—No —dijo Kabe—. Por mí, no te molestes.
—Entonces, ¿el señor Latry murió habiendo completado el trabajo de su vida? —preguntó Ziller. En aquellos momentos, estaba mirando por una de las ventanillas laterales, mientras se rascaba la cabeza. Levantó el mapa, lo giró hacia un lado, y luego hacia el otro.
—No —contestó el avatar—. El señor Latry no era de los que morían por la causa. Estuvo algunos años recorriendo la zona, él solo, pero al final se aburrió. Hizo varios cruceros interestelares y terminó instalándose en un orbital llamado Quyeela, a sesenta mil años de distancia de aquí. Ni ha regresado, ni tan siquiera ha preguntado por el sistema de teleféricos, que se sepa, durante más de un siglo. Lo último que oí fue que intentaba persuadir a un grupo de VGS para participaren un esquema de inducción de patrones de puntos solares en su estrella local, de manera que formasen nombres o lemas escritos.
—Bien —dijo Ziller, consultando de nuevo el mapa—. Dicen que es bueno tener un pasatiempo.
—Por el momento, el suyo parece consistir en mantenerse a unos dos millones de kilómetros del comandante Quilan —observó el avatar.
—Cielos… —Ziller levantó la vista—. ¿Tan lejos estamos de casa?
—Tan lejos, sí.
—¿Y cómo se encuentra nuestro emisario? ¿Está disfrutando de su estancia? ¿Se ha instalado ya en su nuevo alojamiento? ¿Ha mandado alguna postal a casa?
Ya habían transcurrido seis días desde la llegada de Quilan en La resistencia fortalece el carácter. Al comandante le había gustado su alojamiento en la ciudad de Yorle, situada en la plataforma del mismo nombre, que se encontraba a dos plataformas, o dos continentes, de distancia de la ciudad de Aquime, lugar de residencia de Ziller. El comandante había visitado Aquime un par de veces desde entonces, una de ellas acompañado por Kabe, y la otra él solo. En ambas ocasiones había anunciado sus intenciones y había pedido al Centro que se lo comunicase a Ziller. Pero, en cualquier caso, este no pasaba mucho tiempo en casa, ya que se dedicaba a visitar partes del orbital que aún no conocía o, como aquel día, lugares en los que ya había estado.
—Está completamente instalado —repuso el Centro, a través del avatar—. ¿Desea que le comunique que ha preguntado por él?
—No es necesario. No vaya a ponerse demasiado nervioso. —Ziller miró a través de las ventanillas laterales mientras el teleférico se inclinaba por una ráfaga de viento y, tras ello, sin dejar de traquetear y chirriar, aumentaba la velocidad por el cable monofilamentoso—. Me sorprende que no esté con él, Kabe —añadió Ziller, mirando al homomdano—. Creía que la idea era que fueran juntos de la mano durante toda su estancia.
—El comandante espera que pueda convencerlo a usted de concederle una audiencia —dijo Kabe—. Naturalmente, no podría hacerlo si no me moviera de su lado.
Ziller miró fijamente a Kabe por encima del mapa.
—Dígame, Kabe, ¿es una intención completamente honesta por parte de él, o simplemente se trata de esa ingenuidad de la que usted siempre hace gala?
Kabe se echó a reír.
—Un poco de cada, supongo —afirmó.
Ziller negó con la cabeza y dio unos golpecitos al mapa con el cristal de aumento.
—¿Puede explicarme qué significan todas estas líneas entramadas en rosa y rojo? —preguntó.
—Las líneas rosas son consideradas poco seguras —respondió el avatar—. Y las rojas son las que se han caído.
Ziller levantó el mapa y se lo mostró al avatar.
—¿Quieres decir que estos tramos no pueden ser utilizados?
—No en un teleférico —aseguró el avatar.
—¿Habéis dejado que se caigan todas? —preguntó Ziller, mirando de nuevo el mapa y con un tono que a Kabe le pareció algo molesto. El avatar se encogió de hombros.
—Como ya he dicho, al principio no eran responsabilidad mía —repuso—. No tengo nada que ver en sus caídas o en sus recorridos, a menos que elija adoptarlos como parte de mi infraestructura. Y, dado que apenas nadie los utiliza estos días, no voy a hacerlo. De todas formas, en cierto modo me gusta su decadencia gradual entrópica.
—Pensaba que este pueblo construía cosas duraderas —observó Kabe.
—Oh —dijo el avatar—, si yo hubiera construido las torres, las habría anclado al material de base. Esa es la principal razón por la que los cables se han desplomado o resultan inseguros; las torres se han derribado en inundaciones. No tenían cimientos en el sustrato, sino en la geocapa, y tampoco eran muy profundos. Después de un superciclón y un temporal llega una inundación y las torres se caen en masa. Además, el monofilamento es tan fuerte que puede arrastrar varios tramos cuando el agua se lleva consigo un par de torres. No pusieron suficientes frenos de seguridad en los cables. Hubo cuatro grandes tormentas desde que se terminó la construcción del sistema. Me sorprende que no haya habido aún más daños.
—En cualquier caso, me parece una lástima que hayan dejado que se deteriore de tal forma —observó Kabe.
—¿De verdad piensa eso? —preguntó el avatar, mirándole a los ojos—. Pensaba que había algo romántico en esta lenta decadencia. Me parecía apropiado que una obra de artificio tan referencial fuera esculpida en desgaste por las fuerzas de la naturaleza.
Kabe meditó sobre aquellas palabras.
Ziller estudiaba de nuevo el mapa.
—¿Y las líneas azules? —preguntó.
—¡Ah! —contestó el avatar—. Esas podrían ser inseguras.
El semblante de Ziller se tornó en una expresión de consternación. Levantó el mapa.
—¡Pero nosotros estamos en una línea azul! —exclamó.
—Sí —repuso el avatar, mirando a través de los paneles translúcidos en el centro de la pintura rústica, donde las guías y los volantes del teleférico debían estar deslizándose colgados del cable.
—Mmm —dijo.
Ziller dejó el mapa a un lado, arrugándolo.
—Centro —dijo—, ¿nos encontramos en peligro?
—En realidad, no. Hay sistemas de seguridad. Además, si hubiera algún problema y nos cayésemos del cable, podría descargar una plataforma antigravitatoria antes de haber descendido poco más de unos metros. Así, mientras yo esté bien, todos lo estamos.
Ziller miró con suspicacia a la criatura de piel plateada, tumbada en el sofá, antes de regresar a su mapa.
—¿Ya hemos concretado un local para la primera representación de mi sinfonía? —preguntó, sin levantar la vista.
—Había pensado en el Bol Estuliano, en Guerno —respondió el avatar.
Ziller lo miró. A Kabe le pareció entre sorprendido y complacido.
—¿De verdad? —preguntó el compositor.
—Creo que no hay muchas más alternativas —añadió el avatar—. Ha suscitado mucho interés. Necesitamos un local con capacidad para mucha gente.
Ziller esbozó una amplia sonrisa. Parecía que quería decir algo, pero se limitó a seguir sonriendo, casi con timidez, y volvió a enterrar la cabeza en el mapa.
—Ah, Ziller —prosiguió el avatar—, el comandante Quilan me ha pedido que le pregunte si le importaría que se trasladase a la ciudad de Aquime.
—¿Cómo? —siseó Ziller, dejando el mapa.
—Yorle está muy bien, pero es muy distinta de Aquime —dijo el avatar—. Hace calor, incluso en esta época del año. Quiere experimentar las mismas condiciones que usted, allí en el macizo.
—Pues que lo manden a la cima de una de las sierras Mamparas —espetó Ziller, volviendo a coger el cristal de aumento.
—¿Le importaría? —preguntó el avatar—. De todas formas, usted apenas está en casa últimamente.
—Sí, pero sigue siendo el lugar donde me gusta dormir por las noches —respondió Ziller—. Así que, sí. Me importaría.
—Entonces, ¿le digo que prefiere que no se traslade aquí?
—Eso es.
—¿Está seguro? Tampoco quería mudarse justo al lado. Buscaba algún lugar en el centro de la ciudad.
—Sigue siendo demasiado cerca.
—Centro… —empezó Kabe.
—Mmm —prosiguió el avatar—. Dijo que no tendría inconveniente en informarlo de su ubicación, para que usted no tropezase por…
—¡Oh, joder, vamos! —Ziller lanzó el mapa al suelo y guardó el cristal de aumento en uno de sus bolsillos—. ¡Que no quiero a ese tipo aquí! ¡Que no lo quiero cerca de mí, ni quiero reunirme con él! ¡Y estoy harto de que me digan que, aunque quiera, no puedo alejarme de ese hijo de puta!
—Querido Ziller —empezó Kabe, pero luego se detuvo. Estoy empezando a hablar como Tersono, pensó.
El avatar bajó los pies del asiento y se sentó.
—Nadie le está obligando a reunirse con él, Ziller.
—Sí, pero tampoco me dejan alejarme de él tanto como quisiera.
—Ahora está muy lejos de él —apuntó Kabe.
—¿Y cuánto tiempo nos ha costado llegar hasta aquí? —preguntó Ziller. Habían llegado por la mañana en un transporte de subplataforma; y habían tardado poco más de una hora.
—Mmm… bueno…
—¡Soy prácticamente un prisionero! —exclamó Ziller, extendiendo los brazos.
—Eso no es cierto —repuso el avatar, con una extraña mueca en el rostro.
—¡Pues como si lo fuera! No he podido escribir una sola nota desde que ese cabrón dio señales de vida.
El avatar se irguió, con expresión de alarma.
—Pero ha terminado la…
Ziller hizo un gesto de exasperación con una mano.
—Sí, está terminada —contestó—. Pero normalmente me relajo con piezas cortas cuando termino una tan larga y, esta vez, no he podido. Estoy como estreñido.
—Bueno —dijo Kabe—, si realmente se siente forzado a contactar con Quilan, ¿por qué no lo hace y se quita el peso de encima?
El avatar soltó un gruñido y se acomodó de nuevo en su asiento.
Ziller miraba fijamente a Kabe.
—Ah, ¿es eso? —preguntó—. ¿Ese es el poder argumental que utiliza para convencerme de que me reúna con ese mierda?
—Por su tono de voz —repuso Kabe—, deduzco que no lo he conseguido.
—Persuasión —dijo Ziller, negando con la cabeza—. Lo razonable. ¿Me importaría? ¿Me preocupa? ¿Me sentiría insultado? Puedo hacer lo que me venga en gana, pero él también. —El compositor señaló enfurecido al avatar—. Vosotros, todos, sois tan educados que todavía es más insoportable que recibir un insulto directamente. Todas vuestras palabras comedidas y amables y llenas de mierda. Todo ese bailoteo a mi alrededor sin querer molestar pero molestando. —Balanceó los brazos mientras elevaba la voz hasta gritar—. ¡Detesto esta retahíla de putos buenos modales! ¿Es que nadie va a actuar de verdad?
Kabe pensó en decir algo, pero decidió no hacerlo. El avatar parecía algo asombrado. Parpadeó unas cuantas veces y preguntó:
—¿Como qué? ¿Preferiría que el comandante lo hiciese llamar y lo retase a un duelo? ¿O se trasladase junto a su casa?
—¡Podríais echarlo de aquí!
—¿Por qué íbamos a hacer algo así?
—¡Porque me está molestando!
El avatar sonrió.
—Ziller… —empezó.
—¡Me siento perseguido! Somos una especie de depredadores. Solo nos escondemos cuando acechamos. No estamos acostumbrados a sentirnos como presas.
—Podría volver a casa —sugirió Kabe.
—¡Me seguiría!
—Podría seguir viajando.
—¿Por qué iba a hacerlo? Me gusta mi apartamento. Me gusta el silencio y me gustan las vistas, incluso me gusta alguna gente. Hay tres salas de conciertos en Aquime con una acústica perfecta. ¿Tengo que marcharme a otro sitio porque Chel manda a este militar para hacer dios sabe qué?
—¿Qué quiere decir con «dios sabe qué»? —preguntó el avatar.
—Quizá no ha venido solo para hablar conmigo y convencerme de regresar con él. Quizá quiere secuestrarme. ¡O matarme!
—Oh, vamos —dijo Kabe.
—El secuestro es imposible —dijo el Centro—, a menos que haya traído consigo una flota de aeronaves que se me haya pasado por alto. —El avatar negó con la cabeza—. El asesinato es casi imposible. —Frunció el ceño—. El intento de asesinato siempre es posible, imagino, pero, si le preocupase, podría asegurarme de que en el momento y en el lugar de su reunión hubiese algunos drones de combate y cuchillos misil, y toda esa clase de defensa a su alrededor. Y, evidentemente, siempre se podría transferir su personalidad.
—No voy a necesitar drones de combate, ni cuchillos misil, ni copias de seguridad —respondió Ziller, pausadamente—, porque no pienso reunirme con él.
—Pero le preocupa el hecho de que esté aquí —dijo Kabe.
—Ah, ¿se me nota? —gruñó Ziller.
—Bien, pues asumiendo que él no se aburra y se marche —insistió Kabe—, tal vez sería mejor que aceptase encontrarse con él y quitarse el peso de encima.
—¿Dejará de intentar «quitarme el peso de encima» de una buena vez? —gritó Ziller.
—Hablando de no poder deshacerse de la gente —dijo el avatar, con firmeza—, E. H. Tersono ha descubierto nuestro paradero y quiere hacernos una visita.
—¡Ja! —exclamó Ziller, volviéndose a mirar de nuevo a través del parabrisas—. Tampoco hay forma de quitarse de encima a esa maldita máquina.
—Sus intenciones son buenas —observó Kabe.
Ziller miró a su alrededor, con expresión de genuina sorpresa.
—Ah, ¿sí?
Kabe suspiró.
—¿Está Tersono cerca de aquí? —preguntó al avatar.
—Sí —repuso este—. Ya está de camino. A unos diez minutos. Está volando desde el túnel más próximo.
Algo más que el terreno hacía de las grietas un yermo; solo había unos cuantos puntos de acceso a la plataforma y estaban todos fuera de aquella zona, así que para adentrarse en las tierras áridas sin perder cierto ritmo había que utilizar el teleférico o ir volando.
—¿Qué quiere? —Ziller comprobó el indicador de viento, después soltó dos cuerdas y tensó otra, sin que pareciera surtir mucho efecto.
—Es una visita social, según dice —le dijo el avatar.
Ziller dio unos golpecitos en los balancines circulares de un cuadrante.
—¿Estás seguro de que esta brújula funciona?
—¿Acaso me está acusando de no tener un campo magnético viable? —preguntó el Centro.
—Te estaba preguntando si este trasto funciona. —Ziller dio unos cuantos golpecitos más en el instrumento.
—Debería —dijo el avatar mientras entrelazaba las manos detrás de la cabeza—. Una forma muy ineficaz de determinar la dirección, sin embargo.
—Quiero ponerme a barlovento en la siguiente curva —dijo Ziller mirando la colina a la que se acercaban y la achaparrada torreta que había en la cumbre llena de maleza.
—Tendrá que conectar la hélice.
—Oh —dijo Kabe—. ¿Tienen hélices?
—Una cosa grande con dos paletas metida en la parte de atrás —dijo el avatar señalando con un gesto la parte posterior, donde dos ventanas curvadas rodeaban una amplia sección recubierta de paneles—. Funciona con baterías. Debería estar cargada si funcionan las aspas del generador.
—¿Y eso cómo lo sé? —preguntó Ziller. Después se sacó la pipa del bolsillo del chaleco.
—¿Ve ese cuadrante grande de la derecha, justo debajo del parabrisas, con el símbolo de un rayo?
—Ah, sí.
—¿Dónde está la aguja, en la parte negra y marrón o en la parte azul brillante?
Ziller miró. Se metió la pipa en la boca.
—No hay aguja.
El avatar lo miró pensativo.
—Eso podría ser mala señal. —Se incorporó y miró a su alrededor. La torreta estaba a unos cincuenta metros de distancia y el suelo se elevaba bajo ellos—. Yo soltaría un poco esa vela de mesana.
—¿Esa qué?
—Afloje la tercera cuerda de la izquierda.
—Ah. —Ziller soltó la cuerda y la volvió a atar. Tiró de un par de palancas para frenar el vagón y preparar los volantes del techo. Apretó un par de interruptores grandes y después miró esperanzado hacia la parte posterior del vagón.
Sorprendió entonces la mirada del avatar.
—Oh, bueno, pues deja que el puto emisario se traslade a Aquime —dijo con tono exasperado—. Para lo que a mí me importa. Pero no quiero verlo.
—Desde luego —dijo el avatar con una sonrisa. Después le cambió la expresión—. Oh-oh —dijo. Se había quedado mirando hacia delante.
Kabe sintió que una chispa de inquietud le saltaba en el pecho.
—¿Qué? —dijo Ziller—. ¿Ya está aquí Tersono? —Y entonces perdió el equilibrio cuando, con un estrépito, como si algo se acabara de rasgar, el teleférico perdió velocidad a toda prisa y se detuvo de repente con una sacudida. El avatar se había deslizado por el sofá. A Kabe el golpe lo había lanzado hacia delante y solo evitó caer de bruces estirando un brazo y sujetándose a la barandilla de latón que separaba el compartimento de los pasajeros de la cabina de la tripulación. La barandilla de latón se dobló y se desprendió por un lado de la mampara con un crujido y un ruido seco. Ziller terminó sentado en el suelo, entre dos de las bitácoras de instrumentos. El vagón se balanceó de un lado a otro.
Ziller escupió un trozo de pipa.
—¿Qué cojones ha sido eso?
—Creo que hemos enganchado un árbol —dijo el avatar mientras se sentaba—. ¿Están todos bien?
—Sí, bien —dijo Kabe—. Siento lo de la barandilla.
—¡He partido la pipa a la mitad! —dijo Ziller. Cogió del suelo una mitad de la pipa partida.
—Ya se reparará —dijo el avatar. Quitó la alfombra que había entre los sofás y levantó una puerta de madera. Entró una ráfaga de viento. La criatura se echó en el suelo y metió la cabeza—. Sí, es un árbol —gritó. Volvió a meterse dentro—. Debe de haber crecido un poco desde la última vez que se usó esta línea.
Ziller se estaba levantando del suelo.
—Cosa que por supuesto no habría ocurrido si el responsable del sistema hubieras sido tú, ¿no?
—Pues claro que no —dijo el avatar muy contento—. ¿Mando venir a un dron de reparaciones o intentamos arreglarlo nosotros mismos?
—Tengo una idea mejor —dijo Ziller con una sonrisa mientras miraba por la ventanilla de uno de los lados. Kabe también miró y vio un objeto casi totalmente rosa que volaba hacia ellos. Ziller abrió la ventanilla de ese lado y se giró hacia sus dos compañeros con una sonrisa antes de llamar al dron que se acercaba—. ¡Tersono! ¡Me alegro de verte! ¡Qué bien que hayas venido! ¿Ves ese desastre de ahí abajo?